SOMBRAS DE ARDETHE

SOMBRAS DE ARDETHE

fran

09/07/2025

Nunca tuve miedo a morir. Le temía, en cambio, al reflejo de una vida ya vivida. Lo supe el día en que noté cómo la piel de mis nudillos se arrugaba al sostener un bisturí. En la Cúpula Central de Investigación de Ardethe, donde la ciudad flota sobre los continentes hundidos, era reconocida como una eminencia. Mi mente aún era brillante. Pero eso ya no bastaba. Después de décadas de manipulación genética aplicada a órganos sintéticos, logré lo que ningún otro colega pudo: ralentizar el deterioro celular en humanos mediante transferencia vital asistida. Lo llamé Proyecto Aeon. Claro que era ilegal. Pero en Ardethe, todo lo prohibido florece lejos de los ojos de los funcionarios públicos, entre pasillos silenciosos y vitrinas selladas. El primer sujeto fue un joven técnico, Kanlie. Tenía 22 años, un andar torpe y una sonrisa tímida. Lo elegí por su sangre: pura, limpia, sin mutaciones. Le ofrecí un ascenso al laboratorio privado. No sospechó nada.

La transferencia funcionó. No de inmediato, pero al tercer ciclo, mi piel se tensó, mis articulaciones dejaron de doler y mi voz volvió a tener aquel tono cristalino que creía perdido. Me miré en el espejo y, por primera vez en años, me sentí digna de mí. Me sentí Leira Vossif, no una sombra vestida de prestigio. Kanlie, en cambio, enfermó. Nadie relacionó su deterioro con Aeon. Dijeron que era radiación o algún virus de las zonas bajas. Murió en una semana. Repetí el proceso con otra persona. Y otra. Al principio, buscaba voluntarios entre quienes no serían extrañados. Habitantes de la Franja Gris, donde la ley es un eco distante. Pero pronto, la dosis dejó de bastar. Necesitaba más. Más juventud, más esencia. Me convertí en un espectro acechando la vitalidad de otros.

A los ojos del mundo, seguía siendo brillante. Nadie sospechaba que bajo mi bata escondía la energía robada de una decena de cuerpos. Pero la ciencia no es perfecta. Y lo que se extrae con violencia, no se queda quieto.

Fue una noche de lluvia ácida cuando vi a Kanlie de nuevo. O algo que decía ser él. No en carne, sino en el reflejo de los vidrios, en los monitores apagados, en la voz que susurraba desde el sistema de ventilación.

—“No puedes retener lo que no es tuyo” —me decía.

Intenté ignorarlo. Atribuí los murmullos al cansancio. Hasta que mi piel comenzó a mostrar irregularidades. Sin arrugas. Algo peor. Texturas. Cambios. Como si decenas de rostros quisieran asomarse desde mi interior. Mi cuerpo, antes perfecto, ahora mutaba. Una mano joven, otra vieja. Ojos de distinto color. Cicatrices donde nunca las tuve. Sentía a los otros dentro de mí. No sus recuerdos, sino su rabia. Corrí al laboratorio. Revisé las cifras. Todo estaba correcto, pero los valores eran… inestables. Como si cada célula injertada luchara por recuperar su forma original.

En mi desesperación, busqué al creador del filtro bioplásmico original, un tal Ilian Sorel, exiliado por motivos desconocidos. Lo hallé en un asentamiento oxidado, bajo las placas térmicas de la vieja Ardethe. Me observó largo rato antes de hablar.

Me explicó que Aeon no era una simple transferencia celular. En cada intercambio pasaba más que tejido. La conciencia, fragmentada y difusa, dejaba trazas. Y si eran demasiadas… comenzaban a competir.

Afuera, Ardethe seguía flotando, indiferente. Yo también floto. Pero en el pozo negro de mi propia vanidad.

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