El apagón de Santa Rufina.

El apagón de Santa Rufina.

Justo cuando el padre Benigno alzaba el cáliz con manos temblorosas, un crac seco reventó en la oscuridad. La luz murió sin agonía. En la capillita de Santa Rufina, el silencio se volvió tinta espesa. Solo el viento ululaba en los aleros, como un alma en pena.

‎—¡Ay, Señor, que nos coge en pecado! —susurró la señora Brígida, dos bancas adelante.

‎Alguien tosió. Otro carraspeó. El padre Benigno intentó una frase piadosa, pero solo salió un gruñido. Don Cosme, el electricista retirado, ya se levantaba con el ruido de un mueble viejo al quebrarse. Su linterna de campista encendió un túnel amarillento en el humo del incienso.

‎—Fusible, padre. O algún gato eléctrico bailando joropo—dijo, y el haz bailó sobre caras desencajadas.

‎Fue entonces cuando empezó el ruidito.

‎Un clic-clac metálico, insistente, como si una moneda bailara sola sobre el mármol. Venía del fondo. El haz tembloroso de don Cosme lo buscó, tropezó con zapatos, rodillas, carteras abiertas… hasta que lo atrapó: era el porta-velas de bronce de la Virgen Dolorosa. El mismo que siempre estaba clavado a su pedestal. Pero ahora, libre, rodaba como una trompo borracho por el pasillo central.

‎—¡El cepillo! —gritó Pepito, el monaguillo, confundiendo objetos sagrados—. ¡Se le escapa la limosna al Santo!

‎El porta-velas, redondo y con su base cóncava, parecía disfrutar del caos. Dio un giro brusco, esquivó el zapato torpe del señor Lombardo (ex portero, reflejos oxidados), rebotó contra la pata de un reclinatorio y siguió su marcha errática hacia el altar. La luz de don Cosme lo perseguía, proyectando una sombra deforme y gigantesca que bailaba en los santos de yeso.

‎—¡Cógelo, hombre! —urgió el padre Benigno, olvidando la liturgia—. ¡Es de Bélgica, caramba!

‎Una docena de feligreses se abalanzaron. Fue un amasijo de brazos, suspiros ahogados y algún juramento sofocado. La señora Gertrudis, ágil como un rabipelao, casi lo atrapa, pero el imparable cacharro dio un brinco inesperado y… plaf. Le aterrizó justo en la cabeza, encajándose como un casco ridículo sobre su moño gris. El porta-velas le cubría medio rostro, su agujero central apuntando a la nada como un ojo ciego.

‎—¡Sáquemelo! ¡Sáquemelo! —chilló Gertrudis, pataleando, mientras el bronce resbalaba sobre su pelo engominado.

‎En el forcejeo, alguien (tal vez el señor Lombardo, buscando redención por su fallo) tiró de la base. El porta-velas salió disparado. Voló un segundo, silueta grotesca contra la luz parpadeante de la linterna, y fue a estrellarse de lleno contra el gran Cristo de madera que colgaba sobre el altar. El impacto fue seco, resonante. ¡Clonk!

‎Y entonces, lo imposible: el Cristo, ese Cristo que llevaba veinte años inmóvil y polvoriento, con una expresión de sufrimiento eterno… inclinó la cabeza. Solo un poco. Un gesto leve, como quien evita un golpe de viento o mira algo curioso a sus pies. Su mirada de ébano, antes fija en el infinito, parecía ahora clavada en el porta-velas que yacía inerte en el suelo del presbiterio.

‎La luz volvió en ese instante, brutal, eléctrica. Los focos cegaron a todos. El padre Benigno seguía con el cáliz en alto, boquiabierto. Gertrudis se arreglaba el moño, roja como un tómate. Don Cosme apagó su linterna con un clic definitivo.

‎Silencio. Un silencio gordo, incómodo, lleno de miradas furtivas hacia el Cristo. Su cabeza seguía ligeramente ladeada. ¿Siempre había estado así? Nadie estaba seguro.

‎—Bueno… —carraspeó el padre, bajando el cáliz como si pesara toneladas—. Como decía antes de… la interrupción. La sangre de Cristo, derramada por…

‎Su voz se perdió. Todos seguían mirando arriba. Incluso el monaguillo Pepito, olvidando su misión con el incensario, señalaba con un dedo temblón.

‎El Cristo, en su nueva postura, parecía estar sonriendo. O tal vez era solo un juego de sombras. Pero esa tarde, en Santa Rufina, nadie se atrevió a rezarle de frente. Le rezaron de perfil, por si acaso. Y el porta-velas volvió a su pedestal, pero con tres abolladuras nuevas que, a la luz de las velas, parecían sonreír también.

Aldo Rojas Padilla.

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