Siempre imaginé la muerte como una explosión cósmica, un cataclismo que arrasa con todo a su paso. Pero la de Laura llegó de puntitas, como un suspiro que se esfuma hacia el infinito. Esteban meditaba sobre esto mientras su taza de café —ya fría— la giraba con sus dedos. La había agitado inconscientemente docenas de veces, cada vez que su mente viajaba al recuerdo de su esposa.
Han pasado veintiún días, tres semanas, desde que Laura murió. El calendario aún conserva su letra en los días futuros: “Recordar regar las plantas”, “Revisar cita del dentista de Esteban (que no se acobarde)”, “Comprar libros de ética”. Anotaciones que en su momento se sentían llenas de vida, y ahora pesan como lápidas diminutas sobre una existencia que ya no está.
Esteban no llora. No por falta de amor, sino por exceso. El amor acumulado no encuentra salida y se transforma en otra cosa: un peso en el pecho, un silencio sucio en las paredes, una rabia que no grita. La injusticia de que ella, tan curiosa, tan luminosa, haya sido arrancada sin orden ni sentido. Todo era incierto. Esteban no comprendía qué había pasado. Un accidente de trabajo, dijeron. Un ejército de abogados presentó un archivo extenso de artículos y cláusulas que eximían de culpa a Digibrain Corp. “Un desafortunado accidente”, lo tildó la autoridad. Le dieron un cheque que pesa cada vez más. No ha podido cambiarlo. Es un insulto, un recordatorio constante de cómo la compañía hizo su voluntad con su amada. No se molestaron en explicar cómo perdió la vida… solo hubo secretos entre esas paredes y visitas de abogados.
Es verdad que nunca supe bien qué era lo que hacía Laura en Digibrain Corp. Era esquiva, secretiva. Siempre que preguntaba, respondía que tendría que matarme si hablaba de más, acompañando la frase con una sonrisa juguetona. Pero ahora empiezo a pensar que había algo de verdad en ello.
Me entregaron sus efectos personales: una foto de cuando fuimos a Hawái, sus títulos y diplomas en neurobiología, notas con apuntes, una servilleta pulcramente doblada con un poema que le escribí cuando la conocí en aquella vieja y desierta cafetería del centro… y, al fondo de todo, una USB con una pegatina que decía “Laura 0.9”. Tomé todo y me fui a casa, a escucharla en las esquinas, sentirla en el lecho, saborearla en el café, y verla en los detalles que ella atendía con esa maestría pulcra que le era natural.
La casa lo recibió con el mismo silencio que lo envolvía desde que Laura se fue. No había llaves girando en la cerradura del baño, ni la risa repentina de un video visto sin auriculares, ni el golpeteo de sus pasos ligeros sobre el parqué. Solo el tic-tac del reloj, convertido ahora en un metrónomo fúnebre que marcaba la ausencia.
Esteban dejó la caja sobre la mesa del comedor. El gato, Sombra, se acercó al umbral con lentitud, olfateó el aire como si buscara algo más que a su dueño. Se quedó allí, mirando hacia la puerta, como esperando que ella entrara de nuevo con su bufanda color mostaza y ese saludo de voz dulce: “¿Ya comiste, monstruo?”
Esa noche, Esteban decidió ver una de las películas favoritas de Laura: La ciencia del sueño. No sabía bien por qué. Tal vez porque necesitaba sentirla de algún modo, aunque doliera. Quizá porque ella solía decir que esa cinta “era como entrar en su cabeza y ver el mundo con otros ojos”. La habían visto muchas veces juntos, con ella repitiendo frases emocionada o riendo justo antes de que ocurriera alguna escena.
Pero ahora, verla sin Laura fue otra cosa. Fue insoportable. La música lo arañaba por dentro; las imágenes lo empujaban hacia un abismo donde cada fotograma era una daga. Lloró sin lágrimas, como si se secara desde adentro. Se levantó, fue a la cocina y abrió una botella de vino que llevaba meses guardada. Laura no bebía. Decía que el alcohol le robaba claridad a las emociones. “¿Para qué embotar lo que duele? Hay que sentirlo hasta que se pase.”
Esteban se sirvió una copa entera y la bebió de un trago.
—Lo siento, Laura —murmuró, observando la foto de Hawái clavada con un imán en la puerta del refrigerador. Ella reía con el mar detrás, los brazos abiertos como si el viento pudiera levantarla en cualquier momento. Él apenas se reconocía en esa sonrisa.
Sombra maulló desde el pasillo, como respondiendo a algo que solo él podía oír. Esteban volvió al comedor, tambaleante, la copa aún en la mano. Se sentó frente a la caja. Abrió la tapa.
Ahí estaban sus cosas. Todo lo que quedaba de ella. El eco de una vida comprimido en una docena de objetos: su título en neurobiología, apuntes llenos de ecuaciones incomprensibles, la servilleta con el poema de aquella primera vez —aún con una pequeña mancha de café—, doblada como un tesoro infantil. Unas notas breves, garabateadas con prisa: “Interfase no estable”, “sinapsis sintética inestable”, “¿soñar o simular?”, “revisar patrón de Laura A vs. Laura B”.
Y entonces, casi escondida bajo los papeles, la vio: la USB.
Negra, simple, con una pegatina blanca, apenas arrugada, donde se leía en letra redonda y firme: Laura 0.9.
La sostuvo entre los dedos con manos temblorosas. El corazón le retumbaba con una mezcla indescifrable de ansiedad y culpa. ¿Qué secretos guardarías aquí, Laura? ¿Una copia de tus investigaciones? ¿Diarios personales? ¿Cartas que nunca me diste? ¿Un proyecto? ¿Un amante?
La idea lo atravesó como una corriente fría. ¿Y si era algo que no debía ver? ¿Y si era uno de esos misterios que deben quedarse sin nombre, como el silencio tras una despedida?
Pensó en no hacerlo. En guardarla de nuevo, cerrar la caja y fingir que nunca la había encontrado. Pero ya estaba despierto. Ya había visto el nombre. Ese diminutivo extraño: 0.9. Ni uno. Ni completo. Como si fuera una versión… casi.
Se levantó, caminó hasta su escritorio, encendió la laptop. El ventilador interno zumbó con pesadez. Introdujo la USB en el puerto.
La pantalla parpadeó. Un único archivo apareció.
LAURA_0.9.exe
Un ejecutable.
Esteban se quedó inmóvil.
No lo abrió.
Todavía no.
Se sirvió otra copa.
Y dejó que la noche se sentara junto a él, como lo hacía ella cuando no sabía qué decir, pero quería estar cerca.
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