HACER FILOSOFIA

HACER FILOSOFIA

Anto Revello

07/06/2025

Hacer Filosofía



Antonella Revello, 2025

A mi mamá,
que nos enseñó a pensar, a buscar, a aprender y a no conformarnos nunca.
Me mostró, sin decirlo, que la curiosidad es una forma de amar la vida.

Como decía Simone de Beauvoir: “La madre que piensa, cría hijos que se preguntan”.

Gracias por haber sido mi primer pregunta.





A mi amor, gracias por escucharme incluso cuando mis pensamientos se volvían laberintos. Por tu paciencia infinita, por tu compañía serena, por ser testigo y refugio en cada palabra que intentaba convertirse en verdad. Este libro también es tuyo, porque fue escrito entre tus silencios atentos y tus gestos que me devolvían calma
















Prólogo
«Una invitación a detenerse»

Filosofar no es un ejercicio reservado a sabios griegos ni a aulas universitarias. Filosofar es, en su forma más pura, animarse a pensar distinto. Es detener el curso automático de los días y preguntarse por qué sentimos lo que sentimos, por qué elegimos lo que elegimos, por qué repetimos lo que nos daña. Hacer filosofía es abrir una brecha en la rutina para que entre la luz.

En este mundo acelerado, donde las respuestas se buscan en tutoriales y se venden certezas en cápsulas, detenerse a pensar puede parecer inútil. Pero la filosofía es, precisamente, el arte de no conformarse con lo evidente. No es una acumulación de teorías muertas, sino una forma viva de resistencia. Como decía Sócrates, “una vida sin examen no merece ser vivida”. ¿Y cuántas vidas se gastan sin jamás ser cuestionadas?

Este manuscrito nace de esa necesidad profunda: invitar a quien lo lea a detenerse, a incomodarse, a atravesar el espejo y mirar más allá. Es un acto de libertad en sí mismo. Porque el que piensa, el que se pregunta, el que filosofa… empieza a ser libre.

Capítulo 1

Hablar sabiendo

¿Qué es la filosofía?

Hay palabras que cargan con más peso del que aparentan. “Filosofía” es una de ellas. Suena grande, antigua, lejana. Suena a libros polvorientos y a hombres con barbas sentados en mármol. Suena, incluso, a algo que no nos pertenece. Y sin embargo, está ahí, latiendo en cada decisión, en cada pregunta que nos cambia. Está ahí cada vez que alguien dice: “No sé qué hacer”, y también cuando alguien se atreve a decir: “Esto es lo correcto”. La filosofía no vive en las bibliotecas, vive en la vida.

Solemos creer que para filosofar hay que saber mucho. Como si preguntar fuese un privilegio de los eruditos. Pero fue Sócrates quien nos dejó claro que la sabiduría nace justamente del no saber. “Solo sé que no sé nada”, decía. No para rendirse, sino para abrir un espacio de búsqueda. Y en esa apertura está la verdadera fuerza del pensamiento: en el coraje de dudar, en el deseo profundo de comprender.

Cuando era chica, la palabra “filosofía” no tenía sentido para mí. Pero sí lo tenía, la pregunta. Me preguntaba todo y lo hacía con una insistencia que algunos adultos interpretaban como rebeldía. Hoy entiendo que no era rebeldía: era hambre de sentido. Era esa necesidad tan humana de saber por qué las cosas son como son. ¿Por qué lloramos? ¿Por qué mentimos? ¿Por qué el amor se va? ¿Por qué hay personas que dañan a otras sin culpa? La filosofía, entonces, no es más que ese deseo organizado. Una forma de no conformarse con las respuestas fáciles.

Platón decía que filosofar es “aprender a morir”. A simple vista suena trágico. Pero si lo pensamos con calma, es uno de los actos más hermosos que nos podemos permitir. Morir a las certezas para vivir en la posibilidad. Dejar que nuestras ideas se caigan, para que otras puedan nacer. En este capítulo quiero invitarte a eso: a dejar que lo que creías cierto se tambalee un poco. No para destruirlo todo, sino para ver qué permanece cuando nos atrevemos a mirar distinto.

Una vez una compañera me preguntó si para ser filósofa había que dejar de sentir. Me causó una mezcla de ternura y tristeza. ¿Cómo explicarle que la filosofía no solo no mata el sentir, sino que lo necesita para nacer? No se piensa bien sin emoción. No se piensa con fuerza si no hay algo que nos duela o que nos enamore. Nietzsche decía que “los pensamientos que llegan caminando, tienen más valor”. Y yo agregaría: los pensamientos que nacen del cuerpo, del amor, del enojo, de la pérdida, son los que de verdad valen la pena.

No quiero una filosofía de élite. No quiero una filosofía que excluya. Quiero una filosofía que se hunda en la calle, que camine por el aula, que se siente en la mesa del domingo. Quiero una filosofía que le hable a quien friega platos mientras se pregunta si eligió bien su vida. Quiero que filosofar sea una forma de habitar el mundo, no un lujo de pocos.

Hablar sabiendo no es hablar con soberbia. Es hablar con consciencia. Saber que nuestras palabras construyen. Que nuestras ideas tienen consecuencias. Que las frases que repetimos sin pensar pueden herir, o liberar. Y que las decisiones que tomamos están sostenidas por una idea del bien, aunque no siempre lo veamos.

Aristóteles, al que muchos temen por denso, decía algo profundamente simple: que todos los seres humanos deseamos naturalmente saber. Esa frase me abraza cada vez que alguien me dice que la filosofía no sirve. ¿Cómo no va a servir si es el deseo más humano que tenemos? Saber no para acumular datos. Saber para vivir mejor. Para amar con más claridad. Para elegir sin miedo. Para perdonar sin resentimiento. Para estar en paz con nuestra historia.

Y ahí aparece también Descartes, el que dudó hasta del suelo que pisaba. El que necesitó llevar la duda al extremo para encontrar su certeza: “Pienso, luego existo”. Una frase que solemos repetir sin pensar en su profundidad. No dijo “amo, luego existo” o “sufro, luego existo”. Dijo “pienso”. Pensar, entonces, no es una tarea secundaria. Es lo que nos constituye. Lo que nos salva de perdernos.

Filosofar es habitar el mundo con preguntas, no con respuestas absolutas. Es saber que incluso lo que hoy creemos verdadero, puede cambiar. Es entender que pensar no es un acto solitario, sino profundamente amoroso. Porque cuando pienso, te invito a pensar conmigo. Y ahí, en ese gesto, nace algo parecido a una comunidad. Una comunidad del pensamiento. Un lugar donde no importa si tenés título o no, si leíste a Kant o no, si sabés latín o no. Lo que importa es que estés dispuesta a buscar.

Mi experiencia personal con la filosofía no empezó en una cátedra. Empezó en el silencio incómodo de las preguntas sin respuesta. Empezó mirando el techo, preguntándome si lo que estaba haciendo con mi vida tenía sentido. Empezó escuchando a alguien decir “así son las cosas” y sintiendo que no, que no tenían por qué ser así. Empezó con mi mamá enseñándome a pensar sin decirlo, solo mostrándolo. Con su manera de hablarme como si yo pudiera entenderlo todo. Y yo, creyéndole.

Filosofar, entonces, es también un acto de fe. Una fe en que el pensamiento puede liberarnos. Que la palabra puede abrir caminos. Que una pregunta puede ser más sanadora que mil consejos. Y que, como decía Gabriel Rolón, “pensar también es una forma de abrazar”.

Capítulo 2

¿Cómo elegir las preguntas indicadas para empezar a filosofar?

El arte de interrogar sin perderse en lo superficial

Filosofar empieza con una pregunta. Siempre, con una incomodidad que no se apaga con una explicación sencilla ni con una respuesta ya dicha. Empieza con algo que nos falta, pero no de manera desesperada, sino de manera insistente. No todo el mundo se atreve a preguntar en serio. Porque preguntar es, también, aceptar que no sabemos. Y a veces, la ignorancia pesa más que la duda.

Recuerdo la primera vez que alguien me dijo: “Esa no es una buena pregunta”. Me enojé. Sentí que estaban cuestionando mi capacidad de pensar. Hoy entiendo que tenía razón. Hay preguntas que no nos abren caminos, sino que nos cierran sobre certezas que ya estaban escritas. Preguntar por preguntar no es filosofar. Filosofar es aprender a hacer las preguntas que nos desnudan, las que nos desordenan un poco, las que nos quitan las excusas.

Como decía Sócrates, “el inicio de la sabiduría es la definición de los términos”. Pero yo creo que también es la elección de lo que vale la pena preguntar. ¿Qué es el amor? ¿Qué es la justicia? ¿Por qué duele vivir? ¿Por qué, aun sabiendo que todo termina, insistimos en empezar? ¿Por qué nos traicionamos a veces, justo cuando más necesitamos ser fieles a nosotros mismos?

Elegir una pregunta filosófica es como elegir un espejo que no deforma. Uno que nos muestra tal como somos, sin maquillaje ni disfraz. Un espejo incómodo, sí. Pero verdadero. Porque hay preguntas que son como trampas: suenan profundas, pero están vacías. Y hay otras que parecen simples, pero son pozos sin fondo.

A veces, cuando estoy sola, me descubro preguntándome cosas sin responderlas. Como si solo formularlas fuera suficiente. Como si ese gesto, ese acto de interpelarme, ya fuera una forma de estar viva. Gabriel Rolón decía: “No hay respuestas sin preguntas, pero no toda pregunta merece una respuesta”. Y es cierto. Algunas preguntas, las más verdaderas, no necesitan una respuesta inmediata, lo que necesita es compañía, tiempo, coraje para no cerrarlas con apuro.

Cuando alguien cercano me pregunta por dónde empezar a filosofar, siempre le digo lo mismo: empezá por lo que no entendés de vos. Por lo que no te cierra. Por lo que te duele sin nombre. Por lo que te da vergüenza preguntar en voz alta. Porque ahí, justo ahí, está la primera grieta. Y en la grieta entra la luz.

No elegimos las preguntas solo con la razón. Las elegimos también con el cuerpo, con la memoria, con las heridas. Porque filosofar no es solo pensar. Es pensar desde un lugar que nos compromete. Nietzsche lo dijo mejor que nadie: “Lo importante no es encontrar la verdad, sino no dejar nunca de buscarla”. Y para buscar, hay que saber por qué camino no ir. No todas las preguntas sirven. No todas merecen nuestro esfuerzo. Algunas son solo ruido. Otras son un llamado.

La pregunta filosófica es una forma de amar. Amar lo que aún no sabemos. Amar el camino. Amar incluso el error. Porque preguntar bien no es solo una habilidad intelectual. Es una decisión existencial. Yo elijo las preguntas que me hacen más humana, no las que me hacen sentir más inteligente. Elijo las que me permiten dudar sin cinismo. Las que me devuelven a mí misma con más honestidad.

Hay algo profundamente poético en aprender a interrogar al mundo. Porque el mundo no siempre responde. Pero al menos se deja tocar. Y en ese contacto, en esa búsqueda inexacta, algo se transforma. No se trata de encontrar todas las respuestas. Se trata de no dejar nunca de preguntar lo que realmente importa.

Filosofar no es repetir ideas bonitas de otros, ni jugar a ser interesante con citas que uno no entiende del todo. Filosofar, para mí, empieza en el deseo. En ese fuego raro que te empuja a mirar lo que los demás no miran, o a quedarte pensando en lo que todos ya pasaron de largo. Pero ese deseo necesita dirección, y la dirección empieza con una pregunta. ¿Pero cuál?

Cuando era chica me preguntaba por qué la gente se peleaba tanto. No tenía palabras para decirlo así, pero me acuerdo de sentir que algo no estaba bien cuando los adultos se lastimaban con gritos, con gestos, con silencios. Hoy pienso que ahí empezó mi impulso filosófico: en ese asombro, esa incomodidad, esa necesidad de entender lo que dolía. Filosofar no es otra cosa que animarse a mirar lo que duele y preguntarse por qué.

Como decía Sócrates: «Una vida sin examen no merece ser vivida». Pero claro, examinar la vida no es una actividad mecánica. Nadie te dice por dónde empezar. Y, sin embargo, algo adentro sabe. Porque cada una de nosotras lleva preguntas que arden, aunque estén escondidas. A veces no sabemos que son preguntas hasta que alguien las formula. A veces sentimos que no podemos pronunciarlas sin desarmarnos.

¿Dónde nacen las buenas preguntas filosóficas?

No nacen del aburrimiento. No nacen de querer parecer inteligentes. Nacen del desconcierto. De lo que nos deja en pausa. De lo que no cierra. De lo que se repite en nuestra historia sin que podamos nombrarlo. Las buenas preguntas filosóficas no se eligen por su prestigio, sino por su honestidad. No es lo mismo preguntarse “¿Qué es el ser?” porque lo leí en Heidegger, que preguntarme por qué me siento invisible en el grupo que se supone que me quiere. Esa segunda pregunta, aunque no suene académica, es más filosófica, porque nace del fondo de una experiencia viva.

Por eso no hay preguntas correctas ni incorrectas. Lo que hay son preguntas vivas y preguntas muertas. Las preguntas muertas son las que ya no nos mueven, las que repetimos sin sentir, las que no nos duelen ni nos conmueven. Las preguntas vivas son las que no podemos soltar, aunque no sepamos cómo responderlas.

Como decía Nietzsche: “El valor de una persona se mide por la cantidad de verdad que puede soportar”. ¿Y qué es una verdad, sino una pregunta que dejamos entrar? Cuando uno se deja habitar por una pregunta —de verdad—, algo cambia para siempre. Una pregunta no es un adorno; es una grieta por donde entra otra forma de mirar.

Entonces, ¿cómo elegir nuestras preguntas?

La respuesta es íntima. Hay que empezar por lo que no nos deja dormir. Por lo que nos conmueve aunque no lo entendamos. Por lo que se repite en nuestros vínculos. Por lo que nos incomoda, lo que nos duele, lo que nos enoja. Las preguntas filosóficas no son frías; son fogonazos. Y hay que tener el coraje de arder con ellas.

A mí, por ejemplo, me sigue quemando la pregunta: ¿por qué, a veces, amar no alcanza? ¿Cómo puede ser que dos personas se quieran y aún así se hagan daño? Esa pregunta me llevó a leer sobre el deseo, sobre el ego, sobre el miedo a la libertad. Y cada lectura, cada conversación, cada noche de insomnio, abrió nuevas preguntas.

Filosofar es aprender a sostener la pregunta sin matarla con respuestas rápidas.

La filosofía no es un manual de instrucciones. Es un espacio para habitar la incertidumbre. Y eso requiere entrenamiento. Requiere amor. Requiere, incluso, una especie de fe: la fe de que pensar sirve, aunque no dé resultados inmediatos.

Como decía Gabriel Rolón: “Una pregunta bien formulada puede ser más terapéutica que mil respuestas”. Yo diría que también puede ser más amorosa. Porque quien se pregunta de verdad, se cuida. Se escucha. Se da tiempo. Se da lugar.

Capítulo 3

¿Cómo empezar por el principio?

Todo pensamiento tiene un origen. Y aunque a veces nos sentimos tentadas a responder sin preguntar, o a opinar sin detenernos, la filosofía nos invita, con dulzura y firmeza, a dar un paso hacia atrás. A mirar con detenimiento el punto de partida. Pero ¿cuál es el principio? ¿Dónde empieza la filosofía?

En los albores de la Antigua Grecia, los primeros pensadores comenzaron a interrogar al mundo con una curiosidad radical. No se conformaban con aceptar lo dado: querían saber por qué el cielo no cae, por qué envejecemos, qué hay más allá de la muerte, si los dioses eran justos o no, qué es el alma y qué es la verdad. Esa forma de mirar, ese gesto de asombro que Aristóteles llamó thaumazein, dio origen a todo lo demás.

Como decía Aristóteles: “Todos los hombres desean por naturaleza saber”. Pero ese deseo no es una pulsión ciega, sino una voluntad por comprender que se manifiesta a través de preguntas. Preguntas que no buscan una respuesta inmediata, sino que abren caminos. Así nació la filosofía: preguntando. Pero no cualquier pregunta, sino aquellas que trastocan la comodidad de lo habitual.

Entre las más importantes de la historia, resuenan aún las preguntas de Sócrates: ¿Qué es la virtud? ¿Se puede enseñar la justicia? ¿Qué es el bien? Sócrates no respondía, devolvía la pregunta. Su método, conocido como mayéutica, buscaba que el otro encontrara la verdad dentro de sí mismo. Como una partera del pensamiento, asistía al nacimiento de ideas.

También está la pregunta de Parménides: “¿Qué es lo que es?”, y su afirmación radical de que solo el ser es y el no-ser no es. Un abismo lógico y poético a la vez. Heráclito, en cambio, afirmaba que todo fluye, que nadie se baña dos veces en el mismo río. Dos maneras opuestas de pensar el cambio y la permanencia que siguen latiendo en cada reflexión contemporánea.

Y, por supuesto, no podemos dejar fuera la gran pregunta de Platón: “¿Qué es el amor?”. En el Banquete, Platón ofrece una de las más bellas reflexiones sobre el deseo, la belleza y la trascendencia del alma. Amar no es solo querer poseer, sino aspirar a lo eterno. En ese anhelo, decía, el alma recuerda su origen divino.

Filosofar es entonces comenzar por el principio, pero sabiendo que el principio es siempre una pregunta. Es preguntarse, por ejemplo:

¿Adónde vamos?

¿Qué significa ser bueno?

¿Existe realmente el mal?

¿Qué es una vida virtuosa?

¿Qué sentido tiene amar?

¿Por qué existe algo y no más bien nada?

Estas preguntas no tienen una única respuesta, pero sí tienen una función: hacernos pensar. No para hallar certezas absolutas, sino para abrir el horizonte de lo posible. Filosofar es, en este sentido, un acto de libertad. Empezar por el principio no es mirar hacia atrás con nostalgia, sino entender que en cada pregunta bien hecha renace el comienzo.

Como decía Karl Jaspers: “La filosofía no consiste en poseer un saber, sino en buscar la verdad”. Ese camino comienza siempre en el mismo lugar: con una pregunta que nos incomoda, que nos hace tambalear, que no se deja contestar con rapidez. Esa pregunta, que tal vez no tenga respuesta definitiva, es la puerta de entrada a todo pensamiento.

Capítulo 4

La virtud: ¿y si ser buena no es lo que nos dijeron?

Hay palabras que vienen cargadas de historia, de peso, de mandatos. «Virtud» es una de ellas. Apenas la escuchamos, algo en nosotras se encoge. ¿Qué es ser virtuosa? ¿Portarse bien? ¿No levantar la voz? ¿Hacer lo que se espera?

Durante años, creímos que la virtud era una forma de domesticar el deseo. Nos enseñaron que las “buenas mujeres” son las que callan, las que ceden, las que no incomodan. Pero estudiar filosofía me enseñó algo que transformó mi forma de estar en el mundo: que la virtud no es obediencia, sino potencia. Que ser buena no es resignarse, sino saber qué hacer con lo que una es.

Los antiguos griegos hablaban de areté. No era un código moral, sino una excelencia del alma. Ser virtuosa era vivir conforme a lo mejor que una podía ser. Como decía Aristóteles: “La virtud es un hábito selectivo, relativo a nosotros, que consiste en un término medio determinado por la razón”. Y entonces me detuve: ¿y si ser virtuosa es, simplemente, encontrar el punto justo entre dos extremos? ¿Ni entregarse por completo, ni endurecerse del todo?

La virtud no es algo que se hereda ni que se aprende de memoria. Es una forma de decidir, de orientar la vida hacia lo que nos parece bueno. Pero lo bueno no es universal. Lo bueno se piensa. Lo bueno se elige. Cada día.

Para Sócrates, nadie hace el mal a propósito. Quien actúa mal, decía, lo hace por ignorancia, por no saber lo que es verdaderamente bueno. Por eso la virtud estaba íntimamente ligada al conocimiento. Una persona sabia era una persona justa. Y una persona justa, era una persona feliz. La sabiduría, entonces, no era acumular saberes, sino conocerse a sí misma lo suficiente como para actuar con sentido. Y eso, que parece sencillo, es una revolución.

Platón, por su parte, creía que el alma virtuosa es aquella que mantiene sus partes en armonía. Razonar, desear, actuar. Todo al servicio del bien. Pero no de un bien impuesto, sino de un bien construido, dialogado, pensado. La virtud era el resultado de una vida examinada.

Y llegamos a Nietzsche, que rompió todos los moldes. Él no hablaba de virtud en términos de sumisión, sino de creación. Para Nietzsche, el ser humano virtuoso era el que podía crear sus propios valores, el que se atrevía a vivir desde su fuerza interior, el que no pedía permiso. En vez de seguir una moral impuesta desde afuera, planteaba que cada quien debía preguntarse: ¿qué quiero ser? ¿A qué quiero decirle que sí?

Entonces, ¿qué es la virtud para mí? Es elegir cada día ser coherente con mis valores, aunque incomode. Es escucharme, dudar, detenerme y decidir con conciencia. Es aprender a decir que no sin culpa. Es preguntarme si lo que hago me hace sentir viva. Es no dejar que el deseo se duerma en la tibieza de lo correcto. Es leer, es pensar, es decir lo que me quema, aunque me tiemble la voz.

Filosofar también es aprender a desarmar las virtudes que nos dieron hechas. Es animarse a definir la propia. Tal vez ahí radique el verdadero acto de valentía: en reescribir el concepto de “buena”. Porque no quiero ser buena como me dijeron. Quiero ser buena a mi manera: lúcida, honesta, entera, libre.

Como decía Simone Weil: “La virtud es la belleza del alma”. Y yo no quiero una belleza dócil. Quiero una belleza que se piense, que se defienda, que no se esconda. Una belleza que no tenga miedo de ser poderosa.

Capítulo 5

¿De qué me sirve pensar en el pasado?

Volver para saber quién soy

No sé si alguna vez te pasó esto: estar sentada, en silencio, sin demasiadas distracciones, y de repente te invade una pregunta que no pediste. Algo así como una especie de llamado interno, una inquietud que no se acomoda. Y sin darte cuenta, estás recordando. Algo viejo, algo tuyo. Quizás una escena de la infancia, o una conversación que tuviste con tu mamá mientras cocinaban, o una pelea que creías olvidada. Esas cosas que vuelven sin permiso, que rascan la memoria como si quisieran decirte algo más.

Pensar en el pasado no es quedarse atrapada en él. No es vivir en la nostalgia o en el dolor crónico. Es más bien una forma de explorarse. La memoria —esa trampa y tesoro al mismo tiempo— es el único lugar donde podemos revisar lo que fuimos. Y si lo que queremos es saber quiénes somos, la única posibilidad de lograrlo con algo de profundidad es mirar para atrás. No como forma de evasión, sino como acto de búsqueda.

Los filósofos lo sabían. No solo los griegos que fundaron esta manía hermosa que es filosofar, sino también aquellos que llegaron después, que siguieron preguntándose sobre el tiempo, la identidad, la historia y el ser. Porque el pasado no es simplemente un archivo viejo de hechos: es, como decía Nietzsche, “algo que hay que poder soportar”. Y también, agregaría yo, algo que hay que poder leer. Leer bien. Como una carta que fue escrita para una versión tuya que todavía no existía.

Empezar por el núcleo: la filosofía como regreso

Cuando empecé a estudiar filosofía, una de las primeras cosas que escuché fue que no podés saltarte el origen. Que para entender por qué se pregunta lo que se pregunta hoy, hay que entender qué se preguntaba ayer. Que todo problema contemporáneo tiene su eco, su raíz, su sombra en el pasado. Al principio me parecía un poco exagerado. Como si hubiera una especie de culto al pasado que nos impidiera ver el presente. Pero luego entendí: no es una adoración al pasado, es una comprensión profunda de su fuerza. De su potencia fundacional.

Como decía Aristóteles: “El que no conoce lo que ocurrió antes de que naciera, permanece siempre un niño”. Y yo no quería quedarme en la infancia de las ideas. Quería crecer, pensar con madurez. Y para eso, tenía que conocer mis antepasados filosóficos. Saber qué dijeron, qué se disputaron, por qué ardieron en debates que aún no se apagan.

Los que pensaron antes de mí

Cuando leí por primera vez a Heráclito y su idea de que “todo fluye”, algo se movió en mí. Pensé en mis propios cambios, en mis mudanzas internas, en la forma en que una ya no es la que era hace apenas un año. Pensar en el pasado también es aceptar que no hay una versión fija de nosotras mismas. Que lo que fuimos no está tallado en piedra, pero tampoco es totalmente ajeno. Es más bien una huella, una textura que aún nos habita.

Platón, con su idea de reminiscencia, nos decía que conocer es recordar. Que todo saber es, en algún punto, un reencuentro con lo que ya estaba en nosotras. Y esto me resulta casi poético: pensar que dentro de mí hay saberes dormidos que esperan ser despertados por una pregunta adecuada.

Y si hablamos de pasado, ¿cómo no pensar en Nietzsche? Ese loco brillante que decía que “el futuro pertenece a quien tiene la memoria más larga”. Porque sin memoria no hay horizonte, sin pasado no hay porvenir. Y aquí quiero detenerme un segundo.

¿Para qué me sirve mi propio pasado?

Porque una cosa es estudiar la historia de la filosofía, las ideas, los contextos. Y otra muy distinta es revisar nuestra historia personal. La de cada una. La que no está en los libros. Esa que a veces pesa, que a veces quema. Esa que otras veces nos sostiene y nos recuerda que fuimos valientes.

Pensar en mi pasado me ha servido para entender por qué ciertas ideas me duelen, por qué me atraen ciertos conceptos más que otros, por qué hay autores que me abrazan y otros que me incomodan. Cada filósofo que leo me toca en un lugar distinto del alma, y eso no es casualidad: mi historia personal me hace leer de un modo único. Por eso, ignorarla sería empobrecer mi forma de filosofar.

¿Es nutritivo a nivel emocional pensar en lo que fui? Sí, si se hace con honestidad. Pensar en el pasado puede doler, sí. Pero también puede ordenar. Puede ayudarme a ver qué heridas aún sangran, qué elecciones fueron verdaderamente mías y cuáles fueron herencias no revisadas. Puede darme coraje para cambiar y para sostener.

Y acá me atrevo a decir algo personal: cuando me detengo a pensar en esa niña que fui, con sus preguntas ingenuas, con sus ganas de entender el mundo, me doy cuenta de que filosofar es también una forma de reencontrarme con ella. De no traicionar sus preguntas. De seguir buscándole sentido a lo que vivo.

La memoria como espacio ético

Gabriel Rolón, en uno de sus libros, dice que “recordar no es solo traer al presente, sino también elegir qué hacer con eso”. Y me parece fundamental: pensar en el pasado no tiene sentido si no nos permite actuar en el presente de forma más lúcida. Si la memoria no se transforma en ética, en elección, en postura, entonces es solo un adorno triste.

La memoria tiene poder. No por su precisión, sino por su capacidad de significar. Lo importante no es recordar con exactitud lo que pasó, sino entender qué sentido le damos ahora. Qué aprendimos. Qué cicatrices nos dejaron marcas sabias.

¿Cómo filosofar con el pasado?

Tal vez la clave esté en dejar de ver el pasado como una cadena o una nostalgia, y empezar a verlo como un diálogo. Una conversación continua con nuestras versiones anteriores. Una revisión tierna pero crítica. Una forma de preguntarnos: ¿qué hice con todo eso? ¿Qué decisiones tomé? ¿Qué cosas no volvería a tolerar?

Como decía Sócrates: “Una vida sin examen no merece ser vivida”. Y el examen comienza en los archivos de la memoria. No como una auditoría cruel, sino como un acto de amor. Filosofar también es mirar para atrás y decir: “Acá me equivoqué, pero aprendí”, o “Esto que viví me enseñó lo que hoy soy capaz de pensar”.

Cerrar el círculo

Pensar en el pasado es uno de los primeros ejercicios filosóficos que podemos hacer. No solo en términos históricos, académicos o teóricos, sino también personales, íntimos, existenciales. Porque nuestra historia individual se mezcla con la historia de las ideas. Y el modo en que pensamos está atravesado por todo lo que vivimos.

No se trata de vivir en el pasado, ni de justificar todo por lo que fue. Se trata de saber de dónde venimos, qué cicatrices nos tallaron, qué voces nos habitan. Se trata, en definitiva, de poder decir: “Ya no soy esa, pero sin esa versión mía, no podría ser quien soy hoy”.

Capitulo 5.1 Una pausa.

Hasta acá intenté contarte, con mis palabras, lo que fui entendiendo de esto que llamamos filosofía. No como experta, porque no lo soy, sino como alguien que la encontró y se enamoró un poco de ella. Fui mezclando experiencias, preguntas y autores que me hicieron pensar. Pero ahora… ahora quiero invitarte a otra cosa.

Los capítulos que vienen tienen algo distinto. Vamos a empezar a caminar entre los temas que hicieron temblar a los grandes pensadores de la historia. No para repetir lo que dijeron, sino para animarnos a pensarlo juntas, juntos, con nuestras propias dudas. Vamos a hablar del alma, del deseo, del bien, del dolor, de la muerte.

No necesitas saber nada para seguir leyendo. De verdad no hace falta haber estudiado filosofía, ni entender cada cita, ni coincidir conmigo. Lo único que hace falta es ganas de pensar.

Si alguna vez sentiste que la filosofía era lejana, difícil o inútil… te entiendo. Yo también lo pensé. Pero después descubrí que, en realidad, siempre había estado conmigo: cuando me rompieron el corazón, cuando me sentí perdida, cuando tuve que elegir, cuando me dolió el mundo.

Por eso te invito a seguir. No a entenderlo todo, sino a sentir que pensar también puede doler, pero al mismo tiempo sanar. Porque cuando pensamos de verdad, algo en nosotras empieza a moverse. Y eso, al final, también es hacer filosofía.

Capítulo 6

El amor

“Eso que mueve el mundo y nos parte en dos”

El amor. ¿Por dónde empezar a pensarlo sin que me tiemblen los dedos? ¿Cómo poner en palabras algo que tantas veces nos deja sin habla? ¿Cómo escribir sobre él sin que se me desborde el corazón y, al mismo tiempo, sin perder la razón?

Si filosofar es preguntarse por lo esencial, entonces el amor es, sin duda, una de las preguntas más esenciales de todas. Está en el centro de nuestras decisiones, de nuestras búsquedas, de nuestras caídas más duras y de nuestras elevaciones más hermosas. Está cuando llegamos y cuando nos vamos. Está cuando creemos haberlo encontrado y también cuando sentimos que nos falta. Como si nunca fuera del todo nuestro, como si siempre nos sobrara o nos faltara algo. Como si amar nos convirtiera, inevitablemente, en seres inacabados.

Platón, en su obra El Banquete, dice que el amor es el deseo de lo que no se tiene. Que es un hijo de la pobreza y la astucia. Una carencia que nos vuelve astutos, ingeniosos, inquietos. Algo así como una chispa que enciende en nosotros el deseo de lo eterno, pero que nos mantiene ancladas a la falta. «El amor —decía Platón— es siempre amor de algo que se desea y que no se posee» (Platón, -380 a.C./2000). ¿Puede haber definición más brutal y más verdadera?

Cuando empecé a estudiar filosofía, me enseñaron que el amor no era un tema “importante”. Que lo relevante era pensar el ser, la verdad, la política, la ética. Como si el amor fuera un capricho de las novelas, una distracción del pensamiento serio. Pero con el tiempo entendí que no hay nada más filosófico que amar. Porque amar es también decidir, preguntar, tolerar, habitar la contradicción. Es, en cierto modo, una forma de hacer filosofía con el cuerpo, con los vínculos, con el tiempo.

Porque ¿qué hacemos cuando amamos? Aceptamos no entender del todo. Renunciamos al control. Apostamos sin garantías. Abrimos puertas. A veces incluso nos las cerramos a nosotras mismas por un rato, por miedo o por ternura. Como decía Nietzsche, “no amamos a la persona perfecta, sino que amamos perfectamente a una persona” (Nietzsche, 1886/2007). Y esa imperfección, esa humanidad, esa carne temblorosa que es amar, es también una forma de verdad.

Amar duele. A veces. No porque tenga que doler, sino porque nos expone. Nos pone en riesgo. Nos muestra sin escudos. Nos arriesga a perder y también a ganar algo tan grande que da vértigo. Nos deja vulnerables, pero también nos vuelve fuertes. Porque, a diferencia del deseo de poseer, el amor auténtico no se basa en dominar al otro, sino en desear su libertad. En acompañar su existencia, aunque no la podamos controlar.

Gabriel Rolón lo explica muy bien cuando dice que el amor es una construcción que se edifica entre dos personas que se eligen. No es magia, ni destino, ni garantía. Es una apuesta. “El amor no alcanza con sentirlo, hay que construirlo” (Rolón, 2012). Y en esa construcción, cada uno pone lo mejor y lo peor de sí. El amor, como la filosofía, es también trabajo. Pero un trabajo que, si es genuino, tiene la dulzura de la entrega y la dignidad de lo humano.

¿Y qué hay del amor a una misma? Porque a veces nos enseñaron tanto a pensar en los otros que nos olvidamos de nosotras. Nos enseñaron a esperar que el otro nos elija, nos cuide, nos confirme. Y no nos dimos cuenta de que también podíamos —y debíamos— hacerlo con nosotras mismas. Porque nadie puede amar en libertad si no ha aprendido primero a reconocerse digna de amor.

El amor propio no es egoísmo. Es justicia. Es mirar hacia adentro y decir: “yo también merezco mi ternura”. Y cuando eso ocurre, cuando empezamos a amarnos sin excusas, también cambiamos la forma en la que amamos a los demás. Ya no desde la necesidad desesperada, sino desde la elección. Desde la presencia. Desde la libertad.

Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, decía que “amar es desear el bien del otro por sí mismo” (Aristóteles, -350 a.C./2009). Qué lejos queda eso del amor posesivo, del amor que exige, que vigila, que se enrosca en los celos o en el miedo. Amar, desde esta perspectiva, es también soltar el control. Es confiar. Es acompañar el crecimiento del otro aunque a veces duela. Aunque implique perder algo. Aunque signifique cambiar.

Y eso, para mí, fue una de las cosas más difíciles de entender: que amar no es aferrarse, sino estar dispuesta a que el otro también elija. Que el amor sano no es el que no se rompe nunca, sino el que puede transformarse sin perder el respeto ni la dignidad.

En muchas relaciones, confundí amar con salvar. Pensé que si lo quería mucho, todo iba a estar bien. Que el amor podía tapar los vacíos, curar las heridas, calmar el dolor del otro. Pero no. El amor no es medicina ni anestesia. Es un lugar donde podemos acompañar, pero no sanar en nombre del otro. Nadie puede curarse en cuerpo ajeno. Nadie puede crecer por otro. Amar no es cargar, es estar. Y a veces estar es también saber cuándo dar un paso al costado.

Una vez, una amiga me preguntó si creía que el amor verdadero existe. Le respondí que sí, pero que no es el que idealizamos. No es perfecto, no es mágico, no es eterno por sí solo. Es verdadero porque es humano. Porque se elige cada día. Porque sobrevive a la rutina, a los desacuerdos, a las sombras. Porque se transforma con nosotras. Y porque cuando no puede más, sabe irse con respeto.

Ese amor, el que no grita pero abraza, el que no controla pero sostiene, el que no promete para siempre pero elige el presente… ese amor existe. Y cuando lo vivimos, aunque sea por un instante, nos cambia. Nos deja marcas. Nos vuelve más sensibles, más sabias, más humanas.

No todas las formas de amor son románticas. Hay amores que no pasan por la pareja. Está el amor por las amigas, por la madre, por los libros, por la libertad, por los días de lluvia, por el silencio. Amar es, en el fondo, una forma de estar en el mundo. Una forma de percibir lo valioso, lo frágil, lo irrepetible.

Por eso me gusta pensar que el amor es también un ejercicio filosófico. Porque nos obliga a preguntarnos: ¿Qué valoro? ¿A qué le doy mi tiempo? ¿Qué me hace bien y qué me destruye? ¿Qué vínculo me potencia y cuál me apaga? ¿Qué tipo de amor quiero construir?

Como decía Descartes, “amar es alegrarse del bien, del placer, de la felicidad de otro, como si fuera la propia” (Descartes, 1649/2012). Es una definición tan delicada como potente. Porque amar es también alegrarse por el otro, incluso cuando esa alegría no nos incluye del todo. Incluso cuando el otro elige algo distinto a lo que esperábamos. Incluso cuando no entendemos del todo sus decisiones, pero igual deseamos que le vaya bien.

Hay una forma de amor que no necesita ser correspondida para ser real. No porque nos conformemos con poco, sino porque entendemos que el amor, a veces, también es una forma de gratitud. Agradecer lo vivido. Agradecer lo que fuimos. Agradecer incluso lo que no pudo ser, porque también eso nos enseñó algo.

Hoy creo que amar es, sobre todo, estar dispuestas a ser vulnerables. A vivir sin certezas absolutas. A confiar. A dudar. A perdonar. A dejarnos mirar. A mirar con ternura. A equivocarnos. A empezar de nuevo. A decir: “esto es lo que siento, esto es lo que quiero, esto es lo que soy cuando amo”.

Y así, de a poco, el amor se vuelve camino. Una forma de pensamiento encarnado. Una forma de vida.

4.1: Amor platónico: el impulso que nos eleva

Cuando se habla de “amor platónico” en la vida cotidiana, es frecuente que se lo confunda con un amor idealizado, inalcanzable o condenado a no concretarse jamás. “Es mi amor platónico”, decimos, y con esa frase nos referimos a alguien por quien sentimos admiración o deseo, pero a quien jamás confesaremos nuestros sentimientos. Esta interpretación moderna, aunque popular, distorsiona profundamente el verdadero sentido que Platón le dio al amor en sus escritos filosóficos, especialmente en el Banquete. Lejos de tratarse de una renuncia melancólica, para Platón el amor es un motor vital: una fuerza que nos arrastra desde lo más sensible hacia lo más elevado, desde el cuerpo hacia el alma, desde lo finito hacia lo eterno.

Eros como impulso hacia lo bello

El amor platónico se estructura en torno al concepto de Eros, una figura mitológica que Platón resignifica filosóficamente. En el Banquete, Eros no es ni un dios sabio ni un ignorante, sino un daimon: un ser intermedio entre lo humano y lo divino. Nacido de la abundancia (Poros) y de la carencia (Penía), Eros representa el deseo que nos impulsa a buscar lo que no tenemos. El amor, entonces, no es la posesión sino el movimiento; no es la quietud sino la aspiración.

“Amar es desear lo que no se tiene”, decía Platón, pero no con resignación sino con potencia. Este deseo, cuando se orienta correctamente, puede conducirnos por un camino ascendente hacia lo bello en sí, hacia el bien y, finalmente, hacia la verdad.

El ascenso del amor

La conocida “escala del amor” que propone Diotima, sacerdotisa y maestra de Sócrates en el Banquete, es una metáfora del desarrollo espiritual a través del amor. Según esta escala, quien ama verdaderamente comienza por la atracción hacia un cuerpo bello, pero no se detiene ahí. Reconoce luego que la belleza no es exclusiva de un solo cuerpo, sino que existe en muchos. Después de admirar todos los cuerpos bellos, su amor se dirige hacia la belleza del alma, luego hacia las leyes, las instituciones, y finalmente hacia la belleza del conocimiento y de las ideas.

Este proceso culmina con la contemplación de “la Belleza en sí”, eterna, incorruptible, que no nace ni muere. Esta Belleza no está ligada a un objeto particular, ni a un rostro, ni a un momento: es una forma pura, inteligible, que solo puede ser captada por la razón.

Así, el amor platónico es esencialmente filosófico. No nos estanca en el deseo corporal, sino que nos arrastra hacia lo universal, hacia lo que permanece. Quien ama verdaderamente, dice Platón, ama la sabiduría (philo-sophia), porque sólo ella puede llevarnos a comprender la esencia de lo bello, lo justo y lo bueno.

Entre el deseo y la virtud

El amor platónico no niega el deseo. Todo lo contrario: lo reconoce como punto de partida. Pero ese deseo no debe confundirse con la mera búsqueda de placer o posesión. Amar platónicamente es amar sin la pretensión de apropiación, sin querer que el otro nos pertenezca. No es un amor posesivo ni tampoco un amor resignado. Es un amor que respeta la libertad del otro porque busca su florecimiento, no su dominio.

Desde esta perspectiva, el amor se convierte en un acto ético. No sólo porque busca el bien, sino porque implica una autodisciplina del alma: el amante debe superar sus impulsos inmediatos, refinar sus pasiones, y aprender a ver más allá de lo aparente. En este sentido, el amor es también una forma de educación: educa el deseo, lo guía, lo eleva.

La belleza como revelación

La belleza, para Platón, no es superficial ni arbitraria. Es una forma de verdad. Lo bello nos conmueve porque nos recuerda —aunque no lo sepamos— algo que ya conocimos. Esta es la teoría de la reminiscencia (anámnesis): el alma, antes de encarnarse, vivió en el mundo de las ideas y contempló las formas puras. Al ver algo bello en el mundo sensible, sentimos una nostalgia profunda. El amor se convierte, entonces, en una vía de retorno.

Como decía Platón: “La belleza es el resplandor de lo verdadero”. No se trata sólo de estética, sino de una experiencia que toca el alma, que la despierta, que la llama a recordar quién es y qué vino a buscar.

Vigencia del amor platónico hoy

¿Tiene sentido hablar de amor platónico en pleno siglo XXI, en un mundo marcado por el consumo, la inmediatez y la superficialidad? La respuesta es sí, más que nunca. Porque el amor platónico nos propone detenernos, mirar más allá de la apariencia, cuestionar nuestras urgencias y educar nuestros deseos. Nos enseña que el amor no se agota en la piel ni en la posesión, sino que puede convertirse en una experiencia transformadora, que nos empuja hacia lo mejor de nosotros mismos.

Cuando amamos platónicamente, reconocemos que el otro no es un medio para nuestra satisfacción, sino un reflejo de algo más grande. Nos maravillamos con su singularidad, pero también con la belleza que hay en todo lo que existe. El amor se vuelve entonces una forma de conocimiento, una forma de trascender, una forma de filosofar.

Como decía Platón en el Fedro, el alma al contemplar la belleza “recuerda” las alas que ha perdido, y comienza a crecer de nuevo. Amar es, en ese sentido, volver a alzar vuelo.

El amor platónico y la educación emocional

En un mundo donde muchas veces se confunde amar con controlar, y el deseo con la ansiedad, recuperar la noción de amor platónico es también una forma de sanarnos. Nos recuerda que el amor no debe oprimir, sino liberar. Que el deseo puede ser noble. Que la belleza no está sólo en el cuerpo, sino en las palabras, en las ideas, en los gestos, en las acciones.

Educar en el amor platónico —es decir, en un amor que eleva y no que aplasta— es también una tarea política. Porque sociedades formadas en ese tipo de amor serán más empáticas, más sabias, más libres. No se trata de idealizar personas, sino de encontrar en cada vínculo una oportunidad para crecer.

En palabras de Platón

> “El amor es el anhelo de poseer el bien para siempre.” (Banquete)

“El alma del amante, al ver lo bello, recuerda la belleza verdadera, y se estremece.” (Fedro)

“El amor que se alimenta del cuerpo es efímero; el que busca la belleza en sí, es eterno.” (Banquete)

Conclusión

El amor platónico no es una renuncia sino una invitación. Nos invita a mirar más hondo, a amar sin cadenas, a desear sin destruir, a aprender del otro, a embellecer el mundo con la mirada y la palabra. En tiempos donde lo inmediato tiende a desplazar lo profundo, volver a Platón no es una nostalgia antigua, sino una revolución silenciosa. Amar así —con alma y con razón— puede cambiarlo todo.

Capítulo 7: El miedo

Subtítulo: Filosofar sin red: el vértigo necesario

Filosofar da miedo. O mejor dicho: filosofar es miedo. Porque nadie puede pensar profundamente sin pasar, al menos por un instante, por esa sensación de vértigo, de vacío, de desprotección. Pensar de verdad es desafiar las certezas que usamos como abrigo. Es soltar el borde de la pileta para ver si realmente podemos nadar. Es abrir la puerta del cuarto oscuro y preguntar si eso que oímos respirar en la esquina es real o solo parte de lo que imaginamos. Es preguntarse incluso si lo que imaginamos no es, a veces, más verdadero que lo que llamamos “realidad”.

Como decía Epicuro: “El que olvida lo que teme, también olvida su servidumbre”. Y sí, temer es inevitable. Pero también es lo que nos permite avanzar. El miedo, como toda emoción profunda, nos orienta. No siempre nos protege; a veces, nos paraliza. Pero también puede ser combustible, impulso, señal de que algo está ocurriendo dentro de nosotras, y que ese algo tiene sentido. Que ese miedo está anunciando un posible cambio. ¿Y qué es filosofar sino cambiar la forma en que pensamos, en que nos paramos frente al mundo?

Lo curioso es que nos enseñaron desde chicas que el miedo es algo que hay que superar. Algo que nos debilita. Y sin embargo, cuánto valor hay en reconocerlo, en decirlo en voz alta, en abrazarlo sin vergüenza. En sostener la pregunta aunque duela: ¿y si no sé quién soy? ¿y si no sé qué quiero? ¿y si la vida no tiene un sentido claro? ¿y si amar implica perder? ¿y si perder me transforma para siempre?

Un miedo que piensa

Filosofar requiere un tipo de coraje que no siempre se ve en el mundo práctico. Porque no se trata de tirarse de un paracaídas ni de hablar en público. Se trata de mirar hacia adentro y animarse a nombrar lo que hay, aunque no nos guste. A veces, lo que encontramos no es bonito ni pacífico. A veces es una herida que creíamos cerrada, una duda que evitábamos, una tristeza antigua.

Cuando empecé a estudiar filosofía, tenía miedo de no entender nada. Me sentía una impostora. Pensaba que había gente más inteligente, más leída, más brillante que yo. Y claro, era verdad. Siempre hay alguien así. Pero lo que nadie me había dicho es que filosofar no requiere ser brillante: requiere estar viva. Requiere prestar atención. Estar dispuesta a mirar las cosas desde otro lugar. A reconocer que no todo lo que duele es malo. Que pensar con miedo también es pensar.

Hay algo profundamente humano en ese temblor que nos invade cuando una idea nos sacude. Cuando un texto nos toca una fibra íntima. Cuando un concepto, tan abstracto, de golpe se vuelve carne en nuestra historia personal. Me pasó la primera vez que leí a Kierkegaard. Él hablaba de la angustia como esa sensación previa al salto. Un miedo que aparece justo antes de decidir. Porque decidir es elegir un camino y renunciar a todos los otros. Y eso… eso da miedo.

¿A qué le tememos, cuando pensamos?

Hay muchos tipos de miedo, pero cuando hablamos de filosofía hay uno que aparece con frecuencia: el miedo a equivocarse. A pensar mal. A no entender. A parecer ingenua, o ridícula, o demasiado emocional. Como si pensar tuviera que ver solo con el intelecto y no con la experiencia. Como si hacer filosofía no implicara también abrir el corazón.

A mí me daba miedo pensar sobre el amor. Sobre la muerte. Sobre el sentido de la vida. Porque temía no encontrar respuestas. Pero hoy entiendo que no se trata de eso. Que lo valioso no está en la respuesta, sino en la pregunta. Como decía Sócrates: “Solo sé que no sé nada”. Y ese “no saber” no es debilidad, sino fuerza. Es el punto de partida. El reconocimiento de que pensar no es acumular verdades, sino aprender a convivir con la duda.

Y también está el miedo a cambiar. A que pensar nos obligue a transformar la vida que llevamos. Porque pensar seriamente en la justicia, por ejemplo, puede incomodarnos si trabajamos en un entorno injusto. Pensar en la ética puede doler si nuestras decisiones cotidianas están alejadas de ese ideal. Pensar en el amor puede desestabilizarnos si estamos en una relación en la que ya no creemos. Porque la filosofía tiene ese poder: puede mostrar lo que ya sabíamos, pero no queríamos mirar.

Cuando el miedo se convierte en impulso

Una de las cosas más bellas que tiene la filosofía es que no exige valentía total, solo honestidad. No hace falta no tener miedo. Hace falta reconocerlo, escucharlo, dejar que nos diga lo que tiene que decir. Porque muchas veces el miedo nos indica por dónde empezar.

El miedo a estar sola me llevó a pensar sobre el amor. El miedo a perderme me empujó a pensar sobre la identidad. El miedo a fallar me hizo pensar en la ética. Y así, cada temor se convirtió en una puerta. No una puerta amable, claro. A veces crujía. A veces me lastimaba al cruzarla. Pero siempre me dejaba del otro lado con una pregunta nueva. Y eso, para una filósofa, es como un regalo.

Como decía Friedrich Nietzsche: “Lo que no me mata, me hace más fuerte”. Pero yo prefiero leerlo así: lo que me asusta, me muestra que estoy viva. Que estoy pensando. Que estoy sintiendo. Que estoy, de alguna manera, transformándome.

Recuerdo una clase en la universidad, en segundo año, donde discutimos sobre el mal. La profesora nos preguntó si pensábamos que el mal era inherente al ser humano. Yo tenía una opinión fuerte. Pero no me animé a decirle. Sentí que no estaba a la altura, que podía sonar tonta. Guardé silencio. Después, salí llorando. No por la clase, sino por mí. Por haberme censurado. Por no haber confiado en mi pensamiento. Por haber dejado que el miedo ganara.

Ese día decidí que, aunque pensara mal, aunque dudara, aunque temblara, no iba a volver a callarme. Porque filosofar también es eso: pensar aunque. Aunque no sepamos. Aunque nos tiemble la voz. Aunque sintamos que no tenemos todas las herramientas.

Hoy, cuando escribo estas páginas, sigo sintiendo miedo. Pero es un miedo distinto. Un miedo lleno de ganas. Un miedo que no paraliza, sino que empuja. Y me gusta pensar que si estás leyendo esto, también lo sentís. Porque pensar juntas, aunque sea desde la distancia, es una forma de sostenernos. De decirnos: “No estás sola. Yo también tengo miedo. Pero igual, pienso”.

Capítulo 8

El miedo

Cuando temblar también es pensar

Hay algo profundamente humano en el miedo. No lo elige la razón ni se puede encerrar entre conceptos. Aparece, se instala, se hace cuerpo. Está en la respiración que se corta, en la voz que tiembla, en el corazón que se acelera, en los pasos que dudan. El miedo es una alarma vital, una señal que nos avisa que algo está en juego. A veces es un llamado, otras veces un obstáculo. Lo cierto es que temer no siempre significa huir. A veces significa que estamos por descubrir algo importante.

Cuando empecé a estudiar filosofía, creí que me enfrentaría a textos complejos, a ideas inabarcables o a preguntas imposibles. Pero nunca pensé que una de las primeras cosas que me enseñaría esta práctica era a reconocer mis propios temores. Pensar, verdaderamente pensar, da miedo. No es simplemente un ejercicio intelectual, es una transformación. Y toda transformación implica dejar algo atrás, perder ciertas seguridades, enfrentarse a otras versiones de una misma.

Como decía Sócrates: «El verdadero sabio es el que sabe que no sabe». Y ¿qué genera más miedo que la incertidumbre? ¿Qué produce más vértigo que reconocer que la base sobre la que caminamos puede no ser tan firme como pensábamos? Pero también, ¿qué hay más liberador que animarse a mirar de frente eso que nos sacude?

El miedo como forma de conocimiento

En la antigua Grecia, el miedo era entendido de múltiples maneras. No era solo una emoción negativa, sino un componente de la experiencia moral y política. Platón lo abordó en sus diálogos al hablar del coraje. El coraje, decía, no es la ausencia de miedo, sino la capacidad de enfrentarlo. En La República, se explora cómo la educación del alma tiene que formar ciudadanos valientes, y para eso hay que enseñarles a reconocer lo que da miedo y por qué.

Aristóteles fue más allá y escribió sobre la valentía como un término medio entre la temeridad y la cobardía. Para él, el miedo era natural, pero la virtud consistía en saber enfrentarlo con moderación y sabiduría. La valentía, en su ética, no es una locura impulsiva, sino una decisión razonada. Se teme porque se ama, porque se valora algo, porque hay algo que perder.

Es curioso cómo el miedo nos habla de nuestros vínculos. Tememos perder a quienes amamos, tememos no estar a la altura de lo que se espera de nosotras, tememos fallar, tememos desilusionar, tememos mirar adentro y no gustarnos. Tememos cambiar. Pero si la filosofía nos enseña algo es que todo acto de pensamiento profundo requiere ese temblor previo. Porque si no duele un poco, no estamos tocando fondo.

Nietzsche también se refirió al miedo, aunque desde otro lugar. Él entendía que para llegar a ser lo que uno es, debía atravesar necesariamente la experiencia del abismo. «Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti», escribió en Más allá del bien y del mal. Esa frase, tan poética como inquietante, me resonó por mucho tiempo. ¿Y si el abismo no es otra cosa que el miedo de ser quienes realmente somos?

La pedagogía del miedo

Recuerdo mi primera clase de filosofía en la universidad. El aula estaba llena, éramos muchas caras nuevas, miradas cargadas de expectativas. Y una docente que apenas entró y sin saludar dijo: «¿Qué es el ser?».

Silencio.

El silencio más incómodo de mi vida. Pensé: “¿Qué se supone que diga? ¿Cómo empiezo a responder eso?”. Y lo que sentí fue miedo. Miedo a quedar en ridículo, miedo a no tener la respuesta, miedo a que esta carrera no fuera para mí.

Pero después entendí que esa pregunta no esperaba una respuesta inmediata. Era una provocación. Un empujón. Un llamado a pensar. Y pensar, ya lo dije, es entrar en un territorio inestable, incómodo, pero fértil.

En las aulas, el miedo se presenta de mil formas. No saber qué decir, temer equivocarse, dudar de si lo que pensamos tiene valor. Pero ¿cómo se aprende si no nos dejamos atravesar por ese desasosiego? Enseñar filosofía también es acompañar en ese proceso. No eliminar el miedo, sino volverlo un terreno posible.

Gabriel Rolón, en El precio de la pasión, escribe: «No hay crecimiento sin miedo. El que no se arriesga a perder algo, nunca descubrirá lo que puede ganar». Y eso se aplica tanto a la vida como al pensamiento. Porque pensar es siempre arriesgar. Y filosofar, aún más.

Miedo y deseo: una misma raíz

Otra cosa que fui descubriendo es que muchas veces el miedo y el deseo nacen del mismo lugar. Tememos aquello que más deseamos, porque implica la posibilidad de cambio. Y el cambio, ya lo sabemos, da miedo. Pero también es lo que mantiene viva a la filosofía. No existe pensamiento sin deseo de saber, de ir más allá. Y no hay deseo sin el temor de no alcanzarlo.

Como decía Descartes: «El miedo es una pasión que nace del deseo de conservarse». Es decir, tememos porque queremos vivir, estar, continuar. Es una fuerza vital, aunque a veces paralice. Reconocer el miedo como una parte de ese deseo nos permite habitarlo de otra manera. No como un enemigo, sino como una señal.

El cuerpo que tiembla también piensa

Siempre me llamó la atención cómo el cuerpo responde al miedo. Se encoge, se tensa, se esconde. Pero también se prepara, se afila, se vuelve alerta. Y en ese estar tan vivo, también piensa. El cuerpo no es una mera carcasa, sino una extensión del pensamiento.

Filosofar no es solo una actividad de la mente. Es también una práctica encarnada. Se piensa con las tripas, con la piel, con los nervios. Cuando algo filosófico de verdad nos atraviesa, lo sentimos. Nos hace doler, vibrar, temblar. Y eso no es malo. Al contrario, es señal de que algo se está moviendo.

Lao Tse decía: «El que domina a los otros es fuerte; el que se domina a sí mismo es poderoso«. Y el primer paso para ese dominio interno es mirar de frente aquello que nos duele, que nos asusta, que nos desarma.

Una experiencia personal

Hace un par de años, atravesé una ruptura amorosa muy profunda. De esas que parecen partirte la vida al medio. Me sentí perdida, expuesta, frágil. No sabía cómo volver a estar entera. Y fue justamente en ese momento donde la filosofía volvió a salvarme.

Me encontré una madrugada leyendo a Kierkegaard, el filósofo danés de la angustia. Él decía que el ser humano es una síntesis de lo temporal y lo eterno, y que la angustia es el vértigo de esa libertad. Lloré sobre ese libro como si fuera una carta escrita para mí. Por primera vez comprendí que mi miedo no era debilidad, sino una señal de que estaba a punto de crecer. No era el fin. Era el comienzo de otra forma de estar en el mundo.

Desde entonces, cada vez que tengo miedo, en lugar de huir, intento escuchar qué quiere decirme. ¿Qué me está señalando? ¿Qué deseo se esconde ahí? ¿Qué parte de mí está por despertar?

Capítulo 9

Confianza y desconfianza: el arte de no soltar la cuerda

El otro siempre representa una pregunta abierta. Incluso cuando creemos conocerlo todo sobre esa persona, incluso cuando compartimos una vida, una historia, un vínculo que parece inquebrantable, hay algo del otro que no terminamos de descifrar. Quizás sea porque tampoco terminamos de conocernos del todo a nosotras mismas. O tal vez, porque como decía Platón, el alma del otro es un enigma que se abre cuando el amor y la verdad se buscan a la vez.

La confianza es una cuerda que tensamos entre dos cuerpos. Una cuerda invisible, tejida de palabras, actos, gestos, silencios, miradas y repeticiones. Se construye con el tiempo, pero puede romperse en un segundo. Y no porque sí: se rompe cuando la promesa del otro se desvanece, cuando lo que una vez fue coherente se vuelve extraño, o cuando nos damos cuenta de que estuvimos mirando algo que no era lo que parecía. Pero también, y esto duele más, cuando nos damos cuenta de que nuestra propia confianza fue ilusoria. Que no era el otro el que mentía: éramos nosotras mismas las que creíamos sin preguntar, las que deseábamos más que veíamos, las que esperábamos más que comprendíamos.

Y sin embargo, qué insoportable sería una vida sin confianza. Qué agotador sería todo si tuviéramos que vivir dudando de cada gesto, de cada palabra, de cada cariño. Entonces la filosofía aparece como faro: no para enseñarnos a desconfiar, sino para enseñarnos a confiar con conciencia, a no ceder del todo ni encerrarnos del todo, a sostener esa cuerda sin soltarla pero tampoco ahogarnos en ella.

Como decía Descartes: “Para investigar la verdad es preciso dudar, en cuanto sea posible, de todas las cosas”. No se trata de vivir desconfiando de todo el mundo, sino de poner en juego un pensamiento crítico, activo, sensible. Porque la confianza no debe ser ciega. Y mucho menos, muda. Una confianza sana habla, se pregunta, se reafirma y también se corrige.

Las marcas de lo vivido

Quizás todo esto sería más fácil si no estuviéramos tan marcadas por la historia. Por lo vivido. Por la infancia, los vínculos que aprendimos a los tumbos, los amores mal cerrados, las traiciones inesperadas, los secretos que se guardaron demasiado tiempo. Pero nuestra historia nos acompaña como un murmullo constante, como una voz que nos advierte en voz baja: “Cuidado, esto ya lo viviste”.

A veces, esa voz nos protege. Nos salva. Nos hace ver antes de caer. Pero otras veces nos limita. Nos impide abrir nuevas puertas. Nos hace desconfiar incluso cuando no hay razón. Nos hace mirar al otro con los ojos del miedo y no de la comprensión.

Nietzsche, siempre tan crudo y tan lúcido, decía: “No me molesta que me hayas mentido, me molesta que ya no pueda creerte”. La frase corta como un bisturí. Porque cuando la confianza se pierde, no se pierde solo un vínculo: se pierde un lenguaje. Y uno se queda sin palabras para sostener lo que antes parecía tan fácil, tan natural, tan espontáneo.

La desconfianza nos enfrenta con una pregunta crucial: ¿puede volver a nacer la confianza cuando se ha roto? Y mi respuesta, como estudiante de filosofía y como mujer que ha tenido que aprender a confiar en medio de dolores y pérdidas, es esta: puede reconstruirse, pero nunca de la misma forma. La cuerda puede volver a tensarse, pero habrá nudos. Y cada nudo será memoria de un dolor. Si se decide seguir, se sigue con esos nudos. Y si no, también hay que saber soltar.

Confianza en una misma

Pero hay otra confianza, quizás la más importante, de la que no se habla tanto: la confianza en una misma. Esa que se tambalea cuando nos equivocamos, cuando elegimos mal, cuando repetimos patrones, cuando no vemos lo evidente, cuando amamos de más o de menos. Esa que se pierde cuando nos traicionamos a nosotras mismas.

Y sin embargo, también ahí la filosofía puede ayudarnos. Porque pensar críticamente no es solo pensar al otro: es pensarse. Observar los propios movimientos, revisar nuestras decisiones, entender por qué confiamos donde no había suelo, o por qué desconfiamos cuando solo había miedo. Es un trabajo fino, minucioso, casi quirúrgico, de observación interior.

Søren Kierkegaard escribió: “La vida solo puede ser comprendida mirando hacia atrás, pero debe ser vivida mirando hacia adelante”. Pensar en las confianzas rotas del pasado no debe inmovilizarnos, sino prepararnos. Pensar en lo que no supimos ver no debe avergonzarnos, sino fortalecernos. La confianza en una misma es una reconstrucción constante. Y se alimenta de perdón, de aprendizaje, de paciencia y, sobre todo, de verdad.

Confiar, sin dejar de pensar

Cuando confiamos, muchas veces dejamos de pensar. No porque no podamos, sino porque no queremos. Porque confiar es, en cierto modo, descansar. Y pensar es una exigencia. Pero una cosa no excluye a la otra. Podemos confiar y seguir pensando. Podemos amar y seguir preguntando. Podemos creer y, al mismo tiempo, revisar. Como quien camina por una cuerda floja, con equilibrio, sin mirar solo al suelo ni solo al horizonte.

Confiar no es entregarse ciegamente, es comprometerse lúcida y libremente. Desconfiar no es cerrarse al mundo, es observarlo con atención. Filosofar es encontrar ese punto justo: el arte de abrirse sin exponerse, de preguntarse sin bloquearse, de escuchar sin idealizar.

No me interesa vivir encerrada. Pero tampoco me interesa vivir entregada sin filtro. Prefiero vivir atenta, despierta, amorosa. Porque como decía Aristóteles, “la confianza es el cemento de la comunidad, y sin ella, no hay justicia ni amistad”. Y yo, que quiero justicia, y quiero amistad, y quiero amor, necesito aprender a confiar sin dejar de pensar.

Y si confiar también fuese una decisión?

Hay palabras que nos tocan en lugares invisibles. Algunas nos acarician y otras, sin que podamos evitarlas, nos hieren con una sutileza que solo el tiempo del alma puede descifrar. «Confianza» es una de esas palabras. No suena tan brutal como “traición”, ni tan luminosa como “esperanza”. Pero sin ella, todo lo demás se tambalea. No hay amor, no hay amistad, no hay comunidad, no hay ni siquiera pensamiento compartido si no hay, de fondo, un acuerdo implícito de confianza.

He pensado muchas veces en cuánto cuesta confiar. En lo caro que se paga cuando una confía en quien no debía. En cómo nos rompemos y endurecemos. En cómo, a veces, creemos que la desconfianza es sinónimo de sabiduría. ¿Pero es así? ¿Es más inteligente no confiar? ¿O hay un saber mayor en aprender a confiar mejor?

La herida de confiar

Mi generación creció con una mezcla incómoda de idealismo y decepción. Vimos promesas rotas, maestros cansados, amores líquidos, contratos sin garantía, instituciones que ya no representan a nadie. Aprendimos rápido que el “no te metas” era más seguro que el “te acompaño”. Y así fuimos deshilachando la confianza: en el otro, en el sistema, en la vida. Pero ¿qué nos queda si ya no creemos en nadie? ¿Cómo construimos lo común, si desconfiamos hasta del reflejo?

En filosofía, la pregunta por la confianza ha estado menos explorada que otras, pero subyace a muchas otras cuestiones. ¿Cómo dialogar sin suponer de antemano cierta buena voluntad del otro? ¿Cómo enseñar si no creemos que hay alguien dispuesto a aprender? ¿Cómo amar si no apostamos, ciegamente a veces, por la entrega?

Como decía Lao Tse: “El que no confía lo suficiente no será digno de confianza”. Qué tremendo eso. Como si nuestra manera de mirar también determinara el modo en que el mundo responde. No es sólo cuestión de quién merece nuestra confianza, sino de cómo nos posicionamos nosotras frente a ella.

Confianza: ¿virtud o riesgo?

Platón pensaba que el alma tenía tres partes: razón, espíritu y deseo. Y que una vida buena era aquella donde estas partes estaban en armonía. La confianza, entonces, podría ser vista como una expresión de esa armonía: no confiar en exceso, como quien se entrega ingenuamente al engaño; pero tampoco cerrarse, como quien cree que todo vínculo es amenaza.

Aristóteles, en cambio, nos ofrece otra clave: la confianza podría pensarse como una virtud intermedia. Un justo medio entre la credulidad y la paranoia. Ni ser tonta ni ser desconfiada de todo. Un saber hacer con el otro, un saber estar en la incertidumbre sin rendirse a ella.

Y es ahí donde la confianza se vuelve profundamente filosófica: en su vínculo con lo incierto. Porque confiar es, esencialmente, abrirse a lo que no se puede controlar. A lo que puede salir mal. A lo que se escapa del cálculo.

“Confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades”, decía Don Quijote. Y no es casual que ese personaje, medio loco y medio sabio, haya sido capaz de confiar donde nadie más lo hacía. Porque confiar también es una forma de crear mundos.

La filosofía como acto de fe

Decía Descartes: “Pienso, luego existo”. Pero antes de eso, ¿qué hay? Un abismo. Una duda meticulosa, radical. Y aun así, confió. En su pensamiento. En su capacidad de distinguir lo verdadero de lo falso. Confió en que, desde la duda, podía fundar algo firme. Ese acto fundacional de la filosofía moderna es, paradójicamente, un acto de confianza.

También Sócrates confiaba. En el diálogo. En que, preguntando, podíamos acercarnos a la verdad. Confiaba incluso cuando lo condenaron. Confiaba en que el alma tenía otro destino. En que la justicia, aunque invisibilizada, existía.

Y Nietzsche, que parecía desconfiar de todo, nos deja una frase potente: “La desconfianza es la madre de la decadencia”. ¿Qué quiso decir? Tal vez, cuando ya nada merece ser creído, lo humano se apaga. Que necesitamos creer para vivir. No a ciegas, no sin juicio, pero sí con una entrega activa, consciente.

Las pequeñas confianzas cotidianas

A veces creemos que confiar es algo que se da sólo en los vínculos profundos. Pero no. Confío cuando cruzo la calle y supongo que el auto va a frenar. Cuando entrego mi cuerpo a un médico. Cuando me subo a un colectivo. Cuando te escribo y espero que leas con cuidado. Hay una red invisible de microconfianzas que hace posible la vida social. Sin ellas, no podríamos ni empezar el día.

Y sin embargo, todas esas confianzas están en crisis. Vivimos en la época del contrato, de la firma, de las condiciones, de las capturas de pantalla. Nos preparamos más para el juicio que para el encuentro. Y así, vamos perdiendo una sensibilidad fundamental: la de mirar al otro sin esperar que nos decepcione.

Tal vez, como decía Hannah Arendt, haya que revalorizar la promesa. “Hacer promesas es el modo de hacernos responsables del futuro”, decía. Prometer —y creer en promesas— es confiar en que lo que todavía no es, puede ser.

Mi experiencia: confiar después del quiebre

Yo aprendí a confiar después de desconfiar. No antes. Me acuerdo de una relación donde di todo, donde creí que bastaba con estar. Y no. No bastó. Me traicionaron. Me mintieron. Y durante meses caminé con miedo. Miedo a caer otra vez, a ser tonta, a no ver venir el golpe.

Pero algo dentro mío, quizás la parte que todavía sueña, no quiso quedarse ahí. Empecé a preguntarme: ¿qué me dolía más, la traición o el cierre al mundo que vino después? ¿Qué parte de mí seguía viva cuando me animaba, aunque fuera con un poco de miedo, a confiar de nuevo?

Con el tiempo entendí que confiar no es un acto ingenuo. Es un acto de poder. Es decirle al otro: “Sé que podés fallarme, pero igual elijo estar”. Es una decisión valiente. Es una fe filosófica en que el otro no es siempre el mismo. Que hay posibilidad. Qué hay camino.

Y no siempre se trata de confiar en alguien. A veces se trata de confiar en nosotras. En que vamos a poder si algo sale mal. En que el mundo no se acaba con una herida. En que la vida, cuando se entrega, duele más… pero también brilla más.

Capítulo 10. Después de lo vivido, ¿qué?

Lo que hicimos, lo que nos hicieron, lo que elegimos ser

Hay días en los que una se despierta sin ganas de recordar. Días en los que el pasado pesa como si lo cargáramos en la espalda, como si no fuera posible empezar de nuevo porque lo vivido nos sigue como una sombra. Pero hacer filosofía es también aprender a conversar con ese pasado, dejar de temerle y empezar a comprenderlo. No se trata de olvidar lo que dolió, ni de romantizar el ayer como si todo lo que pasó tuviera un propósito superior. Se trata de hacerle preguntas. ¿Qué hice con lo que me hicieron? ¿Qué me enseñó lo que viví? ¿Y ahora, qué?

El tiempo no se detiene, pero nuestra conciencia sí puede hacerlo. Podemos detenernos, mirar atrás y pensar. El problema es que a veces le tenemos miedo a la pausa, como si frenar fuera perder. Y sin embargo, sin pausa no hay sentido. Si vivir es avanzar sin pensar, entonces filosofar es avanzar sabiendo desde dónde partimos.

Cuando tenía dieciocho años, una profesora de filosofía me dijo algo que nunca olvidé: “Lo que no se piensa, se repite”. Y yo no quería repetir. No quería ser el eco de decisiones que otros habían tomado por mí. Pero claro, eso también se aprende: la mayoría de nuestras elecciones son respuestas automáticas a lo que hemos vivido. Como decía Nietzsche: “Solo quien tiene memoria aprende, pero solo quien olvida puede crear”. Filosofar es aprender a recordar distinto.

¿Somos lo que nos pasó?

Una de las preguntas que más nos moviliza, sobre todo cuando nos sentimos estancadas, es: ¿soy lo que me pasó? La infancia, las heridas, los amores, los fracasos, ¿nos definen? ¿Hasta qué punto lo vivido nos forma y hasta qué punto nos deforma? Hay quienes dicen que todo lo que somos está en el pasado. Que si una fue herida, será siempre desconfiada. Que si alguien no fue amada, no sabrá amar. Que el dolor deja marcas que no se borran.

Yo no estoy tan segura. O al menos, no quiero vivir creyéndolo.

Como decía Gabriel Rolón: “Una historia no se borra, pero puede contarse de otra manera”. Y ahí está el punto: no cambiar los hechos, sino la forma en que los narramos. Porque la narración es poder. Lo que contás sobre vos misma puede condenarte o liberarte.

En ese sentido, la filosofía no te da respuestas cerradas, pero sí abre puertas: ¿Qué historia me estoy contando? ¿Por qué me identifico con el lugar de la víctima, o con la que siempre perdona, o con la que no se permite fallar? ¿Qué ganancia secreta hay en seguir repitiendo un relato que me deja atrapada? Pensarnos narrativamente es un acto de honestidad, pero también de libertad.

La trampa de la identidad

Creer que “soy así porque me pasó esto” es tentador. Nos da una explicación. Nos evita la incomodidad de preguntarnos si podríamos ser de otra manera. Pero esa identidad fija —ese “yo soy así”— es una ilusión peligrosa. Porque ser implica devenir. Y devenir es cambio.

Como decía Heráclito: “Ningún hombre se baña dos veces en el mismo río, porque ni el hombre ni el río son los mismos”. Nosotras tampoco somos las mismas después de cada pérdida, de cada amor, de cada elección. Lo vivido no es un molde, es una huella. Una que puede doler, pero también enseñar.

La filosofía no niega el peso de la historia personal, pero nos recuerda que esa historia puede ser leída desde otro lugar. Que no estamos condenadas a repetir la misma reacción, ni a llevar siempre la misma máscara. Como decía Simone de Beauvoir: “No se nace mujer, se llega a serlo”. Y podríamos extender eso: no se nace libre, buena, sabia, entera… se llega a serlo. A través de lo vivido, pero también de lo pensado.

El futuro como posibilidad

Después de lo vivido… ¿qué?

Hay dos respuestas posibles: la resignación o la transformación. Quedarse atrapada en lo que fue, o abrirse a lo que podría ser. Y no es fácil. Porque el futuro no viene solo, hay que crearlo. Y para eso hace falta una voluntad de proyecto, un deseo de cambio que duela y al mismo tiempo empuje.

En términos filosóficos, podríamos decir que el futuro no es un lugar al que se llega, sino una dirección que se elige. Como decía Jean-Paul Sartre: “No importa lo que hicieron con nosotros, sino lo que hacemos con lo que hicieron con nosotros”. Esa frase me atraviesa. Porque claro, es más cómodo pensar que no tenemos responsabilidad sobre lo que vendrá. Pero eso también es una forma de rendirse.

Entonces, ¿cómo se construye un mañana distinto?

Primero, escuchándonos. Dándonos permiso para cambiar de opinión. Para dejar de hacer lo que ya no tiene sentido. Para dejar de repetir por miedo a lo nuevo. Hacer filosofía no es solo leer libros antiguos, es preguntarse, con radicalidad, si lo que estamos haciendo hoy nos acerca o nos aleja de la vida que queremos vivir.

Después, mirando de frente lo que duele. Lo que hicimos mal. Lo que no supimos. Y perdonarnos. Como decía Aristóteles: “El sabio no dice todo lo que piensa, pero siempre piensa todo lo que dice”. Eso también aplica para el diálogo interno. No se trata de repetirnos frases vacías de autoayuda, sino de pensar con cuidado lo que nos decimos a nosotras mismas. Porque lo que nos decimos… nos transforma.

Y por último, confiar. Confiar en que no estamos definidas por un único error, ni por un único rol. Que podemos rehacernos. Que lo vivido no es cárcel, sino punto de partida. Que el mañana, aunque incierto, es también una página en blanco. Y que podemos escribirlo con más lucidez, con más ternura, con más coraje.

Experiencia personal: volver a empezar

Hubo un año de mi vida en el que todo parecía quebrarse. Mis vínculos, mi deseo, mi identidad. No sabía si seguía estudiando por mí o por costumbre. No sabía si las decisiones que tomaba eran mías o ajenas. Estaba cansada. Cansada de pensarme siempre en relación a lo que los otros esperaban de mí.

Fue entonces cuando una tarde, en la biblioteca de la facultad, abrí un libro de Hannah Arendt y leí: “La capacidad de comenzar algo nuevo es una de las más extraordinarias facultades humanas”. Me largué a llorar. Como si alguien, finalmente, me hubiese dicho que estaba bien no saber. Que estaba bien dejar atrás una versión de mí misma.

Esa tarde empecé de nuevo. No cambié mi vida de un día para el otro. Pero empecé a preguntarme desde otro lugar. A no definirme por lo que me dolió. A estudiar no para rendir, sino para entender. A escribir no para agradar, sino para encontrarme. A dejar que el futuro fuera más promesa que amenaza.

Hoy, cada vez que siento que estoy por repetir algo viejo, me pregunto: ¿Qué versión mía estoy alimentando con esta decisión? Y si la respuesta no me gusta, paro. Me escucho. Y vuelvo a empezar.

Capítulo 11

El ser: lo que queda cuando me hábito

Durante mucho tiempo pensé que “ser” era simplemente existir. Estar en el mundo. Respirar, moverse, actuar. Pero con los años, con el pensar lento que trae la filosofía, comprendí que ser no es algo que se tenga, ni siquiera algo que se alcanza. Es algo que se sostiene. Algo que se practica. Algo que se habita.

Habitarme fue uno de los actos más complejos y amorosos que pude emprender. No se trató de encontrarme de una vez y para siempre, sino de animarme a convivir con esa que soy todos los días. Con sus ideas desordenadas, sus miedos, sus entusiasmos que a veces se desbordan, sus silencios incómodos, sus preguntas que interrumpen. Habitarme es una tarea constante. Y como toda tarea sostenida, tiene pausas, retrocesos, contradicciones.

Como decía Nietzsche: “Llega un momento en que el individuo se enfrenta a sí mismo y debe elegir si prefiere seguir siendo una función de otros o convertirse en un fin en sí mismo”. A ese momento lo recuerdo bien. Fue cuando me cansé de adaptarme al molde, de complacer expectativas ajenas, de fingir que no me dolía lo que sí dolía, o que me interesaba lo que no me decía nada. Quise empezar a ser para mí.

Y para ser para mí, tuve que preguntarme: ¿quién soy cuando nadie me ve?, ¿quién soy cuando no estoy intentando cumplir con lo que se espera? Ahí aparece el ser más verdadero, el que no está armado con palabras prestadas. Aparece el ser que se sostiene cuando no hay público, ni likes, ni respuestas inmediatas.

Durante años viví en una versión decorada de mí misma. Una donde mostraba lo que pensaba que era mejor mostrar: lo amable, lo correcto, lo pensante, lo fuerte. Pero nunca me sentí realmente dentro de mi cuerpo. Estaba más afuera que adentro, como si viviera a través de los ojos de los demás. Habitaba las ideas de los otros, los valores heredados, las metas que no eran mías. Y cuando empezás a vivir más para afuera que para adentro, el alma se enajena. Pierde raíces.

Habitarme fue empezar a decir “no sé”, “esto no me representa”, “esto no lo quiero más”. Fue quedarme sola algunas veces y aceptar la incomodidad del silencio propio. Fue sentarme conmigo como quien se encuentra con una amiga que hace mucho no ve. Al principio hay incomodidad, torpeza. Pero después se va generando una intimidad que te sostiene.

El filósofo Martin Heidegger decía que el ser humano es el único ser que se pregunta por su ser. Y es en esa pregunta donde empieza la filosofía. No porque haya una respuesta definitiva, sino porque en la búsqueda aparece una forma de estar en el mundo más consciente. Heidegger lo llama Dasein, el “ser-ahí”, un ser que se da en el mundo y que está atravesado por su temporalidad, por su posibilidad de morir. En otras palabras: somos en la medida en que sabemos que no seremos para siempre. Esa fragilidad nos obliga a preguntarnos: ¿cómo quiero estar en este mundo mientras esté?

Cuando me pregunto por quién soy, no busco una esencia fija. No creo que haya una versión única y original de mí esperando ser descubierta como un tesoro escondido. No. Me pienso como una construcción constante, una que se moldea con lo vivido, con lo sentido, con lo perdido también. Ser es una práctica diaria. Y esa práctica necesita tiempo, ternura y algo de valentía.

Como decía Simone de Beauvoir: “No se nace mujer: llega una a serlo”. Con el ser sucede algo similar. No se nace siendo quien una es: llega una a serlo. Y ese “llegar” implica elecciones. Implica contradicciones. Implica incluso desandar lo aprendido.

Muchas veces me he sentido dividida. Una parte de mí quería responder al deseo del otro. Otra parte gritaba por dentro que eso no me hacía bien. Esa escisión me paralizaba. Hasta que entendí que el ser no se impone desde afuera, ni se improvisa desde el deseo ajeno. Se teje en la coherencia interna. En la pequeña fidelidad de actuar como pienso, de pensar como siento, de sentir como soy. La ética de habitarme.

¿Y cómo se habita una a sí misma?

Primero, desactivando el piloto automático. No se puede habitar un cuerpo si una no lo escucha, no lo siente, no lo mira. Empecé a notar mis gestos, mis reacciones. Lo que me irrita. Lo que me entusiasma. Lo que me duele sin saber por qué. A veces, cuando algo me atraviesa, no lo entiendo enseguida, pero dejo que me atraviese. Aprendí que habitarse también es aceptar lo que una no puede explicar del todo.

Segundo, frenando la urgencia. Hay algo muy bello en demorarse en una misma. En preguntarse qué se necesita, qué se desea, qué se quiere dejar atrás. En esta cultura de la inmediatez, donde todo tiene que resolverse ya, me parece revolucionario tomarse el tiempo de pensarse. De ensayar respuestas propias.

Y tercero, nombrándose. Porque cuando una no se nombra, otros lo hacen por una. Me animé a ponerle nombre a mis emociones, a mis límites, a mis placeres. A decir “esto soy”, incluso cuando eso incomodaba.

Habitarme también fue aprender a estar sola sin sentirme vacía. Acompañarme sin anestesiarme con distracciones. A reconocer que hay momentos en los que no estoy bien, y está bien no estar bien. Porque ahí también hay ser.

Como decía Lao Tse: “Conocer a los otros es sabiduría. Conocerse a uno mismo es iluminación”. Iluminarme fue verme. Y no siempre me gustó lo que vi. Pero fue honesto. Y en esa honestidad empezó el amor más profundo: el amor por lo que soy, incluso cuando no soy perfecta, ni suficiente, ni brillante.

A veces, en esta búsqueda de habitarme, me pierdo. Me dejo llevar por la rutina, por la velocidad, por el afuera. Pero siempre hay una señal que me recuerda volver. Un silencio que duele, una incomodidad en el pecho, una pregunta que insiste. Y vuelvo. Vuelvo a mí. A ese ser que no es un destino, sino un camino. Un andar que se ensaya todos los días.

Cuando me habito, dejo de ser una espectadora de mi propia vida. Dejo de obedecer guiones ajenos. Me convierto en autora. No siempre tengo claridad, pero tengo dirección. No siempre sé quién soy, pero sé quién no quiero seguir siendo.

Y así, paso a paso, intento ser. Con pausas. Con dudas. Con amor. Porque habitarme no es un lujo, ni un mérito. Es una necesidad existencial. Es lo único que, al final del día, nadie puede hacer por mí.

Como decía Gabriel Rolón: “La vida se trata de construir una versión de uno mismo con la que valga la pena convivir”. Y yo elijo convivir conmigo. Elegirme a mí. Habitarme, incluso en los días donde duele, incluso cuando me cuesta reconocerme. Porque eso es ser: lo que queda cuando me hábito.

Capítulo 12

Ser una idea que me habita

Nunca fue sencillo habitarme. Lo más difícil de sostener no fue lo que hice, lo que decidí o incluso lo que elegí dejar de hacer. Lo más complejo fue —y es— sostenerme a mí misma, en mí misma, cuando las certezas tiemblan y las máscaras se corren. Habitarme no es simplemente estar conmigo, es también desafiar todo aquello que se dice de mí, lo que digo de mí y lo que los demás esperan que yo sea. ¿Quién soy yo más allá de todo eso?

Suele parecer más cómodo asumir una identidad que nos sirva para responder con rapidez: soy docente, soy hija, soy amiga, soy estudiante. Pero cuando despojo esas etiquetas, ¿qué queda? ¿Sigo siendo yo? ¿Y si soy apenas una idea, un destello de deseo, una proyección de lo que me animo a construir? Tal vez, el “ser” sea menos un estado y más una pregunta constante que me habita.

Como decía Nietzsche: “Llega un momento en que uno deja de ser lo que le dijeron que era”. Esa ruptura no siempre es violenta, pero sí inevitable. Y duele. Porque es una forma de morir simbólicamente, de renunciar a versiones de una misma que ya no calzan, que apretaban, pero que aun así nos vestíamos porque era lo que nos enseñaron a usar.

Habitarse es entonces un ejercicio filosófico cotidiano. Un acto de pensamiento, pero también de cuerpo. Pensar quién soy mientras respiro en un aula, mientras escucho a un otro, mientras me contradigo, mientras me callo. El ser, en esta perspectiva, es una forma de aparecer en el mundo, una forma de decir: “Estoy aquí, pero no estoy terminada”.

Como decía Simone de Beauvoir: “No se nace mujer: se llega a serlo”. Esa afirmación, tan potente, puede extenderse a tantas otras identidades: no se nace maestra, pensadora, escritora, amante, amiga. Se llega a serlo. Y ese “llegar” nunca es definitivo. El trayecto siempre está en proceso, como si el ser fuera una obra en permanente edición.

Cada vez que me defino, algo en mí se incomoda. Como si cerrarme en una palabra fuese limitarme. A veces quisiera responder con seguridad “yo soy esto”, pero otras prefiero decir “estoy siendo”, como si el gerundio me permitiera seguir moviéndome, como si no quisiera anclarme en ninguna certeza demasiado rígida.

El filósofo Jean-Paul Sartre afirmaba que “la existencia precede a la esencia”, y desde esa mirada existencialista podemos pensar que primero somos lanzadas al mundo, existimos, y recién después nos vamos moldeando, eligiendo, fracasando, reconstruyéndonos. No hay un “ser” fijo esperándonos, sino una posibilidad que vamos inventando.

¿Y qué pasa cuando elijo dejar de ser quien fui? ¿A quién le debo explicaciones? ¿Cuántas veces una misma necesita renunciar a su versión anterior para poder respirar?

Muchas veces sentí que decepcionaba a quienes esperaban algo de mí. Cuando decidí cambiar de carrera, cuando terminé vínculos que se suponía que iban a durar para siempre, cuando empecé a escribir, cuando empecé a pensar con libertad. En cada uno de esos momentos fui una idea que se transformaba. Me daba miedo no saber en quién me iba a convertir, pero más miedo me daba quedarme quieta en un personaje que ya no me representaba.

Como decía Gabriel Rolón: “El ser humano es, también, aquello que elige dejar de ser”. Qué potente es esa frase. Porque muchas veces pensamos en el ser como una acumulación: soy lo que estudié, lo que amé, lo que logré. Pero también soy lo que dejé, lo que rompí, lo que solté.

Y en ese dejar, en ese vacío, aparece lo nuevo. Aparece el temblor de una identidad que todavía no tiene nombre, pero que se intuye más cercana, más sincera, más viva. Filosofar sobre el ser no es solo leer a los griegos o estudiar metafísica. Es preguntarme si estoy siendo fiel a mí misma en este momento, si lo que digo, hago y pienso tiene sentido en conjunto.

Muchas veces no lo tiene. Y entonces, vuelvo a escribir. Porque en la escritura encuentro la forma más honesta de habitarme. No porque siempre sepa lo que quiero decir, sino porque al escribir me descubro. Soy la idea que se va formando en el papel. Soy esa duda que se transforma en oración. Esa herida que se vuelve palabra. Esa intuición que encuentra sentido.

En una conversación con mi terapeuta, me preguntó: “¿Qué idea de vos misma estás queriendo sostener?”. Y me quedé en silencio. Porque muchas veces queremos sostener una idea de nosotras que ya no se sostiene sola, pero nos da miedo cambiarla. Por lealtad, por miedo, por costumbre. Pero si no nos permitimos cambiar de idea sobre nosotras, ¿cómo vamos a crecer?

Quizás la pregunta que deberíamos hacernos no sea “¿quién soy?”, sino “¿qué idea me habita hoy?”. Y después, animarnos a modificarla cuando ya no nos represente. Porque no somos estatuas, somos río. Y el río no se define por el agua que ya pasó, sino por su capacidad de seguir fluyendo.

Como decía Heráclito: “Ningún hombre se baña dos veces en el mismo río”. Lo mismo podría decirse de nosotras: no somos la misma persona que éramos ayer. Y eso no es una tragedia, es una esperanza.

Ser una idea que me habita es entonces, también, una forma de libertad. Una invitación a no encadenarme a ninguna versión definitiva. A entender que la identidad es una construcción constante, una casa en obra, una posibilidad en movimiento.

Y cuando me miro con ternura, cuando dejo de exigirme ser una sola cosa, descubro que puedo ser muchas. Que soy pensamiento, emoción, contradicción, deseo, recuerdo, y también silencio. Que soy yo, aunque a veces no sepa muy bien qué significa eso. Pero en esa búsqueda, en esa duda, en esa pasión por entenderme, también soy.

Capítulo 13

Filosofar, el arte en dónde todos podemos ser artistas

La acción filosófica concreta: cómo aplicar el pensar sobre el ser y el querer en la vida diaria

Desde siempre, la filosofía fue considerada una disciplina lejana, abstracta, que se encuentra en libros viejos, en bibliotecas enormes y en discursos que parecen difíciles de entender. Pero hoy quiero invitarte a verla desde otro lugar: la filosofía es, en esencia, un arte. Un arte en el que todos podemos ser artistas, porque está en el pensar y en el hacer, en la vida cotidiana y en la toma de decisiones que nos atraviesan.

Cuando hablamos de filosofía, muchos creen que solo se trata de grandes preguntas sin respuestas: ¿Qué es el ser? ¿Qué es la verdad? ¿Qué es el bien? Y aunque esas preguntas sigan vigentes y profundas, la filosofía también es una práctica, una acción. Porque filosofar es vivir reflexionando sobre lo que hacemos, sentimos y elegimos, pero también es actuar desde esa reflexión.

Los antiguos griegos, que fueron quienes pusieron las bases de la filosofía occidental, no separaban la teoría de la práctica. Para ellos, la filosofía era inseparable de la ética, del modo de vida. Sócrates, por ejemplo, no escribía libros, sino que conversaba, preguntaba, desafiaba a sus interlocutores a vivir de acuerdo con sus ideas. Vivir filosóficamente era vivir con integridad, coherencia y responsabilidad consigo mismo y con la comunidad.

Aristóteles, otro gigante griego, habló de la phronesis o sabiduría práctica: la capacidad de deliberar correctamente sobre qué es lo bueno para cada situación concreta. Esta sabiduría no es un conocimiento abstracto, sino la habilidad de elegir lo mejor en la vida real, en el día a día. No basta con saber qué es la virtud, hay que practicarla, vivirla, hacerla carne.

Entonces, ¿cómo trasladamos esta idea hoy, en un mundo acelerado, lleno de distracciones y demandas? ¿Cómo aplicar la filosofía en nuestra rutina para ser, como decía, artistas de nuestra propia vida?

Primero, reconociendo que cada acto, por pequeño que sea, puede ser un acto filosófico. Elegir qué decir, cómo reaccionar, dónde poner atención, cómo relacionarnos, qué valores priorizar. No son decisiones neutrales: en cada una de ellas expresamos quiénes somos y quiénes queremos ser.

Por ejemplo, cuando decidimos hablar con honestidad, aunque nos cueste, estamos actuando con integridad. Cuando elegimos perdonar o pedir perdón, estamos practicando la virtud de la humildad y la empatía. Cuando dedicamos tiempo para detenernos a pensar, para preguntarnos qué queremos realmente, estamos cultivando la sabiduría práctica.

También es importante entender que filosofar implica aceptar la incertidumbre y la duda. Como decía Descartes, el pensamiento es el camino hacia el conocimiento, pero no un conocimiento rígido y cerrado, sino abierto y dinámico. Cuestionar nuestras certezas nos hace crecer y evitar el estancamiento.

Además, la filosofía nos invita a asumir la responsabilidad de nuestra libertad. Como Sartre señaló, somos libres y, por ende, responsables de nuestras elecciones. Esa libertad puede ser abrumadora, pero también es una oportunidad maravillosa para diseñar una vida auténtica, fiel a nuestra esencia, aunque esa esencia esté en construcción.

Filosofar es también reconocer la dimensión social y ética de nuestras decisiones. No vivimos aislados, nuestras acciones impactan en los otros. Por eso, ser artistas de nuestra vida implica cuidar el tejido que nos une, con respeto, lealtad y amor.

Al incorporar la filosofía en la vida diaria, dejamos de ser espectadores pasivos y nos convertimos en agentes activos de nuestro destino. No se trata de tener todas las respuestas, sino de estar en diálogo constante con nosotros mismos y con el mundo.

Para cerrar, te invito a imaginar la vida como un lienzo en blanco. Cada día es una oportunidad para pintar con los colores de la reflexión, la acción consciente y el amor propio. No hace falta ser experto, ni tener títulos, ni saber de memoria a Platón o Nietzsche. Lo que importa es animarse a ser artista, a vivir filosofando, a crear con intención y valentía.

Capítulo 14

La confianza: el equilibrio entre el alma y la razón

Desde muy temprano en la vida aprendemos que confiar no es sencillo. La confianza implica abrirse, entregar parte de uno mismo al otro, exponerse al riesgo de ser herido o defraudado. Pero también es un acto de valentía y de esperanza, porque sin confianza las relaciones se vuelven muros infranqueables y la soledad crece.

La filosofía nos ofrece herramientas para entender este delicado equilibrio entre el alma y la razón. La confianza no es solo un sentimiento impulsivo ni una decisión racional fría, sino un entramado complejo donde ambas dimensiones se entrelazan.

Epicuro, uno de los filósofos antiguos que más valoró la amistad, entendía la confianza como base para la paz interior. Decía que la amistad era uno de los mayores bienes porque creaba un espacio seguro donde podíamos ser nosotros mismos sin miedo. Pero también enseñaba la prudencia, pues confiaba en que debíamos evaluar con sabiduría a quién abrir nuestro corazón.

Nietzsche, en cambio, nos alerta sobre la desconfianza como una herramienta necesaria para preservar nuestra individualidad. En su mirada, la desconfianza saludable evita que nos perdamos en la masa, que cedamos nuestra voluntad y esencia al otro sin reflexión. Así, la confianza no es ingenua, sino consciente y medida.

En este juego entre confiar y desconfiar, está la clave para relaciones sanas y para una vida interior equilibrada. Abrirse sin perderse, entregarse sin desaparecer, ser vulnerable sin debilitarse.

Para lograrlo, necesitamos cultivar la confianza en nosotras mismas primero. La confianza interior es la raíz desde donde brota la capacidad de confiar en los demás. Cuando conocemos y aceptamos nuestras propias sombras y luces, estamos menos propensas a depender de la aprobación externa o a temer la traición.

Además, la confianza exige paciencia y tiempo. No es un acto único, sino un proceso que se construye día a día con coherencia, respeto y honestidad. En la cotidianeidad, se manifiesta en pequeños gestos: cumplir promesas, escuchar con atención, respetar límites.

En nuestras relaciones, confiar es permitir que el otro nos vea en nuestra vulnerabilidad sin juzgarnos. Es aceptar que la perfección no existe y que el error es parte de la humanidad. Al confiar, reconocemos al otro como un ser complejo, con virtudes y defectos, como nosotras mismas.

Por otro lado, la razón nos invita a estar atentos, a no cerrar los ojos ante señales que podrían indicarnos riesgos. La desconfianza no es enemiga de la confianza, sino su compañera indispensable. Nos protege del daño cuando está equilibrada con la apertura del alma.

En la práctica, este equilibrio se traduce en un arte diario: escuchar tanto al corazón como a la mente, observar las acciones y no solo las palabras, sentir sin perder la claridad.

Como decía Aristóteles, la virtud está en el término medio: ni la desconfianza extrema que aísla, ni la confianza ciega que expone. Encontrar ese punto justo es un desafío que requiere valentía y autoconocimiento.

Finalmente, confiar es también un acto de amor: amor hacia nosotras mismas y hacia los demás. Es abrir espacio para la conexión auténtica, para la complicidad, para el crecimiento compartido.

En un mundo donde las certezas se desvanecen y las relaciones se fragmentan, aprender a confiar desde el equilibrio del alma y la razón es un acto revolucionario. Nos invita a construir puentes donde otros levantan muros.

Así, la confianza se vuelve un arte que, como la filosofía, nos invita a ser artistas de nuestra propia vida, tejiendo vínculos desde la verdad, el respeto y la libertad.

Capítulo 15: la empatía:

Sentir en carne ajena: El otro como espejo y como abismo

A veces, me detengo en la mirada de alguien en la calle. En ese breve cruce de ojos, hay algo que se dice sin palabras: un cansancio compartido, una alegría súbita, un miedo escondido. ¿Cómo es que podemos sentir al otro, si no somos ese otro? ¿De dónde viene esta capacidad que nos hace estremecer con dolores que no nos pertenecen y alegrarnos con felicidades que no hemos vivido? Esa capacidad de sentir en carne ajena, de reconocer al otro como alguien también habitado por el alma, tiene un nombre: empatía.

Pero la empatía no es simplemente «ponerse en el lugar del otro». Esa frase, tan repetida, ha perdido fuerza. No se trata sólo de una simulación emocional, ni de una simpatía pasiva. Empatizar filosóficamente es abrirse a la otredad, dejar que el mundo del otro entre en mí, aunque no lo comprenda del todo. Es permitir que la frontera entre el yo y el tú se vuelva porosa, flexible, incluso vulnerable.

La filosofía, que tantas veces fue acusada de fría, lógica y distante, también ha pensado el sentir. No sólo ha reflexionado sobre la justicia, la verdad o la belleza, sino también sobre el modo en que nos vinculamos con los otros. Y en ese camino, nos ha dado herramientas para pensar lo afectivo como parte de lo ético. Porque sentir al otro no es sólo una cuestión del corazón: es también una exigencia del pensamiento.

La experiencia de lo ajeno

Como decía Edith Stein, discípula de Husserl y una de las grandes pensadoras del siglo XX, «la empatía es el acto mediante el cual percibimos la vida psíquica del otro». No es una suposición, ni una proyección. Es una forma de conocimiento. Pero no un conocimiento frío o neutral, sino uno que nos compromete. Cuando empatizamos, no observamos al otro desde fuera, sino que sentimos con él. No dejamos de ser nosotras mismas, pero nos volvemos permeables a su dolor, a su historia, a su verdad.

Este tipo de experiencia transforma. La empatía nos descentra, nos arranca de nuestro pequeño mundo y nos obliga a mirar más allá del ombligo. Es una experiencia que incomoda, porque nos pone en contacto con lo que duele, con lo que no entendemos, con lo que no compartimos. Pero también es una experiencia que nos humaniza. Sentir al otro es, en el fondo, reconocerlo como sujeto.

Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, decía que la virtud consiste en encontrar el justo medio entre dos extremos. La empatía también exige equilibrio: ni indiferencia, ni fusión total. Porque no se trata de anularse en el otro, ni de vivir por él, sino de sostener un vínculo respetuoso y abierto. De escuchar, de mirar, de acompañar. A veces, sin decir nada. A veces, simplemente estando.

Del prejuicio al juicio ético

Pero para poder empatizar, primero debemos desarmar nuestros prejuicios. El prejuicio es una forma de encierro. Es mirar al otro desde categorías previas, desde estereotipos, desde miedos heredados. Cuando prejuzgamos, ya no vemos a la persona, sino a una imagen deformada por nuestras creencias. Y en ese gesto, perdemos la posibilidad de encontrarnos verdaderamente.

Filosofar también es esto: cuestionar el juicio inmediato, detener el automatismo del pensamiento, abrir preguntas donde antes había certezas. Empatizar, entonces, es un acto filosófico. Porque implica suspender el juicio, abrir la escucha, permitir que el otro sea quien es, sin reducirlo a lo que yo espero que sea.

Como decía Simone Weil, «la atención es la forma más rara y pura de generosidad». Y empatizar es, en gran medida, atender. Detenerse, mirar con profundidad, no interrumpir. Escuchar sin preparar la respuesta. No siempre podremos comprender del todo, pero eso no es excusa para no intentarlo.

La alteridad como escuela de pensamiento

Levinas fue quizás uno de los filósofos que más radicalizó la idea de empatía, aunque no usó esa palabra con frecuencia. Para él, la ética comienza cuando el rostro del otro me interpela. No como un objeto que yo puedo definir, sino como una presencia que me desborda. El rostro del otro me reclama, me exige una respuesta. Y esa respuesta es el inicio de la responsabilidad.

Responsabilidad: responder con mi ser al llamado del otro. No responder con fórmulas, con slogans vacíos, sino con presencia auténtica. La empatía, en este sentido, no es un simple sentimiento pasajero, sino una forma de estar en el mundo. Una disposición ética, una sensibilidad entrenada, una práctica constante.

Porque sí, la empatía también se practica. No es sólo una virtud innata, sino una capacidad que se cultiva. Se cultiva leyendo, escuchando historias, hablando con desconocidos, exponiéndose a otras realidades. Se cultiva, sobre todo, cuando dejamos de juzgar para empezar a preguntar.

Empatía no es fusión: los límites del sentir compartido

Pero no idealicemos la empatía. No pensemos que siempre funciona, que siempre es bienvenida, que siempre es justa. A veces, querer empatizar puede ser una forma de invadir. De hablar por el otro, de creer que lo entendemos del todo, de anular su singularidad. Empatizar no es hablar por, sino hablar con. No es suplantar, sino acompañar.

Y tampoco debemos olvidar que no siempre podremos empatizar. Hay dolores que no podemos imaginar, historias que nos superan, vivencias que se escapan a nuestro marco de referencia. En esos casos, el silencio respetuoso puede ser más empático que cualquier palabra. El reconocimiento de nuestra limitación también es una forma de cuidado.

Como decía Nietzsche: «El que tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo». Acompañar al otro en su búsqueda de sentido, sin imponer el nuestro, es un acto profundamente empático. Y también profundamente filosófico.

Empatía en tiempos de rapidez

Vivimos en un mundo que no deja tiempo para la empatía. Todo debe ser rápido, eficiente, productivo. No hay lugar para detenerse a escuchar, para demorarse en la historia del otro, para compartir el peso del dolor ajeno. Pero justamente por eso, empatizar se vuelve un acto de resistencia. Una pequeña revolución cotidiana.

Filosofar también es resistir. Resistir al cinismo, a la indiferencia, al automatismo. Y en esa resistencia, la empatía tiene un rol fundamental. Porque sentir al otro es, en última instancia, una forma de decir: «tu vida me importa». Aunque no te conozca, aunque no piense como vos, aunque no entienda todo lo que viviste. Tu existencia me afecta. Y por eso, me responsabilizo.

Capítulo 17: Entre el bien y el mal, la moral

El juicio moral sobre los otros y nosotros

¿Qué es lo que nos lleva a decir que algo está bien o está mal? ¿De dónde brota esa voz interior que aprueba o condena no sólo nuestras acciones, sino también las de los demás? Y más aún: ¿con qué autoridad moral juzgamos a otros, si a veces ni siquiera sabemos juzgarnos con justicia a nosotras mismas?

La moral ha sido, desde siempre, uno de los temas más candentes de la filosofía. Ha sido campo de batalla, de pensamiento, de contradicciones y también de culpa. En este capítulo quiero hablar del juicio moral: esa forma de interpretación cotidiana con la que nos enfrentamos a la vida, muchas veces sin darnos cuenta de cuán condicionada está por lo que nos enseñaron, por lo que vivimos y por lo que esperamos.

¿Qué es la moral?

Empecemos por lo básico. La moral —del latín mos, moris, que significa “costumbre”— es un conjunto de normas, valores y creencias que regulan el comportamiento individual y colectivo. Es un sistema que intenta definir lo que es correcto o incorrecto, bueno o malo, aceptable o inaceptable. Pero no es universal. Cambia con la época, con la cultura, con la educación.

Como decía Friedrich Nietzsche: “Toda moral es una tiranía contra la naturaleza”. Lo decía, claro, desde su crítica a una moral que se impone como verdad absoluta, anulando la libertad del individuo. Para Nietzsche, la moral del rebaño —aquella que se reproduce sin cuestionar— es el mayor obstáculo para una vida auténtica. Y sin embargo, aún hoy, vivimos intentando ser “buenas personas”, aunque muchas veces no sepamos muy bien qué significa eso.

El juicio sobre los otros

Una de las formas más visibles en que la moral se manifiesta es en el juicio que hacemos sobre los demás. “Esto que hizo está mal”, “ella no debería actuar así”, “no entiendo cómo puede vivir de esa manera”. ¿Te suenan estas frases? No nacen de la nada. Son construcciones. Juicios que descansan sobre un código moral que muchas veces no elegimos, sino que heredamos.

Aristóteles ya distinguía entre lo ético y lo político. Para él, la ética tiene que ver con la formación del carácter, con la virtud, con el hábito de actuar bien. El juicio ético no es instantáneo: se forma a partir del conocimiento de la persona, de su contexto, de sus intenciones. Pero en la vida cotidiana, no solemos ser aristotélicos. Somos rápidos para juzgar. Nos basta un gesto, una frase, una acción. Y así, sin darnos cuenta, caemos en la superficialidad moral.

Este juicio moral inmediato y sin contexto genera muchas veces violencia simbólica. Se instala como una etiqueta, como un prejuicio: “Ella es irresponsable”, “él es inmoral”, “aquello es incorrecto”. Cuando hablamos así, ¿estamos ejerciendo la justicia? ¿O simplemente estamos reproduciendo la moral dominante, la que aprendimos de niñas, sin revisarla nunca?

El juicio sobre una misma

Pero no solo juzgamos a otros. También nos juzgamos con severidad. ¿Y si el juicio más cruel es el que llevamos dentro? Kant hablaba de la “ley moral interior”, esa que actúa como una brújula en nuestra conciencia. Para él, actuar moralmente era actuar según un principio que pudiera convertirse en ley universal. El imperativo categórico: “Obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal”.

Es una idea noble. Pero también puede volverse un peso. Porque si llevamos dentro una ley que no revisamos, que aceptamos sin preguntarnos si responde a nuestros valores actuales, entonces nos volvemos nuestras peores juezas. Nos castigamos por no ser como “deberíamos ser”. Y el “deber ser” es el arma más sutil de la moral tradicional. La moral puede volverse cárcel.

Nietzsche lo comprendió de manera brutal: la moral puede ser también un instrumento de control. Una forma de debilitar la voluntad. De hacer que deseemos lo que se espera de nosotras, y que odiemos en nosotras mismas aquello que no encaja. La culpa, el remordimiento, la vergüenza: todos estos sentimientos son mecanismos morales que, si no son conscientes, nos atan en lugar de liberarnos.

Moral y tiempo presente

Hoy vivimos tiempos en los que las categorías del bien y del mal parecen volverse más complejas. ¿Es moralmente aceptable exponer la vida íntima de alguien por redes sociales? ¿Es justo cancelar a alguien por un error? ¿Hasta qué punto podemos señalar lo incorrecto sin repetir lógicas punitivas?

El problema, me parece, no está en tener valores. Sino en pensar que nuestros valores son superiores a los de otros. O que solo hay una forma de “ser buena persona”. En ese sentido, como decía Michel Foucault, la moral puede ser una forma de poder, de vigilancia. No siempre se ejerce desde las leyes o las instituciones. Muchas veces se ejerce desde el juicio cotidiano, desde los gestos sociales, desde la vergüenza pública.

Por eso es tan importante pensar qué tipo de moral queremos sostener. ¿Una que castiga o una que comprende? ¿Una que reprime o una que guía? ¿Una moral que juzga desde la altura o una ética que acompaña desde la experiencia compartida?

El prejuicio y el juicio

Aquí es donde se vuelve fundamental distinguir entre el juicio y el prejuicio. Juzgar es evaluar, con argumentos, con contexto, con comprensión. Prejuzgar es anticipar una condena sin conocimiento. Y muchas veces, la moral se convierte en prejuicio.

Como decía Simone de Beauvoir: “No se nace mujer: se llega a serlo”. Y en ese “llegar a ser” hay un camino moral que nos atraviesa a todas. Porque la moral también ha sido históricamente construida desde el varón, desde la norma dominante, desde lo que se espera de nosotras como mujeres. Romper con esa moral tradicional es también un acto filosófico.

El juicio moral que ejercemos sobre nosotras mismas, entonces, debe ser revisado. No porque no tengamos que ser responsables. Sino porque ser libres también implica elegir nuestros propios criterios, repensarlos, dialogarlos, reconstruirlos. Hacer filosofía es eso: tener el coraje de pensar el bien y el mal sin dogmas, sin fórmulas, sin miedo.

Conclusión: hacia una moral viva

Hoy más que nunca, necesitamos una moral viva. Una que no sea una lista de mandamientos sino una práctica del discernimiento. Una que no condene sin entender. Una que sepa escuchar antes de señalar. Que se atreva a decir “no lo sé”, que se permita cambiar de opinión.

Porque filosofar sobre la moral no es una tarea abstracta. Es una forma de vivir mejor. De ser más justas, más libres, más humanas. De construir vínculos que no se basen en el miedo al castigo, sino en la elección consciente del bien.

Y si todavía nos preguntamos qué es el bien, qué es el mal, qué significa “ser buena persona”, eso no es un problema. Es la mejor noticia. Porque significa que todavía no hemos dejado de pensar.

Capítulo 18

“El duelo: filosofía de una herida que piensa”

La vida, en su constante fluir, nos enfrenta a una de las experiencias más humanas y universales: la pérdida. Perder es parte de vivir. Lo sabíamos, nos lo dijeron, lo intuimos. Pero aun así, cuando sucede, todo se rompe. El duelo aparece como ese tiempo suspendido entre lo que ya no está y lo que aún no ha llegado a ser. Es una fisura en el tiempo subjetivo, una fractura en el alma, un lugar de vacío en el que también se piensa. Porque sí: el duelo piensa. La filosofía se vuelve, en ese terreno doloroso, una posibilidad de comprender la herida, de darle sentido, de alojarla. Este capítulo es una invitación a mirar el duelo como algo más que una etapa: como una forma de estar en el mundo cuando el mundo se nos cae.

Como decía Friedrich Nietzsche: “Lo que no me mata, me fortalece”. Pero no se trata de una apología del sufrimiento. Se trata de darle espesor al dolor, de pensar lo que duele, de habitar la ausencia sin anularla. La filosofía no busca que superemos el duelo rápidamente. Busca, más bien, que lo transitemos con profundidad, que lo interroguemos, que dejemos que nos transforme.

¿Qué es el duelo?

Desde una perspectiva clásica, el duelo puede pensarse como un proceso anímico y ético. En el pensamiento griego, la pérdida era inseparable de la tragedia, y ésta, de la catarsis. Para Aristóteles, en su Poética, la tragedia tenía una función catártica: purgar las pasiones por medio de la representación simbólica del sufrimiento. Así, el duelo era una forma de dar lugar a la pérdida sin negarla.

Hoy seguimos preguntándonos: ¿cómo se sigue viviendo cuando alguien —o algo— ya no está? ¿Qué se hace con el tiempo cuando falta quien le daba sentido? ¿Cómo se piensa el amor cuando se vuelve recuerdo?

El duelo es, en ese sentido, una forma radical del pensar. Nos enfrenta a lo que somos: seres finitos, vulnerables, afectivos. Pero también nos revela algo más: somos capaces de significar nuestras pérdidas. Jacques Derrida decía, “no hay duelo sin amor, no hay amor sin duelo”. El duelo es, entonces, la otra cara del amor.

Entre la ausencia y la permanencia

Cuando alguien muere, o se va, o cambia tanto que deja de ser quien era para nosotras, no desaparece del todo. Su imagen, su voz, su gesto, habitan todavía nuestras memorias. El filósofo francés Paul Ricoeur hablaba de la memoria como ese lugar donde la ausencia se vuelve presencia. La memoria, dice, no es un archivo pasivo, sino una forma activa de reconstituir lo vivido.

El duelo es una tensión entre querer retener y saber soltar. Entre la fidelidad y la aceptación. Entre la evocación y el presente. No se trata de olvidar —nunca—, sino de encontrar un nuevo modo de vincularnos con lo que ya no está.

Aquí la filosofía se vuelve profundamente terapéutica: no alivia en el sentido médico, pero sí en el sentido existencial. Nos invita a repensar nuestras pérdidas, a poner en palabras el sinsentido, a transitar el dolor como una experiencia de conocimiento. Como diría Platón, “la filosofía es un ejercicio de morir”. No en sentido literal, claro, sino como un aprender a desprenderse.

Tipos de duelo

No todas las pérdidas se viven igual. La muerte de un ser querido no es lo mismo que el final de una relación, la partida de un amigo, la pérdida de un trabajo, la mudanza forzada de un hogar, el final de una etapa. Sin embargo, todas esas experiencias comparten una estructura: hay algo que era, y ya no es. Hay algo que estaba, y se fue. Hay un modo de vida anterior, que ha quedado atrás.

El filósofo Martin Heidegger, en Ser y tiempo, describe al ser humano como un “ser-para-la-muerte”. Esto no es una sentencia fatalista, sino un llamado a asumir nuestra finitud. Saber que vamos a perder —y que nos van a perder— no significa vivir con angustia, sino con conciencia. El duelo, en ese marco, no es solo lo que nos sucede cuando otro muere, sino también lo que vivimos cuando partes de nosotras mueren.

Duelo, entonces, también es crecer. Cambiar. Dejar una parte atrás. Dolerse por lo que fuimos. Extrañar la ingenuidad, el amor primero, la época en que no sabíamos ciertas cosas. Duelo por los otros, pero también por nuestras propias transformaciones.

El duelo no se cura: se cultiva

No hay recetas ni cronogramas para el duelo. No es un camino recto, ni tiene una única dirección. No hay fases obligatorias, ni una salida garantizada. En ese sentido, pensar el duelo filosóficamente es oponerse a su psicologización mecánica. Porque no todo puede ser explicado por etapas. A veces no hay negación, sino entrega inmediata. A veces no hay ira, sino silencio. A veces no hay aceptación, sino nostalgia permanente.

Gabriel Rolón, en su libro La voz ausente, plantea que el duelo verdadero implica renunciar a la omnipotencia de querer que todo vuelva a ser como antes. Es decir, aceptar que el tiempo se fracturó. Pero esa aceptación no es pasividad, sino trabajo. Un trabajo del alma, del pensamiento, de los afectos. Un trabajo lento y honesto que nos permite reconstruirnos desde las ruinas.

El duelo, entonces, no se supera. Se vive. Se cultiva como una planta rara: con cuidado, con espacio, con respeto. No hay apuro. No hay atajos.

Filosofar en el duelo no es sólo hacerse preguntas existenciales, aunque eso también. Es, sobre todo, permitirse mirar lo que duele sin anestesia. Preguntarse por el sentido de la pérdida. Pensar la finitud sin desesperación. Volver a interrogar el amor desde la ausencia. Dejar que la herida hable.

Como enseñaba Epicuro, la muerte no debe ser temida, porque mientras vivimos, ella no está. Y cuando ella llega, ya no estamos. Sin embargo, no es tan simple. Lo que nos duele no es sólo la muerte, sino lo que interrumpe, lo que arrebata, lo que rompe. La filosofía no niega ese dolor, pero lo encuadra en un horizonte mayor: el de una vida que puede reflexionar sobre sí misma, incluso en los momentos más oscuros.

En el duelo, también podemos amar. No a lo perdido como si pudiera volver, sino al vínculo que tejimos, al legado que nos deja, a la memoria viva que nos habita. Y en ese amor —triste, melancólico, sereno, hondo— puede nacer otra forma de vida. Una que no niega el dolor, pero tampoco se rinde ante él.

Conclusión: vivir con lo que falta

Vivir con lo que falta no es resignarse. Es transformar la ausencia en otra forma de presencia. Es filosofar con el cuerpo herido. Es pensar con las cicatrices. Es no olvidar, pero tampoco estancarse.

La filosofía nos recuerda que no estamos solas en nuestros duelos. Que la humanidad entera ha llorado, ha perdido, ha amado y ha dicho adiós. Que hay sabiduría en quienes nos precedieron, y también en nosotras. Que las preguntas, incluso las más tristes, son una forma de resistir al vacío.

Filosofar el duelo es abrir un espacio. Para el llanto. Para el recuerdo. Para el silencio. Para la palabra justa. Para el amor que sigue, aunque de otro modo. Y sobre todo, para la vida, esa que —herida y todo— sigue latiendo.

Capítulo 19

El alma: ese misterio que insiste en quedarse

Podríamos empezar por decir que el alma es una metáfora, una invención del pensamiento, un concepto poético. O podríamos defenderla como lo hicieron los antiguos: como la parte más real de lo humano, aquello que trasciende el cuerpo, que lo anima, que lo guía, que lo habita. Cualquiera de los dos caminos filosóficos puede ser legítimo. Y sin embargo, la sola palabra “alma” sigue despertando algo que no puede capturarse del todo ni con poesía ni con razón. Porque el alma, aunque inasible, se siente. Se experimenta, aunque no se pueda probar.

Como decía Aristóteles: “El alma es, en cierto modo, todas las cosas”. En ella se piensa, se sueña, se teme, se ama. El alma es la que recuerda y la que espera, la que sufre el pasado y la que proyecta el porvenir. No es una parte del cuerpo, pero sin ella el cuerpo no sería humano. No tiene órganos, pero se duele. No se ve, pero se manifiesta. Y sin embargo, cada vez que intentamos definirla, se nos escurre como el sentido último de las cosas.

Filosofar sobre el alma es tocar uno de los núcleos más antiguos de nuestra historia pensante. Desde los presocráticos hasta la filosofía contemporánea, el alma ha sido motivo de indagación, discusión y transformación. Platón la concibió como inmortal, triple y eterna. Descartes la separó del cuerpo y la pensó como sede del pensamiento. Nietzsche, por el contrario, se burló de quienes buscaban el alma detrás del cuerpo, insistiendo en que no somos otra cosa que cuerpo. Y sin embargo, incluso cuando la niega, Nietzsche no puede evitar nombrarla.

La invención del alma: Platón y el anhelo de trascendencia

Platón es quien más claramente instala la idea del alma como una realidad superior. Para él, el cuerpo es una cárcel; el alma, el prisionero que anhela liberarse. En su Fedón, describe la muerte como una oportunidad para que el alma se separe del cuerpo y ascienda hacia el mundo de las Ideas, ese lugar eterno donde habita el Bien en sí. Y en el Fedro, incluso se aventura a una mitología en la que las almas tienen alas, caen al mundo y olvidan lo que sabían, hasta que el amor —ese recuerdo del mundo ideal— las despierta.

Desde este lugar, el alma es lo que en nosotros busca la verdad, lo que intuye la belleza, lo que se conmueve ante la justicia. Es el núcleo de lo más elevado que podemos llegar a ser. Por eso, para Platón, hacer filosofía no es otra cosa que cuidar el alma.

La pregunta que nos hacemos hoy es: ¿cómo se cuida el alma en el siglo XXI? ¿Cómo pensar el alma cuando todo se reduce a rendimiento, productividad y éxito visible? ¿Dónde queda el alma en una época donde se pondera lo tangible y se desprecia lo invisible?

Aristóteles: un alma que es forma y acto

A diferencia de Platón, Aristóteles fue más terrenal. Si bien acepta que el alma existe, la concibe de un modo más biológico: como el principio vital de los seres vivos. El alma no está separada del cuerpo, sino que es su forma, su organización, su modo de ser. En el De Anima, distingue tres tipos de alma: la vegetativa (nutrición y reproducción), la sensitiva (percepción y movimiento), y la racional (pensamiento y lenguaje), siendo esta última la específica del ser humano.

Desde esta perspectiva, el alma no es una sustancia aparte, sino aquello que permite que un cuerpo esté vivo y que, en el caso humano, piense y decida. El alma es, en nosotros, potencia de sentido. Por eso, aunque Aristóteles no crea en su inmortalidad, sigue siendo central: es nuestra capacidad de ser éticos, de elegir, de hablar, de recordar, de filosofar.

Hoy, podríamos entender el alma como esa complejidad que no puede reducirse a lo neuronal. Es cierto que nuestros pensamientos dependen del cerebro, pero ¿acaso la experiencia de un duelo o de un amor puede reducirse a conexiones sinápticas? ¿Dónde reside el asombro, el miedo y la compasión? Tal vez, como sugería Aristóteles, el alma es la forma que adopta nuestra humanidad.

El alma moderna: conciencia, yo, o algo más

Con Descartes, el alma se vuelve sinónimo de pensamiento. “Pienso, luego existo” no es solo una afirmación ontológica; es una revalorización del yo como centro de la experiencia. Pero ese yo, ese sujeto pensante, se separa del cuerpo y del mundo. Se vuelve solitario, abstracto, encerrado en su interioridad.

A partir de ahí, el alma (o la conciencia) se vuelve terreno de exploración para la psicología, la fenomenología, incluso la neurociencia. Pero cuanto más la estudiamos, más parece alejarse. Heidegger, por ejemplo, ni siquiera habla del alma: habla del Dasein, del “ser ahí”, de la existencia como apertura al mundo. En su lenguaje, el alma sería ese modo de estar en el mundo que se pregunta, que se angustia, que se proyecta. Es decir, algo que no se puede objetivar ni medir, sino solo vivir.

Podríamos decir que la modernidad reemplazó el alma por la subjetividad, por la interioridad, por la psique. Y sin embargo, seguimos usando la palabra. Porque hay cosas —el duelo, la belleza, el amor, el dolor profundo— que nos atraviesan de una manera tan honda que ningún otro término parece suficiente.

El alma en la cultura: entre religión, arte y filosofía

En muchas religiones, el alma es lo que sobrevive a la muerte. Es lo que trasciende. Es lo que conecta con lo divino. Esta idea ha modelado nuestra forma de vivir y morir durante siglos. Pero en las últimas décadas, con el auge del pensamiento científico, la idea de alma fue perdiendo terreno. Aun así, resiste. Porque no solo la religión habla del alma: también lo hacen la poesía, la música, el arte. Y también la filosofía, cuando se atreve a pensar en lo invisible.

Gabriel Rolón, en sus reflexiones psicoanalíticas, sugiere que el alma es ese lugar simbólico donde guardamos lo que nos constituye: nuestros dolores, nuestras historias, nuestras esperanzas. No hace falta creer en una sustancia inmaterial para hablar del alma. Basta con reconocer que hay algo en nosotros que no se toca pero que duele. Algo que no se ve pero que se rompe.

¿Por qué pensar el alma hoy?

La filosofía contemporánea tiende a evitar el término “alma” por considerarlo metafísico o religioso. Pero acaso justamente por eso, necesitamos volver a él. Porque en un mundo que desprecia lo que no puede medirse, pensar el alma es un acto de resistencia. Es afirmar que hay una dimensión de lo humano que escapa a la lógica del mercado y de la eficiencia. Que somos más que un cuerpo funcional. Que sentimos, que soñamos, que anhelamos, que nos preguntamos. Que vivimos, no solo existimos.

Pensar el alma hoy es abrir una conversación profunda sobre quiénes somos, qué nos duele, qué nos mueve. Es recuperar la densidad de la experiencia humana. Es recordar, como decía Simone Weil, que “el alma tiene hambre de verdad, de justicia, de amor, del bien”. Y esa hambre no puede ser saciada por algoritmos ni por diagnósticos médicos.

Cuidar el alma

¿Qué significa cuidar el alma hoy? No se trata de fórmulas místicas ni de autoayuda espiritual. Se trata de habilitarnos a sentir, a pensar, a demorarnos en lo que importa. Cuidar el alma es permitirnos la fragilidad. Es cultivar vínculos que no estén mediados solo por la utilidad. Es leer, escribir, escuchar música, filosofar. Es darnos tiempo para lo gratuito, para lo inútil, para lo bello.

El alma, si existe, no necesita pruebas. Solo necesita ser escuchada.

Como decía Lao Tse: “Conocer a los otros es inteligencia; conocerse a sí mismo es sabiduría. Controlar a otros es fuerza; controlarse a sí mismo es poder”. Tal vez el alma sea ese espacio interno desde donde podemos conocernos y, en ese acto, comenzar a vivir más profundamente.

Capítulo 20: La muerte

«Pensar el final para entender el presente»

Desde que aprendí a hablar, la muerte fue ese susurro que nadie quería nombrar. En mi infancia se disfrazaba de ausencia, en mi adolescencia de temor, y ya de adulta, se convirtió en una certeza con la que elegí dialogar. La filosofía, que en sus inicios buscaba responder a las preguntas más fundamentales, no podía dejar de detenerse ahí: en el límite de la existencia, donde todo parece terminar pero algo también empieza. Pensar la muerte es, en algún punto, empezar a vivir.

Como decía Sócrates: “Filosofar no es otra cosa que prepararse para la muerte”. Pero ¿qué significa prepararse? ¿Quién podría estar lista para ese momento irrepetible? Prepararse no es desearla ni temerla ciegamente, sino comenzar a entender que su presencia constante no debe paralizarnos, sino hacernos más conscientes del tiempo que tenemos.

El tabú y la evasión: cómo huimos de la muerte

Vivimos en una época que niega la muerte. Se la oculta en los hospitales, se la silencia en las conversaciones, se la retoca en los velatorios. Morir está mal visto, es incómodo, arruina los planes. Nos enseñan a proyectar, a escalar, a construir… pero no a perder. No nos enseñan a despedirnos. Y por eso mismo, cuando la muerte irrumpe, duele de más, desarma de más, rompe de más. Porque no la hemos pensado.

Filosofar es permitirnos dejar de mirar hacia otro lado. No para convertirnos en personas oscuras o tristes, sino para mirar la vida desde una dimensión más honda, más sincera. Como decía Michel de Montaigne: “Quien ha aprendido a morir ha desaprendido a ser esclavo”. Y es que la muerte, cuando se acepta, cuando se piensa, nos libera.

La muerte como espejo del deseo

Cada vez que imaginamos el final, algo en nosotras se enciende: el deseo de vivir más profundamente. La muerte tiene ese poder: pone en evidencia lo que no estamos haciendo. Nos obliga a preguntarnos si realmente estamos eligiendo, si realmente estamos amando, si realmente estamos habitando nuestro tiempo o simplemente lo estamos dejando pasar.

Platón, en el Fedón, propone que el alma es inmortal y que la filosofía es el ejercicio del alma separándose del cuerpo. Para él, la muerte no es un final trágico, sino el pasaje a un estado superior. Esta mirada puede reconfortar, pero incluso si no creemos en la inmortalidad del alma, hay algo que podemos aprender: pensar la muerte como una transición, no como una pérdida absoluta.

Nietzsche, por su parte, nos invita a mirarla de frente, con coraje: “El que tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo”. Pensar la muerte también es construir un sentido, un porqué para seguir, para resistir, para amar.

La muerte ajena: lo que se nos va cuando alguien muere

El dolor de la muerte no es solo lo que se va, sino lo que queda en nosotras de lo que ya no está. Cuando muere alguien que amamos, no desaparece solamente su presencia, sino una parte de nuestro mundo. Su risa, su forma de decir nuestro nombre, su mirada sobre nosotras. Y eso, de alguna forma, también es una forma de morir.

La muerte ajena es un aprendizaje forzoso. Nos obliga a resignificar. Nos vuelve más humanas. Nos hace vulnerables, pero también más sabias. Como decía Gabriel Rolón: “El dolor de una pérdida no es algo que deba ser superado, sino algo con lo que debemos aprender a vivir”. Y la filosofía puede ayudarnos a eso: no a dejar de sufrir, sino a encontrar un lugar donde ese sufrimiento tenga sentido.

¿Qué le pasa al alma cuando morimos?

Aristóteles decía que el alma es la forma del cuerpo, que no puede existir sin él. Platón, en cambio, creía que el alma preexistía al cuerpo y lo sobrevivía. En este cruce de posiciones, aparece una pregunta que resuena desde siempre: ¿somos solo cuerpo, o hay algo más que perdura?

La filosofía no da respuestas cerradas, pero nos permite sostener la pregunta sin desesperar. Nos ofrece palabras para lo inexplicable, símbolos para lo invisible, y una forma de pensar lo intangible sin banalizarlo. Si el alma es nuestra capacidad de pensar, de amar, de crear y de elegir… entonces cada vez que hacemos filosofía, algo en nosotras trasciende.

Memento mori: recordar que vas a morir

Los estoicos practicaban una especie de ejercicio diario: recordarse que iban a morir. No como castigo, sino como una forma de no perder de vista lo esencial. “Memento mori”, decían, y con esa frase se volvía más claro qué debía importarnos.

Ese recordatorio no nos achica, al contrario. Nos impulsa. Nos obliga a jerarquizar. Nos hace menos orgullosas, más presentes, más sensibles. Nos invita a hablar cuando hay algo que decir, a abrazar cuando hay alguien cerca, a amar sin postergar.

¿Por qué pensar en la muerte hoy?

Hoy más que nunca, pensar en la muerte es urgente. Vivimos en un tiempo donde todo se acelera, donde la distracción es moneda corriente, donde la promesa de lo eterno nos vuelve indiferentes. Pero la muerte está ahí, como un signo que subraya cada decisión. Entenderla, nombrarla, pensarla… es también una forma de elegir cómo queremos vivir.

Quizás por eso decía Heidegger que el ser humano es un “ser para la muerte”. No porque estemos condenadas, sino porque es justamente en el saber que vamos a morir que se juega la autenticidad de nuestra existencia. Porque saber que morimos nos recuerda que estamos vivas.

Conclusión: una filosofía del fin para una vida más plena

No se trata de temerle, ni de obsesionarse. Se trata de no vivir como si fuéramos eternas. Se trata de no dejar las palabras importantes para mañana, de no olvidar que todo puede cambiar de un día para otro. Pensar la muerte es, paradójicamente, un acto de amor. Amor por la vida, por el otro, por lo que somos cuando nos sabemos frágiles, mortales, humanas.

Porque solo cuando asumimos el final, podemos empezar a construir un presente más honesto, más libre y más profundo. En el fondo, pensar la muerte es una invitación a vivir con más coraje.

Capítulo 21

El deseo: lo que nos falta, lo que nos mueve

Filosofar también es desear. No solo en el sentido del anhelo de saber, sino en la evidencia de que toda pregunta nace de una falta, de un vacío que nos impulsa a buscar. El deseo no es un simple capricho del cuerpo ni una trampa de la emoción: es, tal vez, el impulso más profundo y primitivo del alma humana. No hay filosofía sin deseo. No hay pensamiento que no comience con esa punzada incómoda de no tener algo. Y, aún más: no hay vida sin la tensión constante entre lo que somos y lo que anhelamos ser.

Desde siempre, el deseo ha sido sospechoso. En la historia de la filosofía occidental, se lo ha domesticado, reprimido, interpretado, divinizado y también condenado. En mi caso, desear me ha salvado tantas veces como me ha arrastrado. Porque no deseo con la cabeza: deseo con el cuerpo, con la memoria, con los silencios, con la historia que me habita. A veces deseo con miedo, otras con furia, otras con ternura. Pero siempre, cuando deseo, me vuelvo más verdadera.

Como decía Platón, en El Banquete, el deseo es hijo de la Pobreza (Penía) y la Riqueza (Poros). No es, entonces, ni puro ni completo: nace de la mezcla. Deseamos porque nos falta, pero también porque intuimos que algo nos puede colmar. El deseo está, entonces, en la mitad. No es ignorancia total ni sabiduría acabada, sino la tensión entre ambas. “Lo que no se tiene, lo que no se es, de eso se desea”, decía Sócrates por boca de Diotima. Y esa frase me acompaña como un faro.

Hay días en los que me despierto con el cuerpo pleno de deseos. Otros, me pesa una calma que más parece resignación. Lo curioso es que cuando no deseo, no pienso. No me muevo. No hay dirección. Por eso creo que el deseo no es un enemigo del pensamiento, sino su aliado más íntimo. Es el combustible de toda transformación.

Friedrich Nietzsche decía que “toda pasión extrema posee algo de ridículo”. Tal vez, por eso, tantas veces hemos aprendido a ocultar nuestros deseos. A modularlos, a racionalizarlos, a justificarlos. Pero el deseo no pide permiso. El deseo aparece, a veces, como una ráfaga de viento. Otras, como una obsesión. No tiene un solo rostro: puede ser erótico, intelectual, espiritual, social, político. Y aunque lo intentemos, no siempre podemos elegir de qué o de quién vamos a desear. Lo que sí podemos hacer —y esto es vital— es elegir qué hacer con eso que deseamos.

La filosofía puede ayudarnos a leer los deseos. No a eliminarlos, sino a comprenderlos. No a juzgarlos, sino a traducirlos. Porque cada deseo trae consigo una verdad sobre nosotras mismas. Cuando deseamos pertenecer, tal vez lo que buscamos es el reconocimiento. Cuando deseamos a alguien, quizás anhelamos fundirnos con aquello que nos conmueve. Cuando deseamos libertad, quizás estamos asfixiadas por las normas. Y así. El deseo siempre dice algo. El punto es si queremos escucharlo.

Lao Tse escribió que “quien sabe contentarse, siempre está satisfecho”. Y aunque respeto la sabiduría del taoísmo, no puedo evitar preguntarme si no hay también una cierta traición en ese contentamiento. ¿Quién se contenta sin haber deseado antes? ¿Qué valor tiene la satisfacción si no hubo antes una falta?

El deseo no es solo impulso: es lenguaje. Es metáfora de lo que nos falta y de lo que aún no hemos sido. Es fuerza vital. Es potencia. No todo deseo debe ser cumplido, es cierto. Pero todos los deseos nos muestran algo que necesitamos mirar.

En la cultura contemporánea, el deseo está profundamente colonizado. Se nos dice qué desear, cómo, cuándo, y a qué costo. El marketing convierte el deseo en consumo. La moda lo transforma en tendencia. La moral lo convierte en culpa. La política lo convierte en manipulación. Y así, el deseo, que debería ser un camino hacia el autoconocimiento, se convierte muchas veces en un laberinto de expectativas ajenas.

Por eso, desear de forma honesta es, hoy, un acto revolucionario. Desear sin pedir permiso. Desear sin culpa. Desear sabiendo que esa fuerza no nos destruye si aprendemos a leerla. Como decía Spinoza: “El deseo es la esencia misma del ser humano, en cuanto se concibe como determinado a obrar por una causa cualquiera que es su esencia”. Somos deseo. Y desde allí actuamos, vivimos, elegimos.

Ahora bien, ¿qué hacemos con los deseos imposibles? ¿Qué ocurre cuando el objeto de nuestro deseo no puede ser alcanzado? Aquí aparece una zona delicada. Porque no todo deseo es realizable. Hay deseos que nos constituyen en tanto que imposibles. Deseamos la eternidad, la completud, el amor perfecto, la vida sin dolor. Pero si los cumpliéramos, dejaríamos de desear. Y entonces ¿viviríamos menos?

Mi autor favorito, Schopenhauer, fue lapidario con el deseo. En su visión pesimista del mundo, el deseo era una forma de sufrimiento. “Todo querer nace de una necesidad, de una privación, es decir, de un sufrimiento”, escribió en El mundo como voluntad y representación. Para él, la vida era un constante oscilar entre el sufrimiento por no tener y el aburrimiento tras haberlo conseguido. Es una perspectiva dura, pero no exenta de verdad. A veces deseamos tanto que nos desgarramos. Y a veces, cuando obtenemos lo que deseábamos, descubrimos que no era eso.

Pero aún así, no dejaría de desear. Porque no deseo solo para obtener, sino para sentirme viva. Porque cuando deseo, me enciendo. Porque incluso en la frustración, hay una chispa de autenticidad. Y porque sé que el deseo, como la filosofía, no busca respuestas definitivas, sino caminos nuevos. Horizontes posibles. Versiones de mí que aún no conozco.

Por eso, filosofar sobre el deseo es un ejercicio de humildad. Nos recuerda que no somos autosuficientes, que siempre estamos incompletos, en construcción. Nos invita a aceptar esa falta como parte de nuestra humanidad. Y también, nos empuja a no conformarnos. A movernos. A buscar.

El deseo también puede doler. Cuando no es correspondido. Cuando está prohibido. Cuando nos enfrenta con nuestros propios límites. Pero el dolor no invalida el deseo. Lo ilumina. Nos obliga a revisar qué nos está diciendo. A veces, detrás de un deseo frustrado, hay una lección. Un reordenamiento de prioridades. Un llamado al coraje o a la renuncia.

El amor, por ejemplo, es una forma sublime de deseo. Pero no es el único. También se desea saber, cambiar el mundo, viajar, volver, crear, enseñar, sanar. El deseo nos atraviesa por todos los costados. Es motor, es brújula, es herida. Es, también, una forma de conexión. Desear a otro es reconocerlo como significativo, como parte de lo que me completa.

Por eso, hay que cuidar el deseo. No en el sentido de reprimirlo, sino de prestarle atención. De no dejar que se convierta en instrumento de otros. De no permitir que lo que deseamos esté tan colonizado por el afuera que olvidemos qué nos mueve de verdad.

Hoy más que nunca, necesitamos hablar del deseo. Necesitamos volverlo conversación, pensamiento, resistencia. Porque una vida sin deseo es una vida que se apaga. Y una filosofía que no lo incluye, es una filosofía que no respira.

Capítulo 22: La libertad: entre querer y poder

Cuando era niña pensaba que la libertad era hacer lo que quisiera. Más tarde entendí que la verdadera libertad no siempre se siente como un campo abierto, sino a veces como una responsabilidad agobiante. Porque ser libre no es simplemente poder elegir, sino saber que cada elección implica una renuncia. Y ahí comienza el vértigo.

La libertad es uno de los conceptos más deseados, más defendidos, más gritados. Pero también uno de los más malinterpretados. A menudo se la reduce a una idea superficial de autonomía, como si fuera una ausencia de límites. Pero la libertad auténtica no es simplemente hacer lo que se quiere, sino poder querer de verdad. Y eso implica conocerse, interrogarse, comprenderse. Como decía Sócrates: “Conócete a ti mismo”. No hay libertad posible sin ese trabajo previo de autoconocimiento. Porque si no sabemos quiénes somos, ¿cómo podríamos saber qué queremos, o por qué lo queremos?

El deseo, que exploramos en el capítulo anterior, empuja. Pero la libertad orienta. Ser libre no es desear más, sino poder discernir entre los deseos. Y no todos los deseos nos liberan: algunos nos atan con fuerza. Como decía Epicteto, “no es libre quien no es dueño de sí mismo”. Muchas veces nos creemos libres solo porque nadie nos está dando órdenes, pero seguimos dominados por mandatos internos, por heridas no resueltas, por el miedo al rechazo, por la mirada ajena.

Aristóteles sostenía que la libertad está ligada a la racionalidad: somos libres cuando actuamos conforme a la razón y no solo a los impulsos. En su Ética a Nicómaco, desarrolla la idea de la virtud como un hábito libremente elegido, un camino intermedio entre extremos. Esa libertad moral no se impone desde afuera, sino que se construye desde adentro. No se trata de una libertad dada, sino de una libertad conquistada.

En cambio, Nietzsche nos provoca desde otro lugar. Él ve en la libertad no una calma interior, sino una fuerza activa: la voluntad de poder. Para Nietzsche, liberarse es romper con las cadenas de la moral tradicional, con la culpa heredada, con las normas impuestas. La libertad es creación. Es atreverse a ser autor de uno mismo. En ese sentido, no hay libertad sin riesgo. “El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre”, nos dice en Así habló Zaratustra. Esa cuerda es peligrosa, pero necesaria. Porque la libertad, como el pensamiento, exige vértigo.

Simone de Beauvoir también nos recuerda que no somos libres en el vacío. Nuestra libertad está siempre encarnada, situada, entrelazada con la libertad de los otros. No existe libertad individual sin compromiso con los otros. En El segundo sexo, denuncia cómo a las mujeres se las ha despojado históricamente de esa posibilidad de autodeterminación, mostrándonos que ser libre es también una conquista política, no solo filosófica.

Y acá se vuelve urgente hablar del presente. ¿Somos libres hoy? ¿Somos más libres porque tenemos más opciones en las redes, más elecciones de consumo, más formas de expresarnos? ¿O estamos cada vez más atrapados por la lógica del rendimiento, del éxito, del aparentar? En nombre de la libertad se nos exige estar siempre disponibles, productivos, deseables. ¿Qué libertad hay en eso?

El filósofo coreano Byung-Chul Han denuncia en La sociedad del cansancio que vivimos en una época donde la coacción ya no es externa, sino autoimpuesta. No necesitamos que nadie nos vigile: nos vigilamos a nosotros mismos. Nos explotamos voluntariamente en nombre de la libertad. Y así, la libertad se transforma en su contrario: una prisión hecha de autoexigencias.

Entonces, ¿cómo recuperar una libertad que no sea solo una ilusión? Tal vez el primer paso sea reconocer que no hay libertad sin límites. Que elegir no es ser omnipotente, sino ser consciente. Que ser libre no es tener todas las puertas abiertas, sino saber cuál queremos cruzar y por qué.

La filosofía nos recuerda que la libertad no es un estado, sino un proceso. No es una meta alcanzada, sino un ejercicio constante. Pensar, dudar, revisar nuestras creencias, cuestionar lo que nos viene dado. Todo eso es parte de ser libres. Como decía Descartes, “pienso, luego existo”, pero también podría decirse: pienso, luego elijo.

La libertad no es cómoda. Requiere hacernos cargo. Implica asumir que nuestras elecciones nos construyen y que nadie puede vivir por nosotras. Implica también aceptar que, a veces, no sabemos qué elegir. Pero incluso en esa duda, hay una posibilidad de libertad. Porque dudar es negarse a repetir. Dudar es resistir.

Y esa resistencia es profundamente política. Hoy, cuando muchas formas de control se disfrazan de libertad, filosofar se vuelve un acto liberador. Pensar, como gesto, es una forma de no dejarse dominar. Por eso la libertad no es solo un tema filosófico: es una urgencia vital. Sin libertad, no hay posibilidad de amor verdadero, ni de deseo genuino, ni de muerte digna. La libertad lo atraviesa todo.

No estamos solas cuando pensamos en nuestra libertad. La historia está llena de voces que nos acompañan, que nos empujan, que nos invitan a no conformarnos. Escucharlas es también un acto de libertad. Y escribir, como este libro, es una forma de tejer ese diálogo.

Porque ser libre no es solo hablar. Es tener algo para decir. Y elegir decirlo.

Capítulo 25

La ignorancia elegida: cuando no querer saber es más cómodo

Hay un tipo de ignorancia que no nace de la falta de acceso al conocimiento, sino de una decisión. Esa ignorancia elegida, cómoda, silenciosa y a veces hasta orgullosa, nos protege del vértigo de pensar. Porque pensar —verdaderamente pensar— puede doler, puede tambalearnos las certezas, y muchas veces, puede hacernos responsables. Y eso, aunque no lo admitamos, nos asusta más que la mentira.

Filosofar implica asumir la incomodidad de no saber del todo, de cuestionar incluso aquello que alguna vez nos salvó. Implica renunciar a la calma superficial que da repetir ideas ajenas como si fueran propias. En cambio, la ignorancia autoimpuesta nos acaricia, nos deja intactos, nos permite dormir tranquilos mientras afuera el mundo se incendia.

Como decía Platón en La República, los hombres encadenados dentro de la caverna miraban sombras proyectadas en la pared y las tomaban por realidad. Cuando uno se libera y sale al exterior, queda cegado, asustado. ¿No es eso lo que nos pasa cuando salimos de nuestras zonas de certeza? ¿No es más fácil quedarse en la penumbra de lo que creemos saber?

Hoy, esa caverna no es un lugar, sino una decisión. Vivimos tiempos en los que la información abunda, pero el pensamiento escasea. La ignorancia ya no es falta de datos, sino una forma de defensa. No queremos saber. No queremos pensar en la injusticia si no nos afecta directamente. No queremos entender al otro si eso implica revisar nuestras propias miserias. No queremos ver más allá del filtro que elegimos, porque el afuera nos obliga a tomar partido, a comprometernos, a cambiar.

Nietzsche escribió: “No hay hechos, solo interpretaciones”. Pero interpretar exige detenerse, hilar fino, exponerse. En cambio, repetir es fácil, y hay muchas voces dispuestas a decirnos qué pensar para que no tengamos que hacerlo. El que elige no saber no se equivoca nunca, porque nunca se arriesga. Pero tampoco vive con profundidad.

A veces me pregunto si no hay cierta cobardía en esa ignorancia elegida. No la cobardía de los débiles, sino la de los que saben que pensar cambia, y no quieren cambiar. Es una renuncia, un pacto silencioso con el mundo para no tener que actuar. Y eso, en cierto modo, es una forma de traición. A la verdad, a los otros y a una misma.

No hay filosofía sin voluntad de saber. Y no hay voluntad de saber sin coraje. Por eso, la tarea de filosofar no es solo intelectual, sino profundamente ética. Preguntarnos lo que no queremos escuchar, leer lo que no confirma nuestras ideas, mirar de frente lo que molesta… todo eso es parte de una decisión. La de no elegr la ignorancia.

Capítulo 27

La responsabilidad

Hay palabras que nos pesan antes de que las entendamos. “Responsabilidad” fue una de esas que, desde chica, escuchaba como si fuera una carga, un deber, algo que había que soportar. Pero no fue hasta hacer filosofía que comprendí que ser responsable no era solo cumplir con lo que otros esperaban de mí, sino responder por mí misma, por mis elecciones, por el mundo que quiero habitar.

La libertad, si no está habitada por responsabilidad, se vuelve capricho o abandono. La voluntad, sin responsabilidad, puede convertirse en imposición. El deseo, sin responsabilidad, puede devastar. La muerte, sin responsabilidad, nos vuelve indiferentes. Entonces, en este entretejido que venimos armando capítulo tras capítulo, era inevitable que llegáramos hasta aquí. Porque ser libres no es suficiente: tenemos que hacernos cargo de esa libertad.

Como decía Simone de Beauvoir, “ser libre es querer la libertad de los otros”. Esa frase me atraviesa como un llamado. No basta con elegir, hay que hacerlo sabiendo que cada elección construye mundo. Lo que hago, lo que digo, lo que dejo pasar, también es una forma de acción. ¿Qué tanto de mí hay en las injusticias que no detengo? ¿Qué tanto de mí hay en las decisiones que afectan a otros y prefiero no pensar?

La responsabilidad es, como decía Emmanuel Levinas, algo que nos precede. No es una opción voluntaria que aparece después de pensar o decidir; es una respuesta a la presencia del otro, una conmoción que ocurre cuando el rostro ajeno nos interpela, cuando comprendemos que no estamos solos y que nuestras acciones repercuten en alguien más. “El rostro del otro me ordena: no matarás”. Esa idea me transformó. Porque lo que está en juego no es solo la vida o la muerte en sentido físico, sino la posibilidad de respetar o anular la existencia de otro a través de mis decisiones.

En la ética antigua, Aristóteles ya hablaba de la responsabilidad como aquello que diferencia a un ser racional. El ser humano es capaz de deliberar, de considerar las consecuencias de sus actos, y eso le da una responsabilidad que otros seres vivos no tienen. Pero esa deliberación no puede ser solo racional: debe ser también afectiva y comprometida. No somos robots que calculan, somos cuerpos, emociones, pasados y futuros que se enredan entre sí.

Por eso, la responsabilidad no es solo personal. Es histórica, colectiva, política y emocional. No basta con vivir para uno mismo. Vivir también es ser parte de una trama, de una sociedad, de una comunidad de sentido. Y eso nos obliga, nos llama, nos convoca. La indiferencia es, en muchos casos, una forma de irresponsabilidad.

A veces creemos que ser responsables es algo que se nota en los horarios, en las cuentas pagadas a tiempo o en el cumplimiento de deberes formales. Pero en realidad, la responsabilidad más profunda es la que se ejerce cuando nadie mira, cuando una se pregunta si lo que está por decir o hacer está a la altura de lo que el mundo necesita. Y muchas veces no lo está. Pero hacerse esa pregunta ya es una forma de ética.

La filosofía me enseñó que ser responsable es también cuidar el lenguaje. Las palabras que uso, los silencios que elijo, los gestos que lanzo al mundo. Hablar, como pensar, es un acto ético. No puedo decir cualquier cosa. No puedo suponer que mis ideas solo me pertenecen. Todo lo que digo está en relación con otros, y eso me exige cuidado, precisión, respeto. Lo mismo sucede con lo que callo. Callar puede ser prudente o cómplice. ¿Y cómo se elige cuándo hablar y cuándo no? Con responsabilidad.

Me duele ver cómo se banaliza esta palabra. A veces, se la convierte en sinónimo de obediencia, como si una persona responsable fuera solo alguien que no se mete en problemas. Pero ser verdaderamente responsable es atreverse a intervenir, a decir lo que nadie quiere escuchar, a actuar incluso cuando es incómodo. La verdadera responsabilidad no es conservadora, es transformadora.

La responsabilidad, entonces, no es algo que se tenga o no se tenga. Es algo que se construye y se ejerce, una y otra vez, en cada decisión, en cada relación, en cada pensamiento. Es un músculo ético que se entrena, una presencia amorosa que se cultiva, una mirada que no se corre cuando el mundo duele. No se trata de cargar culpas, sino de habitar conscientemente el lugar que ocupamos en el mundo.

Tal vez por eso este capítulo no necesita experiencia personal. Porque la responsabilidad no es solo lo que nos pasa, sino lo que decidimos hacer con lo que nos pasa. Y en esa decisión, siempre hay una oportunidad de hacer filosofía.

Capítulo 28: Filosofía y actualidad. El tiempo como interrogador

Decimos que hacemos filosofía. Lo decimos con cierta solemnidad, como si aún nos perteneciera el eco de aquellos que caminaron la polis o se sentaron a escribir en la penumbra de las bibliotecas. Pero ¿realmente estamos pensando desde el presente? ¿O repetimos palabras antiguas sin interpelar nuestro tiempo? La actualidad nos exige más que saber lo que pensaron los otros. Nos exige pensar lo que vivimos, con lo que heredamos.

Me detengo a observar cómo algunos conceptos filosóficos viajan desde la Antigüedad hasta nuestros días, pero en ese trayecto algo se les cae. “Justicia”, “bien común”, “verdad”, “ciudadanía”, “ética”, “deseo”, son palabras que parecen seguir estando, pero ya no significan lo mismo. Tal vez, como decía Foucault, el poder no elimina ideas: las domestica, las gestiona. De pronto, todo se convierte en eslogan, en algoritmo, en tendencia. Y ahí está la filosofía, incómoda, aún viva, preguntando entre los escombros.

Platón soñaba con una ciudad guiada por sabios, por filósofos que tuvieran como norte la verdad. Pero hoy, ¿quién busca la verdad? ¿No estamos acaso atrapados en lo que Byung-Chul Han llama “la sociedad de la transparencia”? Esa donde todo debe mostrarse, donde lo íntimo se convierte en mercancía, y donde el pensamiento crítico molesta porque interrumpe el flujo de lo visible. ¿Se puede filosofar sin espacios de sombra? ¿Sin demora, sin pausa, sin silencio?

Hannah Arendt nos advirtió sobre la banalidad del mal, esa que se cuela en lo cotidiano, en los actos automáticos de quienes ya no piensan. Ella, que entendía que la política no era administración, sino acción en el espacio público con otros, hoy sería una voz imprescindible para denunciar cómo el presente destroza ese “espacio entre” que da sentido a la convivencia. En tiempos de individualismo exacerbado, de guerras maquilladas como defensas y de democracias erosionadas desde dentro, ¿no es urgente volver a Arendt?

Judith Butler, en cambio, nos propone pensar desde los márgenes. Habla del cuerpo, del género, de la precariedad como un hecho político. Su filosofía es profundamente contemporánea porque se planta donde el dolor se vuelve estructura, donde el lenguaje excluye, y allí pregunta: ¿quién puede aparecer como sujeto?, ¿quién tiene derecho a ser visible? En un mundo donde los derechos parecen moneda de cambio, su voz nos recuerda que el pensamiento filosófico también debe doler, también debe incomodar.

Michel Foucault decía que la filosofía debía ser una herramienta para “desnaturalizar lo que se da por sentado”. Y eso incluye la propia filosofía. No hay pureza en pensar, no hay un lugar desde donde mirar sin estar implicada. Pensar hoy es exponerse, es desobedecer gentilmente, es salir de los moldes heredados, incluso los moldes académicos, incluso los de la propia tradición filosófica.

Yo no quiero enseñar filosofía solo para que repitan nombres y fechas. Quiero que mis estudiantes se pregunten qué les duele, qué les inquieta, qué les enoja. Quiero que entiendan que pensar no es recordar: es reabrir. Y que en un mundo donde todo parece fluir hacia adelante sin rumbo, la filosofía puede ser esa piedra en el zapato, esa pausa que incomoda y salva.

El tiempo nos interroga, aunque no queramos oírlo. Nos dice: ¿qué hacés con lo que sabés? ¿A quién le sirve tu pensamiento? ¿Quién se salva con tu verdad? La filosofía no puede responder por nosotras. Pero puede darnos palabras para no callar.

Capítulo 28: Filosofía ayer, hoy y mañana: 

El tiempo como interrogador

Decimos que hacemos filosofía. Lo decimos con cierta solemnidad, como si aún nos perteneciera el eco de aquellos que caminaron la polis o se sentaron a escribir en la penumbra de las bibliotecas. Pero ¿realmente estamos pensando desde el presente? ¿O repetimos palabras antiguas sin interpelar nuestro tiempo? La actualidad nos exige más que saber lo que pensaron los otros. Nos exige pensar lo que vivimos, con lo que heredamos.


Me detengo a observar cómo algunos conceptos filosóficos viajan desde la Antigüedad hasta nuestros días, pero en ese trayecto algo se les cae. “Justicia”, “bien común”, “verdad”, “ciudadanía”, “ética”, “deseo”, son palabras que parecen seguir estando, pero ya no significan lo mismo. Tal vez, como decía Foucault, el poder no elimina ideas: las domestica, las gestiona. De pronto, todo se convierte en eslogan, en algoritmo, en tendencia. Y ahí está la filosofía, incómoda, aún viva, preguntando entre los escombros.


Platón soñaba con una ciudad guiada por sabios, por filósofos que tuvieran como norte la verdad. Pero hoy, ¿quién busca la verdad? ¿No estamos acaso atrapados en lo que Byung-Chul Han llama “la sociedad de la transparencia”? Esa donde todo debe mostrarse, donde lo íntimo se convierte en mercancía, y donde el pensamiento crítico molesta porque interrumpe el flujo de lo visible. ¿Se puede filosofar sin espacios de sombra? ¿Sin demora, sin pausa, sin silencio?


Hannah Arendt nos advirtió sobre la banalidad del mal, esa que se cuela en lo cotidiano, en los actos automáticos de quienes ya no piensan. Ella, que entendía que la política no era administración, sino acción en el espacio público con otros, hoy sería una voz imprescindible para denunciar cómo el presente destroza ese “espacio entre” que da sentido a la convivencia. En tiempos de individualismo exacerbado, de guerras maquilladas como defensas y de democracias erosionadas desde dentro, ¿no es urgente volver a Arendt?


Judith Butler, en cambio, nos propone pensar desde los márgenes. Habla del cuerpo, del género, de la precariedad como un hecho político. Su filosofía es profundamente contemporánea porque se planta donde el dolor se vuelve estructura, donde el lenguaje excluye, y allí pregunta: ¿quién puede aparecer como sujeto?, ¿quién tiene derecho a ser visible? En un mundo donde los derechos parecen moneda de cambio, su voz nos recuerda que el pensamiento filosófico también debe doler, también debe incomodar.


Michel Foucault decía que la filosofía debía ser una herramienta para “desnaturalizar lo que se da por sentado”. Y eso incluye la propia filosofía. No hay pureza en pensar, no hay un lugar desde donde mirar sin estar implicada. Pensar hoy es exponerse, es desobedecer gentilmente, es salir de los moldes heredados, incluso los moldes académicos, incluso los de la propia tradición filosófica.


Yo no quiero enseñar filosofía solo para que repitan nombres y fechas. Quiero que mis estudiantes se pregunten qué les duele, qué les inquieta, qué les enoja. Quiero que entiendan que pensar no es recordar: es reabrir. Y que en un mundo donde todo parece fluir hacia adelante sin rumbo, la filosofía puede ser esa piedra en el zapato, esa pausa que incomoda y salva.

El tiempo nos interroga, aunque no queramos oírlo. Nos dice: ¿qué hacés con lo que sabés? ¿A quién le sirve tu pensamiento? ¿Quién se salva con tu verdad? La filosofía no puede responder por nosotras. Pero puede darnos palabras para no callar.

Capítulo 29

La contradicción como condición del pensar:

Pensar en conflicto, vivir en tension

A veces creo que pensar duele. Y sin embargo, nunca quise otra cosa. Desde que descubrí que la filosofía no estaba hecha de respuestas, sino de preguntas, comprendí también que pensar no era una tarea cómoda, sino una práctica incómoda, una forma de mantenerse en movimiento, en contradicción, en revisión constante. Pensar es traicionarse a una misma y perdonarse por eso. Es decir “esto creo” y al rato preguntar “¿pero por qué?”. Es armar una casa para el alma y luego quemarla por no ser suficiente.


No me interesa la filosofía que sólo reafirma lo sabido, lo correcto, lo esperado. Me interesa esa filosofía que me hace dudar de lo que soy, de lo que fui, de lo que elegí. Me interesa cuando incomoda, cuando sacude, cuando obliga a decir: “no sé cómo seguir pensando esto sin romperme un poco”.


Las contradicciones no son fallas del pensamiento, son su condición de posibilidad. ¿Cómo podría pensar sin aceptar que lo que digo hoy puede no alcanzarme mañana? ¿Cómo podría filosofar sin correr el riesgo de negarme, de desmentirme, de encontrarme nuevamente buscando?


Como decía Heráclito: “El conflicto es el padre de todas las cosas”. Y no hay pensamiento verdadero sin conflicto interno, sin tensión vital, sin ese cruce entre el sí y el no, entre lo que fui y lo que ahora empiezo a sospechar que no soy. Pensar no es construir una certeza, es habitar un terreno en disputa.


Kierkegaard hablaba del salto. Ese momento en que, frente a la paradoja, una debe lanzarse a la fe, al amor, al pensamiento, aún sabiendo que no hay garantías. Él entendía la angustia como una categoría existencial, no como un síntoma a evitar. Esa angustia que nace cuando comprendemos que pensar es elegir —y que elegir es perder algo también—. “La angustia es el vértigo de la libertad”, decía. Y tenía razón. Porque pensar nos libera, pero también nos lanza al abismo.


Yo he cambiado de opinión. Muchas veces. He defendido ideas con pasión que hoy me parecen ingenuas. He juzgado con firmeza lo que más tarde supe perdonar. He dicho cosas de las que me retracté, no por cobardía, sino por honestidad. Porque pensar es también tener el valor de mirarse con otros ojos.


Como decía Nietzsche, el pensamiento no es un acto neutral ni pasivo: es una fuerza activa, creadora, capaz de destruir y reconstruir sentidos. Para él, el filósofo era un experimentador, alguien que pone a prueba los valores, que no teme al caos porque del caos nace la estrella danzante. “Hay que tener un caos dentro de sí para dar a luz una estrella que baile”, escribió en Así habló Zaratustra. Y si eso no es una manera hermosa de hablar del conflicto interno, no sé cuál lo es.


En la facultad, a veces, noto que hay quienes quieren respuestas rápidas, fórmulas, sistemas cerrados. Yo no. Yo quiero contradicciones. Quiero pensarme mientras me pienso. Quiero estar equivocada, si eso significa que estuve intentando. No vine a esta carrera buscando una verdad universal, vine a buscar una voz que me permita decir lo que aún no sé cómo decir.


Y lo digo ahora: me contradigo, y me celebro por eso. Porque no hay forma de hacer filosofía sin exponerse al quiebre, sin abrazar el pensamiento como un proceso y no como un producto. Como un acto de amor hacia la propia incertidumbre.


Simone Weil decía que “la contradicción es el criterio de lo real”. Porque solo lo real se nos presenta como paradoja, como complejidad, como lo que no encaja del todo en ninguna lógica cerrada. Solo lo real nos obliga a seguir pensando.


Así es como quiero vivir esta práctica. No como una doctrina, sino como una danza entre afirmaciones y dudas. No como una estructura que me encierra, sino como un lenguaje que me nombra aún en lo que no puedo resolver.


Pensar, para mí, es aprender a habitar mis contradicciones con ternura. Y hacer filosofía, entonces, es encontrar belleza en el conflicto de ser muchas en una, de ser pensamiento en movimiento.


Capítulo 30
La belleza: eso que exigimos pero no entendemos.


Filosofar es también aprender a mirar. A veces siento que la belleza es una especie de llamado secreto que nos hace detenernos, como si el mundo gritara “¡Mirá esto, es importante!” sin necesidad de palabras. Pero, ¿qué es exactamente lo que hace que algo nos parezca bello? ¿Una simetría? ¿Una armonía? ¿Un temblor? ¿Un recuerdo? ¿Una emoción que no se puede nombrar?


Desde que empecé a leer filosofía, la belleza fue uno de esos conceptos que me perseguían. No porque sea frívolo, sino porque es profundo, porque muchas veces la verdad se revela envuelta en belleza. Y no hablo solamente de lo estético, sino de esa belleza que se esconde en un gesto sincero, en una conversación honesta, en un acto valiente, en una idea luminosa.


Platón decía que “la belleza es el esplendor de la verdad”, como si lo bello fuera una manera en la que lo verdadero se nos aparece, se nos vuelve cercano. Y es curioso cómo el pensamiento filosófico, aún cuando se vuelva árido o abstracto, no deja de buscar eso que conmueve, eso que toca, eso que hace vibrar. Porque pensar, en algún punto, también es emocionarse.


A veces, las preguntas más importantes llegan en forma de estremecimiento. Me ha pasado, por ejemplo, leyendo a Nietzsche, cuando hablaba del arte como una forma superior de afirmación de la vida. En un mundo que muchas veces se vuelve opaco, crudo, hostil, él creía que el arte nos recordaba la fuerza vital que nos habita. Que lo trágico, incluso, podía ser bello si lograba expresarse con intensidad. “Tenemos el arte para no morir de la verdad”, escribió. Y yo lo entendí como una invitación a no olvidar que vivir también implica crear, sentir, conectar.


El pensamiento de los griegos antiguos —que tanto me fascina— no separaba lo bello de lo bueno. Kalós kagathós, decían: lo bello y lo bueno en un mismo gesto, en una misma acción, en una misma persona. Es como si buscar la belleza fuera también buscar la virtud. ¿Podemos volver a pensar así? ¿Podemos mirar el mundo no solo desde la utilidad sino desde la conmoción?


Hoy, la belleza parece haberse transformado en espectáculo, en filtro, en imagen producida para ser consumida. Pero la belleza filosófica no necesita de luces, necesita de atención. No se mide en “me gusta” sino en intensidad. Y muchas veces, esa intensidad aparece en una idea que nos cambia, en una conversación que nos modifica, en una escena cotidiana que nos revela algo de nosotros mismos.


Me gustaría que nos animemos a preguntarnos por la belleza como quien busca una forma de estar más viva. Que no pensemos solo en lo que sirve, sino en lo que nos conmueve. Porque quizás, al final, filosofar sea también una manera de buscar lo bello. No solo entender la vida, sino admirarla.


Como decía Simone Weil, una autora que me sacudió: “La belleza cautiva al cuerpo para obtener permiso de entrar en el alma”. Tal vez eso es lo que intento hacer cuando escribo, cuando leo, cuando enseño, cuando escucho: abrirle paso a lo bello, sabiendo que, si llega, vendrá acompañado de verdad.

Capítulo 31
Pensar ardiendo


Hay pensamientos que arden. No todos. No todo lo que se piensa se incendia. Pero cuando ocurre, cuando de verdad sucede, uno ya no puede volver atrás. Pensar así —con la sangre caliente, con el cuerpo en alerta, con la mirada que se afila como cuchillo— no es una actividad académica ni un pasatiempo. Es una forma de estar en el mundo. Es, a veces, la única manera de soportarlo.


Yo no puedo pensar en frío. No me sale. Lo intento y me suena a papel mojado, a discurso prestado. Cuando de verdad pienso, lo hago temblando. Lo hago habitada por la urgencia. No me interesa repetir sistemas ni exhibir autores como vitrinas. Me interesa la pregunta que escuece, la idea que duele, la certeza que se derrumba. Me interesa, sobre todo, ese instante en el que pensar me hace sentir viva.


El pensamiento que me conmueve es aquel que me obliga a salir de mí. Que me desestructura. Que me enfrenta con lo que no quiero ver. Que me hace, literalmente, quemarme. Como decía Heráclito: “El fuego vive la muerte del aire y el aire vive la muerte del fuego”. Pensar ardiendo es saber que no hay creación sin destrucción, que todo nacimiento implica una pérdida, que toda verdad lleva su herida.


El pensamiento no se da en el vacío. Nunca. Se da en medio del barro, del cansancio, del deseo, de la rabia. Por eso, para mí, hacer filosofía no es sólo leer a los grandes pensadores. Es abrir las ventanas del presente y dejar que entre el viento. Es mirar el mundo —este, el de ahora— y decir: ¿qué carajo está pasando? ¿cómo lo entendemos? ¿cómo lo habitamos? ¿cómo lo resistimos?


Hannah Arendt escribió que “el pensamiento puede evitar el desastre”. Y a la vez, también sabemos que hay pensamientos que lo provocan. Que el pensamiento no es bueno por naturaleza. Que pensar también puede ser una forma de justificar el horror, de organizar la crueldad, de racionalizar el exterminio. Entonces, ¿cómo pensar sin apagar la llama? ¿cómo no traicionarnos?


No hay respuestas únicas. Pero hay modos. Pensar ardiendo es uno. Y es el mío. No me interesa anestesiarme con conceptos vacíos ni esconderme detrás de palabras difíciles. Me interesa el pensamiento que vibra, que respira, que incomoda. Me interesa escribir con el corazón latiendo en las yemas de los dedos.


Nietzsche decía: “Es preciso tener un caos dentro de sí para dar a luz una estrella que danse”. Pensar no es poner orden. Es asumir el caos. Es entrar en él sin miedo. Es aceptar que no todo se entiende, que muchas cosas se sienten, que otras se sospechan y que algunas, simplemente, nos queman por dentro.


A veces me preguntan por qué elegí la filosofía. No siempre sé qué responder. Pero si tuviera que decir algo hoy, ahora, diría esto: porque me prende fuego. Porque me enciende. Porque pensar, cuando es de verdad, cuando toca lo real, es un acto radical de amor por la vida. Porque no me resigno. Porque no me adapto. Porque no quiero pasar por el mundo repitiendo.


Pensar ardiendo es resistir lo obvio. Es tener hambre de sentido. Es no anestesiarse. Es, también, abrazar la contradicción, aprender del dolor, escuchar las dudas como quien escucha una canción antigua. Es mirar a los ojos de lo insoportable y decirle: “te veo, y no voy a callarme”.

Capítulo 32:
El juicio: lo que ven y lo que veo
Me ha costado entender que no todo lo que se piensa se dice, y que no todo lo que se dice tiene que importar. Pero más me ha costado aún dejar de vivir pendiente del juicio ajeno. Esa presencia constante de los ojos del otro que parece estar ahí, aunque no haya nadie. La mirada que aprueba, que descalifica, que evalúa, que define. Crecí, como muchas, sabiendo que para ser aceptada tenía que cumplir ciertas expectativas, ciertos moldes. Que si pensaba distinto era peligrosa, que si preguntaba demasiado era insolente, que si sentía intensamente estaba equivocada. ¿Pero ante quién?


El juicio es una de las formas más silenciosas de control. Puede no gritar, pero pesa. Puede no golpear, pero hiere. Se desliza en los gestos, en los comentarios disfrazados de consejos, en las etiquetas que nos cuelgan como si fueran parte del cuerpo. Y muchas veces, lo más triste, es que esas voces ajenas terminan siendo nuestras. No porque las elijamos, sino porque las repetimos sin darnos cuenta.


Como decía Jean-Paul Sartre: “El infierno son los otros”. No porque los otros sean malos, sino porque muchas veces, frente a ellos, dejamos de ser. Nos convertimos en proyecciones de lo que creen que somos o deberíamos ser. Vivimos para cumplir su expectativa, para no defraudar, para no ser excluidas. Pero ¿de qué sirve la aceptación ajena si implica traicionar el pensamiento propio?


La filosofía siempre incomodó a quienes prefieren las respuestas rápidas y las certezas indiscutidas. Cuestionar lo dado, desarmar lo aprendido, volver a empezar desde la duda: todo eso asusta. Porque pensar distinto es ponerse en peligro. El juicio ajeno se activa como una alarma que castiga el desvío, que censura la pregunta, que impone una verdad sin dejar que cada quien la busque.


Simone de Beauvoir lo explicó con claridad: “Lo que los demás me reprochan, es aquello que me constituye”. Lo esencial, lo auténtico, eso que nos hace únicas, suele ser lo que molesta. Pero ¿qué sería del pensamiento si no molestara? ¿Qué sentido tendría filosofar si no moviera estructuras? Estamos demasiado acostumbradas a aceptar lo que se dice sin cuestionar desde dónde se dice y por qué. A naturalizar discursos que sólo buscan disciplinar el deseo, la voz, el cuerpo.


Foucault habló de una sociedad del control, donde el poder no necesita estar presente físicamente para operar. Porque ya instaló sus mecanismos en nuestra propia percepción. Y uno de esos mecanismos es el juicio: la idea de que hay una forma correcta de vivir, de pensar, de hablar. Pero ¿quién define qué es lo correcto? ¿Bajo qué criterio?


Cuando empezamos a filosofar de verdad, el juicio ajeno pierde fuerza. Porque pensar con libertad exige aprender a ser malentendida. A veces, incluso, a ser rechazada. Pero ese rechazo es la señal de que estamos eligiendo no repetir lo que esperan de nosotras, sino decir lo que realmente sentimos y creemos. La mirada propia empieza a pesar más que la mirada de los demás. Y con eso, se abre un nuevo mundo.


No se trata de volvernos ciegas al entorno, ni de negar el valor del diálogo. Al contrario. Se trata de construir un pensamiento propio que pueda dialogar sin someterse, disentir sin temer. Nietzsche decía que “el individuo ha luchado siempre para no ser absorbido por la tribu”. Esa lucha es la filosofía: un esfuerzo constante por no disolverse en lo común, por no ser idéntica al resto, por no perder el fuego interior en nombre de una pertenencia vacía.


El juicio ético, el juicio moral, el juicio estético, el juicio social. Todos nos atraviesan. Pero hay que preguntarse siempre: ¿desde dónde estoy juzgando? ¿A quién le estoy otorgando el poder de juzgarme? ¿Y por qué eso me paraliza?


Tal vez filosofar sea eso: desactivar el juicio automático, tanto el que recibimos como el que emitimos. Mirar al otro y a una misma con profundidad, con preguntas en vez de condenas, con apertura en lugar de censura. No hay pensamiento libre sin la valentía de tolerar el juicio ajeno, ni vida plena sin el coraje de elegir cómo queremos ser vistas. O, mejor aún, de no necesitar ser vistas para existir.

Capítulo 36


El silencio como último gesto

Cuando todo se ha dicho, la filosofía también sabe callar


Durante este tiempo compartido, te hablé. Te hablé mucho. Pensé en voz alta, me permití dudar, cuestionar, amar, enojarme, perdonar, recordar. Hablé de la libertad y del deseo, de lo que no se enseña y de lo que no se olvida. De lo que duele, de lo que arde. Y en cada página, busqué que pensar fuera algo vivo, algo posible, algo tuyo también.


Pero ahora, cuando todo parece dicho, cuando ya no quedan capítulos por escribir, me pregunto si no será momento de callar. Y me respondo que sí. Que callar también es parte del decir. Que el silencio no es ausencia, sino otra forma de presencia.


Como decía Lao Tse:

“El que sabe no habla. El que habla no sabe.”

No lo tomo como una regla, sino como una provocación. Quizás hemos hablado porque necesitábamos saber. O quizás hablamos porque en el fondo intuimos que no saber no es un problema, sino una condición.


Filosofar no es repetir ideas, ni memorizar autores. Es habitar la duda con dignidad. Y eso, a veces, solo se logra en el silencio. Porque el pensamiento no grita. Porque el verdadero temblor de una pregunta nace adentro, en la zona donde nadie escucha. Y sin embargo, arde.


Pienso también en Nietzsche, cuando decía:

“El silencio es una objeción. ¿Quién no ha sentido en ciertos silencios una protesta, un grito sordo, una verdad insoportable?”

He aprendido que no todo necesita respuesta. Que el amor puede decirse sin palabras. Que la fidelidad puede vivirse en una mirada. Y que la filosofía, cuando es verdadera, también sabe retirarse. Porque no busca cerrar, sino abrir.


Durante estos capítulos, intenté abrirte puertas. Ahora las dejo entreabiertas. Que entre el viento. Que entre tu voz.


Me emociona pensar que quizás, al cerrar este libro, algo se quede vibrando en vos. Una pregunta nueva. Una vieja herida. Una idea que no sabías que tenías. No importa qué. Lo importante es que algo siga latiendo.


Porque si algo he querido decir con todo esto, es que hacer filosofía no es un acto de erudición, sino de amor. Amor por la vida, por la verdad, por el otro. Y que ese amor, cuando es real, no necesita explicar todo el tiempo lo que siente. Se nota. Se respira. Y a veces, se calla.


Hoy decido callar. No porque ya no tenga nada que decir, sino porque quiero dejarte espacio. Porque confío en que vos también podés pensar. Porque creo que el pensamiento florece mejor cuando nadie lo apura.


Gracias por haber estado. Por haberme leído, pero sobre todo, por haber pensado conmigo. Hasta aquí llego yo. Dejo mi voz, para que empiece la tuya.


Porque hacer filosofía, al fin y al cabo, es animarse a seguir pensando.

En silencio, o no.



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