Joaquín no era hombre de nostalgias ni de promesas. Tenía una relación cordial con el tiempo, un pacto, un acuerdo: lo dejaba pasar, sin urgencias ni reclamos. Le gustaba su vida tranquila, su cama grande y sin ruido, la quietud de los domingos. Practicaba el desapego como otros practican yoga o meditación.
Y, sin embargo, cuando María José le mandó aquel mensaje desde Madrid —“¿Te animas a venirte unos días?”—, su respuesta fue un sí, inmediato, casi adolescente, como si dentro de ese hombre sereno viviera aún un muchacho.
Ella era una presencia luminosa desde hacía años. Algo más joven, intensa, con una vida de stories, cafés con avena y libros de autoayuda en tapa dura. En Lima, el coqueteo había sido un juego de fronteras: miradas que se quedaban un segundo más, frases que parecían chocar a propósito. Pero nunca pasó nada entre ellos. Ni una salida, ni un beso, ni un roce.
Ahora estaba en Madrid, reinventándose, haciéndose un futuro, con esa energía propia de los jóvenes de hoy que buscan encontrarse a sí mismos. Y él, que siempre había sido un hombre que prefería quedarse, compró un pasaje sin pensarlo demasiado.
Madrid lo recibió con un sol tímido y una brisa que olía a jacarandás. María José lo esperaba en Barajas, de pie, apoyada junto a una columna, vestida como si fuera a una sesión de fotos casual: zapatillas blancas, pantalones holgados, gafas enormes. Lo abrazó como quien vuelve a ver a alguien de un sueño, y Joaquín sintió, por un instante, que sus certezas se derretían, se evaporaban.
—Te ves igual —le dijo ella, sonriendo.
—Y tú, más madrileña que un vermut —respondió él, improvisando una broma torpe, pero celebrada por ella.
Los días que siguieron fueron una serie de escenas que no tenían guion. Caminaron por Malasaña, cruzaron Chueca con el sol en la cara, pasaron al Mercado de San Miguel y compartieron vino blanco entre turistas, bocados de jamón ibérico y más vino.
En La Latina, entraron a un bar de tapas con luces tenues, con un pequeño escenario para el público. Joaquín se animó a tocar una guitarra que había en el local. María José le pidió que hiciera algo de Sabina, y comenzó a cantar… “Yo no quiero un amor civilizado, con recibos y escenas del sofá. Yo no quiero que viajes al pasado y vuelvas del mercado con ganas de llorar…”. Su voz no era perfecta, todo lo contrario, pero tenía algo honesto que traspasaba el ruido de los vasos y la gente. Ella lo miró con una mezcla de orgullo y nostalgia.
—¿Sabes? —le dijo al salir—, Madrid no es Lima, pero contigo se parece un poco.
El piso de María José quedaba en Lavapiés, en una calle estrecha donde las bicicletas se enredaban en antiguos faroles apostados al filo de las veredas. Tenía una terraza pequeña desde donde se veía caer el atardecer sobre los techos rojizos, tan madrileños. Allí pasaban las noches conversando, bebiendo vermut, escuchando a Sabina o Serrat, riéndose de nada.
A Joaquín le sorprendía lo fácil que era estar con ella. A pesar de algunos años de diferencia, de los mundos distintos, había algo que no necesitaba explicación. Ella se movía como si supiera de antemano lo que él pensaría. Y él, que solía poner barreras incluso a los afectos, se encontró bajando la guardia.
Una noche salieron al barrio de Las letras. En un bar cualquiera, mientras un trío de jazz servía de fondo musical, como soundtrack de su película, ella, en un acto involuntario, le tomó la mano con naturalidad. No hubo palabras. Solo una mirada entre los dos y el peso del momento cayendo con la precisión de un verso bien dicho en el momento justo.
Caminaron por el Paseo Del Prado tomados de la mano, bajo árboles que con el viento murmuraban en voz baja. De pronto, se detuvieron a la vez, como si estuviera previamente pactado, ensayado.
—¿Y si esto no termina aquí? —preguntó ella, casi susurrando.
—Podría no terminar nunca —dijo Joaquín, sin prometer nada.
Siguieron caminado, tomados de la mano, en silencio, como meditando.
—Hay cosas que duelen, aunque no las hayamos vivido —le dijo él.
—Como nosotros —respondió ella.
La cuenta regresiva empezó a sentirse, no solo en el calendario, también en los gestos. Faltaban pocos días para el regreso y ambos lo sabían. Pero no lo hablaban. Como si evadir el tema pudiera extender el tiempo o la estadía.
La última noche fueron a cenar. Ella pidió una carne, él, callos a la madrileña. Brindaron con vino tinto. Afuera, la ciudad latía con esa mezcla única de melancolía y fiesta.
Subieron juntos la cuesta hacia Tirso de Molina, caminando lento, sin tocarse. En la puerta del piso, ella se quedó quieta.
—¿Volverás? —preguntó, con voz de niña cansada.
—No lo sé —dijo él—. Pero nunca me fui del todo.
La mañana del vuelo, él la miró dormir un instante antes de cerrar la maleta. Había algo de película francesa en ese momento. No la despertó. Solo dejó una nota en la cocina: “Gracias por estos días. Fuiste Madrid.”
El avión despegó mientras Madrid se deshacía en la ventanilla. Joaquín volvió a Lima con la misma mochila con la que se fue, pero con algo nuevo: una grieta en su filosofía de desapego.
Volvió a su rutina, a sus silencios elegantes, a sus mañanas de café negro. Pero cada vez que cruzaba el puente de la Javier Prado o escuchaba una canción de Sabina, el recuerdo de María José se le colaba en el alma como esa llovizna de invierno.
Ella seguía posteando desde Madrid. Su vida de filtros y frases aspiracionales continuaba. A veces le escribía, a veces no. Y él, fiel a sí mismo, no forzaba el contacto. Pero tampoco lo evitaba.
Seguían en pausa. En ese estado intermedio donde las historias no se cierran, pero tampoco se olvidan.
Porque algunas personas no están hechas para ser destino. Están hechas para ser viaje.
Y Madrid, aquella vez, no fue una ciudad. Fue ella.
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