Julieta tenía siete años y ya sabía cocinar.
Mientras sus hermanas estudiaban y su mamá trabajaba todo el día, ella le cocinaba a su papá.
Raúl —así se llamaba el viejo— era un tipo de fierros.
Robusto, grandote, con manos de mecánico y espalda de ropero.
De esos que laburan de sol a sol, que arreglan lo que se rompe sin llamar a nadie,
y que los domingos hacen de la silla frente al televisor un altar,
con las carreras de TC y el fútbol a un volumen capaz de callar hasta la angustia.
Con los vecinos era un encanto, pero en casa, la amabilidad se le oxidaba en la entrada.
Para comer, era un tipo sencillo: churrasco con ensalada. Todos los días, toda la vida.
Era eso o nada. Si le cocinaban otra cosa, fruncía la boca y murmuraba cosas inentendibles,
como si estuviera puteando en italiano. Innovar en la cocina le parecía una ofensa personal.
Julieta lo sabía.
Por eso, cada mediodía, le daba vuelta el churrasco como si fuera una obra de arte
y ponía la mesa con la esperanza de que ese día cambiara algo.
Ella lo miraba, esperando el milagro:
que al menos hiciera un gesto.
Pero Raúl comía en silencio.
Masticaba como si la comida fuera un trámite.
Se levantaba sin mirar, sin agradecer, sin decir nada.
Y se iba.
Julieta creía que su papá tenía el paladar atrofiado y el corazón también.
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