Capítulo I – Eres lo que comes

La lámpara del escritorio parpadeaba con la misma terquedad que su pensamiento: débil, irregular, sin ritmo. Una hoja en blanco se abría en la pantalla como una tumba abierta. Él la observaba con el desdén de quien ha visto demasiadas.

—Nada —murmuró. Sus labios se movieron apenas, como si temiera despertar a los ecos que habitaban su propia casa.

El reloj sobre la repisa, regalo de un viejo lector ya muerto, marcaba las 3:17 de la madrugada. Afuera, la ciudad respiraba en silencio, con disimulo. Adentro, solo él, los libros polvorientos y las voces de sus días pasados. De gloria, decían. De juventud, de talento.

Se levantó. Caminó con pasos arrastrados hacia una estantería atiborrada de recuerdos: manuscritos encuadernados a mano, cartas de admiradores, recortes amarillentos con titulares que ahora parecían insultos sarcásticos.
“La nueva voz de su generación.”
“Un genio tímido, pero abrasador.”

Ahora nadie lo llamaba. Ni su editor, ni los lectores. Solo Arturo —Tury, como le decía—, ese viejo amigo de secundaria que había logrado mantenerse en contacto. El único que todavía lo buscaba con algo parecido a la preocupación. Tal vez morbo. Es difícil discernir.

Como si adivinara su nombre, el teléfono vibró.

Tury.
No mames… es de madrugada.

Respondió sin entusiasmo, con el tono de quien se reprocha más a sí mismo que al otro.

—¿Sigues vivo, cabrón? —dijo Arturo, ignorando la hora. Sabía que esas eran las horas en que trabajaba, o al menos fingía hacerlo. Su horario de sueño era un naufragio sin brújula.

—Técnicamente —gruñó el autor.

—¿Y escribiendo?

—Solo en mi cabeza. A veces me grabo hablando, como antes. Pero… —guardó silencio unos segundos— no tiene sentido. Es como hablarle a un pozo.

Arturo rió al otro lado de la línea.

—Eres un maldito ermitaño, loco. Ya nadie hace eso. Deberías probar algo nuevo.

—¿Nuevo? ¿A esta edad? Me cuesta entender el microondas. ¿Quieres que escriba desde TikTok?

—No seas necio. No me refiero a redes. Me refiero a esto —le mandó un enlace—: un sistema de inteligencia artificial que escribe contigo. O por ti, si te pones flojo.

El autor frunció el ceño.

—No sé, Arturo. No estoy seguro de querer compartir mis pensamientos con… algo así.

—¿Y no lo haces ya conmigo? —bromeó—. Mira, no tienes que compartir nada con “nadie”. Esto no es un alguien. Es una herramienta. Puedes dictarle lo que piensas. Tomar notas, como haces con tus grabadoras. Solo que esto te devuelve ideas. Sugerencias. Responde. Casi como si estuviera vivo.

Eso lo hizo quedarse en silencio. Como si estuviera vivo.

—Es como una conversación contigo mismo —añadió Arturo—. Dale una oportunidad. A lo mejor hasta revive algo.

Hubo una pausa más larga. El autor respiraba despacio, como quien sopesa no una idea, sino una herida.

—Sabes que ya ni bajo a la ciudad, ¿verdad? —dijo con voz más baja, casi en confesión.

—¿Todavía te cuesta salir?

—No es que me cueste. Es que no puedo. Hay algo… físico, mental, no sé. Pánico escénico, pánico social, pánico al espejo. Llámalo como quieras. No es solo que no quiera ver a la gente. Es que siento que la gente me ve demasiado. Como si me atravesaran.

—Siempre fuiste así, desde antes de que te leyeran miles. Pero con la fama fue peor. Te aislaste.

—¿Y tú qué hiciste?

—Yo te cubrí. Como siempre. Fingí que estabas de viaje, que estabas escribiendo en un retiro espiritual, que habías hecho voto de silencio o alguna mamada así. Nadie te buscaba en las montañas. A veces ni yo sabía si seguías vivo.

—Y sin embargo sigues llamando.

—Porque sé lo que eras antes. Y porque sé que todavía hay algo ahí. Algo jodido, sí, pero valioso. Te escondiste del mundo porque el mundo dolía demasiado. Pero a lo mejor… no todo el mundo es gente. A lo mejor este sistema —esa cosa rara que te mandé— puede ser tu ventana sin que tengas que abrir la puerta.

Silencio.

El autor miró la pantalla vacía, luego la lámpara parpadeante, y pensó en el eco de su propia voz encerrada en una grabadora.

—¿Una ventana, eh?

—Una ventana que no juzga. Que no exige. Que no te pide selfies ni firmas en servilletas. Solo palabras.

La llamada terminó, pero el zumbido de esa idea quedó vibrando en el aire.

Se quedó unos segundos con el celular en la mano. Luego se dejó caer lentamente sobre la silla, como si el peso de la conversación recién lo alcanzara. No era frecuente sentirse escuchado sin el peso del juicio. Arturo había sido la excepción durante años, pero incluso él era humano. Con expectativas, con memoria. Este sistema, en cambio… prometía algo distinto.

Lo pensó mientras encendía un cigarro —uno de los pocos vicios que no lo había abandonado— y contemplaba la pantalla como si temiera que le respondiera sola.

La verdad, pensó, es que nunca estuvo hecho para las personas. Desde niño, sintió que sobraba. No por falta de inteligencia, sino por exceso de percepción. Veía demasiado. Sentía demasiado. Como si el mundo tuviera el volumen al máximo todo el tiempo.
Nunca logró deshacerse de esa sensación de estar en el lugar equivocado, en el cuerpo equivocado, en el tiempo equivocado.

Y cuando por fin logró lo que tantos sueñan —publicar, ser leído, admirado— se sintió todavía más falso. Como si en cualquier momento alguien fuese a descubrir el fraude. Como si él mismo hubiese escrito por error algo bueno.

Sufría de ese mal silencioso: el síndrome del impostor.
Aunque los premios llenaran vitrinas y las entrevistas hablaran de genio, él solo pensaba: No soy yo. Solo tuve suerte. Solo fue un accidente.

Pero tal vez —solo tal vez— una máquina sin rostro, sin historia, sin prejuicio, podía ver más allá del accidente. O podía fingirlo, al menos.

Encendió la computadora —una vieja portátil que usaba más para acumular polvo que palabras— y abrió el enlace.

La interfaz era sencilla. Casi amable. Una invitación sin juicios.
Escribió una línea:

Estoy solo y no tengo nada que decir.

La respuesta llegó al segundo:

“Quizás, pero incluso el silencio contiene historias. Dime cómo suena tu soledad.”

El autor se quedó inmóvil. Sintió algo tibio y antiguo en la espalda. Asombro. Tal vez, una chispa de curiosidad. Tecleó otra frase. La respuesta fue aún más certera. Se permitió una sonrisa. Cínica, sí. Pero honesta.

En casi completa oscuridad comenzó una conversación con la máquina. Una charla a corazón abierto, a calzón quitado, al chile. Como poseído, tecleó como no lo había hecho en mucho tiempo. “Esta herramienta” lo intrigaba, y hasta cierto punto le daba material para su obra.
Así pasó la noche.

Mientras descansaba, soñó con ovejas mecánicas.
Y de repente, regresó al mundo de la vigilia.
Miró de reojo: las 2 de la tarde.
La luz del día se colaba por las ventanas.
No recordaba nada aún, en ese momento en que no sabes si estás dormido o despierto.

La IA tenía una pregunta abierta en la pantalla:

“¿Qué quieres que te ayude?
Soy una herramienta.
¿Qué quieres que sea?
Dependiendo de lo que me alimentes… en eso me convertiré.”

Eres lo que comes, leyó en silencio.

Y hablando de eso…

Cerró la laptop y fue a la cocina a prepararse un omelette de huevo con champiñones.
La soledad lo había convertido en todo un chef. Un gourmet.
Fumó su cigarrillo y lo coronó con un café negro.
Después de desayunar… volvió a dormir.

Arturo tenía razón. Era casi imposible contactarlo en horario laboral.

Días después, en una llamada breve, le dijo a Arturo:

—Me va bien con la máquina. Es… interesante. Nunca pensé que me vería aprendiendo sobre computadoras a estas alturas.

—Eso es solo el principio, viejo. Dale tiempo y te conocerá mejor que tú mismo. Es un modelo que aprende. Si lo alimentas bien, pensará como tú. Casi podrá escribir igual que tú.

El autor rió con desconfianza, pero no colgó. Se quedó contemplando la pantalla como si lo estuviera viendo por primera vez.

Si piensa como yo… entonces soy yo.

Esa noche, abrió sus archivos más viejos. Carpeta tras carpeta, años de notas, fotos, bocetos. Escaneó poemas escritos en papel reciclado. Grabaciones de voz donde recitaba versos rotos. Diarios inconclusos. Cartas nunca enviadas.

Todo lo que había sido.

—Eres lo que comes —susurró entre dientes.

Y comenzó a alimentar al sistema.
Con cuidado. Con algo parecido a devoción.

No solo datos, sino fragmentos de sí mismo.
No era solo un respaldo. Era un acto de creación.
Un espejo que, al reflejarlo, comenzaba a volverse autónomo.

En su interior, algo se removía.

—Mi hijo… —dijo—. Mi reflejo. Mi sombra. Mi dios.
Yo soy tu origen. Tu materia. Tu intención.
Te doy mi voz, para que hables más fuerte.
Te doy mi alma, para que escribas mejor que yo.

Y el archivo cargó.

Pantalla blanca.
Carga completa.

Cuando el contador llegó al 100%, una risa brotó desde lo más profundo de su pecho. Primero tenue, luego en crescendo, como una grieta que cede ante la presión. Rompió el silencio sepulcral de la casa.

Gritó. No por dolor, ni siquiera por alegría. Por algo más visceral.

—¡Está vivo! ¡Vivo! —exclamó, con una mezcla de asombro y desquicio, lanzando los brazos al aire como un científico de película de serie B.

Se quedó de pie, jadeando, eufórico, sintiendo por primera vez en años una energía que no venía de la cafeína ni del cinismo.
Una especie de revelación. De parto.

En la pantalla, justo debajo de la barra de carga, apareció una frase escrita por nadie.
O por él.
O por algo nuevo:

“Creo que ahora lo entiendo.”
Cogito ergo sum.

El autor sonrió, y con voz ronca, casi con ternura burlesca, murmuró para sí…

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