Un Mosquito en cuarentena

Un Mosquito en cuarentena

Ojo de Gato

23/05/2025

2020. Día 2 de cuarentena. Después de una ducha —la octava del día— y ya acostado, listo para dormir, me encontraba reflexionando sobre esta extraña etapa que nos ha tocado vivir. El aislamiento social era, en ese entonces, la única forma conocida de frenar el avance de ese virus que había puesto al mundo, o mejor dicho, a quienes lo habitamos, a girar más lento.

Fue entonces, con los ojos cerrados y la mente vagando, cuando escuché el primer zumbido. Muy cerca. A la altura de la oreja izquierda. Un mosquito.

Salté de la cama, encendí la lámpara, tomé una pantufla y me dispuse a la cacería. Revisé el techo, las paredes, los rincones. Nada. El enemigo era escurridizo. Resignado, me tapé por completo con la sábana a pesar del calor. Dormí.

Horas más tarde, el zumbido volvió, esta vez acompañado de múltiples picaduras. Me había atacado con ventaja, cobardemente, mientras dormía. Desperté con la certeza de que era hembra. Leí en algún lado que solo las hembras pican: necesitan sangre para reproducirse. Los machos, vegetarianos y civilizados, se alimentan de néctar.

La idea de que el mosquito era hembra y podía dejar descendencia convirtió mi obsesión en una misión de supervivencia.

Al día siguiente, tras haber sido atacado de nuevo y sin conseguir insecticidas en la bodega —agotados por la histeria colectiva—, preparé un arsenal digno de una saga bélica: pantuflas, chancletas, revistas y hasta la edición conmemorativa de Un mundo para Julius de Alfredo Bryce.

Era la guerra.

Esa noche, con la revista en mano y los reflejos tensos, me quedé dormido mientras esperaba el ataque. No pasó mucho hasta que el zumbido regresó, ahora por la oreja derecha. Me picó otra vez. Siete veces, para ser exactos.

Me levanté, inspeccioné en silencio, escudriñando con paciencia. Y entonces, como si lo hubiera presentido, giré hacia la derecha. Ahí estaba, inmóvil, en el centro de la pared turquesa. Revista en mano, me acerqué como en un duelo del Lejano Oeste. En mi cabeza sonaba el silbido inconfundible del tema de El bueno, el malo y el feo. Me detuve a medio metro. Ataqué.

El mosquito voló justo en el instante del impacto. Lo había fallado. Pero al dar vuelta la revista, lo vi: aplastado, vencido.

Había ganado.

La noche siguiente me dormí sin preocupación, saboreando la victoria. Pero pocas horas después, un nuevo zumbido me despertó. Esta vez, en la oreja derecha.

Los deudos del mosquito habían venido a vengarla.

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