Capítulo 24 de una obra en desarrollo

Capítulo 24 de una obra en desarrollo

Luisa Apolinar

12/05/2025

El día que fui menos cordero

No sé cuándo, en qué momento, me di cuenta de que era distinta.
Que no encajaba.
Recuerdo uno de los boletines de notas de primaria. Estaba en quinto. Aún lo conservo.
Lleno de As, dos o tres Bs… y en lugar de una felicitación por mi rendimiento académico, había una nota que decía:
“Patricia debe practicar más el compañerismo.”

Mi mamá siempre me tildó de rara.
Mis primas —también primas de Pilar— me parecían tontas.
Que de tontas, al final, no tenían nada. Ya les contaré.
Crecí ensimismada. El mundo que me rodeaba era sucio.
Durante mi infancia, mi mamá me presentó muchos «tíos» que no eran sus hermanos.
Eso me confundía.

Tenía tres hermanos que vivían con sus respectivos padres.
A los once nació el cuarto. Estaba feliz.
Pensé que tendría un hermano con quien jugar.
Nunca imaginé que ese niño terminaría siendo mi hijo.
Era mi responsabilidad.
Ahí dejé de ser niña para convertirme en madre de un hijo que no parí.
También fue cuando mi sonrisa comenzó a escasear.

Si él se caía, si salía, si no comía o se portaba mal, era culpa mía.
Mi mamá se molestaba, me insultaba y me daba una pela.
Me daba una pela si uno de sus “tíos” tenía una amiga.
Si perdía el dinero del alquiler jugando a las cartas.
Si llovía.
Y si escampaba.

Cuando los golpes dejaron de doler, empezaron los insultos.
Y también mis deseos de querer morir.
He de admitirlo: sus palabras dolían más que las pelas.
Pero con el tiempo, también dejaron de doler.
Después llegó la comprensión.
Y arrastró los últimos granos de inocencia que me quedaban.

Mis “tíos” no eran hermanos de mi madre.
Y yo ya sabía lo que pasaba en las noches cuando dormíamos en la misma habitación.
Eran gritos. No llantos.

Una vez, el “tío” que era el padre de mi hermano pequeño le pegó.
Estaban discutiendo.
Yo venía de jugar con Alejandro.
Cuando la vi sangrando, tomé la greca y se la estrellé en la frente.
Ese día dejó de ser mi tío.
Lo partí.

La sangre le bañaba la cara y la camisa.
Intentó agarrarme, pero fui más rápida.
Agarré un exprimidor de limones y se lo lancé.
Le di justo en la nariz.
Más sangre.
Más gritos.
Más maldiciones.

Ese día comencé a ser menos cordero.

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