
A ti, que llevas en tu alma el eco de una conexión profunda, un amor que trasciende el tiempo y el espacio, pero que ahora sientes lejos, dividido. Sé que la separación de tu alma duele con la fuerza de un abismo que parece no tener fin, pero quiero que sepas que este dolor, aunque intenso, es solo una parte del viaje.
Más allá de lo terrenal, de lo tangible, de lo real, existe un lugar en el universo donde todos fuimos creados; un lugar al que regresan las almas cuando terminan su ciclo en la Tierra.
En este plano, a veces ocurren cosas extraordinarias. Una de ellas es que, cuando una de esas almas está a punto de ser destinada a un ser terrenal, en el último momento se divide en dos, dando como resultado la creación de dos seres distintos que compartirán la misma alma en su próxima vida.
Caballero de copas «Este maldito despertador no dejaba de sonar como loco. Ya había pospuesto la alarma tres veces, y sólo deseaba que la almohada se convirtiera en nubes para desaparecer entre ellas, especialmente hoy.»
«¡Cómo odio este día! Mi amiga Julieta pateaba mi puerta gritando que sacara el seguro, mientras yo observaba el techo, inmersa en mis reflexiones, buscando dentro de mí el impulso para levantarme de la cama.
—¡Está abierta! —dije con pesadez.
Julieta entró con waffles de mermelada y sus velas de número 28. Yo no quería ese desayuno, pero ella me hacía muy feliz. Amaba tenerla en mi vida.»
«Ella había sido mi amiga desde los 15 años, se convirtió en mi hermana. Durante mi adolescencia, pasaba más tiempo en su casa que en la mía, y pronto su familia se acostumbró a mí como si fuera un cachorrito abandonado.»Gracias a su papá, conocí a los grandes de Guns N’ Roses y aprendí a tenerle respeto al señor Jack Daniels. Su hermano mellizo Marcos fue mi primer amor, aunque lo bueno es que él nunca se enteró. También tuve que aceptar todas las modas por las que experimentó durante la adolescencia y la universidad.»
Siento que la conozco de toda la vida. Cuando sus padres decidieron mudarse al otro lado del mundo, detrás de su hijo para poder malcriar a sus nietos, Julieta se quedó con la casa familiar. Sabiendo que yo sería una recién egresada de periodismo, pobre y sin trabajo, me mudé con ella. Desde entonces, cada 7 de noviembre, ella entra a mi habitación a las 7 de la mañana con sus waffles calientes y su dulce (y a la vez horrible) ‘Voy cantando feliz cumpleaños’ mientras salta en mi cama, empujando torpemente su comida dentro de mi boca, y apresurándome para no llegar tarde al trabajo.
Me levanté y me metí a bañar. Aún no salía de la ducha cuando escuché vibrar mi celular en la mesita cerca de la cama. Sin terminar, salí corriendo del baño para no perder la llamada, con la esperanza de que fuera mi mamá quien estuviera llamando para saludarme por mi cumpleaños.
El número era desconocido, así que solo dije ‘¡Diga!’. No era ella. ¡Era mi jefe!
—Carina, vístete bien. Hoy cubrirás un evento de gente rica para la página de sociales —dijo con su voz monótona.
Colgué con un suspiro. “Ay, cómo odio a la gente rica”, pensé. Y también, cómo me dolía la falta de interés de mi madre.
Me miré en el espejo, observando una pequeña arruga en mi frente. Debo sonreír más, pensé.
Elegante y bien vestida ¿Cómo diablos voy a hacer eso? Yo solo tengo leggins negros y chaquetas de cuero. Y no puedo hurgar en el clóset de Juli, ya que ahora está en su fase hippie setentera. Claro, a ella solo le escuchan la voz en la radio; nadie sabe cómo se ve.
Entre todas mis cajas de ropa, encontré un vestido negro con mangas de encaje que había usado en la cena de mi graduación. Tenía la espalda descubierta, pero la ocultaré con mi chaqueta. La verdad es que se ve perfecto con mi cabello negro azabache recogido en una coleta alta. Los tacones no son una opción, así que elegiré algo entre mis dos pares de zapatos: mis largas botas negras con hebillas doradas. Nada mal.
Mientras me maquillaba, intentando controlar las cejas descontroladas que parecían tener vida propia, vi mi celular de reojo. Eran las 08:08 hrs. «Oh», pensé, algo pasará hoy. Quizá no será un día tan horrible.
Julieta ya sacaba el auto. Me apresuré a tomar mi cámara de fotos y mi bolso. Cuando me subi,me miro con una sonrisa juguetona y dijo: «Si me gustaran las mujeres, hasta yo te conquistaría con ese vestido.» Me hizo tanta gracia que me reí sin parar todo el viaje, recordando todos mis fracasos amorosos a lo largo de mi vida.
Al llegar a la estación de radio, mi «jefecito junior», Lucas, ya estaba esperando con su tono arrogante y sus comentarios pasivo-agresivos. La verdad es que yo trataba de no darle tanta importancia a su actitud, ya que solo era el hijo del dueño y tenía esa postura de que todo en la vida se le había dado fácil. Nadie en el equipo lo tomaba muy en serio. Aunque yo debía respirar y pensar en otra cosa cuando estaba con él, porque todos ya me habían dicho que mis ojos hablaban primero que mi boca, y si llegaba a abrir la boca, todas mis palabras eran como apuñaladas al ego. Después de todo, soy Escorpio, así que me lo simplifico asintiendo y sonriendo.
Aunque yo tenía la certeza de que este caballerito tenía una especie de fijación conmigo, que sobrepasaba lo profesional, la Navidad anterior, durante un intercambio de regalos con los colegas, él me dio un perfume que yo usé durante todo ese año,como el podia saber cual precisamente era su nombre. Eso fue realmente extraño.
«¡Carina!» gritó desde su oficina.
—Dígame, Lucas —respondí, entrando con mi mejor cara.
Él se puso de pie, me saludó con un beso en la mejilla y sin pedir permiso corrió mi cabello sobre mi hombro.
—Te ves muy hermosa, pero debiste usar tacones para realzar más tu figura —dijo, mirándome con esos ojos que casi me devoraban.
—No, gracias, así estoy bien. Son muchas horas de pie y no voy a modelar —moderé mi tono al responder.
Me dio un papelito con la dirección del lugar donde sería el evento y me advirtió que llevara el jeep, porque los caminos rurales no estaban en buenas condiciones. Pasé a buscar las llaves y a despedirme de Julieta, que ya había comenzado su programa radial. Le dije adiós, pero no me oyó. Cuando estaba saliendo de la emisora, me gritó con picardía:
—¡Ojalá llegues tarde a casa! ¡Celébralo bien, que no serás joven por siempre!
Su tono tenía ese toque de humor con un mensaje subliminal.
Mientras conducía, cayó una lluvia torrencial, gruesa, como si el universo quisiera avisarme que el camino no sería fácil. Era de esas lluvias en las que los limpiaparabrisas apenas sirven para ver el camino. Como si fuera poco, en la radio comenzó a sonar The Climb de Miley Cyrus, y de repente, todo se sintió como una escena sacada de una película romántica, justo en ese momento en que el protagonista se da cuenta de que no puede dejar ir al amor de su vida.
Mi imaginación, siempre tan activa, se vio interrumpida por la voz del GPS:
—En 100 metros, gire a la derecha y llegará a su destino.
Al llegar al evento, quedé impactada por la deslumbrante decoración. Un largo camino de rosas blancas se extendía hasta un semiarco de flores que formaba un altar, iluminado por pequeñas lámparas titilantes. Todo se veía simplemente precioso. La lluvia, que había azotado el camino, finalmente había dado tregua, y en el cielo comenzaba a asomarse un hermoso arcoíris, como si la naturaleza misma se hubiera vestido para la ocasión.
Agradecí mis cómodas botas, pues no había contemplado que el evento sería al aire libre, en medio del campo. Mientras caminaba entre la decoración impecable, me presenté con la organizadora, una mujer de sonrisa cálida y aire elegante.
—Estamos celebrando las bodas de oro de una de las parejas fundadoras del pueblo —me contó con entusiasmo, sus ojos brillando de admiración—. Son el ejemplo perfecto de lo que significa el verdadero amor.
Hablaba de ellos con tanta devoción que por un momento me pregunté si de verdad existía el amor perfecto o si solo era una ilusión que algunos lograban sostener con los años.
Me dispuse a hacer mi trabajo, fotografiando a los invitados que se reían y conversaban, y capturando a las pequeñas con sus hermosas coronitas de flores en el cabello. Las niñas corrian por el campo, mientras sus vestiditos blancos se manchaban con el barro. Esa escena, tan espontánea y llena de inocencia, me pareció un bello momento para inmortalizar.
—Samanta, ¿en qué estabas pensando? —dijo alguien detrás de mí, con una voz extraña pero al mismo tiempo conocida.
Me giré rápidamente, sorprendida por la interrupción. Frente a mí estaba… ¿él? Un nudo se formó en mi estómago. La sensación de reconocimiento fue instantánea, como si su presencia encajara en algún rincón olvidado de mi memoria.
Sus grandes ojos oscuros se sumergieron en los míos, un par de segundos que parecieron eternos. Sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo, y una extraña sensación de aturdimiento me invadió. Mis manos sudaban frías y mis piernas perdieron la fuerza, como si se les hubiera olvidado que debían sostenerme de pie.
Los dos bajamos la mirada, como si ese instante nos hubiera avergonzado de algún modo. Él pasó junto a mí, sosteniendo a una de las niñas de la mano, regañándola suavemente mientras la levantaba a tirones para llevarla al interior del centro de eventos.
Mi corazón latía desbocado, como si quisiera escapar de mi pecho. Ese encuentro me descolocó por completo. Una mano en mi hombro me hizo volver a la realidad, y di un gran salto, como si mi alma regresara de golpe a mi cuerpo.—Carina, ya estamos listos para la entrada —me dijo la organizadora, sacándome de mis pensamientos.
Me giré hacia ella, tratando de recuperar la compostura. Su voz, aunque cordial, me recordó que había un trabajo que hacer, y mi mente tenía que centrarse en ello.
La canción Ven a mí de Andrea Bocelli comenzó a sonar, envolviendo el aire con su melancólica melodía. La gente rodeó el camino de flores, y al final, un anciano perfectamente vestido con un hermoso traje color café chocolate esperaba a la mujer que había sido su amor toda la vida. Sus ojitos brillaban, llenos de lágrimas, como si fuera la primera vez que la veía. Sus manos, arrugadas por los años, se rosaban nerviosamente una contra otra.
La novia comenzó su caminata, tomada del brazo de su hijo mayor. Avanzó lentamente, con su vestido blanco lleno de hermosos bordados, que se arrastraba suavemente sobre el pasto. En todo momento, ellos no se perdieron de vista; sus miradas se mantenían fijas, como si no existiera nada más en el mundo. Yo imaginé que estaban sumidos en el recuerdo de su juventud, reviviendo la primera vez que se casaron.
El padre Arnoldo citó una bella misa, sus palabras llenas de sabiduría y serenidad, creando una atmósfera de profunda emoción. El novio, con una expresión solemne y nerviosa, sacó de su bolsillo un pequeño papel, que sostuvo entre sus manos temblorosas.
Con voz entrecortada, comenzó a leerlo, cada palabra cargada de significado, como si estuviera compartiendo su corazón en ese instante tan especial.
“Hoy, con tus manos en la mias,te lo prometo
Que el amor que hoy nos une sera siempre un suspiro
Que sin importar el paso del reloj
Mi alma sera tu refugio,mi amor ,mi sol.”
El padre pidió el beso de la pareja, y en ese instante, el cielo, como si fuera parte de la ceremonia, se cubrió con una gran nube oscura. La lluvia comenzó a caer suavemente, como si el universo estuviera celebrando junto a ellos. Fue la fotografía más hermosa que había tomado jamás: la pareja, abrazada bajo la lluvia, rodeada de un aura mágica y de aplausos de los invitados.
Mientras ellos se besaban, perdidos en su amor eterno, sentí cómo sus ojos castaños me buscaban entre la multitud. En ese momento, el mundo parecía haberse detenido, y todo lo que existía era el eco de su mirada, que me atravesó, aún en la distancia.
Mi primer impulso fue buscarlo para presentarme, pero no. Algo dentro de mi cabeza me dijo que no era buena idea, así que busqué el auto y regresé a casa. La noche ya caía, y yo no era experta conduciendo.
Cuando llegué, podía oler desde afuera esos aromas a tienda naturista. Entré, y Julieta había montado una especie de ritual pagano frente a su computadora: inciensos, velas de todos los tamaños y olores, y hierbas secas quemándose. Me detuve en la puerta y me reí por dentro. No quería burlarme de su nuevo pasatiempo: sus clases en línea de tarot.Yo traía una bolsita colgando con sushi que había comprado en el centro. Juli corrió a arrancármela de las manos, diciendo que se moría de hambre.
Me arrojé en el sillón, agotada, pero con unas ganas enormes de contarle a Julieta mi breve encuentro con el chico de los ojos cafés. Sin embargo, antes de poder decir una palabra, sonó el timbre.
Eran Hernan y José, colegas de la emisora, con sus esposas. Venían con los brazos llenos de cervezas y frituras, decididos a no dejar pasar el día sin celebrar mi cumpleaños.
Hacía mucho tiempo que no bebía tanto. No sé en qué momento terminamos cantando canciones de señora divorciada frente al televisor, con un karaoke de YouTube.
Hasta hubo juegos de mesa. Jugamos exactamente dos horas de Catan, hasta que un vaso de cerveza rodó por el tablero y dio por terminada la partida.
Sorprendentemente, los chicos sacaron un pastel rosa con un unicornio usando una chaqueta de cuero y esas velas mágicas que sacan chispas. Yo estaba muy emocionada —y muy borracha—, así que saltaba y aplaudía mientras me cantaba a mí misma el «Feliz cumpleaños».
Cuando me dijeron que pidiera un deseo, todo volvió a mí como un flashback de película. Solo pude pensar en él, como si ya me perteneciera de alguna manera extraña.
Pasada la medianoche, todos volvieron a sus casas. Julieta limpiaba el desastre que habíamos dejado en la alfombra, y yo salí un momento a la terraza a fumar.
Mientras fumaba, veía cómo el humo del cigarro bailaba entre la niebla de la noche. No podía dejar de pensar en él. Me incomodaba la insistencia de esos pensamientos, cómo se colaban sin permiso, como si fueran parte de mí. Era tan extraño que hasta podía recordar el olor de su perfume, con esos tonos suaves a madera y frutas.
Julieta tomó lo que me quedaba de mi cigarro y se lo fumó mientras se recostaba sobre mi brazo. Me miró con esa mirada fija que siempre tiene cuando algo le inquieta.
—¿Me contarás lo que pasó hoy? Estás como perdida… más de lo habitual —dijo, sin dejar de mirar mis ojos, que claramente delataban mi estado.
Sonreí, la miré y luego bajé la vista hacia el suelo. Julieta me conocía tan bien que podía leer mis gestos antes de que siquiera abriera la boca. Fue entonces cuando dio un gran grito:
—¡¿Conociste a alguien?! ¡Maldita! ¡Cuéntamelo todo! No, mejor no me cuentes nada. ¡Déjame hacerte una lectura de tarot!
Me eché a reír, aún con una sonrisa torcida, porque el estado en el que estaba no dejaba claro si la lectura sería precisa… o si simplemente me acabaría diciendo algo que ya sabía, pero de una manera mucho más dramática.
Sumidas en nuestro estado de ebriedad, desplegamos su mantelito violeta con estampados de signos zodiacales. Sacó de una bolsita afelpada sus cartas de tarot y encendió una vela a cada lado de la mesita del living. Nosotras, arrodilladas en el suelo, nos mirábamos de frente.
Empezó a barajar con mucho entusiasmo y dejó volar una carta sobre la mesa. Juli se quedó con cara de sobrepensar.
La carta de la Muerte.
—¿Qué? ¿Me voy a morir? —pensé, medio en broma, medio no.
—No, no te morirás —dijo ella, como adivinando mi pensamiento.
—Esta carta representa renacimiento —dijo, señalando la Muerte—. El fin y el comienzo de un ciclo.
Me recosté un poco hacia atrás, sintiendo la alfombra mullida bajo mis manos. La luz de las velas temblaba, proyectando sombras danzantes sobre las paredes. El vino me daba vueltas suaves en la cabeza, como si el tiempo también se hubiese emborrachado con nosotras.
—Pero ya, dejame terminar de sacar las cartas —dijo Juli, con ese tono medio serio medio juego que usaba cuando se metía en “modo bruja”.
Sacó el Seis de Copas y la Rueda de la Fortuna.
—aquí veo un amor de vidas pasadas —dijo en voz baja, como si no quisiera que el universo escuchara demasiado fuerte.
Me reí por lo bajo, sin saber bien por qué. Quizás por los nervios, o por esa punzada absurda de esperanza que me recorrió el pecho. ¿Amor de vidas pasadas? Ojalá se acordara de mí esta vez.
Después vinieron el Dos de Copas y Los Enamorados.
—Claro… aquí veo el nacimiento de un gran amor —dijo, levantando la vista para mirarme con una ceja alzada.
—¿Con quién? —pregunté, más rápido de lo que quise.
Ella se encogió de hombros, divertida.
—No lo sé todavía… las cartas no son Tinder.
Y por último, el Cuatro de Bastos.
—Una gran celebración —concluyó, dejando la carta sobre la mesa con un gesto ceremonioso.
Nos quedamos en silencio un momento, mirando las cartas desplegadas como si fueran un mapa. Afuera, la noche seguía negra y espesa. Adentro, todo olía a vino, vela de vainilla y posibilidad.
—¿Y si es todo mentira? —murmuré, más para mí que para ella.
—Y… puede ser —dijo Juli—. Pero también puede no serlo.
Juli agarró el mazo otra vez, lo barajó como quien mezcla secretos, y sacó una carta más.
—El Rey de Espadas —anunció, girándola con teatralidad.
La imagen mostraba a un hombre sentado en un trono, con una espada en alto y una mirada que atravesaba todo. No parecía cruel, pero sí… lejano. Como si siempre estuviera pensando en otra cosa.
—Este es él —dijo Juli, señalándolo—. Aire. Mente rápida. Ideas raras. Intenso a su manera, pero difícil de leer. Acuario puro.
—¿Difícil de leer? Perfecto, justo lo que me faltaba —resoplé, cruzando los brazos.
—Es de esos que parecen fríos al principio, pero en realidad están viendo el mundo desde otro ángulo. No les gusta lo obvio. Si te mira, es porque ya te eligió.
Me quedé mirando la carta, sin saber si eso era tranquilizador o más bien una advertencia.
—¿Y cómo se supone que lo voy a reconocer? —pregunté.
—Va a decir algo completamente fuera de lugar la primera vez que hablen. Algo que no esperás. Algo que te va a hacer reír sin querer.
Suspiré, resignada.
—¿Y si me río por reflejo, como cuando me pongo nerviosa?
—Entonces, definitivamente es él.
Nos miramos un segundo y estallamos en carcajadas.
—Ya, vamos a dormir. Tampoco me hagas tanto caso si llevo como tres clases —dijo Juli, soplando las velas.
—¿Cómo tan farsante? —le contesté, empujándole el hombro.
Mientras me preparaba para dormir, pensaba en lo estúpida que había sido por no haberme presentado, y le daba vueltas a dónde lo había visto antes. Estaba a punto de poner a cargar el celular cuando llegó una notificación de solicitud de seguimiento en Instagram: Pablo Burgos.
Casi me quedo helada.
Me metí en la cama mirando esa notificación como una tonta.
Quise infiltrarme en su cuenta, pero estaba en privado. Así que… acepté su solicitud.
Por Dios, qué guapo es este hombre.
Sus ojos color café avellana y su piel morena, como un bronceado campirano, me dejaron en pausa. Literalmente.
Tenía fotos trepando cerros y subiendo montañas. Me alegré, porque era algo que ya sabía que teníamos en común.
De repente, mientras bajaba, vi al hermano mellizo de Juli abrazado con él. ¡Claro! —grité en mi mente— ¡De ahí lo conozco!
Salían vestidos con sus ropas de confirmación católica, sus rostros serios y ceremoniosos, como si ese momento fuera una marca indeleble en sus vidas. Ellos estudiaban en el Santa Cecilia, Yo ya había estado cerca de él, a los 17 o 18 años, en la fiesta que los padres le hicieron al hermano de Juli. Lo curioso es que recuerdo esa fiesta, aunque, más que la fiesta misma, lo que recuerdo es lo que pasó después. Terminamos bailando todos en el living, riendo sin parar, mientras bebíamos vodka con jugo de naranja, una combinación que, ahora, solo de recordarla, me revuelven las tripas. Y, al final, nos encontramos durmiendo, amontonados en sacos de dormir sobre el piso.
Mi mente estaba completamente sumergida en ese recuerdo, cuando, sin querer, toqué el botón de «me gusta» en esa fotografía. Me sonrojé al instante, como si alguien hubiera estado mirando. Apenas pasaron un par de segundos, y de pronto, en los mensajes, apareció un simple «hola».
«Hola», le respondí, ¿qué más podía decir? «Feliz cumpleaños», me dijo. «No quiero ser atrevido, pero vi fotos de tu celebración de hoy y me di cuenta de que cumplías años. Ah, y la organizadora de la fiesta me dio tu tarjeta».
«No pude encontrarte en el evento», continuó. «Después de la ceremonia, te busqué por todas partes.» Su confianza al hablarme me resultaba descolocante, y en ese momento, recordé lo que Juli había dicho sobre él en las cartas.
«Eso fue ayer», le escribí. «Ya son las 2 de la mañana». En cuanto lo envié, me di cuenta de inmediato que quizá había sonado un poco antipática. Intenté arreglarlo, añadiendo: «No te preocupes, me alegra que Elizabeth te haya dado mi tarjeta».
«Muy linda tu hija», agregué, como tratando de confirmar algo. «Le tomé muchas fotos en la boda»No, no es mi hija, es mi hermana», respondió rápidamente. «Yo aún estoy solo en la vida», añadió con un «jajajaj» y un emoji triste. Una extraña mezcla de alivio y sorpresa me invadió al leerlo. La emoción me había quitado el sueño por completo, quería hablarle toda la noche, pero, siendo responsable, le dije: «¿Mañana podemos hablar? Ahora debo dormir para trabajar».
«Está bien», dijo él. «Mañana también debo dar clases». Así fue como descubrí que era profesor.
Sentí una chispa de curiosidad, como si todo fuera un poco más interesante ahora. Un profesor… ¿Quién lo diría? Me quedé con una sonrisa tonta, intentando dormir, pero mi mente seguía dando vueltas, imaginando lo que esa conversación podría traer al día siguiente.
«Buenas noches, preciosa», me escribió. No pude evitar reír por dentro, tal como decia el tarot. Era muy confiado, y yo estaba como hiperventilada y no paraba de dar vueltas en la cama. Decidí que lo mejor era ir a meterme en la cama de Juli, ella siempre había sido mi lugar seguro.
Estaba acostada, mirando hacia la pared, pero al escucharme, se giró y me abrazó sin decir nada.
«Quizá hoy sí sea el día que cambie mi vida»,
le susurré, más para mí misma que para ella. Ya estaba medio dormida, pero al escucharme, me apretó más fuerte, y en un suspiro, nos quedamos dormidas, abrazadas.

As de copas
Las mañanas de noviembre ya empezaban a regalarnos una brisa tibia y un sol suave. Me levanté temprano y decidí ir caminando al trabajo. Me puse los audífonos y dejé que la música de Rihanna me acompañara mientras cruzaba la plaza del pueblo. Había algo distinto en el aire, o tal vez era yo. Sentía una energía nueva, como si algo dentro de mí se hubiera despertado.Mi playlist se volvió loca y, de la nada, empezó a sonar un reguetón viejísimo. De esos que uno no quiere admitir que todavía le gustan. Antes de darme cuenta, ya estaba bailando en medio de la plaza como una loca. Me reí sola, sin vergüenza. Total, a esa hora casi no había nadie mirando… o eso quería creer.
De pronto sonó una notificación en mi Instagram. Era un mensaje que decía: «Te acompañaría, pero yo no bailo en público»… acompañado de un emoji con la carita sonrojada. Me desconcentré, tropecé y los audífonos se me cayeron al suelo. Miré alrededor, confundida, y ahí lo vi: en la esquina, justo frente al colegio, estaba Pablo. Levantaba la mano, como señalando que era él, que lo había visto.
Me agaché a recogerlos, respiré hondo y crucé la calle.
—¿Así que no bailás en público? —le dije, parándome frente a él.
Pablo se rió, esa risa baja que no suena forzada.
—Depende quién esté mirando —contestó.
Se acercó despacio y me dio un beso en la mejilla, tomando mi cintura con suavidad. Su perfume, con notas de frutos cítricos y madera, invadió el aire entre los dos. Era un poco más alto que yo; tuvo que inclinarse apenas.
Sentí cómo se me apretaba el estómago, ese nudo familiar que aparece cuando algo está por pasar.
—¿Te invito un café? —dijo, sin apartar la mirada de mis ojos.
Me habría encantado decir que sí. Pero miré el reloj, y la realidad me cayó encima como un balde de agua fría.
—Me encantaría… pero tengo que entrar a trabajar en diez minutos —dije, con una sonrisa que intentó disimular mi decepción.
—Otra vez será —dijo, con calma
Pablo se llevó una mano a la cabeza, como si recién recordara algo.
—Uf, yo también. Tengo que dar clase a las diez —dijo, riéndose—. Casi me olvido.
Se hizo un breve silencio, y entonces, mirándome otra vez con esa mezcla de decisión y ternura, preguntó:
—¿Me pasás tu número? Así coordinamos ese café para cuando ninguno tenga que salir corriendo.
Asentí, sintiendo que la sonrisa ya no se podía contener. Le dicté los números mientras él los anotaba en su celular con dedos largos y tranquilos.
—Listo —dijo—. Prometo no usarlo para mandarte musica de musicales en la calle … a menos que me lo pidas.
Solté una carcajada, ya con un pie en la realidad del trabajo y el otro todavía flotando en ese momento.
Nos despedimos con un gesto simple, pero cargado de algo que ninguno de los dos dijo en voz alta.
Llegué a la radio corriendo, algo agitada. Julieta me miró y, con una sonrisa, me dijo:
—Te dejé un café en tu escritorio.
Le lancé un beso con la mano a la distancia, y ella me miró, como si supiera que algo nuevo me había pasado. Cerré la puerta de mi oficina y, por un momento, todavía tenía el olor de su perfume pegado a mí. Ese aroma que parecía invadirlo todo.
Justo entonces, Lucas entró a la oficina, con su expresión de siempre, y dijo, regañándome:
—Aquí huele a hombre. ¿Acaso hay alguien nuevo?
Arrugué las cejas y, sin perder la calma, le respondí:
—No. Y no es algo que te interese.
Me senté en mi escritorio y comencé a organizar algunas cosas mientras Lucas permanecía en la puerta. De repente, su tono cambió ligeramente, volviéndose un poco más suave, como si intentara ocultar algo detrás de su casualidad.
—Quiero las fotografías del evento de ayer —dijo, y luego, con una sonrisa que no llegaba a ser del todo amistosa—. ¿Podríamos revisarlas en mi oficina, por favor? O, si prefieres, podríamos verlas después del trabajo.
Me miró de una manera diferente, como si en su invitación hubiera algo más, algo que no estaba diciendo. Sus palabras quedaron flotando en el aire, y pude notar cómo sus verdaderas intenciones comenzaban a salir a la luz, aunque él intentara disimularlas.
Lo miré por un momento, dejándole claro que no iba a darle cabida a su sugerencia.
—Veremos las fotos después del trabajo? —pregunte , sin dar pie a más, y agregué, con una sonrisa tranquila—: No creo que a tu esposa le guste que llegues tan tarde a casa.
La expresión de Lucas cambió, y su sonrisa se desvaneció un poco. Sin decir nada más, dio un paso atrás y se fue, como si de repente todo se hubiera aclarado.
De repente, mi teléfono vibró sobre el escritorio. Miré la pantalla y vi un mensaje de Pablo: «Este es mi número. Agregueme, señorita. Soy Pablo Miguel Burgos Moore. Tengo 28 años, soy acuario, profesor de literatura, amante de la naturaleza, me gusta el color azul, no soy vegetariano y tengo un perro golden retriever que me saca de quicio. Me presento así rápido, así cuando te vea no perdemos tiempo.»
Una risa se me escapó mientras leía, imaginándome su tono relajado, como si la conversación hubiera comenzado ya. Guardé su número rápidamente, preguntándome qué más podría contarme sobre él.
Pablo me escribió de nuevo: «Te toca decirme tus secretos. A ver, cuéntame.»
Me reí un poco antes de escribir:
“Bueno, soy Carina Florencia Uribe Salazar, escorpio, amo el negro, soy periodista, pero ahora trabajo tomando fotos para la radio. No tengo mascota, pero me encanta bailar en la calle,” respondí, agregando con un toque de humor “como para dar algo de entretenimiento público.»
Me apoyé en el respaldo de la silla, esperando su respuesta con una sonrisa divertida en el rostro.
Pablo respondió casi de inmediato: “Entonces eres una chica profunda y intensa, como mi café.”
Me reí por lo bajo, imaginándomelo con una taza en la mano, pensativo.
Si,soy como el cafe oscuro ,pero con azucar. respondí, manteniendo el tono juguetón.
Me quedé mirando el teléfono, esperando que él siguiera con esa onda ligera, o que quizá me sorprendiera con algo más.
Un par de segundos después, su respuesta apareció en la pantalla: “Interesante… entonces, ¿quién es el azúcar y quién el café en esta mezcla?”
Sonreí al leer el mensaje y rápidamente respondí: “Tú debes ser el azúcar. Te ves algo dulce… o me lo estoy imaginando.”
Poco después, vi que él estaba escribiendo, y me pregunté qué tan lejos llevaría el juego.
“Lo siento mucho, tengo que dejarte,” escribio rápidamente. “El timbre ya sonó y tengo que volar a la sala de clases. Me toca ser el adulto responsable.”
Miré la pantalla unos segundos más, dándome cuenta de que ya eran las 10 y el tiempo había pasado volando. Cerré la conversación con una sonrisa y guardé el teléfono. Mi día seguía, pero algo en mí ya no podía dejar de pensar en la charla que acababa de tener.
En la tarde antes de prepararme para irme a casa, la puerta de mi oficina se abrió sin previo aviso. Lucas entró, con ese aire de dueño de la situación que nunca me gustaba, y se apoyó en el marco de la puerta, observándome de una manera que me incomodó.
—¿Todo bien con el material de ayer? —preguntó, su tono más casual de lo que me parecía adecuado en ese momento.
Le sonreí, forzando la expresión, tratando de que mi incomodidad no fuera tan obvia.
—Sí, todo bien —respondí, bajando la mirada al escritorio mientras guardaba mi teléfono en la mochila. No quería que notara que mi mente no estaba en el trabajo.
Pero Lucas no se movió. No se limitó a un simple «bien» o a la respuesta básica que le di. Dio un paso más adentro de la oficina, como si quisiera estar más cerca, invadiendo el espacio que no le pertenecía.
—¿Seguro? Porque últimamente te he notado un poco distraída, ¿sabes? —dijo, con una sonrisa que no alcanzaba a ser genuina, mientras sus ojos se detenían en mí, de una forma que me incomodaba cada vez más—. ¿Todo bien en casa? ¿Tienes algo que te preocupa?
Me quedé en silencio un instante, sintiendo una presión en el pecho. Algo en sus palabras, en su actitud, no me parecía bien. Quise decir algo, defenderme, pero algo me lo impedía. Quizá la jerarquía, o simplemente el miedo a que se malinterpretara todo.
—Sí, Lucas. Todo está bien —respondí, con la voz un poco más firme, intentando alejarme de él y del tono demasiado cercano que había tomado la conversación.
Él no parecía dispuesto a dejarme en paz tan fácilmente.
—¿Seguro? Porque, sabes… siempre puedes hablar conmigo. Si algo te molesta, yo te escucho. —Dijo, acercándose un paso más.
Mi piel se erizó, pero me mantuve tranquila, aunque algo en mi interior estaba empezando a revolverse.
—Gracias, pero estoy bien. —Dije, el tono más firme ahora, sin querer que la situación se alargara.
Lucas me observó por un momento, como si evaluara si debía seguir insistiendo. Finalmente, tras unos segundos de tensión, se dio media vuelta y salió de la oficina, dejando un aire denso que seguía flotando.
Me quedé allí, tratando de recuperar el aliento. Sentía que algo estaba mal, pero no sabía cómo enfrentarlo sin crear más problemas.
Mi teléfono sonó de repente, haciéndome saltar de la impresión. Lo de Lucas me había dejado un poco asustada, aún con la sensación de su presencia en la oficina. Sin pensar, contesté sin mirar quién llamaba.
—¿Bueno? —dije, aún algo agitada.
Del otro lado, la voz de Pablo me respondió, despejando el aire que se había vuelto denso en la oficina.
—Te estoy esperando afuera —dijo con un tono relajado. —Nos espera un café.
Sentí un alivio inmediato al escuchar su voz, un contraste tan marcado con la tensión que había dejado Lucas. La idea de salir, de cambiar de ambiente, me hizo sentir un poco más tranquila.
—Voy en un segundo —respondí, casi sin pensarlo, ya saliendo de la oficina con una pequeña sonrisa en el rostro.
Julieta salió corriendo detrás de mí en cuanto me levanté para salir de la oficina.
—¿A dónde vas? —me preguntó, con una ceja levantada.
—Nos vemos en la casa —le dije, sin querer entrar en más detalles.
Antes de que pudiera dar un paso más, me tomó del brazo y me acompañó hasta la puerta. Su presencia siempre me hacía sentir acompañada, aunque en ese momento mi mente estaba en otro lugar.
Al salir a la calle, de repente, escuchamos una voz familiar.
—¡Pablo! —gritó Julieta, saltando y abrazándolo de manera efusiva, como si no lo hubiera visto en años—. ¡Tantos años! ¿Cómo has estado?
Pablo, sorprendido por su entusiasmo, la abrazó calidamente.
—He estado súper bien, gracias —respondió, con una mirada hacia mí antes de continuar—. ¿Y tu hermano? supe que se fue del país, ¿verdad? —dijo, con una ligera risa, como si todo fuera una conversación entre viejos amigos. Luego, con un gesto hacia mí, agregó—: Aquí vine a buscar a esta linda chica para llevarla a tomar un café.
Julieta lo miró, sorprendida pero divertida
—¡Qué pequeño es el mundo! ¿Ustedes son amigas?pregunto el
—Claro, de hecho, vivimos juntas —dijo Julieta, con una sonrisa traviesa—. ¿No la recuerdas de la fiesta de confirmación?
Pablo se quedó pensativo por un momento, como si tratara de encajar las piezas del rompecabezas. Luego, se echó un poco hacia atrás, como si la revelación lo sorprendiera.
—¡Claro! Tienes razón, Julieta. Por eso me parecías tan conocida —dijo, con una risa nerviosa, como si finalmente todo tuviera sentido.
—Ya entiendo todo —dijo Julieta, mirándome con una sonrisa traviesa. Sus ojos brillaban, como si recordara nuestra conversación sobre el tarot.
Luego se giró hacia Pablo y, con un tono juguetón, agregó:
—Ya vayan, y me la devuelves después —dijo, como si estuviera tomando el control de la situación de manera divertida.
Pablo levantó las cejas, sorprendida por el tono de Julieta, pero con una sonrisa de complicidad en su rostro.me ofreció su brazo como un caballero.
—¿Quieres caminar conmigo? —me preguntó, con una mirada tan directa y suave que me hizo sonrojar un poco. Su tono era cálido, como si quisiera hacer de ese momento algo especial.
El gesto era tan simple, pero al mismo tiempo tan cargado de esa sensación de complicidad que a veces solo se encuentra en los gestos pequeños. Sin pensarlo mucho, acepté, y al instante me sentí como si todo a mi alrededor se desvaneciera, dejando solo el sonido de nuestros pasos y la suave brisa de la tarde.
Pablo sonrió y, mientras caminábamos, soltó una risa baja.
—Así que ya no nos conocíamos —dijo, con una expresión curiosa—. Qué curioso, ¿cómo es que no te había visto antes?
Lo miré de reojo y, con una sonrisa divertida, respondí:
—Bueno, antes éramos niños —dije, sin perder el tono ligero.
Él se rió de nuevo, como si la conversación estuviera tomando un giro más relajado, y respondió:
—Claro, yo era muy estúpido —dijo, bromeando sobre su versión de niño, con una chispa en los ojos.
Me reí también, sintiendo que algo en el aire entre nosotros se iba haciendo más cómodo, más cercano.
Pensé que íbamos a ir a tomar un café a algún lugar, pero no. Pablo me sorprendió al dar un giro y entrar en una pequeña tienda para comprar unos cafés para llevar. No me quejé, en realidad, me agradaba la idea de algo más espontáneo.
Nos dirigimos a un parque cercano, donde encontramos un rincón tranquilo bajo un árbol de castañas. Las hojas caídas cubrían el suelo, y la sombra del árbol nos ofrecía una especie de refugio natural, como si el mundo se hubiera detenido por un momento.
Pablo se sentó en el banco, y me pasó uno de los cafés. Nos quedamos allí en silencio al principio, disfrutando de la compañía y del suave murmullo del viento entre las ramas. La atmósfera era perfecta, como si ese lugar fuera el mejor sitio del mundo para estar.
Mientras estábamos allí, disfrutando del café y el aire fresco, Pablo, sin mucha preparación, preguntó de repente:
—¿Por qué vives con Julieta?
Me agaché la cabeza, sintiendo cómo una pequeña ola de incomodidad me invadía. No era exactamente un tema romántico, y sinceramente, preferiría no hablar de mi vida familiar tan dramática en un momento como ese. Miré hacia el lado, buscando algún punto fijo en el paisaje que pudiera desviar mi atención.
Finalmente, me senté en la banca, cruzando las piernas y girándome hacia él, tratando de darme tiempo para encontrar las palabras adecuadas. No estaba segura de cómo responder, y no quería que esa pregunta rompiera la magia del momento.
—Es… complicado —dije, manteniendo la mirada en el suelo por un instante antes de mirar directamente a sus ojos. La respuesta estaba allí, pero no quería compartirla tan fácilmente.
Suspiré antes de seguir, como si intentara ordenar mis pensamientos. No quería hacer de eso una confesión, pero las palabras simplemente salieron.
—La verdad es que realmente nunca me sentí en un hogar en mi casa… —dije, mirando el café en mis manos, buscando algo en qué enfocarme. —Mi mamá se volvió a casar después de que mi papá nos dejó, y todo cambió. No sé, siempre fue… diferente, ¿sabes?
Hice una pausa, sintiendo el peso de lo que había dicho. Era raro abrirme de esa forma, pero algo en el momento me hacía sentir que podía confiar en él, aunque fuera un poco.
Miré hacia el lado, evitando su mirada por un momento, como si no quisiera ver su reacción, pero a la vez deseando saber qué pensaba.
Mi voz se apagó un poco mientras continuaba, como si las palabras me costaran más de lo que pensaba.
—Mi padrastro era violento con ella —dije, con un suspiro profundo. La sensación de liberación y dolor se mezclaban al mismo tiempo—. Mi mamá siempre trató de cuidarnos bien, a mí y a mis hermanos, ellos si eran sus hijos, pero el ambiente era… super tóxico. Nunca sentí que tuviera un espacio en esa familia, que fuera parte de ellos.
Hice una pausa, recordando lo que significaba vivir en ese entorno, lo que me había costado salir de allí.
—Y así fue como terminé encontrando un hogar en la casa de Julieta —agregué, con una sonrisa triste pero agradecida. —Ella siempre fue como un refugio, el lugar donde finalmente pude sentirme un poco más en paz.
Miré a Pablo, esperando una reacción, sin saber si esperaba algún tipo de consuelo o si solo necesitaba que alguien lo supiera. La verdad estaba allí, flotando entre nosotros, y de alguna forma me sentía más ligera por haberla compartido.
—Ay, perdón —le dije, sonrojándome un poco—. No quería que fueran mi psicólogo hoy.
Me reí, un poco incómoda, como si intentara restarle importancia a lo que acababa de compartir. Fue un momento vulnerable, y aunque me sentía aliviada por haber hablado de ello, también era raro exponerme de esa manera.
Pablo me miró con una sonrisa tranquila, sin juzgarme, lo que me hizo sentir un poco mejor. No era como si hubiera hecho algo raro, pero el peso de mis palabras aún flotaba en el aire.
—No te preocupes, no me molesta —respondió, con un tono suave—. A veces es necesario sacar esas cosas.
Lo miré, ligeramente sonriendo, y le lancé una mirada curiosa.
—¿Y tú, Pablo? ¿Qué me cuentas de tu familia? —dije, con una sonrisa algo juguetona—. Te apuesto que tu familia es casi idéntica a la de una película, ¿verdad?
Pablo soltó una pequeña risa, como si la idea de una familia perfecta fuera algo con lo que no se identificaba del todo.
—Jajaja, no sé si tan de película —respondió, mirando al frente mientras parecía reflexionar por un momento—. Mi familia es… complicada, como la de todos, supongo.
Me hizo una pausa, como si estuviera decidiendo qué decir. La sonrisa que mantenía en su rostro parecía esconder algo más profundo, algo que no se sentía tan perfecto o ideal.
Pablo suspiró, como si estuviera aliviado de poder compartir algo de su historia.
—De hecho, cuando yo era joven quise escapar de aquí —comenzó, su voz algo grave, pero sincera—. Mi familia, si bien por fuera eran los perfectos, no era tan así… Mi mamá era súper infeliz en su matrimonio y mi papá, bueno, súper infiel, de hecho todo el mundo parece saberlo menos ella.
Me miró por un momento, como si estuviera buscando comprensión en mi mirada, antes de continuar:
—A mí me exigieron siempre mucho para que me quedara en el campo, para que estudiara algo relacionado con el campo… pero yo no quise y por eso me fui. Además, ellos son muy, muy religiosos. De hecho, mi abuelo es diácono.
Pablo hizo una pausa, y su rostro mostró una ligera nostalgia.
—Lo conociste en la ceremonia, ¿te acuerdas? —preguntó, como si fuera un recuerdo más lejano de lo que realmente era,por el volví al pueblo, quería estar con ellos antes que se se fueran,ya sabes al cielo.
La revelación me sorprendió. Sentí que había más en él de lo que había imaginado, y que en cierta forma compartíamos algo similar en nuestras historias familiares.
Los dos nos quedamos en silencio por un momento, como si estuviéramos tratando de recomponernos después de haber compartido tanto. El ruido del viento entre las hojas del árbol de castañas parecía llenar el espacio, mientras ambos mirábamos al frente, sin saber muy bien qué decir.
Era curioso cómo dos personas que apenas se conocían podían encontrar en el otro un refugio tan inesperado, y aunque el silencio era algo incómodo, también tenía algo de reconfortante.
Finalmente, Pablo rompió el silencio con una ligera sonrisa.
—Supongo que no somos tan diferentes, ¿eh? —dijo, en un tono más suave, como si se hubiera dado cuenta de que, a pesar de nuestras historias tan distintas, algo nos unía.
Lo miré, encontrando algo en sus palabras que me hizo sentir un poco más tranquila.
—Parece que no —respondí, devolviéndole la sonrisa.
De repente, Pablo se acostó sobre la banca, apoyando su cabeza en mis piernas con una confianza que parecía habitual, como si no fuera la primera vez que se dejaba llevar por ese tipo de cercanía.
El gesto me sorprendió, y por un segundo me quedé quieta, sin saber qué hacer. Sin embargo, pronto me relajé, sintiendo que algo en ese momento, en esa cercanía inesperada, me hacía sentir cómoda de una manera que no esperaba.
Él cerró los ojos, como si disfrutara de ese pequeño instante de paz, mientras yo me quedaba allí, un poco desconcertada, pero también intrigada por cómo tan fácilmente se había dado esa conexión entre los dos.
El sol ya comenzaba a esconderse un poco detrás de las nubes, pero el calor de su presencia aún estaba allí, creando una atmósfera más íntima y, a la vez, tranquila.
Caminamos hacia mi casa lentamente, el ritmo pausado de nuestros pasos dejando espacio para esos pequeños momentos de cercanía. De vez en cuando, nuestros brazos se rozaban, como si fuera un pequeño recordatorio del juego que había entre nosotros.
Cuando llegamos a la esquina de la casa, nos quedamos allí, mirándonos de frente. El silencio se volvió pesado, pero cómodo, como si ambos estuviéramos esperando algo, aunque no sabíamos bien qué.
Pablo, con un gesto tranquilo, puso su mano detrás de mi cuello, y, con una mirada fija en mis ojos, se acercó lentamente. El tiempo parecía alargarse, todo pasando en cámara lenta. Sentí su cercanía, el latido de mi corazón acelerándose un poco mientras sus labios se posaban suavemente en mi mejilla, un beso tierno pero cargado de significado.
Cuando se apartó, me miró con una sonrisa ligera, pero sincera.
—Espero verte muy pronto —dijo, con voz suave, como si esas palabras fueran promesas en el aire.
Ya estaba a punto de abrir la puerta de la casa cuando, de repente, un mensaje llegó a mi teléfono. Miré la pantalla y, al leer las palabras, mi corazón dio un pequeño brinco.
«Me encantas!»
Me quedé allí, mirando el mensaje, casi sin poder creer lo que acababa de leer. Fue como una explosión de emociones, una mezcla de alegría y confusión.
Sin pensarlo, me volteé rápidamente, buscando a Pablo en la calle, esperando verlo. Pero ya no estaba. La calle estaba vacía, solo la luz tenue de la farola iluminaba la acera.
Miré de nuevo el teléfono, como si el mensaje pudiera haber sido un error, pero no, ahí estaba, claro y directo.
Respiré hondo, tratando de calmar la avalancha de pensamientos que se habían desatado en mi mente.
a verdad es que no sabía qué responder. Generalmente, yo era bastante directa, no me complicaba con las palabras, pero él… él me dejaba aturdida.
El simple hecho de leer ese mensaje, tan directo, tan… sincero, me hizo sentir algo que no estaba acostumbrada a experimentar. Me quedé allí parada, frente a la puerta, mirando la pantalla del teléfono como si fuera una respuesta, pero no encontraba las palabras adecuadas. ¿Cómo respondía a algo tan… personal?
De repente, escuché pasos acercándose, y antes de que pudiera reaccionar, la voz de Pablo rompió el silencio:
—¿Yo qué te parecí? —volvió a preguntar, con una ligera sonrisa en los labios, como si hubiera notado la confusión en mi rostro.
Me giré rápidamente, sorprendida de verlo de nuevo. Estaba justo allí, frente a mí, como si hubiera regresado para no dejar la conversación a medio camino. Su mirada era tranquila, pero había algo en ella que me hacía sentir como si estuviera esperando una respuesta más sincera que la que yo había dado hasta ahora.
—No sé qué decir… —dije, casi sin pensar, mis palabras saliendo con una mezcla de sinceridad y desconcierto—. La verdad es que me dejaste sin palabras.
—Yo no necesito palabras —dijo él, su voz suave pero firme, mientras se acercaba velozmente a mi boca.
Sentí mi corazón latir con fuerza, el espacio entre nosotros reduciéndose a casi nada. El aire parecía volverse más espeso, como si todo alrededor se hubiera desvanecido, dejando solo el sonido de nuestros respiraciones entrecortadas.
Antes de que pudiera reaccionar o pensar en algo más, sus labios se posaron suavemente sobre los míos, un beso cálido, sin urgencia, pero con una intensidad silenciosa que me hizo perder la noción del tiempo.
Fue un beso que no necesitaba explicaciones, un momento que parecía condensar todas las palabras que no habíamos dicho. Cuando se apartó ligeramente, nos miramos, sin que ninguna palabra más fuera necesaria.
Retrocedí, pegándome a la puerta, el pulso acelerado y la mente en un caos, pero antes de que pudiera reaccionar por completo, él avanzó hacia mí, sin prisa, pero con una determinación que me dejó sin aliento. Su cuerpo se apoyó sobre el mío, y aunque no había presión, la cercanía me envolvía completamente, haciéndome sentir su calor y su presencia de una manera casi abrumadora.
El espacio entre nosotros se volvió aún más pequeño, y pude escuchar el latido de mi corazón retumbando en mis oídos. El aire estaba cargado, suspendido en una tensión que parecía flotar entre nosotros.Sentí su aliento cerca de mi cuello, su cuerpo aún presionando el mío, pero al mismo tiempo, algo dentro de mí me decía que esto era más de lo que esperaba. Me sentía dividida entre el deseo de dejarme llevar y la necesidad de frenar.
De repente, detrás de la puerta se escucharon pasos acercándose, y la luz de la entrada se encendió con un destello brillante. Instintivamente, nos separamos, como dos adolescentes tratando de esconderse de sus padres, con el corazón golpeando fuerte en el pecho.
Pablo retrocedió rápidamente, levantando las manos como si no hubiera pasado nada, mientras yo me quedaba allí, pegada a la puerta, con la respiración acelerada. Sentí la incomodidad crecer en el aire, como si todo el momento anterior hubiera sido una fantasía que ahora se desvanecía.
La puerta se abrió lentamente, revelando a Julieta que salia. La luz de la entrada iluminó la escena, y por un segundo, me sentí atrapada entre lo que quería y lo que debía hacer.
Pablo se enderezó, tomando una respiración profunda, como si tratara de calmarse, mientras yo trataba de evitar su mirada.
—¿Todo bien? —preguntó Julieta
Julieta había notado todo lo que había pasado en esa puerta. No dijo nada, pero su mirada se dirigió a Pablo, como si lo evaluara en silencio. Luego, con una sonrisa controlada, se despidió de él.
—Hasta pronto, Pablo —dijo, sin perder su actitud tranquila, pero con un toque de curiosidad en su voz.
Yo, intentando mantener la compostura, le dije a Pablo en voz suave:
—Buenas noches… —fue todo lo que logré decir, muy educada, casi como si lo que acababa de suceder no tuviera mayor relevancia, aunque el tono de mi voz traicionaba mi nerviosismo. Una pequeña risa de picardía se escapó de mis labios, y, para mi sorpresa, él la devolvió con una sonrisa cómplice.
Tan pronto como cruzamos la puerta y nos adentramos en la casa, Julieta no tardó en girarse hacia mí, sus ojos brillando con esa chispa inquisitiva que siempre tenía cuando algo la intrigaba.
—Bueno… —comenzó, dejando el resto de la frase flotando en el aire, como si no tuviera que decir más para que yo entendiera lo que esperaba.
Mi risa nerviosa desapareció rápidamente, y la incomodidad se instaló en mi estómago. Julieta sabía exactamente lo que había pasado, aunque no había dicho una sola palabra al respecto.
—No sé qué me está pasando —le dije, sintiendo que las palabras se deslizaban sin que pudiera evitarlo. Mi voz sonó un poco quebrada, como si estuviera buscando respuestas que no tenía—. Todo va demasiado rápido, y no sé por qué me hace sentir así.
Julieta me miró fijamente, sin hacer una sola broma o comentario sarcástico, lo cual era raro en ella. En lugar de eso, sus ojos reflejaron algo de comprensión, como si, por primera vez, estuviera dispuesta a escucharme sin juzgar.
—¿Te asusta? —preguntó, suavemente, como si realmente quisiera entender.
Me quedé en silencio un momento, pensando en su pregunta. La verdad es que sí, me asustaba. No tanto lo que había pasado con Pablo, sino cómo todo parecía estar ocurriendo tan rápido, tan intensamente, como si hubiera perdido el control de las cosas. Nunca me había sentido tan vulnerable, y eso era aterrador.
—Un poco —respondí, casi en un susurro—. Pero no sé si debería frenar o dejarme llevar.
Julieta, que siempre había sido la más decidida entre las dos, suspiró y se apoyó en el marco de la puerta, cruzando los brazos.
—Lo importante es que no hagas nada que no quieras hacer. Si sientes que todo va demasiado rápido, simplemente respira. Y si realmente te gusta, no te frenes por miedo. Pero, si te incomoda, ya sabes cómo detenerlo —dijo, con esa sabiduría que siempre parecía tener en momentos como este.
Subí las escaleras lentamente, cada paso parecía más pesado que el anterior, mientras mi mente daba vueltas a la situación, tratando de entender qué estaba pasando. La adrenalina corría por mis venas, haciéndome sentir viva, pero al mismo tiempo, confundida, como si estuviera atrapada entre lo que quería y lo que debería hacer.
Llegué a mi habitación, me apoyé en la mesa y tomé el teléfono, mi mano temblando ligeramente. Miré la pantalla, el mensaje de Pablo todavía ahí, esperándome.
Después de unos segundos de duda, mi dedo se movió con decisión sobre el teclado. Escribí las palabras, casi sin pensarlo:
«Tú también me encantas.»
Lo miré un momento, dudando si debía enviarlo o no, pero la emoción que sentía fue más fuerte que la razón. Lo apreté y, al instante, el mensaje fue enviado.
Me recosté en la cama, con el corazón aún acelerado. No había vuelta atrás.
Mi teléfono vibró nuevamente, y al mirarlo, vi que había recibido un mensaje ,me encontré con un video corto. El sonido del motor y el suave zumbido de la carretera se escuchaban de fondo. En el video, la cámara enfocaba el volante de su vehículo, que avanzaba a toda velocidad, y en la radio sonaba la canción «¿A dónde vamos?» de Morat.
El video era simple, pero había algo en él que me hizo sonreír, como si el momento de incertidumbre que había vivido unos minutos antes se aliviara un poco. Era un gesto tan espontáneo, tan natural, que me hizo sentir algo cálido en el pecho.
Después de verlo varias veces, decidí responder, sin saber exactamente qué decir, pero sintiéndome un poco más tranquila al saber que, aunque las cosas fueran rápidas, había algo genuino en todo esto.

El mago
Me encontraba en un lugar oscuro, pero al mismo tiempo, lleno de una luz cálida que provenía de una fogata. La brisa era fresca, y el sonido de hojas moviéndose a su paso se mezclaba con risas lejanas. Miré a mi alrededor y vi que estábamos rodeados por una pequeña comunidad. Casas sencillas de madera se alzaban a nuestro alrededor, con el paisaje montañoso extendiéndose en el horizonte.
No reconocí el lugar, pero había algo en el ambiente que me era familiar. Algo en mi interior me decía que ya había estado allí antes.
De repente, vi a Pablo. No era como lo conocía ahora, pero había algo en su mirada que me resultaba inconfundible. Era un hombre joven, con el cabello largo, suelto sobre sus hombros, y su rostro marcado por una vida más ruda, más simple. Estaba sentado cerca de la fogata, sus ojos brillaban con una intensidad que me hacía sentir que sus pensamientos eran tan profundos como el cielo estrellado sobre nosotros.
Me acerqué lentamente, sin saber por qué, como si mi cuerpo supiera lo que mi mente aún no comprendía. Cuando me vio, una sonrisa tranquila se dibujó en su rostro, una sonrisa que no me era extraña, como si nos conociéramos desde siempre.
—Tienes miedo, ¿verdad? —dijo, su voz cálida, pero profunda.
Lo miré, sin comprender por completo, pero al mismo tiempo, sentí una calma extraña en su presencia, como si su cercanía me protegiera. De alguna manera, supe que todo lo que había vivido hasta ahora, todo lo que había sido, me había llevado hasta este punto.
Me senté junto a él, y la sensación de estar en ese lugar me embargó por completo. No era nuestra vida actual. No estábamos en este tiempo ni en este espacio. Pero allí, en ese pequeño rincón olvidado por el mundo, éramos los mismos.
—¿Lo recuerdas? —me preguntó de nuevo, su voz llena de una dulzura inexplicable.
Un escalofrío recorrió mi espalda, y por un segundo, la sensación de haber vivido todo eso antes se apoderó de mí. El sueño me mostraba fragmentos de una vida pasada, de una conexión profunda que había existido entre nosotros, tal vez muchos siglos atrás. Tal vez fuimos algo más que amigos en otra vida. Tal vez fuimos algo más que dos personas que simplemente se encontraron por casualidad.
Y entonces, en el aire flotaba una sensación inconfundible. Sabía que este momento, aunque no lo comprendiera por completo, había sido parte de algo más grande, algo que nos conectaba de una manera que no podía explicarse solo con palabras. La vida de entonces, los sentimientos que compartimos, la complicidad de nuestros silencios… todo parecía desbordarse en ese instante.
Antes de que pudiera contestar, una suave brisa movió las ramas de los árboles cercanos, y las llamas de la fogata parpadearon, como si el universo estuviera tratando de mostrarme algo más. Miré a Pablo, y sentí una paz absoluta. Como si, finalmente, las piezas del rompecabezas encajaran.
—Nunca se trata de olvidarse —dijo, sus ojos fijos en los míos—. Siempre es un regreso, un ciclo.
Y entonces desperté, abruptamente, con la sensación de que no solo había soñado, sino que había viajado, aunque solo fuera por un instante, a otro tiempo, a otro lugar. La realidad de mi habitación se me hizo extraña al despertar, y la confusión se apoderó de mí. ¿Había sido todo un sueño, o algo más?
Me desperté agitada, el corazón todavía acelerado, como si el sueño hubiera dejado una marca imborrable en mí. Miré la hora: eran las 5 de la mañana. La luz tenue del amanecer comenzaba a filtrarse por la ventana, pero mi mente no lograba calmarse. La sensación del sueño seguía pesando sobre mí, una mezcla de confusión y una extraña calma.
Giré sobre la cama, tapándome la cabeza con la almohada, esperando que el silencio me ayudara a hallar un poco de paz, pero no conseguí dormir. Cada vez que intentaba cerrarme a la realidad, la imagen de su mirada y sus palabras volvían a mi mente, más claras que nunca. Al final, resignada, me levanté. No podía volver a dormir, ni quería. Algo dentro de mí necesitaba procesar lo que acababa de vivir en ese sueño.
Bajé a la cocina en silencio, intentando no despertar a Julieta, que aún dormía arriba. Los peldaños de la escalera, sin embargo, no me fueron tan leales; cada paso hacía que crujieran con un chillido casi insoportable. Suspiré, resignada, sabiendo que no había manera de evitarlo.
Una vez en la cocina, me preparé un café con leche. El aroma me envolvió, aunque no era suficiente para despejar la pesadez que aún llevaba conmigo. Me senté en la mesa isla, una de esas zonas de la casa que solían ser mi refugio en momentos como este, y tomé mi celular.
No solía usar TikTok. El algoritmo nunca me representaba, y siempre sentí que era una distracción innecesaria. Pero esa mañana, el aburrimiento me llevó a caer en la tentación. Deslizando sin mucha convicción, el primer video que apareció fue de un hombre hablando sobre reencarnación y parejas kármicas.
Su voz era profunda, casi hipnótica, mientras explicaba cómo ciertas personas se reencontraban a lo largo de varias vidas, guiadas por un destino común. Hablaba de las conexiones invisibles que unían a las almas, como un lazo invisible que trascendía el tiempo y el espacio. Y, aunque no creía en esas teorías, algo en sus palabras me hizo detenerme.
Las palabras del relato eran tan exactas a lo que había sentido, que por un instante, una sensación extraña me recorrió el cuerpo. Fue como si mi alma intentara escapar de mí, como si una fuerza invisible la empujara con tal intensidad que casi pude sentirla desprenderse, flotando, buscando salir. La sensación fue tan vívida, tan real, que por un segundo me olvidé del lugar en el que estaba, como si el tiempo y el espacio se desvanecieran por completo.
Eran las 6:45 cuando vi el mensaje de Pablo: «Buenos días, pequeña.» No dejé pasar ni un segundo para responder. Mis dedos se movieron rápido sobre el teclado, sin pensarlo demasiado, como si una fuerza automática me guiara a escribir.
«¿Cómo amaneció?» dijo él. No podía contarle que casi no había dormido, soñando con él. Me creería una loca, seguramente. No quería que pensara que me estaba dejando llevar por algo tan irracional, por sensaciones tan confusas. Mejor guardarme eso para mí, al menos por ahora.»Bien», le dije. «¿Y tú, descansaste?» pregunté, tratando de desviar un poco la atención de mis propios pensamientos. Aunque mi voz sonaba tranquila, por dentro aún luchaba con las emociones que ese sueño me había dejado.
«¿Quieres que te lleve al trabajo?», escribió. «¿Te paso a buscar a tu casa?»
«No, no, no te preocupes. Debo hacer algunas cosas antes de ir a trabajar», le dije, aunque moría por verlo.
«¿Y qué cosas son esas?», preguntó, curioso. Ya podía empezar a entender un poco más de su personalidad, esa mezcla de interés y de espontaneidad que me descolocaba un poco.
«Hoy me toca llevar el desayuno a la radio», le dije,con un emoji de cerdito. «Iré a la pastelería del centro en busca de strudel de manzana.»
«Me encanta», dijo él. «Si puedes, me llevas al trabajo también?» añadió, enviándome un gif de un perrito riéndose.
La hora de salir de casa ya me había alcanzado, y olvidé por completo que seguía mensajando con Pablo. Salí casi corriendo, con la mente en mil cosas, y llegué a la pastelería sin detenerme a pensar demasiado. Fue allí, frente al mostrador, cuando recordé su último mensaje.
Le dije a la vendedora que cortara un pedazo aparte y lo envolviera en una cajita con una tarjeta, le escribí con mi letra, con una pequeña sonrisa involuntaria: «Para acompañar tu café amargo…» y, sin pensarlo demasiado, me dirigí al colegio para dejárselo. Mientras caminaba, me sentía un poco nerviosa, como si cada paso me acercara a algo incierto. Pregunté por él en la entrada, pero me dijeron que acababa de entrar a clases. La sensación de no poder entregárselo personalmente me dejó un poco decepcionada, pero decidí no darle demasiada importancia.
Entonces, con un suspiro, le pedí a la secretaria que se lo dejara en la sala de maestros, confiando en que él lo encontraría en el recreo, como un pequeño regalo inesperado. La idea de que lo descubriera en medio de su día, sin esperar nada, me hizo sonreír para mis adentros.
Me fui a la radio caminando lentamente, como si quisiera alargar el momento y disfrutar de la sensación de que algo en el aire había cambiado. Mientras caminaba, no pude evitar recordar el video que Pablo había enviado la noche anterior, con la canción «¿A dónde vamos?». La melodía empezó a sonar en mi cabeza, y sentí una necesidad casi urgente de escucharla. La busqué en Spotify y, aunque ya la había escuchado antes, creo que la repetí unas tres veces antes de abrir la puerta de la oficina. Cada vez que sonaba, algo en mi pecho se apretaba, como si la canción hablara directamente de lo que estaba sintiendo.
entre tarareando esa canción, cuando entré, Julieta me vio desde el otro lado de la sala. Sin decir una palabra, como si supiera exactamente lo que estaba pasando por mi cabeza, la puso al aire. La melodía de «¿A dónde vamos?» comenzó a sonar por toda la estación, llenando el espacio con su ritmo suave. No pude evitar sonreír, sintiendo que, de alguna manera, Julieta entendía lo que estaba sucediendo dentro de mí, incluso sin palabras.
De repente caí en la cuenta de lo que había hecho.
Estaba en el desayuno con los muchachos de la radio, rodeada de risas,pie de manzana y olor a café. Los oía hablar, pero no escuchaba nada. Yo estaba en otra: con la mirada fija en la pared, como si fuera una pantalla de cine, imaginando el momento exacto en que Pablo encontrara el pastelito.
Me salió una sonrisa de novela turca, boba y soñadora. Ya me lo imaginaba con esa carita suya—mitad sorpresa, mitad ternura con panza vacía.
Pero justo ahí, ¡zas!, me agarró lo cobarde.
¿Y si me había pasado de confianzuda? ¿Y si pensaba que era una intensa nivel «me haces un mate y ya estoy eligiendo nombre para los hijos»?
Tragué saliva, disimulé con un sorbo de café… y me prometí que, si salía mal, al menos el pastelito estaba rico.
Y pum, sonó el teléfono.
Una videollamada de él.
Deslicé el dedo a la velocidad de la luz para contestar, con el corazón haciendo pogo en el pecho. Pero justo en ese momento, Hernán—como buen energúmeno profesional—se lanzó sobre mí como un animal en celo mediático y se plantó frente a la pantalla.
—¡Cuidado! ¡Esta chica es peligrosa! —gritó, teatral, mientras los demás se descostillaban de la risa.
En medio del forcejeo, mi celular salió volando como una paloma mensajera sin rumbo.
Atravesó el aire en cámara lenta (o así lo sentí yo) y cayó con un plop perfecto… directo dentro de la taza de café de José.
Silencio.
—Bueno —dijo José, mirando el teléfono hundido en su cortado—. Al menos ahora Pablo va a saber que sos intensa… pero también muy dulce.
Me quedé mirando mi teléfono sumergido en café con cara de puchero nivel tragedia griega.
Giré en cámara lenta, como heroína de Marvel vengativa, y le di a Hernán un golpe certero en el estómago. No muy fuerte… pero lo suficiente como para que retrocediera con cara de “me lo merezco”.
—¡Ay! ¡Qué agresiva! —protestó, llevándose las manos al abdomen, y acto seguido intentó abrazarme.
Le puse la mano en la cara, plancha abierta.
—Ni se te ocurra. Ahora estoy furiosa contigo —le solté, con toda la dignidad posible mientras me escurría el alma por dentro.
Julieta, santa patrona de las crisis tecnológicas, agarró mi teléfono empapado y empezó a secarlo como si estuviera reanimando a un cachorrito.
—Tranqui, Carina. Lo vamos a salvar. O lo vamos a enterrar con honores.
Pasé toda la tarde sin saber nada de Pablo.
Cero noticias. Cero señales. Cero emojis.
No tenía ni idea si la sorpresa le había gustado… o si me acababa de ganar el premio a la más intensa del mes.
Mientras tanto, el accidentado—mi pobre teléfono—reposaba en un plato de arroz en la cocina como si estuviera en cuidados intensivos. Julieta le había hecho hasta una camita con servilletas, y Hernán había pegado un cartel que decía: “Fuerza, campeón.”
El día se arrastró como una telenovela venezolana sin final.
Cada segundo que pasaba, mi ansiedad crecía como masa madre: lenta, pero imparable.
¿Y si lo había espantado? ¿Y si estaba bloqueada? ¿Y si justo había visto el momento exacto en que mi celular se sumergía en café y yo lo remataba con un golpe estilo Jackie Chan?
Todo era posible.
Y yo, sin batería emocional.
De repente se me iluminó el foco.
¡Instagram!
¡Existe Instagram en la compu!
Con tanto drama, ansiedad y celular empapado en café, lo había olvidado por completo.
Corrí a la notebook como si estuviera en una película de acción. Entré a mi cuenta como una psicópata desesperada, tipeando con dedos temblorosos y mirada de villana de novela.
Y ahí estaba.
Mi pastelito.
En una historia.
¡Lo había subido! ¡Él! ¡Pablo!
Con una cancioncita romántica de fondo y todo.
Le puso un sticker de corazón, un “gracias” y un emoji de carita sonrojada.
Yo me derretí como manteca al sol.
Fue ahí mismo, con el corazón todavía bailando salsa en mi pecho, que me cayó la ficha.
Me estaba enganchando.
Así, sin anestesia. De alguien que apenas conocía.
¡Por Dios! ¿Qué me está pasando?
¿Quién era esta versión de mí que suspiraba por una historia de Instagram con un pastelito y una canción de Arjona? ¿Dónde quedó la mujer fría, racional, con temple? Bueno… tal vez nunca fui tan fría, ni tan racional, ni tan templada. Pero igual.
Me pasé una mano por la cara, tipo “reset”, y me tiré para atrás en la silla con el dramatismo digno de una protagonista de comedia romántica: una mezcla de “me estoy enamorando” y “llamen a terapia, por favor”.
Creo que tengo un presentimiento.
Esto no está bien.
O no del todo.
Es… raro.
Es extraño sentir tan fuerte por alguien que apenas conozco.
No sé si es él o si es el momento, o si soy yo con el corazón flojito y una playlist de amor a medio armar.
Pero hay algo en esto que me da miedo.
Como si estuviera caminando con los ojos vendados, directo hacia un lugar que no sé si es un abrazo… o una pared.
No sé.
Esto es raro.
Y raro en mí no siempre significa malo.
Pero igual da vértigo.
Estaba en plena reflexión existencial, nadando entre dudas, mariposas y pensamientos intensos, cuando entró Lucas con un ramo de girasoles en la mano.
—Carina, esto lo trajeron para ti —dijo, con tono de empleado del correo, cero emoción.
Me incorporé de golpe, como si me hubieran tirado un balde de agua en la cara.
¡¿Flores?! ¿Para mí? ¿A esta hora? ¿De quién?
Lucas sacó la tarjetita, la leyó con voz nasal y dramática, como si fuera Shakespeare burlón:
—“Para ti, que eres un sol. Gracias por el desayuno.”
Y por supuesto, puso cara de desprecio inmediato.
—Ay, por favor… qué empalagoso. ¿Quién manda girasoles en Noviembre? Qué cursilería barata —bufó, antes de dejar el ramo sobre la mesa con la delicadeza de quien deja una bolsa de papas.
Yo no dije nada. Ni siquiera pestañeé.
Solo me acerqué lentamente, acaricié los pétalos amarillos como si fueran de oro, y sentí que algo se me derretía adentro.
¿Esto era real? ¿Era por mí? ¿Por el pastelito?
Lucas resopló desde la puerta:
—En fin… si empiezan a salir corazoncitos del techo, me avisan. Así me voy.
—¿Celoso, jefe?
Silencio.
Lucas frunció el ceño y se cruzó de brazos, como si yo hubiera osado faltarle el respeto a la seriedad de la oficina.
—No me hagás reír, Carina. Yo no me rebajo a esas ridiculeces.
—Claro… —dije, mientras buscaba mi telefono para sacar una foto a los girasoles con la sonrisa más ridículamente feliz que podía poner—. Por eso tenés esa cara de limón vencido.
Desde el fondo, Julieta soltó una carcajada.
Pero mi risa se borró de golpe — cuando recordé lo más importante:
mi teléfono seguía en urgencias.
El pobre seguía enterrado en arroz, en la cocina, envuelto en servilletas y desesperanza.
Y yo, sin poder responder la historia, ni agradecer por las flores, ni stalkearlo cinco minutos más como corresponde.
—¡Mi celular! —grité, como quien recuerda que dejó el horno prendido.
Corrí al rincón donde reposaba mi compañero tecnológico, lo miré con súplica, y le recé en voz baja:
—Por favor, no te mueras justo ahora. Tengo un romance en curso. Necesito verte revivir, campeón.
Julieta se asomó detrás de mí y me puso una mano en el hombro, solemne.
—Si no vuelve… te juro que le hacemos un funeral digno. Con playlist, PowerPoint y todo.
—Creo que sí vamos a necesitar un funeral… —dije con la voz rota.
El celular no encendía.
Ni una luz. Ni una vibración. Ni un signo de vida.
Nada.
Lo levanté con cuidado, como si fuera un animalito herido, y lo miré con amor, con tristeza… con resignación.
—Se fue —murmuré, conteniendo una lágrima dramática que claramente no iba a caer, pero casi.
—Murió haciendo lo que amaba —agregó Julieta, cruzándose de brazos—: ser parte de un romance en construcción.
Hernán, que justo pasaba por ahí con una medialuna en la mano, se detuvo, miró el arroz con aire solemne y dijo:
—¿Querés que le cante algo en su honor? Sé un par de temas de Arjona.
—¡No! —gritamos Julieta y yo al mismo tiempo.
Suspiré, mirando las flores sobre la mesa y el teléfono muerto en mis manos.
—Mañana voy a tener que comprar otro —anuncié, como quien habla de reemplazar un órgano vital—.
Pero por mientras… por mientras será imposible vivir sin él.
Me dejé caer en el sillón con los brazos abiertos, como estrella de novela venezolana, y Julieta, por supuesto, se subió al show sin dudarlo.
—¡Ay, no! ¿Y cómo vas a respirar? ¿Cómo vas a saber si te amó, si te bloqueó, si te reaccionó con fueguito?
—¡Exacto! ¡Estoy incomunicada! ¡Incomunicadaaaa! —grité, tirando el brazo por fuera del sillón como si estuviera en una escena de teatro barato.
Julieta se tiró al piso como si fuera un soldado abatido en plena guerra del amor.
—No te preocupes, amiga… si hace falta, yo te presto el mío. Pero solo si prometés no llorarle a las historias.
—No prometo nada —dije, tapándome los ojos con el antebrazo—. El duelo es libre.
Y así nos quedamos, en una performance digna de un premio, entre arroz, flores y la certeza de que el corazón moderno depende de la batería… y un buen wifi.
Estábamos en plena función dramática, yo desparramada en el sillón y Julieta agonizando en el piso, cuando alguien tocó la puerta.
Un golpe seco. Seguro. Sin timidez.
Nos quedamos quietas, congeladas en nuestras posiciones teatrales.
Grite ya entren estupidos si ya no estoy tan enojada ,pensando que era José.
Pero seguían tocando
Caminé hasta la puerta con pasos de suspenso,
Y ahí estaba.
Él.
Pablo.
Con su cara de «hola, perdón, ¿es normal que esté nervioso por estar acá?», y una bolsita en la mano.
.Un tupper.
Un bendito tupper.
—Hola —dijo, sonriendo—. Te traje de vuelta el desayuno… en forma de almuerzo.
Y yo… yo solo atiné a mirar a Julieta, que desde atrás me hacía señas tipo ¡recibí el tupper! ¡Di algo! ¡Parpadeá aunque sea!
Lo miré. Lo miré bien.
Tenía el pelo medio revuelto, los ojos brillantes, y esa sonrisa tímida que desarma hasta a una escéptica con celular en coma.
—¿Querés pasar? —pregunté, como si no fuera obvio.
—¿Segura? No quiero interrumpir… —dijo, señalando discretamente a Julieta, que seguía tirada en el piso como si estuviera esperando que la Tierra la tragara.
—No te preocupes —le sonreí—. Estás interrumpiendo una escena de luto, pero creo que sobreviviremos.
Él entró con paso dudoso, como quien entra a una iglesia pagana.
Le tendí la mano para recibir el tupper, pero él lo sostuvo un segundo más.
Julieta, mientras tanto, se levantó del suelo como una actriz secundaria que reconoce que la historia ya no gira en torno a ella.
—Yo… me voy a preparar café. ¿Alguien quiere?
—Café no, gracias —dijo Pablo, levantando una mano—. Tengo que volver al colegio en un rato. Pero — deseo que te guste la lasaña.
Yo abrí la boca para responder algo, cualquier cosa. Un «gracias», un «me encanta», un «casémonos, qué sé yo», pero Julieta se me adelantó como una fuerza de la naturaleza.
—¡Le encanta! —dijo, categórica, desde la cocina, sin ni siquiera mirar atrás—. Podría comer lasaña todos los días de su vida. Una vez lloró con una de jamón y queso.
—¡Julieta! —chillé, entre horrorizada y tentada.
Pablo soltó una risa suave, esa que no hace ruido pero te aprieta el corazón.
—Bueno, entonces acerté —dijo, mirándome con esa mezcla de ternura y travesura que ya me estaba empezando a dar miedo. Del bueno.
Yo asentí como podía, porque mi cerebro había entrado en modo ventilador. Todo lo que lograba pensar era: Está aquí. Está siendo tierno. Y me trajo lasaña.
Él se acomodó el bolso al hombro y se dirigió a la puerta.
—Nos vemos —dijo, con una sonrisa—. Gracias otra vez por el desayuno… y por el pastelito. Fue el mejor regalo de la semana.
Me quedé en la puerta, viendo cómo se alejaba. Julieta apareció a mi lado, dándome un codazo.
—¿Ves? Lasaña. Flores. Sonrisa. Este tipo no viene a jugar.
Yo solo suspiré y miré el tupper en mis manos como si fuera un trofeo.

La luna
Por fin era sábado. Desde el incidente del celular viejo no había sabido nada de Pablo. Le pedí a Julieta que me acompañara a comprar uno nuevo, pero para eso teníamos que viajar a otra ciudad. En nuestro pequeño pueblo no hay más que comerciantes, farmacias y señoras que se saludan gritando desde la otra cuadra.
El día había amanecido caluroso, así que pensé que unos shorts y una sudadera negra serían perfectos. Eso creí… hasta que vi salir a Julieta de su habitación vestida como si estuviera por ir a Coachella.
—¿Y vos para dónde vas? —le pregunté, mientras me ataba los cordones con la resignación de quien sabe que va a quedar opacada.
Julieta giró sobre sus sandalias con plataforma, como si estuviera en una pasarela invisible.
—¿Qué? ¿Esto? Es mi look casual de sábado —dijo, agitando su cabello como si el viento la estuviera filmando.
Tenía puestos unos lentes de sol gigantes, una blusa blanca con bordados que parecía traída de Tulum y un bolso que no sabría decir si era una cartera o una obra de arte. Yo, mientras tanto, me miré las piernas pálidas y los shorts deportivos.
—Vamos a comprar un celular, no a grabar un videoclip.
—Justamente —dijo—, nunca se sabe a quién podés cruzarte.
¿Y si nos encontramos con tu galán?
Mi galán. Pablo. Esa palabra me daba más vergüenza que ilusión. Galán. Como si fuera un actor de novela. Y sin embargo… no podía evitar pensar en él cada tanto. Sobre todo cuando no tenía nada más que hacer. O cuando tenía mucho que hacer pero prefería distraerme.
—No he sabido nada de él —murmuré, haciendo como que buscaba las llaves—. Capaz ya se olvidó de mí.
Julieta me miró por encima de sus lentes.
—O capaz está esperando que le escribas.
—No tengo celular, ¿te acordás?
—Tenés el mío —me lo extendió como si fuera un cáliz sagrado—. Vamos, escribile. Un «hola, me quedé sin cel, este es el de mi amiga, avísame cuando estés libre». Casual.
Casual. Claro. Como salir vestida para Coachella un sábado a las nueve de la mañana.
—No, no, gracias —dije, empujando el celular hacia ella con dos dedos, como si me ofreciera un bicho raro—. Le escribo cuando tenga mi celular.
Julieta frunció el ceño con una mezcla de juicio y resignación. La clase de mirada que solo una mejor amiga puede darte sin que sea legalmente ofensiva.
—eres una terca —dictaminó—. Romántica, sí, pero terca.
—Prefiero eso a parecer desesperada.
—Se nota que no viviste lo suficiente en el 2020.
Mientras viajábamos por la carretera, era inevitable pensar en él obsesivamente. La ventana del auto era una pantalla de paisajes rurales que desfilaban como si intentaran distraerme, pero ni el verde perfecto de los campos ni los caballos sueltos en la llanura podían sacarlo de mi cabeza.
Ya habían pasado dos días. Dos. Y ya lo extrañaba.
No tenía sentido. Apenas habíamos hablado, apenas si nos conocíamos. Pero había algo en su forma de mirar, en su pausa para hablar, en cómo me escuchaba como si realmente le importara. Algo que se me había quedado clavado como una espina dulce, de esas que no duelen, pero tampoco se van.
Mis pensamientos románticos no duraron mucho. Julieta decidió que era un buen momento para convertirse en Toretto en Rápido y Furioso, con la música a todo volumen y una actitud de «si no llegamos en veinte minutos, morimos en el intento».
—¡Bajale un cambio! —le grité, agarrándome del asiento como si eso pudiera evitar nuestra inminente muerte.
—¡Estamos en la ruta! ¡Es legal ir rápido!
—¡No es legal manejar como si estuviéramos escapando de la Interpol!
El bajo de la canción vibraba tanto que sentía los órganos internos reacomodándose. Julieta, por supuesto, iba cantando como si estuviéramos en un karaoke móvil, golpeando el volante al ritmo del beat, mientras un tractor se nos cruzaba de improviso y casi me convierto en espíritu errante del campo.
—¿Sabés qué? —dije mientras trataba de estabilizarme—. No me hace falta café, ya tengo el viaje con vos.
—¡De nada! —gritó ella, sin dejar de bailar con los hombros.
Y así, entre sacudidas, gritos y adrenalina gratuita, entramos a la ciudad.
Nos paseamos por el centro comercial, recorriendo las tiendas una por una. Yo iba con un objetivo claro: comprar un celular, salir de ahí y no gastar ni un peso más. Pero Julieta… Julieta y sus compras impulsivas no conocen límites.
En poco tiempo ya teníamos bolsas colgando de ambos brazos —la mayoría suyas, obvio— y yo parecía una asistente personal mal pagada.
—¿Y esto? —le pregunté, levantando una bolsa con unos zapatos que claramente no necesitaba.
—Necesarios para el equilibrio emocional —respondió, como si fuera un mantra budista.
Mientras yo buscaba con desesperación el cartel de «Tecnología» en algún rincón del lugar, ella se perdía entre los pasillos brillantes, tocando telas, comparando precios y tomándose selfies en los grandes espejos de los probadores. Y no una selfie, no. Mil fotos. Con poses. Con filtros. Con boquita de pato y mirada melancólica. En una de esas, hasta hizo una coreografía frente al espejo con un vestido que ni siquiera pensaba comprar.
—¿Falta mucho? —le pregunté, apoyada contra la pared con las piernas adormecidas.
—Ya casi —respondió sin dejar de posar—. Esta luz es espectacular. Dame cinco minutos.
Cinco minutos. Traducido del julietés: al menos veinte.
Suspiré y miré mi reflejo en otro espejo cercano. Pelo algo desordenado, cara de frustración, ropa de «voy a hacer mandados». Definitivamente no era un día estético. Ni romántico. Aunque, claro, una nunca sabe…
—¡Ahí! —señalé como si hubiera descubierto una fuente de agua en el desierto.
—¿Ya? ¿Ahora sí te ponés seria? —bromeó Julieta, pero me siguió sin protestar. O quizás ya estaba cansada de cargar bolsas también.
Entramos al local, que tenía ese aroma a plástico nuevo y aire acondicionado fuerte que te hace olvidar que afuera hay un mundo. Las vitrinas brillaban llenas de modelos que parecían capaces de hacer todo: fotos en HD, edición de video, escanear documentos, probablemente también diagnosticar enfermedades.
Un vendedor, que parecía tener 19 años y mucha seguridad en sí mismo, se nos acercó con una sonrisa de “vengo a convencerte de gastar de más”.
—Hola chicas, ¿en qué las puedo ayudar?
—Busco un celular —dije yo, con tono firme. Quería que supiera que no iba a dejarme manipular.
—¿Tenés alguna marca en mente? ¿Android, iPhone?
Miré los precios y sentí que me bajaba la presión.
—Tengo en mente algo que no me obligue a vender un órgano.
Julieta soltó una carcajada. El vendedor sonrió, profesional pero un poco nervioso.
—Bueno, tenemos algunas opciones intermedias, si querés algo con buena cámara, buena batería y sin hipotecar tu alma.
—Eso suena perfecto —dije, mientras él me guiaba hacia una vitrina más humilde, lejos de los modelos con nombres en inglés y pantallas del tamaño de una tablet.
Mientras él hablaba de megapíxeles y almacenamiento, yo solo pensaba en algo más simple: poder volver a tener su número. Poder escribirle, aunque sea un «hola, me compré otro celular, por si querés hablar». Algo así. Casual, claro.
—¿Querés que lo probemos? —preguntó el chico, ofreciéndome uno de los modelos.
Lo tomé en las manos como si fuera una decisión mucho más grande de lo que realmente era. Tal vez lo era.
—Sí —respondí—. Creo que es justo lo que necesito.
Salí feliz con mi bolsita gris, como si llevara un tesoro dentro. Y en cierto modo, lo era. Solo quería encontrar un lugar tranquilo donde pudiera instalar mi número y enviar el tan anhelado mensaje.
Me acerqué a Julieta con una sonrisa que mezclaba picardía y estrategia.
—Julieta —dije con tono dulce, casi meloso, como quien está por pedir un favor gigante disfrazado de gesto amable—. ¿Querés un helado?
Ella me miró con esos enormes ojos verdes, brillantes como los de una nena a punto de entrar a una juguetería.
—¿En serio? ¿Vos me estás invitando a un helado?
—Sí, pero con una pequeña condición…
—Sabía que había trampa —dijo, cruzándose de brazos, aunque ya tenía una sonrisa en la cara.
—Necesito que me ayudes a instalar mi número. Y necesito sentarme. Y, bueno, si hay helado en el medio, mejor.
Julieta me miró como si evaluara los términos de un tratado internacional.
—Acepto —dijo finalmente, y entrelazó su brazo con el mío—. Pero yo elijo el sabor. Y no te quejes si quiero uno con glitter comestible.
—Trato hecho.
Y así, como si estuviéramos en una película de chicas que no tienen mayores problemas más que elegir entre frutilla o chocolate, nos encaminamos hacia el patio de comidas. Yo con la bolsita gris bien agarrada, como quien lleva en ella una posibilidad nueva. O, quizás, el inicio de algo que todavía no me animaba a nombrar.
Subíamos por la escalera eléctrica, y yo iba en modo observadora silenciosa. Desde ahí arriba, toda esa gente en el piso de abajo se veía como zombis modernos: arrastrando bolsas, mirando sus celulares, chocándose sin mirarse. Era como si el centro comercial tuviera su propia coreografía inconsciente.
Cuando llegamos arriba, me giré para echar un último vistazo.
Y fue entonces que un frío me recorrió la espalda.
Me detuve en seco, me aferré a la baranda como si el piso pudiera desaparecer en cualquier momento. Mis ojos se clavaron en una imagen que no esperaba. No. Que no quería ver.
Tuve que mirar dos veces para asegurarme. Pero no, no había margen de error. No era confusión, ni pareidolia, ni un mal reflejo.
Era él.
Pablo.
Con otra chica.
La llevaba del brazo, relajado, como si lo hiciera todos los días. Como si ese gesto fuera suyo con ella, no conmigo. La chica reía por algo que él le decía al oído, y él sonreía de costado. Esa sonrisa que yo conocía, la que recordaba con más claridad de la que me gustaría admitir.
Y yo ahí, congelada, con mi bolsita gris colgando y el estómago dándome vueltas.
Julieta notó que me había quedado quieta.
—¿Carina? ¿Qué pasa?
No respondí. Todavía no sabía si quería llorar, correr, o simplemente desaparecer entre los zombis del piso de abajo.
Le apreté el brazo a Julieta con tanta fuerza que casi la dejé sin aire. La miré, con los ojos desbordando todo lo que no podía expresar, y la arrastré hacia el borde de la baranda. Quería que viera lo mismo que yo veía, que supiera lo que había visto, como si en su mirada pudiera encontrar una respuesta que yo no tenía.
Julieta miró hacia abajo, hacia donde Pablo y la chica seguían caminando sin darse cuenta de que alguien los observaba. Su expresión cambió de curiosidad a comprensión en cuestión de segundos. No dijo nada. No hizo falta.
En lugar de preguntar o hacer comentarios, me soltó el brazo y comenzó a arrastrarme hacia el patio de comidas, como si fuera urgente que me sentara, que me calmara, que pudiera procesar todo eso en un lugar donde no se viera tan evidente que algo dentro de mí se estaba rompiendo.
—Vamos, siéntate —dijo con voz suave, como si tratara de evitar cualquier discusión.
La arrastró sin que pudiera oponer resistencia, hasta que me senté en una de las mesas libres. Julieta me miró por un instante, buscando mis ojos, como si esperara que dijera algo, pero yo seguía mirando hacia el suelo, como si eso fuera lo único que podía controlar en ese momento.
—¿Estás bien? —me preguntó, bajando la voz.
—No empieces a inventar cosas en tu cabeza —me dijo Julieta, interrumpiendo mi espiral de pensamientos oscuros. Su voz era suave, pero firme, como quien intenta calmar a alguien que está a punto de perder el control.
—Primero averigüemos quién es ella —dijo Julieta, sacudiéndome ligeramente para que volviera a centrarme en la conversación.
Pero yo no podía. No podía dejar de pensar en lo que acababa de ver. No podía dejar de preguntarme qué significaba.
—¿Quién es ella? —musité, casi para mí misma, como si al repetir la pregunta pudiera encontrar alguna pista, algún indicio que me diera respuestas.
Julieta me miró por un segundo, evaluando si debía seguir insistiendo o si era mejor dejarme procesar las cosas a mi manera.
—Vamos a averiguarlo —dijo finalmente. Y su tono era tan tranquilo, tan seguro, que por un momento me sentí como si realmente pudiera hacer algo al respecto.
Traté de recomponerme, respirando hondo, como si mi vida dependiera de hacer algo tan sencillo como instalar el nuevo celular. Lo tomé entre mis manos, buscando la caja, las instrucciones, cualquier cosa que me sacara de ese torbellino de imágenes y sensaciones que me atoraban.
Julieta apareció entonces, con los helados en la mano, como si nada hubiera pasado, como si el mundo no hubiera dado un giro de 180 grados en menos de cinco minutos. Me los ofreció con una sonrisa, pero ya no parecían tan divertidos. El brillo de los colores y el frío del helado se desvanecieron frente al ruido en mi cabeza.
—Toma —me dijo, moviendo el helado frente a mi cara como si fuera un premio por haber sobrevivido a la mirada de Pablo y la chica. Yo solo lo miré, el frío del helado casi reconociéndolo como una distracción más que como una pequeña alegría.
—Gracias —respondí en voz baja, tomando el helado con una mano, pero sin ganas de saborearlo. Lo dejé reposar sobre la mesa, mirando el celular, sin saber qué hacer con él. No estaba pensando en llamadas ni mensajes ni aplicaciones. Estaba pensando en ella. En ella.
Julieta se sentó frente a mí, sus ojos aún brillando con la emoción de su helado, pero al ver mi falta de entusiasmo, su rostro se apagó un poco.
—¿Estás bien? —me preguntó con suavidad, como si ya supiera la respuesta.
—No… —murmuré, sacudiendo la cabeza, sin poder mantener la fachada mucho más. El peso de todo eso me cayó encima de golpe. La situación, las dudas, las preguntas sin respuestas.
Julieta no insistió. Solo me miró con esa mezcla de comprensión y paciencia que solo ella sabe dar. Como si todo lo que necesitaba era un poco más de tiempo. Un poco más de espacio para procesar. Para decidir.
De repente, una oleada de pensamientos irracionales invadió mi cabeza. ¿Por qué sentía todo esto? Si ni siquiera éramos nada. Si apenas lo conocía. Si no había razón alguna para sentirme así.
Esto es una estupidez.
Pero al mismo tiempo, sentía una furia creciente, como si algo dentro de mí estuviera a punto de estallar. ¿Por qué tenía que ser tan complicado? ¿Por qué me sentía tan vulnerable por alguien con quien apenas había tenido una conversación?
Me tiré atrás en la silla, dejando que la frustración se apoderara de mí. La ira se acumuló en mi pecho, como si todo lo que había reprimido estuviera finalmente saliendo a la superficie.
¡Qué estúpida me siento!
El celular aún estaba sobre la mesa, como un recordatorio constante de que todo lo que quería era mandarle un mensaje. Un mensaje sencillo, sin esperar nada. Pero al mismo tiempo, no podía dejar de pensar en ella. En su risa, en su cercanía con él. ¿Por qué me afecta tanto?
Era irracional. Era absurdo. Pero la ira no desaparecía. Y todo eso me hacía sentir aún más ridícula.
—¿Carina? —Julieta me interrumpió, rompiendo mi espiral de pensamientos. Alzó la mirada, con un tono de preocupación—. ¿Estás bien?
—No —respondí sin pensarlo. La palabra salió de mi boca como si necesitara decirlo, como si tener a alguien que me escuchara pudiera hacer que la rabia se desvaneciera—. Estoy… no sé qué estoy haciendo, Julieta. Es todo tan confuso.
Julieta se inclinó hacia mí, sin soltar el helado, con una mirada que decía yo te entiendo sin necesidad de palabras.
—No es una estupidez —dijo, suave pero firme. Fue como una ancla en medio de todo ese caos—. Es normal sentir lo que estás sintiendo. Aunque no lo creas, está bien.
—¡Mierda, mierda, mierda! —exploté, levantándome de golpe, sintiendo cómo el mundo se me venía encima de nuevo. Mi cabeza zumbaba, mis manos temblaban. No podía más. Ya no quería estar allí. No quería quedarme atrapada en ese lugar, en ese maldito centro comercial, mirando todo lo que no podía tener.
—¡Carina! —Julieta me miró, sorprendida, pero no dijo nada más. Me conocía demasiado bien como para no saber que cuando llegaba a ese punto, lo único que necesitaba era salir.
—¡Vámonos, por favor! —dije, con la voz quebrada de la frustración que llevaba acumulada—. No aguanto más estar aquí.
Julieta no protestó. Tomó su helado con una rapidez que jamás pensé que vería y, en silencio, me siguió hasta la salida. La gente que pasaba a nuestro lado parecía desvanecerse en el ruido de mi mente. Cada paso hacia la salida me hacía sentir como si fuera a escapar de una prisión invisible que me había estado reteniendo sin darme cuenta.
Al final, salimos a la calle, al aire libre, donde el caos del centro comercial parecía ser una sombra lejana. Me apoyé en la pared, respirando profundamente, intentando que el mundo dejara de girar tan rápido.
—¿Me esperas un segundo? —le pedí a Julieta, que no se movió de mi lado.
Asentí, pero no pude decir nada más. Estaba a punto de romperme, pero necesitaba calmarme.
—¿Quieres fumar? —preguntó Julieta, rompiendo el silencio mientras caminábamos hacia el auto. Su voz era suave, como si ya supiera que necesitaba algo más que palabras.
No contesté de inmediato. Mi mente seguía corriendo, una ola de pensamientos, de ira, de confusión. Pero el aire del auto, ese pequeño espacio cerrado, de alguna forma me dio la oportunidad de desconectar por un segundo. Asentí sin mirarla, más por costumbre que por necesidad.
Julieta sacó los cigarrillos y, sin hacer preguntas, encendió uno para ella, pasándome el paquete. Tomé uno, lo encendí, y lo llevé a mis labios como si fuera lo único que pudiera hacer para callar el ruido en mi cabeza.
Nos quedamos allí, sin decir nada, dejando que el humo llenara el espacio entre nosotras. No necesitaba hablar, no necesitaba explicar nada. Estaba demasiado cansada para buscar palabras que describieran todo lo que sentía. El humo flotaba entre nosotros, se mezclaba con la incomodidad, pero de alguna forma, era un pequeño consuelo.
Los minutos pasaron sin que ninguno de los dos dijera nada.
El viaje de vuelta fue lento, casi eterno. El coche avanzaba a su propio ritmo, pero para mí, el tiempo no pasaba. Cada kilómetro se estiraba como una cuerda demasiado tensa, y mi mente no paraba de atacarme. Pensamientos caóticos, preguntas sin respuesta, esa imagen de Pablo con ella que se repetía una y otra vez, sin dejarme descansar.
Era como si mi cabeza estuviera llena de un ruido constante, de una película que no podía apagar. Así que, buscando algún tipo de alivio, me dejé caer contra el vidrio de la ventana, sintiendo el frío del cristal en mi mejilla. Era lo único que me mantenía anclada al presente. Todo lo demás se desvanecía, el viaje, el paisaje, incluso el sonido del motor.
Intenté cerrar los ojos, aunque sabía que no sería fácil. Pero el cansancio me ganó. Un poco de paz, aunque fuera momentánea, era lo que necesitaba.
Las luces de la carretera se deslizaban, como sombras borrosas, mientras mi respiración se volvía más profunda. El suave vaivén del coche me arrullaba, y finalmente, mi mente se apaciguó lo suficiente como para darme un respiro. Dormí. O al menos lo intenté.
Cuando llegamos a casa, Julieta no dejó de mirarme con esa mezcla de preocupación y cariño. Como si intentara convencerme de que todo estaba bien, aunque yo sabía que las palabras a veces no alcanzan.
—Todo estará bien, Carina —dijo, con una certeza que solo las amigas más cercanas pueden tener.
Asentí, pero mi sonrisa fue más bien forzada, una especie de autoengaño. Sabía que no podía ponerme a hablar de lo que había pasado, ni de lo que sentía. No quería cargar a Julieta con mis dudas, con la confusión que seguía martillando en mi mente.
Le di un besito en la mejilla, como un gesto pequeño para devolverle un poco del cariño que me ofrecía. Pero cuando abrí la puerta y salí al patio, la sensación de estar sola con mis pensamientos volvió enseguida.
—Voy a salir a caminar un rato —dije, sin mirar atrás, sabiendo que Julieta entendería. Necesitaba ese espacio, ese tiempo para calmarme.
El cielo ya estaba cambiando de color, pintado de un rojo profundo que se reflejaba en las nubes. Todo parecía en pausa, como si la tarde misma estuviera respirando conmigo. Tomé mi nuevo celular, lo metí en el banano junto con las llaves, y comencé a caminar sin rumbo fijo.
El aire fresco me abrazó al salir, y por un momento, sentí que podía pensar con más claridad. La ciudad estaba tranquila, pero dentro de mí todo seguía revuelto. La necesidad de resolver lo que había visto, de ponerle sentido a todo eso, era abrumadora. Pero por ahora, solo quería caminar.
Caminaba sin rumbo fijo, sin preocuparme por el tiempo. Mis pasos se mezclaban con el sonido suave de las calles vacías. Pero dentro de mí, todo estaba a punto de estallar. No lloraba en presencia de otras personas. Era una regla que me había impuesto, por alguna razón que nunca entendí del todo. Tal vez porque llorar me hacía sentir vulnerable, débil. No lo sabía.
Pero en ese momento, no pude evitarlo. A pesar de ser tan sensible, tan emocional en el fondo, había una pared invisible que me impedía hacerlo frente a los demás. Y en este instante, esa pared se sentía como una prisión.
Solo quería un lugar para llorar. Un lugar donde pudiera sentirme segura para dejar ir toda la rabia, la tristeza, la frustración. Todo lo que llevaba guardado, todo lo que había reprimido.
Seguí caminando, sin saber si quería realmente alejarme de la casa o si simplemente necesitaba un poco de espacio para estar sola conmigo misma. Las calles vacías me ofrecían una especie de refugio, pero no era suficiente.
De repente, vi un pequeño parque al final de la calle. No estaba lejos de mi casa, pero la tranquilidad del lugar me hizo sentir que, tal vez, aquí podría encontrar lo que necesitaba: un rincón, una banca, algún lugar donde dejar que las lágrimas finalmente salieran.
Me senté en la primera banca que encontré, mi corazón acelerado, mi respiración superficial. No podía más. La sensación de todo lo que había visto, de todo lo que me había quedado pendiente, me hizo quebrarme. Y sin pensarlo, las lágrimas comenzaron a caer, silenciosas, como si fueran un alivio que mi cuerpo finalmente necesitaba.
Mi teléfono sonaba, pero estaba tan perdida en mi propio llanto que no le presté atención. El ruido de las notificaciones se desvaneció, como si todo lo que importaba en ese momento fuera simplemente dejarme llevar por el torrente de emociones. No quería escuchar nada, no quería que nada me distrajera de lo que sentía.
Pero entonces, de repente, algo vibró dentro de mi banano. La sensación me hizo regresar a la realidad, a la sensación de que, aunque quisiera desconectarme, el mundo seguía girando alrededor mío. Me limpié las lágrimas rápidamente, tratando de recomponerme antes de revisar qué era. Al abrir el banano, tomé el teléfono entre mis manos con dedos temblorosos.
Era un mensaje de Pablo.
«Hola, mi niña.»
El corazón me dio un vuelco. Esa simple frase me golpeó como un torrente de emociones contradictorias.
Tenía tantas ganas de escribirle “te vi hoy con otra chica”. Las palabras me ardían en la punta de los dedos, como si gritar eso a través del celular pudiera aliviar al menos un poco el nudo que tenía en el pecho.
Pero no lo hice.
No quería parecer controladora. Ni intensa. Ni esa persona que reclama algo que no le pertenece. Porque, al final del día, no éramos nada. No oficialmente. No había promesas, ni compromisos. Solo una conexión frágil, casi mágica, que apenas empezaba a formarse.
Y sin embargo, me dolía. Me dolía como si fuéramos todo.
Así que ahí estaba yo, con el celular entre las manos, leyendo una y otra vez ese «Hola, mi niña», mientras mis ojos todavía estaban húmedos por las lágrimas. ¿Qué quería decir con eso? ¿Que pensó en mí? ¿Que no le importó estar con otra y escribirme al mismo tiempo?
Suspiré, sintiéndome atrapada entre lo que sentía y lo que creía que debía sentir. No contesté. No aún. Cerré la conversación, apagué la pantalla y me recosté en la banca, mirando el cielo que ya se iba tiñendo de azul oscuro.
El teléfono volvió a vibrar en mis manos. Esta vez no fue solo el cosquilleo en el bolsillo o el sonido suave de una notificación. Fue como si el aparato supiera que tenía que sacarme de mi refugio emocional.
«¿Qué has hecho en estos días?»
Leí el mensaje una, dos, tres veces. Sentí una punzada rara en el estómago.
Tragué saliva. Era tan tentador soltarlo todo. Te vi, Pablo. Te vi hoy. Con ella. Y sí, me dolió. Pero en cambio, solo me quedé mirando la pantalla, atrapada entre las ganas de decirlo todo y el miedo a parecer esa persona. Esa que reclama lo que no le corresponde. Esa que muestra demasiado.
Respiré hondo. Tenía que decidir: ¿jugar el mismo juego de superficialidad o ser honesta conmigo misma, aunque duela?
Escribí y borré varias respuestas. “Nada, lo de siempre”. Borrar. “Fui a comprar un celular, ¿y tú?”. Borrar. “Lloré por tu culpa, idiota”. Borrar.
Y entonces, solo puse el celular sobre mis piernas, miré el cielo otra vez y pensé: ¿Qué estoy haciendo yo con esto? Porque lo que de verdad quería no era escribirle. Era entender qué papel jugaba yo en su historia.
Y entonces, por fin, encontré la respuesta que para mí era perfecta. No necesitaba soltar todo lo que sentía, ni fingir que no me importaba. Solo un equilibrio. Solo una línea que dijera: estoy aquí, pero no voy a rogarte nada.
Escribí:
“Nada. ¿Y tú?”
Simple. Neutral. Como si no hubiera llorado en una banca de parque mientras el atardecer me envolvía como una canción triste.
Lo envié sin pensarlo demasiado. Y sentí un extraño alivio. Porque era mi manera de responder sin rebajarme, sin confrontar de frente, pero sin esconderme tampoco.
Después, me quedé mirando el cielo, ese azul profundo que empezaba a llenarse de estrellas. El viento acariciaba mi rostro y, por un instante, me sentí un poco más fuerte. No porque ya no doliera, sino porque había elegido cuidarme. Porque había decidido no dejar que él dictara todo el tono de nuestra historia.
Quería comprobar si me contaba que había estado con otra chica ese día. Si tenía el valor —o la decencia, al menos— de ser honesto. De mencionar algo. Un “salí con una amiga”, un “fui al centro comercial”, lo que fuera. Algo que me dijera si su intención era ser transparente… o seguir jugando a medias tintas.
La respuesta llegó más rápido de lo que esperaba.
“Nada muy interesante… hoy fui a comprar un libro con una amiga. Y tú, ¿dónde estuviste?”
Ahí estaba. Una amiga. Así, tan tranquilo, tan casual. Como si no hubiera sido justo su brazo el que la sostenía, como si no la hubiera mirado con esa media sonrisa que, hasta ese día, yo pensaba que era solo mía.
Leí el mensaje y me quedé inmóvil. No sabía si sentir alivio por la mención, o rabia por lo ambiguo. Porque lo había dicho, sí. Pero también lo había minimizado. Lo había convertido en algo tan pequeño que dolía más.
Quería responder algo inteligente. Algo que no mostrara mi herida, pero que dejara claro que no era tonta. Que lo vi. Que lo sé. Que no me trago esas respuestas en voz baja.
Pero en vez de eso, solo respiré hondo, apoyé la cabeza en el respaldo de la banca, y escribí:
“También fui a comprar algo… creo que tuvimos un día parecido.”
Y lo dejé así. Que lea entre líneas, como yo lo había hecho.
Pablo respondió casi al instante:
“¿Dónde?”
Y apenas un par de segundos después, como si hubiera conectado las piezas por sí mismo, escribió:
“¿Estuviste en el centro comercial? No te vi.”
Mi estómago se retorció. Ahí estaba. La coincidencia revelada. El destino jugando su carta favorita: el momento incómodo que nadie pidió. Ahora él lo sabía. Y yo… yo tenía dos caminos: mentir, o admitir que lo vi. Que vi todo.
Me quedé mirando la pantalla, con los dedos suspendidos sobre el teclado. ¿Cómo le decía que sí lo había visto, y que la rulienta de su amiga me había causado una reacción tan absurda como intensa? Que me dieron ganas de irme, de llorar, de salir corriendo del centro comercial como si se hubiera roto algo dentro de mí.
Pero no podía decirlo así. No todavía. No con el corazón tan expuesto.
Entonces escribí, con toda la calma fingida que pude reunir:
“Sí, estuve. Pero estaba lleno de gente.”
Lo envié. Y justo cuando pensé que eso sería suficiente, agregué otra línea, más arriesgada, más honesta, más yo:
“Sí te vi. A ti y a tu amiga. De lejos.”
“Yo andaba apurada, por eso no te saludé.”
Lo envié y me quedé en silencio. Sabía que estaba diciendo mucho con muy pocas palabras. Era mi forma de plantarme, de que sepa que no soy ingenua, que lo vi todo. Que me dolió. Pero sin dárselo en bandeja.
El doble check azul se clavó en la pantalla. Estaba leyendo. Ahora solo quedaba esperar su reacción.
Pasaron unos segundos largos. Insoportablemente largos. Y finalmente, llegó su respuesta.
“No sabía que estabas ahí…”
“Y lo de ella… no es lo que parece.”
Ahí estaba. La típica frase. No es lo que parece. Como si mi corazón se hubiera inventado la escena, como si mis ojos no hubieran visto lo que vieron.
Me quedé con el celular en la mano, sintiendo el nudo volver a apretarse. Pero esta vez, con menos tristeza y más rabia. Porque lo que más molesta no es la verdad… es que intenten disfrazarla como si una fuera tonta.
Mis dedos escribieron con una frialdad que no sentía por dentro. Pero ya no quería seguir mendigando claridad.
“No importa, Pablo. No es de mi incumbencia.”
Lo envié y lo solté. Así, seco, sin emoji, sin puntos suspensivos, sin suavizantes. Como quien se pone de pie en una conversación y deja la taza de café a medio terminar.
Porque no lo era. Técnicamente. Pero emocionalmente… me estaba destrozando. Porque cuando te ilusionás con alguien, aunque no haya nada firmado, sentís que ese alguien te pertenece un poquito. Que te debe al menos honestidad. Al menos una advertencia. Al menos algo.
Pablo tardó más en responder esta vez. Tal vez no esperaba ese tono. Tal vez se dio cuenta de que algo en mí ya no era lo mismo.
Y en ese silencio, entre sus tres puntitos titilando y desapareciendo, me sentí por primera vez con el control en las manos.
“Oye, no te enojes… si no es nada. Es solo una amiga.”
Leí ese mensaje y me reí. No una risa feliz. Una de esas risas que te salen cuando estás tan cerca de perder la paciencia que reír es lo único que te impide llorar otra vez.
Como si fuera tan simple.
Como si mis lágrimas no tuvieran nombre. Como si no las hubiera provocado él, con su risa compartida con esa rulienta de rulos perfectos y sonrisa de catálogo.
Suspiré largo. Tenía tantas respuestas hirientes flotando en la punta de la lengua. Tantas cosas que decirle. Tantas ganas de sacudirlo y gritarle: “¿Y qué soy yo, entonces? ¿Otra amiga?”
Pero no lo hice. No le iba a dar ese poder.
El celular vibró de nuevo. No lo abrí. No todavía.
Volví a casa caminando lento, como si mis pies no quisieran del todo llegar. Ya no lloraba. O por lo menos no por fuera. Por dentro, todo seguía revuelto, pero en silencio. Como una tormenta que ya pasó, pero dejó ramas tiradas por todos lados.
Saqué la llave del bolsillo y justo antes de abrir la puerta, sentí la vibración en el celular.
Lo miré, ya sin ese impulso ansioso que tenía horas antes. Esta vez lo hice con cierta distancia. Como si necesitara estar preparada para lo que viniera.
“¿Podemos vernos?”
No lo esperaba.
Me quedé un segundo con la mano en la cerradura, congelada. ¿Qué quería ahora? ¿Arreglarlo? ¿Explicar? ¿Hablar como si todo estuviera bien?
Entré y cerré la puerta detrás de mí. Dejé el celular sobre la mesa y me quité los zapatos. El mensaje seguía ahí, flotando, llamándome desde la pantalla. Pero yo no iba a correr.
Me senté en el borde de la cama, con la luz apagada, y pensé: ¿Quiero verlo? ¿Para qué? ¿Para que me dé una versión más cómoda de lo que ya vi con mis propios ojos?
Y entonces tomé el celular otra vez. Lo abrí. Lo releí.
Podía contestarle sí. Podía decirle que nos viéramos. Podía gritarle en persona o besarlo sin entender nada. Pero… también podía no hacerlo. Podía cuidarme.
Pero aún no estaba segura.
Así que le escribí:
“¿Para qué?”
Y le di enviar.
“Solo quiero verte. No quiero que pienses mal de mí.”
Leí el mensaje una, dos, tres veces. Como si en alguna de esas repeticiones fueran a aparecer palabras que no estaban. Algo que me dijera por qué ahora, por qué después de eso. Qué buscaba realmente con verme, sin embargo… había una parte de mí que lo quería ver. Que lo necesitaba. No para que él se sintiera mejor. Para que yo tuviera respuestas. Para poder mirar a esos ojos y saber si todo lo que sentí fue real o solo estaba idealizando a alguien que no existe.
Ok,le escribi
“Veamos mañana. Te gusta el senderismo, ¿verdad? Vamos a salir a hacer una ruta.”
Lo escribí con esa mezcla de incertidumbre y desafío, como si estuviera proponiendo algo casual, pero sabiendo que la invitación tenía un matiz más personal. No quería que supiera que lo había investigado, que sabía perfectamente que a él le encantaba la naturaleza. Solo quería que lo pensara como una invitación, como si yo también estuviera interesada en compartir algo sin necesidad de entrar en detalles.
Me recosté nuevamente, con la esperanza de que, si realmente quería verme, no tendría más excusas.
“Sí, me gusta.”
El mensaje fue breve, casi seco, pero no me sorprendió. Era la respuesta más lógica.
Lo que no esperaba, sin embargo, fue lo que vino después:
“¿A qué hora?”
“Pasa por mí temprano, no olvides tu mochila.”
Lo escribí de manera casi automática, como si ya estuviera visualizando lo que sería ese día. No podía permitirme ser demasiado obvia, ni demasiado fría. Quería que él se sintiera cómodo, pero también le dejaba claro que había ciertas expectativas: la mochila, la preparación, el viaje. Porque aunque esto parecía simple, sabía que el senderismo también podía ser una forma de deshacer nudos emocionales.
Dejé el teléfono a un lado. No esperaba una respuesta instantánea, pero sabía que me haría pensar en todo lo que podría significar este encuentro. Para él. Para mí.
“Obvio, si yo soy un experto.”
Lo leí y una sonrisa irónica apareció en mi rostro. Como si todo fuera tan sencillo, como si él tuviera el control de la situación.
No pude evitar imaginarme cómo iba a reaccionar cuando se diera cuenta de que tal vez no todo era tan fácil. El senderismo no era solo caminar por un par de horas; había algo más en el aire. Había espacio para conversaciones, para silencios incómodos, para descubrir las intenciones reales entre los dos.
Me recosté un momento, pensando en cómo sería el día siguiente. Sabía que Pablo tenía esa actitud relajada, como si lo hubiera hecho mil veces, pero yo… yo tenía algo diferente en mente. No quería que él pensara que esto era solo un paseo más. Quería algo más. O tal vez solo quería saber si él era consciente de lo que pasaba entre nosotros.

Los enamorados
—¡Julieta, apurate! —le grité—. ¡Se nos va a hacer tarde!
Mientras tanto, metía a toda velocidad lo necesario en mi mochila, revolviendo todo a mi paso y buscando desesperadamente mi cámara GoPro para el viaje.
Mientras tanto, la bocina de la camioneta de Pablo sonaba afuera de casa, seguida por el timbre que alguien apretó con impaciencia.
Pablo no venía solo: ya me había dicho que iba a invitar a su amigo Martín, un chico que trabajaba con él en el colegio. Según él, me iba a caer bien.
Martín era bien apuesto, de esos que no lo saben o lo disimulan muy bien. Usaba unas gafas súper nerd que, lejos de restarle, lo hacían ver sexy e intelectual. Como buen profe de matemáticas, tenía ese aire de «te resuelvo la ecuación y te robo el corazón» sin siquiera intentarlo.
Julieta, espiando entre la cortina apenas entreabierta, me susurró al oído:
—No me habías dicho que ibas a invitar a alguien más… —y lo dijo con ese tonito de sospecha y curiosidad que le sale cuando algo le interesa mucho.
Martín se bajó de la camioneta con una sonrisa amable, saludó con un gesto tranquilo y, sin dudarlo, me cedió el asiento de adelante.
Julieta, ni lerda ni perezosa, le pasó su mochila para que la acomodara adentro, y de paso le dio un abrazo fuerte, de esos que solo ella sabe dar. Cálido, apretado, y con esa energía que te deja pensando.
Yo, mientras tanto, forcejeaba con el cierre de mi mochila —que se había emperrado en no cerrar— y con la GoPro, que apareció en el último lugar donde había buscado tres veces. Obvio.
—Listo —dije al aire, más para mí que para ellos, mientras salía al encuentro de la camioneta como si no me hubiera pasado los últimos diez minutos en modo terremoto doméstico.
Martín ya se había metido atrás, al lado de Julieta, y me dedicó una sonrisa mientras yo me acomodaba en el asiento del acompañante. Pablo me saludó con ese tono de voz medio ronco que a veces usa sin querer, como si recién se despertara de una siesta larga.
—¿Todo bien? —me dijo, girando apenas la cabeza.
Asentí con una sonrisa que intentaba ocultar el caos que había sido mi mañana.
—Todo en orden. Bueno… más o menos.
Pablo rió, y arrancamos.
La camioneta olía a auto de profe: mezcla de café, marcador de pizarra y un aire a libros usados que, no sé cómo, siempre termina impregnado en los tapizados.
Detrás mío, Julieta ya había empezado a hablar con Martín como si lo conociera de antes. Y yo, con media cara pegada a la ventanilla, pensé que este viaje iba a dar más de una sorpresa.
El enojo que venía arrastrando desde el día anterior se me empezaba a desvanecer, como una nube terca que, de a poco, se rinde ante el sol. Pero seguía ahí, flotando. Silencioso. Esperando.
Solo necesitaba encontrar el momento justo para preguntarle a Pablo por su supuesta amiga. Sí, esa con la que lo habían visto en el mall.
Me mordí el labio y miré de reojo su perfil mientras manejaba. Se veía tranquilo, concentrado en la ruta. No parecía tener nada que ocultar. Pero claro… los que tienen algo que ocultar suelen parecer exactamente así.
De repente, sentí su mano deslizarse suavemente sobre la mía. El roce de sus dedos sobre mis nudillos me atravesó como un rayo, haciéndome olvidar todo por un segundo. No era un movimiento forzado, ni una reacción nerviosa. No, era… tranquilo. Sutil.
Y aún así, me hizo sentir algo en el estómago que no pude descifrar.
Mientras tanto, atrás, Martín y Julieta parecían haberse olvidado por completo de que estábamos en medio de un viaje, inventando un juego como si fueran los mejores amigos de toda la vida. Se reían de cualquier cosa, hacían bromas internas y se lanzaban desafíos absurdos. Y lo peor —o lo mejor— era que se veían tan naturales que, por un momento, pensé que los conocía de toda la vida también.
No demoramos tanto en llegar… o por lo menos eso me pareció, perdida entre la charla y la confusión de mis propios pensamientos. La carretera se estrechó, y las montañas y los árboles parecían acercarse más a la camioneta, como si nos invitaran a adentrarnos en su territorio.
Finalmente, llegamos a un lugar que me hizo detener el tiempo. Había una pequeña casita de campo, solitaria, rodeada de naturaleza. Un cartelito de madera, un poco gastado por el paso de los años, anunciaba en letras sencillas: “Comienza tu aventura aquí”.
Nos bajamos del vehículo y, con una mezcla de entusiasmo y algo de nervios, comenzamos a equiparnos. Mochilas, bastones de trekking… el aire fresco de la montaña ya nos rodeaba, llenando el espacio de una calma que contrastaba con el bullicio anterior.
Pablo, amablemente, se acercó a ayudarme a ajustar la mochila. Pero no lo hizo de manera cualquiera. Con esa manera intensa de hacer las cosas que tenía, empujó mi cuerpo hacia el suyo, ajustando las correas de forma firme. Un gesto tan simple, pero tan cargado de algo que no sabía definir.
Y luego, esos ojos. Me miró directamente a los ojos, sin decir una palabra. Por un momento, sentí que todo se desaceleraba, que la respiración de ambos se sincronizaba en ese espacio reducido entre nosotros.
Fue un momento breve, pero lo sentí intenso, como un roce eléctrico que se coló entre el aire fresco y las montañas a nuestro alrededor.
De repente, una pareja de ancianos apareció por la puerta de la casita. Se acercaron con pasos tranquilos, pero llenos de una energía serena que me hizo sentir como si llegáramos a un lugar de paz, un refugio.
El hombre, con una barba canosa y una sonrisa cálida, nos dio la bienvenida. La mujer, de cabello plateado recogido en un moño, nos miró con una mirada profunda y tranquila, como si nos conociera de toda la vida.
Sin previo aviso, los dos nos abrazaron, envolviéndonos con una esencia hogareña y cariñosa que solo la gente del sur sabe ofrecer. Era el tipo de abrazo que te hace sentir que, sin importar de dónde vengas, en ese momento, todo estaba bien. Como si el tiempo se detuviera y nos recibiera en su hogar.
Después de un rato, los ancianos caminaron lentamente junto a nosotros, guiándonos por un sendero angosto que se adentraba en el bosque. La luz del sol se filtraba entre los árboles, creando patrones dorados sobre el suelo. Al fondo, se veía un pequeño portón de madera, con un encanto rústico que parecía sacado de un cuento.
Al llegar al portón, el hombre nos señaló las pequeñas banderitas rojas que estaban sujetas a los árboles, como pequeños faros en el camino.
—Todo el sendero está señalizado con estas banderitas —dijo con una sonrisa tranquila—. Solo deben seguirlas y, al final, encontrarán una gran cascada, un lugar donde el agua parece cantar con el viento.
Martín, que había estado callado hasta ese momento, miró el sendero con una expresión de asombro y curiosidad. Se adelantó un par de pasos y, con una sonrisa que mostraba un toque de emoción infantil, dijo:
—¡Una cascada! ¡Esto va a ser increíble! ¿A cuánto está? ¿Cuánto caminaremos? Porque si es tan épico como suena, yo estoy listo para correr hasta allí.
Julieta, que había estado igual de tranquila, soltó una risa suave, y yo no pude evitar sonreír también. Martín tenía esa capacidad de hacer que todo pareciera más emocionante de lo que ya era, con su energía contagiosa.
Pablo, que había estado en silencio observando, se giró hacia Martín y, con una ligera sonrisa en los labios, respondió:
—No te apresures, Martín. La naturaleza tiene su propio ritmo. Solo sigue las banderitas y no seas tan porfiado.
Continuamos caminando, pero a medida que avanzábamos, el terreno comenzó a cambiar. El sendero se volvió más empinado y rocoso, y el aire, aunque fresco, parecía más denso. Las risas y charlas se fueron desvaneciendo lentamente mientras nos concentrábamos en cada paso. Fue entonces cuando llegamos a un gran risco, y el camino se interrumpió abruptamente. A unos metros, se veía un barranco profundo, con una caída que me hizo respirar hondo.
—Aquí está la parte más complicada —dijo Pablo, como si hablara de algo trivial—. No se preocupen, tenemos las sogas para bajar. Solo sigan las instrucciones y todo estará bien.
Una sensación de duda se apoderó de mí. Miré el abismo y sentí cómo mi corazón latía con más fuerza. Las piernas me temblaron ligeramente, y por un segundo, pensé que quizás mi estado físico no estaba tan preparado para todo esto. ¿Sería capaz de bajar por esa soga? ¿No sería más prudente quedarme en el camino?
Pablo, al parecer, leyó mis pensamientos, porque se acercó y, con una sonrisa tranquila, me dijo:
—No te preocupes. Si necesitas ayuda, te la doy. Pero vamos, ya casi estamos.
Y mientras lo miraba, no pude evitar compararnos en mi mente, como si él fuera un golden retriever con energía desbordante y yo, un pug con asma. Él parecía tener la energía y la confianza para hacer todo este recorrido sin inmutarse, mientras que yo me sentía como si necesitara un respiro extra para llegar a la siguiente esquina.
—Lo sé, lo sé, no soy tan ágil como tú —le dije con una sonrisa nerviosa, intentando aligerar el ambiente—. Pero ¿y si me caigo? ¿Y si las sogas se rompen? —dije, aunque sabía que no pasaría, pero mi cerebro estaba acelerado.
Pablo se rió suavemente, como si supiera exactamente lo que estaba pensando.
Martín, que estaba unos pasos atrás, observaba la situación, y con una sonrisa de complicidad, agregó:
—Vas a ver, que entre los tres te vamos a arrastrar si es necesario.
Lo dijo en tono bromista, pero me dio un poco de alivio escuchar que no estaría sola en este momento.
Aunque aún tenía ese nudo en el estómago, me sentí un poco más relajada. No podía dejar que el miedo me controlara, no frente a ellos. Quizás no era tan ágil ni tan fuerte como Pablo, pero al menos estaba rodeada de amigos que me ayudarían.
Pablo empezó a descender por la soga con la facilidad de quien ya tiene experiencia. Al verlo bajar sin esfuerzo, la inseguridad comenzó a disiparse. Si él podía hacerlo, ¿por qué no iba a poder yo?
—Vamos, no te quedes ahí —me dijo Julieta con una sonrisa burlona—. Si yo lo hice, tú también.
Respiré profundamente, sentí como el viento acariciaba mi cara y, con un poco de miedo, pero mucha determinación, comencé a bajar. No era tan difícil como pensaba, solo tenía que confiar un poco más en mis propias capacidades.
Pero justo cuando empecé a sentirme más segura, un dolor punzante apareció en mis manos. ¿Cómo pude ser tan estúpida? No había pensado en los guantes, y ahora, con las cuerdas deslizándose ásperamente entre mis dedos, sentí cómo las palmas me comenzaban a arder. El roce constante con la soga me estaba haciendo daño, y lo peor era que no podía soltarla, no sin arriesgarme a caer.
Mis dedos se estaban volviendo rojos, y el dolor era cada vez más insoportable. Me sentí como si estuviera cometiendo el error más tonto del mundo. ¿Por qué no los había traído? ¿Cómo había olvidado algo tan importante para una actividad como esta?
Miré hacia abajo, buscando algo de consuelo en el suelo distante. No veía el final del camino, pero lo único que podía pensar era que cada metro que bajaba me acercaba a la seguridad, pero también al dolor en mis manos.
De repente, sentí que alguien tocaba mi espalda. Miré hacia arriba, y era Pablo, que ya había llegado al suelo y me observaba, preocupado.
—¿Todo bien? —preguntó, con una sonrisa calmada que intentaba tranquilizarme, pero notando claramente mi incomodidad.
¡Qué tonto! No podía permitir que me viera tan vulnerable, tan torpe!
—Sí, sí, todo bien —mentí, pero mi tono no pasó desapercibido. Pablo no dijo nada, pero sus ojos mostraron que algo no estaba bien.
Fue entonces cuando me di cuenta de que él, con su experiencia, había anticipado todo. En su mochila sacó unos guantes extra y me los ofreció sin decir una palabra más. Mi orgullo trató de resistirse, pero lo tomé sin pensarlo dos veces.
—Gracias… —murmuré, sin poder evitar sentirme un poco avergonzada. Pero en cuanto los guantes entraron en mis manos, el dolor disminuyó significativamente, y el descenso se volvió mucho más tolerable.
Miré a Pablo, que ya estaba en la base del risco, sonriendo como si nada hubiera pasado.
—Sabía que no habías traído los guantes —dijo, medio bromeando, pero también con una mirada que transmitía una especie de ternura.
Julieta, al llegar abajo después de mí, me dio un codazo con una sonrisa traviesa.
—Eso te pasa por dudar de ti misma —dijo, con tono juguetón—. Aunque, seamos sinceras, ¡creo que eres un poco más torpe de lo que te gustaría aceptar!
Pero en su mirada había algo cálido, y eso me hizo reír. A veces, tenía razón. No era tan ágil como Pablo, pero no era tan torpe como creía.
Avanzamos por unas grandes rocas que rodeaban un hermoso lago, cuyas aguas cristalinas reflejaban el cielo despejado. El sol comenzaba a ponerse, tiñendo el horizonte con tonos anaranjados y dorados. El sonido de nuestras botas al pisar las piedras y el murmullo del agua eran lo único que rompía el silencio, un silencio profundo y tranquilo que solo se encuentra en lugares tan remotos como este.
A medida que caminábamos, el paisaje se volvía aún más impresionante. En el fondo, se alzaba un volcán majestuoso, su cima cubierta de nieve. Aunque la montaña parecía tranquila, su presencia imponente le daba al lugar una sensación de misterio y poder, como si el volcán guardara secretos antiguos bajo su superficie fría.
Las rocas, que antes nos habían servido de apoyo para bajar del risco, se suavizaban ahora y formaban un sendero más accesible. Julieta caminaba delante de mí, señalando de vez en cuando alguna formación rocosa curiosa o el reflejo del paisaje en el agua. Martín y Pablo hablaban entre ellos, pero sus voces parecían disiparse con la brisa, como si la naturaleza misma quisiera hacer que nos perdiéramos en su belleza.
—Es impresionante —comentó Martín, mirando hacia el volcán—. Nunca pensé que vería algo así tan cerca.
Pablo asintió, su mirada fija en el horizonte.
—Es un lugar especial. Muchos no llegan hasta aquí. Es como si la naturaleza estuviera esperando a los que realmente quieren conocerla.
Yo me quedé en silencio, observando el paisaje. De alguna manera, el estar aquí me hacía sentir pequeña, como una mota de polvo frente a toda esa inmensidad. Pero, al mismo tiempo, había algo increíblemente reconfortante en la idea de estar tan cerca de la naturaleza, sin nada más que el viento y la tierra.
De repente, algo me hizo mirar hacia abajo. Mi mano, aún con los guantes de Pablo, se apoyó en una roca cercana, y el contacto con la superficie fría me recordó que, aunque estábamos rodeados de belleza, el camino aún no había terminado.
—¿Estás bien? —preguntó Pablo, notando que me había quedado quieta unos segundos.
—Sí, solo estaba pensando… —respondí, mirando de nuevo el volcán—. Es tan tranquilo aquí. Me hace sentir que todo lo demás, todo lo que dejamos atrás, no importa tanto.
Pablo sonrió, como si hubiera entendido lo que quería decir, y asintió.
—Eso es lo bueno de salir de la rutina. Aquí, las preocupaciones se desvanecen, pero la belleza y la calma se quedan.
Me quedé con esas palabras en mi mente mientras seguíamos caminando, avanzando hacia el final del sendero, que parecía alejarse aún más a medida que nos acercábamos a la cascada prometida.
Pablo sugirió, con un tono relajado, que hiciéramos una pausa y comiéramos algo sentados en una roca frente al lago, antes de llegar a la cascada. Todos estuvimos de acuerdo casi al instante. El cansancio extremo ya se sentía en cada uno de nosotros, como si cada paso que dábamos nos hubiera drenado un poco más, pero a la vez, nos acercábamos a ese momento que todos esperábamos.
—Sí, por favor, necesitamos un descanso —respondí, con una sonrisa que apenas podía esconder el agotamiento.
Julieta, que había sido la más energética del grupo hasta ese momento, también se dejó caer sobre una de las grandes rocas, soltando una pequeña exclamación de alivio.
—Esto es un lujo —dijo mientras se sacaba la mochila—. Nunca pensé que un simple descanso sobre una roca podría sentirse tan bien.
Nos sentamos todos alrededor, cada uno buscando un lugar cómodo sobre las rocas, disfrutando del aire fresco que venía del lago. Pablo, que parecía tener una energía inagotable, comenzó a sacar los bocadillos que había traído, mientras Martín se encargaba de sacar un termo con agua caliente para preparar unos tés.
La escena era tranquila, rodeada de la serenidad del paisaje, el murmullo del agua y el viento que susurraba entre los árboles. Aunque el cansancio pesaba en nuestros cuerpos, el ambiente nos invitaba a relajarnos y disfrutar de la paz que nos rodeaba.
—Lo mejor del día es esto —comentó Martín, mientras vertía agua caliente en los vasos—. Nada como un buen té al aire libre.
Julieta, recostada en la roca, miraba el lago con una expresión relajada.
—Yo solo quiero llegar a la cascada, pero esto… esto está increíble —dijo, haciendo una pausa—. Nunca pensé que un lugar como este existiera tan cerca. Es como si estuviéramos en otro mundo.
Pablo se recostó también en una roca cercana, mirando hacia el volcán que se erguía imponente al fondo. Su rostro parecía perdido en sus pensamientos, pero luego volvió a centrarse en el grupo.
—Este es uno de esos lugares que te hacen sentir pequeño, ¿verdad? —comentó, sonriendo suavemente—. Pero también te recuerdan lo grande que es el mundo y lo que hay por descubrir.
Su comentario resonó en mí. Miré el volcán una vez más, su cima nevada, y sentí que algo dentro de mí se calmaba, como si, al estar aquí, todo lo demás dejara de importarme.
—Totalmente. Es como si todo lo que dejamos atrás ya no tuviera peso —respondí, con la voz suave, mientras sacaba una barrita energética de mi mochila.
Pablo asintió sin decir nada más, y todos nos quedamos en silencio por unos momentos, disfrutando del sonido del agua y la quietud que nos envolvía. Era como si el mundo se hubiera detenido por un instante, y solo existiera esa pequeña pausa entre nosotros, el lago y las rocas.
De pronto, sin previo aviso, Pablo se puso de pie, se sacó su polera gris sin mangas —esa que ya se le había pegado un poco al cuerpo por el calor y el esfuerzo del trekking— y la dejó caer sobre una roca. Su torso quedó al descubierto: bronceado, firme, trabajado con dedicación, como si cada músculo supiera exactamente dónde debía estar.
Yo no fui la única que lo notó. Sentí el silencio repentino de Julieta a mi lado y el leve crujido de su galletita al partirse en sus manos sin que se diera cuenta.
—¿Qué hace este ahora? —susurró, entre dientes, pero con los ojos bien atentos.
Y sin pensarlo demasiado, Pablo corrió hacia el agua y se lanzó con un grito triunfal, provocando una salpicadura que nos alcanzó hasta a nosotros en la orilla.
—¡Estás loco! ¡Está helada! —le grité, medio riéndome, medio escandalizada.
Pablo emergió del agua riéndose como un niño, con el cabello mojado cayéndole sobre la frente y los ojos entrecerrados por el frío. Se veía completamente feliz, como si todo el peso del mundo se hubiera derretido con ese chapuzón.
—¡Está buenísima! Vengan, cobardes —nos gritó, salpicando más agua con los brazos.
Martín levantó las cejas y negó con la cabeza, sin dejar de beber su té.
—Ni aunque me pagues —dijo, tapando su taza con la mano por si acaso volaba otra ola.
Julieta parecía tentada, aunque más por la escena que por la idea de congelarse.
—Mirá, no sé si meterme… pero ver esto ya valió la caminata.
Yo me reí, tratando de disimular cómo mis ojos se quedaban pegados en Pablo cada vez que salpicaba o nadaba cerca de la orilla. Había algo en esa despreocupación suya, en esa alegría tan natural, que desarmaba todas mis defensas.
Y sí, me hacía sentir cosas. De esas que no se explican con palabras. De esas que te atraviesan como un rayo, igualito a cuando me había rozado los dedos en el volante.
Después del chapuzón salvaje, Pablo salió del agua sacudiéndose el cabello, con esa sonrisa irresistible que tenía cuando se sentía libre. Caminó hacia donde estaba su mochila, y al pasar junto a mí, me cayó una gota helada en el brazo.
—¡Eh! —protesté, fingiendo indignación—. ¿Tienes idea de lo fría que está esa agua?
—¿Y tu tienes idea de lo linda que te ves cuando te enojás ? —me lanzó, así, sin red.
Me quedé muda por un segundo. No por lo que dijo, sino por cómo lo dijo. Su voz, bajita, solo para mí, con una sonrisa medio torcida, como si estuviera desafiándome.
Después se secó un poco con su polera y se puso otra camiseta seca, mientras el resto del grupo seguía charlando, distraído, a unos metros. Yo me quedé sentada, mirando el lago, pero lo sentí acercarse. Se sentó a mi lado, sin decir nada, dejando que el silencio hablara por nosotros.
—¿Estás bien? —preguntó, al cabo de un rato, sin mirarme—. Te noto un poco callada.
—Estoy bien… solo que… —hice una pausa, y me animé—. Ayer fue un día raro. Y todavía tengo cosas dando vueltas en la cabeza.
Él asintió, como si ya lo supiera. Como si también estuviera esperando que yo dijera algo.
—¿Es por lo del mall? —preguntó finalmente.
Ahí estaba. El elefante en la habitación. O mejor dicho, en la montaña.
Me mordí el labio. No sabía qué decirle. O sí sabía, pero me daba miedo decirlo. Él me miró entonces, directo, con esa intensidad suya, y yo no pude sostenerle la mirada por más de dos segundos.
—No pasó nada con ella, si eso es lo que te preocupa —agregó—. Solo fui porque me insistió, pero estaba pensando en otra persona todo el tiempo.
Mi corazón dio un salto. No dije nada. Solo lo miré. Él se acercó un poco más, bajando la voz hasta que apenas era un susurro.
—Y ahora estoy acá, con esa persona.
Tragué saliva. Todo en mi cuerpo quería acercarse más, pero mis palabras se escondían como si jugaran a las escondidas.
—Capaz deberíamos volver al agua para seguir evitando esta conversación incómoda —dije, riéndome nerviosa.
—O capaz deberíamos dejar de evitarla —contestó él, y por un segundo, su mano rozó la mía, apenas, como tanteando el terreno.
Me quedé quieta. No la retiré.
Y ahí, en ese instante, sentados al borde del lago, con el volcán de fondo y la brisa fresca pegándonos en la cara, algo cambió. No fue un beso, ni una confesión épica. Fue solo un roce de manos, una mirada sostenida, una promesa no dicha.
Pero bastó.
Estábamos en nuestro momento. Las manos apenas tocándose, las miradas colgadas en un hilo invisible, el silencio envolviéndonos como una burbuja suspendida entre el lago y las montañas. Sentía que el mundo se había achicado a ese pequeño espacio entre nosotros dos.
Pero claro, el universo tenía otros planes.
Escuchamos un suspiro, o quizás un pequeño «¡oh!» ahogado, y al girarnos al mismo tiempo, lo vimos.
Martín. El tímido, el reservado, el que hacía chistes malos de matemáticas y parecía tener una relación exclusiva con su calculadora… estaba besando a Julieta.
Sí. Besándola.
No un beso rápido y torpe. No. Uno de esos besos que tienen pausa, que dicen “esto me lo debía”, que tienen coreografía sin haberla ensayado.
Me quedé boquiabierta.
—¡Ufff! ¡Qué rápidos! —dije, soltando una carcajada mientras miraba a Pablo—. Ni el WiFi se conecta tan rápido.
Pablo se rió, encantado, y negó con la cabeza.
—Eso pasa cuando hay química —comentó, dándome una mirada de esas que tenían segunda intención.
Julieta y Martín se separaron, claramente dándose cuenta de que los habíamos visto. Ella, sin perder la dignidad ni el humor, simplemente nos miró, se encogió de hombros y dijo:
—¿Qué? ¡El trekking da hambre!
Nos largamos todos a reír, y en ese momento, el aire se llenó de una ligereza que hacía rato necesitábamos. La caminata, el volcán, los guantes olvidados, las tensiones del mall, todo se diluyó en ese instante. Éramos cuatro personas en medio de la nada, compartiendo un viaje que prometía dejarnos con más de una historia para contar.
Pablo me miró de nuevo, esta vez con una sonrisa distinta. No hacía falta decir nada más. A veces, las cosas simplemente… pasan.
Después del beso robado (y bien correspondido, a juzgar por la cara de Julieta), retomamos el camino. Las mochilas nos pesaban más, o quizás era que el cuerpo ya empezaba a pasar factura. Aun así, la promesa de la cascada al final del sendero nos empujaba hacia adelante, como si nos tirara de una cuerda invisible.
—¿Falta mucho? —preguntó Julieta, entre risas y jadeos, mientras se acomodaba el pelo bajo la gorra.
—Según los abuelos del portón mágico, estamos cerca —respondió Pablo, con su típico tono entre guía turístico y compañero de travesía.
El sendero se estrechó un poco. El bosque se hizo más denso, y entre los árboles se colaban haces de luz que hacían que todo se viera un poco encantado. Martín caminaba junto a Julieta, y aunque intentaban disimularlo, se notaba que se rozaban las manos cada tanto, como si jugaran a ver quién se animaba a tomarla por completo primero.
Yo iba al lado de Pablo. A veces en silencio, a veces comentando tonteras del paisaje. Pero cada paso parecía acercarnos más, no solo a la cascada, sino también a ese algo que se estaba gestando entre nosotros desde hacía ya varios encuentros.
—¿Sabés qué pienso? —me dijo de golpe.
—¿Qué?
—Que todo esto… el lugar, el grupo, incluso lo del mall… todo pasó porque tenía que pasar. Para que estemos ahora, acá.
Lo miré, sin decir nada. A veces él tenía esas salidas que me dejaban sin palabras. Me limitaba a asentir, con una sonrisa que intentaba esconder todo lo que me estaba latiendo adentro.
Y entonces, después de un recodo del camino, la escuchamos.
Primero fue un murmullo, como un susurro constante. Luego se volvió un rugido suave, vibrante. Aceleramos el paso. Algo en nosotros sabía que estábamos cerca.
Y ahí estaba.
La cascada.
Majestuosa, cayendo con fuerza sobre una gran pileta natural rodeada de rocas cubiertas de musgo. El sol se filtraba justo encima, creando un arcoíris débil pero perfecto sobre el agua.
Nos quedamos en silencio. Incluso Julieta, que siempre tenía un comentario listo, se detuvo sin decir nada. Era uno de esos lugares que no necesitan palabras. Uno de esos paisajes que se sienten más que se miran.
Pablo me puso una mano en el hombro, suave, sin decir nada. Yo le tomé los dedos. No era un gesto grandioso. Pero fue perfecto.
—Bueno, gente… —dijo Martín, rompiendo la magia con su voz de tímido—. ¿Quién se anima a meterse?
Julieta levantó la mano sin dudar.
—¡Yo! Pero vos primero, valiente.
Y ahí fueron, corriendo entre risas y gritos.
Nosotros dos nos quedamos atrás un momento más, contemplando el agua, el arcoíris, la suerte de estar ahí.
—Gracias por invitarme —me dijo, en voz baja.
—Gracias por venir,conteste
Y sin pensarlo, me apoyé en su hombro. No hacía falta nada más.
La aventura recién empezaba.
Martín y Julieta jugaban como niños bajo la cascada, riéndose a carcajadas, saltando entre las piedras resbaladizas, como si no existiera el mañana ni el cansancio acumulado en las piernas. El agua caía con fuerza, creando un ruido constante y poderoso, como un aplauso gigante de la naturaleza.
Yo me senté en una roca plana, un poco más alejada, y saqué la GoPro que por fin había encontrado esa mañana en el caos de mi mochila. Encendí la cámara y empecé a grabar la escena: Julieta levantando los brazos al cielo como si estuviera recibiendo una bendición mística, y Martín intentando aguantar bajo el chorro más fuerte sin que lo tumbara.
—¡Estás grabando! ¡No! —gritó Julieta al descubrirme, cubriéndose la cara entre risas—. ¡¡Esa toma no va para las redes!!
—Demasiado tarde —le grité de vuelta, sonriendo—. Esta joya va directo al documental “Amor bajo presión hidráulica”.
Pablo, que había estado en silencio a mi lado, se rió bajito. Lo miré de reojo. Tenía los pies descalzos sobre la piedra, y el cabello aún húmedo del baño anterior. Se veía relajado, como si ese lugar lo desarmara por dentro, en el mejor de los sentidos.
—¿Sabés que podrías hacer algo con eso? —me dijo, señalando la cámara—. Tus videos. Tu forma de mirar. Hay algo ahí.
—¿Algo como qué?
—Como… lo que los demás no ven. tu lo captás. Lo hacés especial.
No supe qué decir. Solo bajé un poco la cámara, sin apagarla, dejándola seguir grabando desde mi regazo.
—Eres raro, ¿sabías? —le dije, sin mirarlo directamente.
—¿Raro bien o raro mal?
—Raro que hace que una se pregunte cosas que no quería preguntarse.
Pablo no dijo nada. Solo estiró una mano y me acomodó un mechón de pelo que el viento había tirado sobre mi cara. El gesto fue tan suave, tan sencillo, que sentí que se me derretía algo adentro.
Mientras tanto, Martín resbalaba, y Julieta se reía tan fuerte que terminó agachándose, abrazándose el estómago.
Grabé ese momento también.
Y me di cuenta de que quería acordarme de todo. No solo de la cascada o el volcán, sino de ellos. De nosotros. De la forma en que el día nos había cambiado, sin que nos diéramos cuenta.
Pablo se acercó con una sonrisa ladeada, esa que ya me empezaba a resultar demasiado peligrosa.
—¿Te puedo sacar una foto? —me preguntó, con la cámara en la mano, pero con los ojos puestos en mí, como si ya estuviera componiendo la imagen en su cabeza.
—Obvio —le dije sin dudar—. Quiero un recuerdo de este día. Algo que me diga “estuviste ahí y fue real”.
Él asintió, y me hizo una seña con la mano, indicándome que me pusiera frente a la cascada. Caminé hasta una gran piedra justo debajo del chorro más suave, ese que caía como una cortina liviana de agua transparente. Sentía el frescor resbalarme por el cuerpo, empapándome de pies a cabeza, mientras el sol filtraba rayos dorados entre las ramas, dándole a la escena una luz casi mágica.
Cerré los ojos, levanté los brazos y me dejé llevar. No posaba como para una foto común. No era para Instagram, ni para enmarcar. Era para él. Para mí. Para ese instante que no quería que se me escapara entre los dedos.
La fuerza del agua me empujaba un poco hacia abajo, pero me mantuve firme, riéndome entre dientes. La sensación era poderosa. Como si me limpiara de todo lo anterior, como si en ese momento exacto, ahí bajo la cascada, pudiera volver a empezar.
—¡Ya! —gritó Pablo desde la orilla—. ¡No te muevas!
Y entonces abrí los ojos y lo vi. Estaba parado en cuclillas, encuadrando la toma con una concentración tan tierna que me hizo sonreír aún más.
—¿Salió bien? —le pregunté cuando volví con él, chorreando agua por todas partes.
—Salió… perfecta. —Me miró sin bajarla de la cámara—. Pero no creo que haya sido por la cámara.
Me quedé callada un segundo, mordiéndome el labio. Había algo en cómo me miraba que me hacía sentir al mismo tiempo completamente expuesta y completamente cuidada.
—Bueno —dije para romper la tensión, mientras me exprimía el pelo—, ahora me toca a mí. Dame esa cámara, señor fotógrafo. Quiero una donde salgas tu , a ver si eres tan fotogénico como dices.
Y así, entre bromas y risas, el día fue cayendo suavecito, como la cascada misma.
Volvimos rápidamente, antes de que la noche nos alcanzara en medio del bosque. El cielo ya empezaba a teñirse de naranjas y lilas, y el aire se volvía más fresco con cada paso. Nadie hablaba mucho. Íbamos en una especie de silencio cómodo, de esos que sólo se comparten con gente que uno siente cerca.
El cansancio nos pesaba en los hombros, en las piernas, en las plantas de los pies. Pero no era un cansancio molesto. Era esa clase de agotamiento que te hace sentir vivo, como si hubieras hecho algo bueno, algo que el cuerpo y el alma necesitaban.
Cada tanto alguien soltaba un comentario bajito, una risa suave, o señalaba algo entre los árboles —una rama extraña, una flor luminosa, un pájaro que pasaba volando rápido, como una sombra. Pero en general, caminábamos como si estuviéramos dejando que todo lo que habíamos vivido en el día se asentara despacio adentro nuestro.
Yo me sentía distinta.
Como si algo se hubiera sacudido dentro mío, y ahora estuviera más claro.
La cascada, el beso robado entre Julieta y Martín, la risa compartida, la foto bajo el agua, la mano de Pablo, su voz, su mirada… todo se mezclaba como los colores del atardecer, sin poder separarlo bien, pero sabiendo que ahí había belleza.
Cuando finalmente vimos la cabañita de campo aparecer entre los árboles, con su chimenea humeando y las luces amarillas encendidas, suspiramos al unísono.
Habíamos vuelto.
Con la ropa húmeda, las mejillas coloradas por el viento, las mochilas más livianas y la sensación —difícil de explicar, pero fuerte— de habernos limpiado el alma.
La pareja de ancianos nos recibió con la misma calidez de la mañana, ofreciéndonos mantas secas, té de hierbas y una de sopa olía a gloria.
Mientras nos acomodábamos dentro de la cabañita, quitándonos las chaquetas mojadas y dejando las mochilas en un rincón, la abuelita apareció con una sonrisa serena y una taza humeante entre las manos. Caminaba lento, pero con una firmeza que imponía respeto, como si sus pies supieran bien cada centímetro de esa tierra.
Se detuvo frente a nosotros —Pablo y yo, sentados uno al lado del otro sobre un banco de madera, todavía con el cabello húmedo y las mejillas encendidas por el frío—, y nos miró con una mezcla de ternura y curiosidad.
—Ustedes se ven hermosos juntos —dijo, como si no pudiera guardárselo más—. Tienen una energía especial… única. Como si hubieran compartido muchas vidas.
Me quedé inmóvil.
Pablo, a mi lado, soltó una risa suave, medio tímida.
—¿Muchas vidas? —le preguntó él, entre intrigado y divertido.
—Sí… —respondió la abuelita, acercándose un poco más, como si nos estuviera confiando un secreto—. Hay personas que se cruzan por primera vez y aún así, se reconocen. Como si ya supieran el camino el uno hacia el otro. Como si el alma se acordara.
Sentí que el corazón me latía un poco más fuerte. No sabía si era por lo que había dicho o por cómo Pablo me estaba mirando ahora, con una intensidad distinta, como si acabara de notar algo que antes no se había permitido ver.
—Yo solo les digo lo que siento —agregó la abuela, levantando las manos con gracia—. A veces no hace falta entender todo. A veces sólo hay que dejarse sentir.
Y con eso, se alejó tranquila, como si acabara de dejar caer una semilla en medio del silencio.
Ninguno de los dos dijo nada por un momento.
—¿Tu crees en eso? —le pregunté al fin, en voz baja.
—Antes no. Ahora… —me miró de nuevo, con una pequeña sonrisa —… ahora empiezo a dudar de mis propias certezas.
Me apoyé en su hombro sin pensarlo mucho.
Y ahí nos quedamos, respirando el aroma del guiso que llenaba la casa, escuchando las risas de Julieta y Martín en la cocina, y sintiendo —aunque no lo dijéramos en voz alta— que tal vez la abuelita tenía razón.
Tal vez ya nos habíamos encontrado antes. En alguna otra vida. En otra cascada. En otro abrazo.

El loco
La semana comenzó otra vez. Me dolían tanto las piernas que apenas podía incorporarme de la silla. Desde mi oficina, alcanzaba a oír a Julieta diciendo «auch» cada vez que se movía.
El día había sido extremo, pero había traído consigo una nueva energía. La mañana transcurrió con normalidad, salvo por Hernán, que cada tanto se asomaba solo para apretarme las piernas y hacerme gritar a propósito.
—Ah, ¿no les gustó volverse senderistas? —decía con una sonrisa maliciosa.
Julieta, desde su escritorio, me miraba con ojos de traición cada vez que Hernán se acercaba.
—Esto es tu culpa —me susurró en un momento, entre dientes—. Tu y tu idea de que “necesitábamos conectar con la naturaleza”.
Yo solo atiné a reírme, aunque moverme para hacerlo me costara horrores. La caminata del día anterior nos había dejado destruidas. Pero había algo en ese cansancio compartido que se sentía… lindo. Como si estuviéramos en una película de aventuras con resaca muscular.
Hernán volvió a pasar, esta vez con un mate en la mano. Me lo ofreció como si nada.
—¿Ves? El cuerpo duele, pero el alma agradece.
Lo odié un poco. Pero tomé el mate igual.
Hernán preguntó, entre risas:
—¿Y cuándo van a ver a sus enamorados intelectuales?
Lo miré con cara de “¿de qué estás hablando?”.
—Lo siento —dijo encogiéndose de hombros—, Julieta ya me lo contó todo en el desayuno.
—¿Perdón? —dije, mirando a Julieta como si me acabara de vender al enemigo.
Ella se encogió de hombros, muy tranquila, como si acabara de comentar el clima.
—Me sacaste la verdad con café y medialunas. No pude resistirme.
Hernán se rió con ganas, disfrutando demasiado de la situación.
—Así que lectores intensos, miradas profundas y debates existenciales… qué nivel, chicas.
—No es tan así —intenté defenderme—. Solo hablamos… un poco. Nada más.
—Claro —dijo él, alzando las cejas—. Un poco. Nada más. Y justo después se van a hacer senderismo místico y vuelven con glow en la cara. No me jodan.
Julieta y yo nos miramos. Fue ese tipo de mirada entre amigas que dura medio segundo pero dice todo. Algo entre “qué vergüenza” y “ok, sí, nos descubrieron”.
—No pienso hablar de esto en horario laboral —dije, dándome vuelta dramáticamente hacia la computadora.
Hernán salió riéndose, con esa risa escandalosa que se escuchaba hasta en la calle, y gritó desde el pasillo:
—¡Espero ser el damo de honor, chicas!
Julieta soltó una carcajada y yo me tapé la cara con las manos.
Ya era mediodía cuando Julieta se asomó a mi oficina para avisarme:
—Los chicos ya están acá, vamos a almorzar.
Me levanté con lentitud, como si mi cuerpo estuviera negociando cada movimiento, y en el intento de salir logré chocar con al menos tres muebles. Sentía que mis piernas funcionaban con un retardo de varios segundos.
—Me siento una versión torpe de mí misma —le dije mientras trataba de enderezarme.
—Sos como Bambi aprendiendo a caminar —tiró Julieta, entre divertida y compasiva.
Pablo estaba recostado contra su camioneta, con los brazos cruzados y una sonrisa que no ayudaba en nada a mi equilibrio emocional.
—¿Qué le pasó a mi princesa? —dijo, riéndose.
Me detuve un segundo, porque ¿perdón? ¿Mi qué?
—A tu compañera de caminatas épicas le pasó —respondí, intentando sonar digna mientras bajaba el último escalón con una torpeza que arruinó toda mi credibilidad.
—Ah, claro —asintió—. La conexión con la montaña te dejó sin rodillas.
—Y sin orgullo —agregó Julieta, que ya venía atrás mío, cojeando apenas pero con mucho más estilo que yo.
Pablo abrió la puerta del acompañante para mí, con ese gesto que no sé si era cortesía o estrategia.
—Subí, que te llevo aunque sea en brazos —dijo, y por un segundo no supe si estaba bromeando o no. Y peor aún: una parte de mí no hubiese puesto resistencia.
Julieta, ni lenta ni perezosa, se arrojó a los brazos de Martín como si estuviera en una telenovela .
—Yo sí quiero que me lleves en brazos, ya no puedo más —dijo, con esa actitud de actriz dramática.
Martín, por supuesto, la levantó como si fuera una pluma… o al menos eso intentó, porque por un segundo pensé que ambos iban a terminar en el suelo.
Después del show, nos fuimos a almorzar a un restaurante precioso. Yo nunca había estado ahí, y eso que tengo un radar para los lugares lindos. Todo era de madera vintage, con enredaderas colgando del techo y lámparas de mimbre.
El mesero empezó a recitar un menú de platos tan excéntricos que por un momento pensé que habíamos entrado a un restaurante temático de cocina molecular.
—Tenemos risotto de hongos silvestres con espuma de parmesano, tataki de ciervo con emulsión de eucalipto, ceviche de mango con aire de jengibre…
Yo asentía como si entendiera, pero por dentro solo podía pensar: “¿Dónde está la opción de ‘lo que salga primero’ con una coca bien fría?”
Solo quería comer. Comer rápido. Como si fuera un operativo comando: masticar, tragar, pagar e irme. El tiempo que tenía era limitado y yo lo único que quería era robarme un momento con Pablo antes de volver al trabajo. Nada épico, nada de película. Solo cinco minutos para mirarlo y confirmar que no me lo había imaginado tan lindo como parecía en mi cabeza.
Mientras tanto, Julieta analizaba el menú como si fuera a escribir una tesis sobre él, y Martín debatía con el mozo sobre qué vino maridaba mejor con el aire de jengibre. Y yo ahí, pensando que si me ofrecían pan con manteca, firmaba y me iba feliz.
Después de comer, Martin y Julieta salieron del restaurante a fumar en un pequeño jardín que había justo al lado. Se despidieron con una especie de guiño cómplice, como si supieran que nos estaban dejando a solas a propósito.
Y por fin, ahí estábamos: Pablo y yo, solos.
Él se quedó en silencio unos segundos, jugando con la servilleta como si fuera origami de emergencia. Se le notaba en los ojos que estaba tramando algo, pero no sabía por dónde empezar.
Lo miré y le sonreí, medio para animarlo, medio para no explotar de ansiedad yo también.
Entonces, con voz temblorosa y un tartamudeo tan tierno que me dieron ganas de abrazarlo, dijo:
—Yo sé que nos conocemos muy poco… pero… me gustás mucho. Y… quería saber si… si te gustaría que nos conozcamos un poco mejor.
Me quedé mirándolo un segundo. No por sorpresa, sino porque quise guardar ese momento en mi memoria como quien guarda una entrada de cine en la billetera: arrugadita, pero especial.
Pablo me miró, esperando una respuesta, y en mi cabeza ya había mil cosas dando vueltas. ¿Qué quería conocer? Si casi me había devorado afuera de mi casa, como un vampiro adolescente en su primer amor.
El tipo, que se había mostrado tan seguro en otros momentos, ahora estaba ahí, tartamudeando, y yo me sentía como si estuviera leyendo un guion de comedia romántica en versión desconcierto. ¿De verdad ahora quieres «conocernos un poco mejor»? pensé, pero decidí no interrumpir su momento vulnerable.
En lugar de soltar lo que estaba pensando, le sonreí, más por no quedarme con la cara de «esto es rarísimo» que por cualquier otra cosa. Estaba claro que su forma de «conocerme mejor» no incluía el protocolo de preguntar qué tal me gustaba el café o qué tipo de libros leía, sino algo más directo… aunque a esa altura, el «¿quieres que nos conozcamos?» me sonaba más a una propuesta de «¿te sirvo otra copa de vino?»
Quería darle una respuesta. Pero mi mente, traidora como siempre, se desvió hacia un escenario mucho más… íntimo. Solo podía imaginar un sofá, él y yo, y la canción Touchin’ Me sonando de fondo, envolviéndonos con su ritmo lento y sugerente.
Pero me obligué a volver al presente. ¡No! No podía quedarme atrapada en esa fantasía. Él seguía ahí, esperando algo real de mí, algo más que mis pensamientos desenfrenados.
Tomé aire, me recompuse y me preparé para dar una respuesta que, por fin, no fuera una fuga hacia mi imaginación.
Le dije, con la voz más suave que pude, pero cargada de algo que no podía disimular:
—Claro que quiero conocerte mejor.
Mis ojos se clavaron en los de él, como si pudiera sumergirme en esos ojos cafés, tan intensos que sentí que me arrastraban. Era como si hubiera una conexión inexplicable, algo más allá de las palabras, un deseo tan palpable que me costaba respirar. Quería acercarme, y al mismo tiempo, me quedaba allí, atrapada en la profundidad de su mirada, como si no necesitara nada más en ese momento.
El tiempo se detuvo, y solo estábamos él y yo, en ese instante. No importaba lo que estaba por decir, ni lo que podía pasar después. Mi mente y mi cuerpo estaban completamente entregados a la promesa silenciosa de ese intercambio de miradas.
Mientras lo miraba, sin poder evitarlo, me mordí el labio. No fue premeditado, simplemente un impulso que salió sin que pudiera detenerlo. El gesto fue tan pequeño, tan natural, pero sentí como si todo en el aire cambiara en ese instante. Como si fuera un susurro silencioso de lo que podría venir, algo tan simple como un gesto involuntario, pero cargado de deseo.
Sus ojos se intensificaron al ver lo que había hecho, y pude sentir su respiración volverse más pesada. En ese momento, las palabras sobraban. Ya estábamos demasiado cerca, las ganas demasiado grandes, y todo lo que podía hacer era seguir mirándolo, perdida en esa corriente de atracción que parecía no tener fin.
Entonces, de repente, me lo dijo.
—¿Quieres salir de aquí?
Fue como una invitación que colgaba en el aire, llena de promesas no dichas. Sus palabras parecían cargar el espacio con algo electrificado, algo que ya sabíamos que no podíamos ignorar.
Me quedé unos segundos en silencio, no tanto por indecisión, sino porque todo en mí parecía gritar que sí, que quería salir de ahí, pero no solo para ir a otro lugar, sino para explorar lo que estaba pasando entre nosotros. La respuesta parecía tan obvia, pero aún así, el mundo exterior se desvanecía en ese instante.
Lo miré, esta vez con más audacia, y mi voz salió casi en un susurro:
—Sí, quiero salir de aquí.
Justo cuando estaba a punto de moverme, cuando la respuesta ya estaba en mi lengua, algo interrumpió el momento. Martín, con su estilo siempre tan… inoportuno, apareció de la nada. Colocó su mano en el hombro de Pablo, y con una sonrisa que no sabía si era de complicidad o simple descaro, le dijo:
—Ya es hora de volver al trabajo, amigo.
La electricidad en el aire se desvaneció en un parpadeo. El instante que había sido tan mío y de Pablo se rompió como una burbuja. Yo, que había estado a punto de perderme por completo en ese momento, ahora me quedé ahí, congelada, mirando cómo Pablo se apartaba lentamente, con una mezcla de frustración y algo más en sus ojos.
Y yo, con una mezcla de alivio y decepción, me quedé con el corazón acelerado, como si hubiera estado a punto de saltar al vacío y alguien me hubiera agarrado justo a tiempo.
Nos subimos al vehículo, y la energía entre nosotros era tan densa que casi se podía tocar. Todo estaba cargado, como si el aire estuviera sobrecargado de electricidad estática. Estaba claro que Pablo y yo aún no nos habíamos desconectado del momento, pero esa interrupción de Martín nos había dejado a los dos en un estado raro, como si estuviéramos al borde de algo, pero sin poder cruzar la línea.
El vehículo arrancó, pero la atmósfera seguía igual, pesada, palpable. De hecho, creo que hasta nuestros pasajeros de atrás podían sentirlo. Julieta y Martín, charlando de cualquier cosa, no parecían notar la tensión entre Pablo y yo, pero no podía evitar la sensación de que todo lo que pensaba, todo lo que sentía, estaba resonando en el espacio. Como si fuera una bomba a punto de explotar, pero con una lentitud insoportable.
Solo nos quedaba el sonido del motor y el roce de nuestras piernas por accidente cuando el coche tomó una curva, como si el espacio fuera demasiado pequeño para tanta energía no resuelta.
Martín entró a la emisora a dejar a Julieta, y nosotros nos quedamos afuera, con la tensión entre nosotros como un peso que ya no podíamos ignorar.
Fue entonces cuando, sin decir palabra, Pablo me tomó de la cintura y me apoyó contra el coche, con una firmeza que me robó el aliento. El mundo alrededor desapareció en ese instante. Sus manos, seguras, recorrieron mi cuerpo con una necesidad palpable, y antes de que pudiera reaccionar, metió una mano dentro de mi blusa, acariciando mi espalda desnuda, como si no le importara nada más que ese momento entre los dos.
Lo sentí cerca, tan cerca que la respiración se mezclaba, los latidos de nuestros corazones chocaban en un ritmo que parecía fuera de control. Y luego, sin previo aviso, sus labios se encontraron con los míos. Fue un beso salvaje, intenso, como si estuviéramos en un lugar donde nadie pudiera vernos, donde no existiera el tiempo ni la razón. Solo el deseo, la urgencia de algo que había estado esperando escapar por demasiado tiempo.
Cuando sus labios me alcanzaron, sentí como si el aire se me escapara de los pulmones. Todo en mi cuerpo se detuvo, como si el mundo entero se hubiera apagado por un segundo, dejando solo el roce de sus labios y la intensidad de su presencia. Y aunque mi mente trataba de procesar lo que estaba pasando, mi cuerpo ya estaba completamente perdido en él, en ese beso.
Al separarnos, mis ojos se encontraron con los suyos, y por un segundo me quedé sin palabras, como si todo lo que había estado pensando antes de este momento no tuviera importancia. Sentía un caos dentro de mí, una mezcla de adrenalina y algo más profundo, algo que no quería etiquetar porque sabía que si lo hacía, perdería la magia de la desconexión total de la realidad.
Mis dedos temblaron ligeramente cuando los llevé a mi labios, como si aún pudiera sentir el calor de su beso en mi piel. Miré hacia los lados, como buscando alguna excusa para huir, pero algo me mantenía ahí. Esa necesidad de estar cerca de él, de no querer separarme.
—¿Qué… qué estamos haciendo? —dije, más para mí misma que para él, sin esperar una respuesta, sin querer una respuesta.
Solo quería quedarme ahí, perdida en ese instante, donde el mundo, los pensamientos, y todo lo demás parecían no tener cabida. Solo éramos él y yo.
Me repuse del momento justo antes de que Martín apareciera de vuelta. El silencio me envolvía, mi cabeza aún estaba dando vueltas, y mi cuerpo estaba vibrando con la electricidad del beso. No sabía si lo que había sucedido había sido real o si había sido solo una fantasía momentánea. Lo único que sabía era que no podía procesarlo todo tan rápido.
Pablo, con una calma inesperada, se apartó ligeramente y me miró con esos ojos que ya no sabía si me daban paz o me volvían a enloquecer.
—Nos hablamos más tarde —dijo, con voz suave, casi como si quisiera asegurarse de que no fuera un adiós definitivo.
Yo, todavía en shock, casi no pude decir palabra. Solo asentí con la cabeza, como si fuera lo único que mi cuerpo pudiera hacer en ese momento. Todo en mí quería gritar, quería preguntar mil cosas, pero mis labios se quedaron sellados. En lugar de hablar, lo único que pude hacer fue observarlo mientras se alejaba, sabiendo que algo había cambiado entre nosotros, pero sin tener ni idea de qué.
Esperé que Pablo se fuera, salí al exterior, buscando un respiro. La calle estaba tranquila, como si todo lo que había pasado en las últimas horas no tuviera nada que ver con ese momento.
Me apoyé contra la pared, necesitaba un momento a solas, sin palabras, sin miradas, solo yo y mis pensamientos desordenados. Saqué un cigarro, encendí el fuego, y dejé que el humo me envolviera mientras inhalaba profundamente.
El alivio que sentí al exhalar no era suficiente para calmar la agitación en mi interior. Me sentía tan confundida, como si todo lo que había pasado con Pablo estuviera fuera de lugar, como si no tuviera espacio en mi vida, pero al mismo tiempo no podía sacármelo de la cabeza. Todo lo que quería era que mi mente se tranquilizara, pero sabía que, mientras más intentaba olvidar, más presente se volvía.
El cigarro se consumía lentamente, pero aún así, nada de lo que sentía parecía desaparecer. Era como si el simple hecho de estar sola en ese rincón de la calle fuera la única forma de recuperar algo de control sobre mí misma.
Cuando entré de nuevo al estudio, la atmósfera era completamente diferente. La radio estaba llena de risas, música y ese bullicio típico de la tarde, pero algo en mi interior seguía callado, un susurro que no podía ignorar. Había intentado distraerme, pero todo me traía de vuelta a ese momento: a sus ojos, a su mano en mi espalda, a la forma en que me había besado como si nada importara más que ese segundo.
El teléfono sonó, cortando mis pensamientos, y me vi obligada a atender como si todo estuviera bien, como si mi mundo no estuviera a punto de desmoronarse con una sola mirada.
Lucas quería que me encontrara con él en el teatro para unas fotos de una premiación. No había mucho tiempo para pensar, así que tomé el vehículo y me dirigí hacia allí, con la mente aún nublada por todo lo que había pasado antes.
El tráfico de la tarde era denso, pero ni eso logró distraerme de mis pensamientos.No sabía si era confusión, deseo o algo completamente nuevo, pero lo que sí sabía era que necesitaba alejarme por un rato de esa energía, de esa tensión que parecía seguirme como una sombra.
El teatro ya se veía a lo lejos, con las luces brillando mientras preparaban el lugar para la premiación. Me tomé un respiro, dejé el coche estacionado y me dirigí hacia la entrada, tratando de despejarme un poco antes de enfrentarme al caos del evento.
Llegué y me bajé del vehículo. Lucas ya me esperaba frente al teatro, con su característica sonrisa confiada. Como siempre, sus modales fueron los mismos: un beso en la mejilla, rápido y algo cortés, pero con esa cercanía que siempre lograba incomodar, y enseguida me tomó del brazo con la naturalidad de quien ya conoce cada uno de tus movimientos.
—¡Qué bien que llegaste! —dijo, guiándome hacia la entrada mientras me explicaba lo que me esperaba. —Este evento es algo grande, sabes, una premiación anual. Tendrás que tomar fotos de los ganadores, la gente importante… lo usual. Pero lo más importante es captar la energía, la emoción, ¿entiendes?
Asentí, aunque mi mente seguía en otro lado, como si una parte de mí aún estuviera en las calles, dándole vueltas a lo que había pasado con Pablo. Pero tenía que concentrarme. Lucas hablaba sin parar, explicando los detalles del evento, las expectativas, lo que necesitaba de mí. Su voz me sacó momentáneamente de mis pensamientos, y volví a enfocarme en lo que tenía que hacer.
Me ajusté la cámara y me preparé, aunque algo dentro de mí aún deseaba entender lo que había ocurrido antes. Pero por ahora, ese deseo quedaba guardado, en espera de un momento más tranquilo para abordarlo.
Mi teléfono no dejaba de sonar. Las notificaciones de mensajes se acumulaban, pero estaba tan ocupada con el evento que no podía parar para revisarlas. Las luces brillaban, el bullicio a mi alrededor seguía aumentando, y no tenía tiempo para nada más. Pero cuando finalmente encontré un pequeño respiro, me escabullí al baño, intentando encontrar algo de privacidad para ponerme al día con lo que me había perdido.
Saqué el teléfono y lo desbloqueé, encontrando un mensaje de Pablo. El texto era directo, casi urgente:
“¿Dónde estás? Fui a recogerte a la radio, pero no te encontré. ¿Te pasó algo?”
Escribí rápido..
“Estoy en el teatro, trabajando en una sesión de fotos. Voy a salir en un par de horas. Te mando la ubicación, así sabes dónde estoy.”
Mi pulso acelerado no tenía nada que ver con la presión del evento. Era por la incertidumbre de lo que pasaría después de todo esto, lo que Pablo quería decirme o si nuestras vidas seguirían cruzándose de la misma manera. Envié el mensaje y volví a ponerme en modo profesional, aunque mi mente ya no estaba tan centrada en las fotos como antes.
Después del evento, comenzó una especie de cóctel para los invitados. El teatro se transformó en un espacio mucho más relajado: las luces tenues, música suave de fondo, bandejas con aperitivos flotando entre la gente, y copas de champaña que parecían multiplicarse por arte de magia. Todos conversaban animados, se reían, hacían brindis, como si el cansancio no existiera.
A mí, en cambio, me cayó encima de golpe.
Alguien se me acercó con una copa en la mano y me la ofreció con una sonrisa que no supe rechazar. La tomé y la bebí como si fuera lo que necesitaba para seguir respirando. El primer trago me recorrió el cuerpo como fuego, y por un momento, sentí ese alivio artificial que solo el alcohol sabe ofrecer cuando estás demasiado agotada para explicarte a vos misma cómo te sentís.
Pero algo en mi cuerpo no lo procesó bien. Tal vez era el cansancio, el estrés, la tensión acumulada desde la mañana, o quizás el hecho de no haber comido nada desde hace horas. El efecto fue inmediato: un leve mareo, un cosquilleo en las mejillas, y una sensación difusa de que todo se estaba aflojando, como si el suelo ya no fuera tan firme bajo mis pies.
Me apoyé disimuladamente en una de las columnas del hall, intentando respirar profundo sin que nadie notara que algo no andaba bien. Miré a mi alrededor: gente elegante, copas brillando, risas suaves… y yo, en medio de todo eso, sintiéndome como un globo a punto de flotar hacia otra dimensión.
Pensé en Pablo. Pensé en mis ganas de desaparecer en ese sillón que había imaginado antes, con él.
Lucas se acercó como si hubiera estado esperándome toda la noche. Apareció a mi lado con una copa en la mano y esa sonrisa suya que pretendía ser casual, pero que yo ya conocía demasiado bien. Se inclinó un poco para hablarme más cerca del oído, con esa voz baja y cuidadosa.
—¿Estás bien? —preguntó, con una preocupación que rozaba la actuación.
Asentí, pero la verdad era que no estaba segura. El mareo persistía, mis piernas no estaban muy convencidas de seguir en modo profesional, y el murmullo constante del cóctel me parecía cada vez más lejano.
Lucas, aprovechando el silencio, deslizó su mano por mi brazo. Un gesto que para cualquiera más podría parecer inocente, pero no para mí. Porque yo sabía perfectamente lo que significaba. Esa intención que llevaba flotando entre nosotros desde hacía meses, desde miradas que se quedaban un poco más de la cuenta, desde los mensajes a deshoras. Él pensaba que ese era su momento.
—Si querés, te llevo a tu casa ahora —dijo, con voz suave, casi como una oferta amable. Pero esa suavidad tenía filo, como un cuchillo envuelto en terciopelo.
—Muy segura —dije, esta vez sin sonrisa.
Lucas se quedó mirándome, como si no entendiera bien qué había pasado. Su mano se retiró de mi brazo con un leve roce, como si aún intentara dejar una última huella, pero yo ya estaba en otro lugar. Internamente, había cerrado esa puerta hacía rato. Lo nuestro nunca había sido más que una tensión sin destino, y hoy no tenía ni el ánimo ni la voluntad de seguir fingiendo que eso podía transformarse en algo real.
Lucas asintió con esa mezcla de orgullo herido y resignación, se dio media vuelta y se perdió entre el murmullo del cóctel.
Y entonces, como si el universo tuviera un sentido del timing perversamente poético, lo vi.
Pablo.
De pie en la entrada del teatro, con su chaqueta un poco desalineada, como si hubiera venido caminando rápido o buscando algo con urgencia. Sus ojos me buscaron entre la gente y me encontró al instante. Fue como si el aire del lugar cambiara de golpe. Todo se volvió más lento, más denso. Yo, con una copa vacía en la mano y el corazón latiéndome en la garganta, lo miré sin moverme.
Él caminó hacia mí sin decir nada al principio. Solo nos observamos. Él, con esa mezcla de alivio y algo que parecía celos mal disimulados. Yo, todavía sostenida por el no que le había dado a Lucas, lista para algo distinto, aunque no supiera exactamente qué.
—Te estuve esperando —dijo Pablo, sin rodeos.
—Y yo te necesitaba —respondí, como si fuera lo más natural del mundo.
No hacía falta explicar más. No en ese momento.
—¿Quién es ese imbécil? —preguntó Pablo, sin rodeos, sin siquiera intentar sonar diplomático.
Su mirada seguía clavada en la espalda de Lucas, que ya se alejaba entre los invitados como si nada, pero con ese aire de “me doy cuenta de todo” que solo los hombres heridos por el ego saben tener.
—Mi jefe —dije, soltando el aire como si eso fuera suficiente para explicarlo todo. Pero lo vi fruncir el ceño, así que agregué con un tono más seco, casi como una confesión resignada—: Y también una especie de relación laboralmente tóxica y emocionalmente confusa. Pero nada más. O nada serio… al menos para mí.
Pablo me miró, con esa expresión de no saber si reírse o preocuparse. Yo me encogí de hombros, como diciendo sí, ya sé… mi vida es un caos controlado.
—¿Te trata así siempre? —preguntó, bajando la voz, ahora con una mezcla de enojo y ternura que me sorprendió.
—A veces. Cree que si me ofrece una copa y me acaricia el brazo, voy a olvidar que me debe tres pagos y dos disculpas —dije, sonriendo con sarcasmo.
Él me observó un momento más. Luego, sin decir nada, se acercó un poco más, tan cerca que sentí el calor de su cuerpo en medio del aire frío del teatro.
—¿Nos vamos? —preguntó. Esta vez con una voz más baja, íntima, como si esa pregunta tuviera más peso que sólo abandonar el cóctel.
Lo miré. Ni lo dudé.
—Sí. Vámonos de una vez.
—Vámonos en mi auto —dijo Pablo, con firmeza, mientras me quitaba suavemente la copa vacía de la mano. —Mañana volvemos por el tuyo. Estás borracha.
Lo miré entrecerrando los ojos, a medio camino entre la indignación y el alivio.
—¿Borracha yo? —dije, intentando sostener la dignidad como si no se me estuviera tambaleando el alma y los tacos. —Estoy… delicadamente ebria. Es distinto.
Pablo soltó una pequeña risa, esa que hace con la nariz, como si no quisiera reír pero no pudiera evitarlo.
—Bueno, señorita “delicadamente ebria”, venga —dijo, tomándome de la mano. Su tacto era firme, pero sin presión. Como si me guiara, pero también me preguntara a cada paso si quería seguirlo.
Y yo quería. Eso lo tenía muy claro.
Salimos del teatro como si escapáramos de una película que ya no nos pertenecía. El aire de la noche me golpeó con frescura, despertándome un poco, aunque seguía con esa mezcla rara de burbuja, sueño y deseo.
Él abrió la puerta del auto y me ayudó a entrar con una delicadeza que contrastaba demasiado con el beso que me había dado horas antes contra la camioneta. Ese contraste… me encantaba.
Subió, encendió el motor, y mientras el auto avanzaba lentamente por las calles medio vacías, yo lo miré de reojo.
—¿Y ahora a dónde vamos? —pregunté, con voz baja, como si la respuesta pudiera cambiarlo todo.
Pablo no me miró, pero sonrió, esa sonrisa torcida que ya empezaba a ser peligrosa para mi sistema nervioso.
—A donde podamos seguir lo que empezamos —dijo. —Pero sin público.
El camino fue corto, pero se sintió como si el auto flotara. No hablábamos mucho. Solo había silencios cómodos, miradas furtivas, y el sonido de la ciudad apagándose a medida que nos alejábamos del centro. Yo apoyé la cabeza en la ventana unos segundos, sintiendo el pulso en las sienes, el cosquilleo persistente del alcohol, y el calor que me subía de a poco, como una ola que no tiene nada de inocente.
Cuando llegamos a mi casa, Pablo detuvo el auto justo frente a la entrada. Las luces de la calle dibujaban sombras suaves en el capó y, por un segundo, ninguno de los dos se movió.
—Julieta no está —dije, mientras sacaba las llaves de la cartera. —Está con Martín. Lo que significa que tengo la casa para mí… bueno, para nosotros.
Pablo me miró, y en ese momento no hizo falta ninguna frase con doble sentido. Todo ya estaba implícito. Me bajé con un poco más de equilibrio del que esperaba y lo esperé en la puerta. Él vino detrás, con ese paso tranquilo que tiene cuando está seguro de algo. Y esa seguridad… era directamente proporcional al descontrol que empezaba a agitarse en mí.
Abrí la puerta, lo dejé entrar primero. Y cuando crucé detrás de él, cerré con llave como si el mundo quedara afuera.
Mi casa estaba en penumbras, con apenas la luz del pasillo encendida. Se dio vuelta para mirarme y, por un momento, ninguno de los dos se movió.
Yo di el primer paso.
Lo tomé de la camisa y lo atraje hacia mí. No hubo palabras, no hacían falta. Mis labios encontraron los suyos como si hubiera estado esperando ese momento desde el primer día que lo vi parado en la puerta de la radio. La intensidad fue inmediata, desesperada, sin preámbulos. Él me tomó por la cintura con fuerza, como si necesitara asegurarse de que no me iba a ir a ningún lado. Y yo no tenía ninguna intención de hacerlo.
Las manos empezaron a explorar, el deseo a apretar desde dentro, y el tiempo a disolverse.
Estábamos solos. Mi casa era un escenario perfecto. Y esta vez… no había testigos, ni interrupciones, ni relojes.
Solo él. Solo yo. Y todo lo que venía conteniéndose desde el primer «hola».
El beso no se rompió ni cuando caminamos a ciegas por el pasillo, tropezando apenas con una silla, riéndonos entre respiraciones agitadas. Fue él quien me guió al sofá, como si ya lo conociera, o como si el deseo le diera un extraño sentido de orientación.
Me dejé caer primero, de espaldas, con los brazos extendidos sobre el respaldo. Pablo se inclinó sobre mí con esa intensidad tan suya, esa mezcla de ternura y hambre. Su cuerpo encima del mío encajaba perfecto, como si el universo lo hubiera diseñado para este momento exacto.
Sus labios bajaron por mi cuello, lentos, como si cada centímetro de piel fuera un descubrimiento. Sentí el calor de su respiración, la textura de su barba rozándome suave, ese cosquilleo delicioso que me erizaba entera.
Mis manos se colaron por debajo de su camisa, ansiosas, explorando su espalda, su piel caliente. Lo sentí estremecerse, y eso me encendió aún más. Él llevó una mano a mi cintura, levantó apenas mi blusa y deslizó sus dedos por mi piel desnuda con una precisión que parecía estudiada, como si ya supiera qué parte de mí quería rendirse primero.
Me mordí el labio. Esta vez sí fue intencional.
El sofá crujió bajo nosotros, cómplice. Él me miró con esos ojos oscuros, brillantes, donde yo me sentía desnuda aunque aún tuviéramos ropa entre medio. Bajó una mano por mi muslo, lenta, peligrosa, y yo cerré los ojos, dejándome llevar, perdiendo la noción de todo salvo de él. Su boca volvió a la mía, más profunda, más urgente, y la noche dejó de tener horas.
Nos devoramos. Literalmente. Como si todo lo que habíamos contenido, lo que no dijimos, lo que evitamos mirar, ahora explotara en caricias, en susurros rotos, en roces que sabían a fuego lento. Todo en el sofá, con las luces apagadas, con el silencio de una casa vacía y el corazón latiéndome en todo el cuerpo.
Ahí, entre almohadones caídos y ropa que empezaba a perderse, me di cuenta de que no había vuelta atrás. Ya no éramos solo palabras, ni miradas nerviosas, ni juegos. Éramos cuerpo. Deseo. Piel.
Y eso, en ese momento, era todo lo que necesitaba.
La luz de la madrugada empezaba a filtrarse por las rendijas de las cortinas, tímida, como si supiera que estaba invadiendo algo sagrado.
Yo estaba tirada en el sofá, con la manta que había rescatado del respaldo cubriéndome apenas. Pablo estaba recostado a mi lado, con un brazo por debajo de mi cuello y la otra mano descansando en mi cintura, como si no quisiera soltarme ni dormido. Su respiración era lenta, profunda. Se había quedado dormido hace un rato, después de una última ronda de besos que me dejó el cuerpo más blando que una nube.
Y yo ahí, mirando el techo, sin saber si quería reír, llorar o tatuarme la noche en la espalda.
Sentía la piel aún caliente, como si su tacto me hubiera dejado encendida por dentro. Pero también había un cosquilleo raro en el pecho. Algo que no era solo deseo. Era otra cosa. Más peligrosa. Más dulce. Más mía.
Me giré un poco para mirarlo. Tenía el cabello revuelto, la boca apenas entreabierta y una expresión de paz que me desarmó. ¿Cómo podía alguien que me había besado con tanta furia podia dormirse con esa ternura? Injusto. Demasiado perfecto para alguien como yo, que apenas lograba no quemarse el café por las mañanas.
Suspiré.
Me estiré con cuidado, sin despertarlo, y tomé mi cigarrillo de emergencia del cajón de la mesa . Me levanté con la manta envuelta en el cuerpo y fui a la terraza. Encendí el cigarro y exhalé despacio.
La ciudad ya empezaba a moverse allá abajo, pero yo no.
Yo seguía ahí, suspendida entre lo que fue y lo que quizás podría ser.
Y por primera vez en mucho tiempo, no me sentí sola.
De pronto, escuché el chirrido suave de la puerta y luego el inconfundible sonido de pasos bajando las escaleras. Congelé la exhalación del cigarro a medio camino.
—No… —susurré, con los ojos abiertos como platos.
Desde el sofá, escuché a Pablo moverse rápidamente, el sonido de la manta siendo arrastrada y un par de maldiciones bajitas mientras trataba de cubrirse con lo primero que encontró: una de mis bufandas (la menos útil en este contexto).
—¿Carina? —la voz de Julieta sonó desde la escalera, con ese tono confuso de quien no espera ver una escena post-rompimiento de muebles a las siete de la mañana.
Me giré justo a tiempo para ver su cara asomándose desde la baranda, ojos bien abiertos, una ceja levantada y la boca formando una O gigante. Su mirada fue directo de mí, con el cigarrillo y la manta apenas sostenida en una mano, a Pablo acurrucado con mi bufanda como escudo de guerra.
—¿Pero qué clase de película francesa me perdí acá? —dijo, con una mezcla de horror fingido y disfrute absoluto.
Pablo soltó una risa contenida, hundiéndose más en el respaldo del sofá.
—Hola, Julieta… —dijo, sin atreverse a levantar la mirada.
—¿Hola, Pablo? ¿Así saludás en esta casa ahora? —contestó ella, y luego me miró—. No me invitaste a la función principal, pero al menos avísame si vas a dar una matiné.
Me tapé la cara con la mano y no pude evitar reírme.
—Pensé que estabas con Martín… —dije, como si eso justificara todo el circo.
—Estaba. Pero me dejó hace un rato y pensé que podía volver sin encontrar a alguien cubriéndose con tus accesorios de invierno.
Julieta subió a su habitación con una sonrisa irónica, y desde el pasillo escuché su voz a lo lejos, suelta, como siempre:
—¡Dejaré que se vistan y desayunamos como amigos que no se vieron desnudos! —gritó con ese tono teatral.
No pude evitar soltar una risa. Era Julieta en su máxima expresión, capaz de convertir cualquier situación en una broma, incluso en medio de lo que acababa de pasar. A mí solo me quedó rodar los ojos, aunque por dentro me moría de vergüenza.
Cuando me reuní con ella en la cocina, ya estaba sirviendo café. Con ese aire de «no pasa nada», como si el espectáculo de la mañana no hubiera existido.
—¿Cómo te sientes? —me preguntó, sin mirarme directamente, pero con una sonrisa que dejaba claro que sabía más de lo que decía.
—Bien, supongo —respondí mientras me servía el café, sin querer entrar demasiado en detalles.
Julieta me miró con un toque de burla, pero no dijo nada más.
Pablo salió del baño envuelto en la fragancia del jabón, con el cabello aún húmedo, y una calma que no coincidía con lo que había sucedido unas horas antes.
Se pasó una mano por el cabello, sin mirarme demasiado, como si tratara de disimular el desconcierto que él también debía sentir. Tenía la misma ropa del día anterior, un tanto arrugada, pero no parecía importarle. Aquel día había empezado de una forma completamente diferente a como imaginó que sería, y su rostro reflejaba la misma mezcla de incomodidad y aceptación.
—¿Te quedas a desayunar o…? —pregunte con voz suave, casi como si no quisiera romper el silencio tenso que se había formado entre nosotros.
Lo miré un momento, sin saber qué decir. La verdad es que no quería hablar de lo sucedido, no quería que esto tomara una dirección que no estaba lista para enfrentar. Pero también sabía que era imposible seguir ignorando lo que había pasado.
—Tengo que irme —dijo él, interrumpiendo mis pensamientos—. El trabajo no espera. Y tú… deberías descansar un poco más.
Lo vi ir hacia la puerta, con un paso tranquilo, pero su mirada no dejó de esquivarme. Algo en la forma en que se comportaba me decía que él también estaba buscando una forma de procesar lo que habíamos compartido, sin presionarse, sin complicarlo más de lo que ya estaba.
Antes de que abriera la puerta, se giró hacia mí, y por un segundo, ambos nos quedamos ahí, sin saber qué hacer con todo lo que había quedado entre nosotros.
—Nos hablamos luego —dijo, casi como una afirmación, no como una pregunta.
Asentí con la cabeza, sin poder decir nada más, mientras lo veía salir. Y cuando la puerta se cerró detrás de él, el eco de sus pasos se quedó suspendido en el aire, como un recordatorio de lo que había sucedido, pero también de lo que quedaba por venir.
Me vestí rápidamente, sin mirar demasiado mi reflejo, solo un par de jeans y una camiseta que sabía que no me fallaba. Tomé una rápida taza de café, que me quemó la lengua más de lo que hubiera esperado, pero eso solo hizo que me despertara de golpe.
Salí de casa sin detenerme mucho a pensar, con la sensación de que algo estaba por cambiar, pero aún no sabía qué exactamente.Julieta no dijo nada en todo el camino, al menos, el aire fresco de la calle me trajo de vuelta a la realidad, donde todo parecía moverse con una tranquilidad inquietante.
Llegamos al trabajo en unos minutos, mi mente aún daba vueltas,en flash back intensos de la noche anterior.
Cuando entré, todo parecía estar en su lugar, pero la calma solo resaltaba el ruido en mi cabeza. Los colegas ya estaban trabajando, pero el lugar estaba en silencio, como si nadie se atreviera a interrumpir lo que, a esas alturas, ya se sentía como una tormenta interna.
Pero lo que no esperaba era ver a Lucas, que me miraba desde su escritorio con esa expresión tan suya de curiosidad y descaro.
—¿Todo bien? —preguntó sin rodeos, como siempre.
Lo miré, con esa sonrisa nerviosa que nunca me salía natural.
—Sí, todo bien —respondí, mientras dejaba mis cosas sobre la mesa. Me senté en mi puesto y traté de concentrarme en el trabajo. Pero, por supuesto, eso nunca funciona.
Lucas se acercó a mí con esa actitud característica de quien no tiene miedo de abordar lo que todos intentan evitar. Lo miré de reojo mientras trataba de organizar mis pensamientos y no dar demasiada importancia al hecho de que, en ese momento, me sentía más vulnerable de lo que hubiera querido admitir.
—¿Podemos hablar de lo que pasó en el teatro? —dijo, sus ojos fijos en los míos, con una mezcla de curiosidad y algo que no pude descifrar de inmediato.
El tono de su voz no era el de una pregunta casual; era el tipo de pregunta que se hace cuando sabes que lo que se va a decir a continuación cambiará algo entre los dos. Mi estómago dio un pequeño vuelco, pero traté de mantenerme tranquila.
Respiré profundo antes de responder. No tenía ganas de hablar de eso, no ahora, pero también sabía que Lucas no se iba a rendir tan fácilmente.
—¿Qué exactamente quieres saber? —dije, con la voz lo más tranquila posible, pero mi tono se notaba más rígido de lo que quería. Estaba clara la tensión, y más aún con la sensación de que mis nervios estaban a punto de explotar.
Lucas se quedó inmóvil por un momento, y su mirada, que antes había sido curiosa, ahora estaba cargada de algo más. Lo cierto es que mi respuesta había sido directa y tajante, pero también sabía que, en el fondo, algo de lo que acababa de decirle podría haberlo dejado con más dudas que certezas.
—Anoche no pasó nada —repetí, esta vez con más firmeza, para que quedara claro. Mi voz no tembló, pero internamente mi mente seguía dando vueltas a todo lo que había sucedido.
Lucas no respondió de inmediato. Me miró con una intensidad que me hizo sentir incómoda, y por un momento, casi creí que se estaba guardando algo más. Pero, para mi sorpresa, soltó una risa suave, casi imperceptible, como si se diera cuenta de lo obvio, aunque no pareciera ser tan fácil para él aceptarlo.
—Lo que pasó anoche… no pasó nada, lo sé —dijo, con un tono que tenía algo de resignación, pero también una cierta comprensión que no me esperaba—. Pero eso no significa que no vea lo que está pasando. Y si tú no lo ves, Carina… puede ser aún más complicado de lo que imaginas.
Me sentí desconcertada por su comentario. ¿Qué quería decir con eso? ¿Qué era lo que veía? Yo estaba tratando de mantener las cosas simples, de no complicarme la vida más de lo necesario, pero Lucas parecía empeñado en desarmar cualquier tipo de fachada que había intentado construir.
Lo miré fijamente, y decidí no dejarlo continuar con esa incertidumbre.
—Lucas, tú eres mi jefe, eres casado, y yo no quiero tener problemas por cosas que tú imaginas. No quiero que haya malentendidos entre nosotros —dije, tratando de mantener la calma, aunque por dentro sentía que la tensión de la conversación comenzaba a alcanzar un nivel incómodo.
Él me observó un poco más, como si sopesara mis palabras. Hubo una pausa, como si estuviera procesando lo que acababa de decirle. Y finalmente, soltó un suspiro, una mezcla de aceptación y algo más que no pude captar del todo.
—Está bien, Carina. Lo dejaremos ahí, por ahora —dijo, casi como si no quisiera llevar más lejos el tema. Pero había algo en su voz que me hacía pensar que no iba a olvidar tan fácilmente la conversación.
Sin decir más, se dio vuelta y regresó a su escritorio, dejándome con esa sensación extraña de que, aunque yo quisiera dejar las cosas claras, había algo que no se iba a resolver tan fácilmente. Quizás él lo había entendido, o quizás solo estaba poniendo en pausa lo inevitable.
Decidí que era mejor seguir con mi día, no permitir que la conversación con Lucas se quedara dando vueltas en mi cabeza. Tenía trabajo que hacer y, aunque la tensión seguía ahí, no podía dejar que me afectara más de lo necesario.
Me puse los auriculares, traté de concentrarme en las tareas que me esperaba y sumergirme en la rutina. Pero, por dentro, algo seguía ahí: una especie de caos silencioso. Los mensajes sin responder, las conversaciones no dichas, la presencia de Pablo, los roces con Lucas… Todo eso se acumulaba en algún rincón de mi mente, pero no podía darle espacio en ese momento.
Las horas pasaron más rápido de lo que esperaba. Entre llamadas y pequeños detalles que iban surgiendo en la oficina, la tarde se fue desvaneciendo, y el reloj avanzaba sin darme tregua. Por un momento, me sentí como si el resto del mundo siguiera girando mientras yo me mantenía estática, atrapada en pensamientos que no podía procesar del todo.
Cuando por fin llegó la hora de salida, el alivio fue inmediato. Salí de la oficina con paso rápido, sin querer detenerme a pensar mucho más en nada. Solo quería llegar a casa, ponerme cómoda y, si era posible, desconectar un poco de todo.
Me subí al auto que amablemente alguien del teatro habia llevado a la emisora, el tráfico no era tan pesado, y la ciudad pasaba lentamente por la ventana. Pero, a pesar de la calma aparente, sentía la misma tensión flotando en el aire.
Al llegar a casa, todo estaba tranquilo. La puerta estaba cerrada, la luz del pasillo iluminaba débilmente el camino hacia mi habitación. Dejé las llaves sobre la mesa, me quité los zapatos y me desplomé en el sofá. Al principio, solo me quedé mirando el techo, intentando calmar mi mente.
Pero no lo conseguí.
En cuanto mi cuerpo se acomodó, los recuerdos llegaron como una marea, arrastrándome con ellos. Los momentos con Pablo volvieron a mi cabeza con una fuerza arrolladora. Primero, fue el beso en el coche, ese beso inesperado que me había dejado sin aliento.
Cerré los ojos, pero aún veía su rostro frente a mí. Su mirada intensa, sus manos firmes, su voz bajando de tono.De pronto, la imagen de su cuerpo cerca de mí, tan real que casi pude sentirlo, me hizo estremecer. Las manos recorriendo mi piel, el roce de su boca en mi cuello…
Mi respiración se aceleró mientras las imágenes se apoderaban de mí. Estaba en el sofá, pero, en mi mente, era como si volviera a estar con él, en el mismo lugar, en la misma situación. Quería detenerlas, pero mi mente no me dejaba. Cada flashback era más vívido que el anterior.
El calor que había sentido en ese instante volvió con fuerza, como un recuerdo sensorial que no podía sacudirme. Me quedé allí, en el sofá, atrapada entre el deseo y la confusión, sin poder alejar esas imágenes de mi mente. Todo se mezclaba: lo que había sucedido, lo que aún no había sucedido, lo que quería y lo que debía evitar.
Me quedé allí, mirando al techo, el sonido de mi respiración lo único que rompía el silencio de la habitación. El sofá ya no me ofrecía consuelo, y las preguntas seguían rondando en mi cabeza. ¿Es buena idea escribirle ahora? El pensamiento me atormentaba. Un día entero había pasado desde el beso, desde ese momento en el que, por un segundo, todo pareció tan claro. Pero ahora, todo parecía confuso, y no sabía si estaba buscando algo que tal vez no debía buscar.
¿Debería esperar a que él me escribiera primero? La idea de parecer ansiosa me frenaba, pero ¿acaso no era yo la que había iniciado todo eso? ¿O debería escribirle yo? Un pequeño mensaje, solo para saber si él también pensaba en lo que había pasado, o si simplemente era algo sin importancia para él. Pero entonces, una parte de mí me decía que no debía apresurarme. Había tanto que no sabía sobre cómo él lo veía… y sin embargo, el tiempo seguía pasando y mi mente no dejaba de pensar en él.
Me senté en el borde del sofá, mirando mi teléfono. La pantalla permanecía negra, como si me estuviera retando. Pero, ¿estaba realmente desesperada? No lo sabía. ¿O tal vez solo estoy esperando algo que probablemente no va a llegar? La duda me envolvía, y cada vez que pensaba en él, la ansiedad se apoderaba de mí.
Finalmente, decidí no mirar más el teléfono. Había algo que no me permitía avanzar con el mensaje, y tal vez era mejor dejarlo descansar por un momento. Si es algo real, si tiene que ser, llegará… Pensé, aunque la parte de mí que quería respuestas seguía gritando en silencio. Pero era tarde, y al menos por esa noche, no quería hacer nada impulsivo.
Tomé el teléfono, mis dedos ligeramente temblorosos, y sin pensarlo mucho, lo escribí:
«Oye, ¿puedo preguntarte algo?»
Lo miré un momento antes de presionar enviar, como si las palabras pudieran cambiar el rumbo de todo. Mi corazón latía rápido, y aunque trataba de mantener la calma, una parte de mí deseaba saber qué pensaba él de lo que había pasado, cómo lo había interpretado, si había algún tipo de intención detrás de todo eso o si, para él, había sido solo un momento sin importancia.
El teléfono vibró sobre la mesa, interrumpiendo el silencio que había llenado la habitación. Miré la pantalla con cierta ansiedad, y ahí estaba su respuesta: «Sí, claro, pregúntame.»
Mi respiración se aceleró por un momento. El simple hecho de que hubiera respondido tan rápido me dio una sensación extraña de alivio y nervios al mismo tiempo. Era como si, de alguna forma, hubiera abierto una puerta que no podía cerrar ahora.
Volví a tomar el teléfono y, como si las palabras hubieran estado esperando en la punta de mis dedos todo el día, escribí:
¿Pudiste conocerme mejor?»
No era una pregunta inocente. Iba cargada de todo: de la noche en el sofá, del deseo no dicho, de los silencios compartidos, de mis dudas, de sus miradas, de esa manera en la que su mano se había quedado sobre mi cintura un segundo más de lo necesario. Era una pregunta con doble filo, que podía sonar dulce… o peligrosa.
Apenas la envié, me sentí desnuda. Como si le hubiera mostrado algo de mí que normalmente escondo. Porque, más allá de todo lo físico, lo que quería saber era si él me había visto realmente. Si me había sentido. Si había notado que yo no solo lo deseaba, sino que estaba empezando a quedarme ahí, entre sus palabras, en sus gestos, en sus pausas.
Esperé con el corazón acelerado. Y, por un momento, me reí de mí misma. Ay, Carina… si te vieras ahora. En el sofá, como una adolescente esperando que el chico que te gusta te diga que también pensó en ti todo el día.
Pero no podía evitarlo. No después de todo lo que había pasado.
El teléfono vibró otra vez.
Tomé aire antes de mirar la pantalla, como si eso pudiera preparar mi corazón para cualquier cosa que dijera. Y ahí estaba:
«Conocí más de lo que esperaba… y quiero seguir conociendo.»
Me quedé inmóvil unos segundos. No sé si fue la forma en la que lo escribió, o el peso que tenían esas palabras justo en ese momento. Sentí una corriente eléctrica recorrerme el cuerpo. No era solo deseo. Era algo más profundo, más íntimo. Él me había visto. Y no solo eso: quería seguir viéndome.
Sonreí. De esas sonrisas que se te escapan, aunque estés sola. Me pasé la mano por el pelo, intentando hacerme la tranquila, pero por dentro era un caos hormonal y emocional.
¿Y ahora qué hago con esta ternura que me da? ¿Con esta gana de decirle ven ya, aunque no tenga sentido?
Apreté el teléfono contra el pecho un segundo, como si pudiera guardar ese mensaje adentro, como si eso lo hiciera más real.
Pensé en responder algo ingenioso, coqueto, pero al final escribí lo que realmente sentía.
«Entonces sigue asi. Te estoy esperando.»
Y lo envié.

El diablo
“El día había sido tan agotador que lo único que quería era meterme a la ducha y dejar que el agua caliente —casi infernal— me corriera por el cuerpo, como si pudiera derretirme,
“Hice todo mi ritual de cuidado de la piel casi en piloto automático y me metí en la cama. Pasaba las redes sociales por inercia, sin prestar realmente atención, porque mi mente, traicionera como siempre, me llevaba a él. ¿Qué estaría haciendo? ¿Ya se habría acostado? ¿Habrá comido?”
“Y justo ahí, como si lo hubiera invocado con mis pensamientos, llegó un mensaje suyo: ‘Buenas noches, pequeña. ¿Ya te dormiste?’”
Sentí un vuelco en el pecho. No exagero. Literalmente un pequeño infarto emocional. Me quedé mirando la pantalla como si fuera un espejismo, medio sonriendo, medio preguntándome si de verdad había escrito “pequeña”.
“Me meteré en la ducha”, dijo. Así, como quien no quiere la cosa, pero claramente queriendo. Como si necesitara que yo lo imaginara, con todo el descaro y la confianza del mundo. Y, obvio, lo imaginé. No porque quisiera, eh. Mi mente lo hizo sola, rapidísima, como si tuviera un botón de play listo para esas situaciones.
Le escribí: “¿Ese comentario era informativo o pretendía generar imágenes mentales? Porque si es lo segundo, lo lograste. Y no es justo, yo ya me lavé la cara.”
Puse el celular boca abajo, como si eso pudiera frenar el incendio interno. Y me reí sola, como una boba. Porque sí, me tenía. Bien agarrada.
De pronto, apareció una foto. Ese circulito cargando que siempre me pone nerviosa, y el modo View Once activado. Ya podía predecir que esto me iba a gustar… aunque también sabía que iba a durar un suspiro. Literal. Un abrir y cerrar de ojos.
Era él, frente al espejo del baño. El torso al descubierto, mojado, con gotas que aún se deslizaban como si no quisieran irse. La toalla gris, baja, apenas. La mirada levantada hacia la cámara del celular. Tranquilo. Seguro. Como si no supiera (o supiera perfectamente) lo que estaba provocando.
Vi la foto una sola vez, como manda el modo View Once. Pero mi memoria, traicionera y eficiente, la guardó en HD.
Le escribí, medio en broma: “Quisiera ver eso mejor en video, la foto fue un poco… corta”.
Mi dedo permaneció suspendido sobre el botón de enviar, y aunque intenté parecer tranquila, el ardor en mis mejillas no mentía. Pero al diablo con todo. ¿Qué tan grave sería decir algo como eso, no? Solo estaba jugando… ¿verdad?
Y justo cuando me quedé pensando si había sido muy atrevida, sonó la entrada de la videollamada.
¿Por qué tenía que ser tan seguro de sí mismo? ¿Y por qué me dejaba tan indefensa? Como si supiera exactamente cómo hacerme perder la compostura, como si lo hiciera a propósito. No pude evitar sonreír, aunque la ansiedad me estaba comiendo por dentro.
Conteste sin pensarlo demasiado, como si al hacerlo pudiera eliminar todo ese remolino de emociones que me daba vueltas en el estómago. Ahí estaba yo, en pijama y sin maquillaje, totalmente vulnerable.
Y ahí estaba él, recostado en su cama. Las sábanas oscuras, el respaldo de madera, las lámparas a media luz, creando ese ambiente de calma que me hacía sentir tan pequeña y tan… observada.
“¿Te interrumpo?” dijo, con una sonrisa que se sentía a kilómetros de distancia, pero que, por alguna razón, aún conseguía derribar cualquier intento de defensa que tuviera.
“No,” respondí, aunque mi voz temblaba un poco, como si de alguna manera quisiera ofrecerle una puerta abierta, aunque no sabía bien a qué. Me quedé ahí, inmóvil, mirando su rostro tan cerca de la pantalla, con una serenidad que a mí me parecía peligrosa.
La luz suave de la lámpara sobre él, esa penumbra que lo rodeaba, me hacía pensar que no quería que la llamada fuera corta. Que en realidad, ninguno de los dos la quería así.
«Oye,» me dijo, y su voz tenía un tono diferente, más suave, más sincero. «No pude dejar de pensar en ti. En lo que pasó, en todo el día, en tu piel, en tu pelo…»
Su confesión me dejó sin palabras, como si esas palabras, esas simples palabras, fueran capaces de hacerme tambalear. Mi respiración se aceleró un poco, y aunque intenté mantener la calma, algo en mi interior se desbordaba.
No sabía si quería que dijera más, o si me asustaba la intensidad con la que lo decía. Pero una cosa estaba clara: la conexión entre nosotros ya no se podía disimular.
Me cambié de posición, sin pensar demasiado, y me puse de panza sobre la cama, con el teléfono frente a mí. La nueva postura dejó al descubierto el escote de mi pijama, sin que pudiera evitarlo. Nada quedaba a la imaginación, no de esa forma.
El suspiro de él al otro lado de la pantalla no pasó desapercibido. ¿Había sido tan obvio? ¿Lo había notado? No me atreví a mirarlo de nuevo, pero la tensión ya se sentía pesada entre nosotros.
Vi cómo su mirada cambió de repente, como si la pantalla hubiera encuadrado algo que no esperaba. Respiró hondo, un tanto distraído, y luego, con una sonrisa que intentó disimular, dijo:
“Eso sí que no me lo esperaba…”
Y aunque trató de mantener la calma, sus ojos no podían ocultar lo que había notado. Mi pecho latía más rápido, pero al mismo tiempo me sentía curiosamente en control, como si las reglas de este juego que estábamos jugando se estuvieran reescribiendo en tiempo real.
«No puedes hacerme esto,» dijo, su voz ahora más grave, cargada de algo que no podía ocultar. «Me estás volviendo loco.»
Vi cómo sus manos se movían ligeramente sobre las sábanas, como si intentara descubrir algo más, algo que quizás no quería admitir en voz alta. La tela se deslizaba lentamente, dejando al descubierto más de su cuerpo, y el silencio entre nosotros se volvió casi insoportable.
«¿Volverte loco?» respondí con una sonrisa traviesa, aunque mi voz temblaba un poco. «¿Y eso es malo o solo… inevitable?»
Lo miré a través de la pantalla, tratando de no sonrojarme mientras sus movimientos seguían siendo tan… provocadores. «Porque si te soy sincera,» añadí con tono desafiante, «no creo que haya vuelta atrás ahora.»
«Juguemos un juego,» dijo él, y aunque su voz intentaba sonar casual, había algo en su tono que dejaba claro que no estaba hablando de cualquier cosa.
“¿Qué tipo de juego?” pregunté, inclinándome un poco hacia la pantalla, sin poder evitarlo. La curiosidad, mezclada con la adrenalina, me estaba ganando.
“El tipo de juego en el que ya no puedes dar marcha atrás,” contestó, y aunque la sonrisa era visible, sus ojos decían algo diferente. Algo mucho más serio.
“Te hago una pregunta,” dijo, su voz ahora más suave, pero con una firmeza que no dejaba lugar a dudas. “Y no puedes no contestar.”
Lo miré, un poco desconcertada, pero sin apartar la mirada. “¿Qué pasa si no quiero?” le respondí, dejando escapar una sonrisa juguetona, aunque una parte de mí ya sabía que no podría resistirme.
“Entonces, el juego acaba antes de lo que te imaginas,” replicó, su tono bajo y provocador.
“Está bien, empieza entonces,” dije, dejando que la sonrisa se me escapara un poco, aunque por dentro ya sentía la ansiedad burbujear. “¿Qué quieres saber?”
Su mirada se intensificó, como si estuviera sopesando qué preguntar, sabiendo que cualquier cosa que dijera podría cambiar todo.
“¿De verdad quieres saberlo?” preguntó, con una sonrisa que no escondía ni un ápice de juego. “Porque no hay vuelta atrás una vez que lo pregunte.”
¿Lo que paso anoche entre nosotros era lo que esperabas o te decepcione?,dijo con confianza.
Me quedé en silencio por un momento, sintiendo el peso de la pregunta. Mis ojos no podían dejar de mirarlo, como si quisiera encontrar alguna pista en su rostro. Finalmente, respondí, con la voz un poco más baja de lo que esperaba.
“¿Lo que esperaba?” repetí, sonriendo de medio lado para intentar restarle gravedad a la situación. “¿Y qué esperabas tú, exactamente?”
Pero por dentro, mi corazón ya había respondido. Había algo en lo que pasó entre nosotros que me sacó del eje, me sacó de mi zona de confort. Pero aún no estaba lista para admitirlo en voz alta.
«Pero responde,» dijo él, su voz más firme, como si no quisiera dejarla escapar. «No huyas de la pregunta.»
Sentí un nudo en el estómago, como si la respuesta estuviera ahí, justo en la punta de la lengua, pero me costara dejarla salir. Estaba atrapada entre la tentación de evadirlo y la necesidad de ser honesta. Finalmente, tomé aire y lo miré a través de la pantalla.
«Lo que realmente me sorprendió,» dije, un poco más tranquila ahora, «es lo que pasó entre nosotros sobre ese sofá. No esperaba sentir esa conexión, tan… intensa. Tan natural. Como si todo lo demás se desvaneciera, como si solo existiéramos nosotros dos.»
Mi voz se volvió un poco más suave, casi como si todavía pudiera sentir el calor de ese momento. «Nunca había experimentado algo así… la forma en que todo encajaba, sin que ni siquiera lo planeáramos.»
Pablo me miró por un segundo, casi como si estuviera procesando mis palabras, antes de que una leve sonrisa se asomara en sus labios.
«Yo también lo sentí,» dijo, con una mirada profunda que no me dejó escapar. «Y no te voy a mentir, no pensaba que sería así. Pero en ese momento, sobre el sofá, parecía que todo lo demás importaba menos. Como si el mundo se hubiera hecho más pequeño, solo para nosotros.»
Su tono era sincero, pero había algo más, algo en su mirada que no podía ignorar. Como si ese momento no solo hubiera sido una conexión, sino algo mucho más profundo que lo que ambos queríamos admitir.
«Es tu turno de preguntar algo,» dijo él, con un tono desafiante pero suave, como si estuviera abriendo una puerta para algo más profundo.
Lo miré por un momento, sintiendo el peso de la oportunidad, y la respuesta me salió antes de que pudiera pensarlo mucho.
«¿Qué es lo que más te gusta de mí?» pregunte, con un tono que, aunque suave, dejaba entrever la curiosidad y la inseguridad de alguien que no estaba acostumbrada a poner todo en la mesa tan directamente.
«Mmm…» pensó él, mirando hacia arriba, como si estuviera buscando las palabras correctas. Luego, se inclinó hacia adelante, acercándose más a la cámara, y sus ojos se encontraron con los de Carina. «Primero… tu piel, lo suave de tu piel. Tus ojos, que parecen absorberme, atraparme. Tu pelo, su olor…»
Se detuvo un momento, como si estuviera disfrutando de la imagen en su mente. Luego, sus palabras se hicieron más audaces, pero no dejó de mirarla fijamente.
«Tus muslos, que tentan. Y tus labios…» agregó, su voz más baja, como si cada palabra fuera use quedó unos segundos en silencio, sintiendo cómo cada palabra de Pablo caía sobre ella como una ola. Su respiración se aceleró un poco, y aunque intentó mantener la calma, sus mejillas comenzaron a arder.
“No… no esperaba eso,” dije, casi en un susurro, sin apartar la mirada de la pantalla. Su voz sonó un poco temblorosa, pero no podía negar la sensación que esas palabras le provocaron. “¿Sabes? Me haces sentir como si no tuviera escapatoria… Como si no pudiera ocultarme de lo que realmente siento.”
Srecostó un poco más sobre la cama, sintiendo una mezcla extraña entre vulnerabilidad y deseo.
«Y no sé si eso es aterrador o… emocionante,» murmuró, sin dejar de mirarlo. «Pero, ¿de verdad crees que todo eso se nota tanto?»
n confesión. «Si hablamos de lo físico… eso.»
Me quede unos segundos en silencio, sintiendo cómo cada palabra de Pablo caía sobre mi como una ola. Su respiración se aceleró un poco, y aunque intente mantener la calma, mis mejillas comenzaron a arder.
“No… no esperaba eso,” dije, casi en un susurro, sin apartar la mirada de la pantalla.
Su voz sonó un poco temblorosa, pero no podía negar la sensación que esas palabras le provocaron. “¿Sabes? Me haces sentir como si no tuviera escapatoria… Como si no pudiera ocultarme de lo que realmente siento.”
Se recostó un poco más sobre la cama, sintiendo una mezcla extraña entre vulnerabilidad y deseo.
«Y no sé si eso es aterrador o… emocionante,» murmuró, sin dejar de mirarme.
Estaba impresionada por su manera de describirme, como si conociera cada rincón de mi ser sin siquiera tocarme. Cada palabra que salía de su boca parecía calar más hondo de lo que esperaba.
“No… no sabía que me veías así,” dije, casi en un susurro, aún tratando de procesar lo que acababa de escuchar. “Me haces sentir como si estuviera… expuesta, pero no de la manera incómoda, sino de una forma extraña… agradable.”
Me quedé un momento en silencio, mirando la pantalla, intentando descubrir qué había detrás de esa intensidad en sus ojos.
“No pensaba que tus palabras pudieran ser tan… poderosas,” añadí, casi sin darme cuenta, dejando que mi vulnerabilidad fuera un reflejo de la intensidad del momento.
«Me encantaría tenerte conmigo ahora, otra vez,» dijo él, con una voz tan profunda y sensual que parecía casi como si estuviera musicalizando el momento. Sus palabras se deslizaban suavemente por la pantalla, como una melodía que no podía dejar de escuchar. «Solo pensarlo me hace… desear que el tiempo se detuviera.»
La intensidad de su voz, la forma en que cada palabra parecía hecha a medida para tocar algo dentro de mí, me dejó sin aliento.
“Y yo quisiera estar ahí,” le dije, sin quitarle la mirada, como si quisiera que él viera la confianza que sentía en ese momento, como si mis palabras fueran una invitación, pero también una verdad profunda que no podía esconder.
Pablo respiró hondo, su mirada se oscureció por un instante, como si mis palabras lo hubieran alcanzado de lleno.
«Si supieras lo que me haces sentir con eso…» dijo, su voz más grave, casi un susurro cargado de deseo. «Cada vez que dices algo así, todo lo que quiero es estar contigo, cerca de ti. Dejar que el tiempo se disuelva entre nosotros.»
Se inclinó un poco hacia la cámara, acercándose más, como si quisiera que cada palabra llegara directamente a mí.
«Y no sabes cómo me gustaría tenerte aquí, ahora mismo… sentirte cerca de mí, sin nada que nos separe.»
En mi mente, el diablo se apoderó de mí, y la tentación fue más fuerte que cualquier cosa.
«Ahora yo te propongo un juego,» dije, con una voz suave pero cargada de desafío. «Si quieres sentirme, tienes que imaginarme. Deja el teléfono cerca de tu oído y… imagina lo que yo te diga.»
Mi corazón latía con fuerza mientras mis palabras flotaban en el aire. Había algo liberador en esa propuesta, algo que desbordaba las fronteras de lo físico y se metía en un terreno más íntimo, más peligroso.
Pablo, sin pensarlo demasiado, asintió lentamente, su mirada fija en la cámara como si estuviera cayendo en el mismo juego que yo le proponía.
«Me encanta este juego,» dijo, con una sonrisa que dejaba claro que la tensión ya no se podía ocultar. «Está bien, lo haré. Voy a dejar el teléfono cerca de mi oído.»
Vi cómo dejaba el celular a un lado, y por un momento, el silencio entre nosotros parecía expandirse, como si todo se estuviera preparando para lo que vendría.
«Estoy listo,» dijo con voz baja y grave, sin apartar la mirada de la pantalla. «Hazme sentirte
Respire hondo, sintiendo cómo el juego entre ambos subía de tono. Miró la pantalla, como si quisiera hacerle sentir lo que no podía tocar, y luego dijo con voz suave, casi un susurro:
“Imagina que estoy ahí… Puedes oler mi perfume dulce en mi cuello, tan cerca que parece que se mete en tu piel. Puedes sentir mi mano helada, subiendo desde tu ombligo, recorriendo cada centímetro hasta tu pecho.”
Mi voz se hizo más baja, casi un murmullo en la oscuridad, como si sus palabras fueran más que solo eso, como si lo estuviera haciendo sentir lo que no podía ver.
“Imagina mis muslos sobre ti, apretando tus caderas mientras beso tu cuello,” dije, ahora con la voz más sensual, cargada de deseo. “Mis manos acariciando tu pelo, acercándome más y más a ti, sintiendo cómo tu cuerpo responde a cada movimiento.”
Cada palabra parecía estar diseñada para mantener a Pablo completamente atrapado en la imagen que yo estaba creando, una imagen que no solo era mental, sino también emocional, algo que se sentía en el aire, palpable entre nosotros.
«¡Ay, no! Para,» dijo él, casi jadeando, como si sus palabras salieran a duras penas. «Ya no puedo más…»
Su voz era baja, cargada de deseo y una mezcla de frustración, como si estuviera al borde de ceder por completo.
“Lo que me estás haciendo es… demasiado,” añadió, respirando con más dificultad. “Me tienes completamente descontrolado.”
“Te deseo tanto, tanto…” murmuro, sin poder evitarlo, dejando que sus palabras fluyeran con el mismo deseo que sentía yo.
Sus ojos brillaban con la misma necesidad que había estado construyéndose entre ellos. Era una mezcla de vulnerabilidad y deseo, algo que ya no podían esconder.
“Es muy tarde,” lamente, mi voz suavizándose un poco, como si la realidad de la situación finalmente estuviera tomando forma. “El tiempo pasó volando, pero… es mejor que nos durmamos.”
Pablo me miró un momento, un tanto frustrado, como si no estuviera listo para que ese momento terminara. Su respiración era más pausada, pero aún se podía ver el deseo en su mirada.
“Lo sé,” respondió con voz grave, casi resignado. “El tiempo se nos escapó… pero no puedo evitar pensar en lo que acabas de decir. Lo que me hiciste sentir.”
Con un suspiro, se recostó en su cama, aunque su mente aún estaba llena de todo lo que acababan de compartir.
“Buenas noches,” dije, dejando que el cansancio y todo lo que habíamos sentido se posara sobre mí como una manta suave. Y entonces, sin filtro, sin aviso, se le escapó:
“Te quiero.” parpadeó. Hubo un silencio breve, tan frágil como el momento.
Y luego lo dije también, casi al mismo tiempo, como si mis palabras vinieran de un impulso tan sincero.
“Yo también te quiero.”
Se hizo otro silencio, pero distinto. Uno que no pesaba, sino que envolvía.
Nos quedamos ahí, mirándonos a través de la pantalla, con sonrisas medio tímidas, medio incrédulas, como si los dos supiéramos que acababa de pasar algo importante… sin haberlo planeado.
Apagué la luz. La habitación se volvió un refugio silencioso, apenas iluminada por las luces lejanas que se colaban por la ventana.
La sensación de todo lo que había narrado se apoderaba de mí, como si mi propio cuerpo siguiera escuchando mis palabras, sintiéndolas.
No podía evitar imaginarlo del otro lado, en su cama, aún con mi voz rondándole la mente.
¿Estaría acostado? ¿Con los ojos cerrados? ¿Repasando cada imagen que le di, cada palabra que le susurré?
Me giré sobre el colchón, con una sonrisa que no pude evitar. No era solo deseo. Era la certeza de haber tocado algo en él… y de que eso, de alguna forma, ya me había tocado a mí también.
Y de pronto, sin darme cuenta, me encontré tocándome.
Sola en mi cama, pero con el alma de Pablo dentro de mí.
Como si su presencia me atravesara el cuerpo, como si cada palabra que le dije se hubiera convertido en un eco que ahora se movía por mi piel.
Mis dedos seguían el camino que mi voz le había descrito antes, y cada caricia era una forma de volver a él, de estar con él aunque fuera a través del deseo.
Lo sentía. Lo decretaba.
Él también estaría haciendo lo mismo.
Con mi voz aún tibia en su oído, con mis muslos imaginarios aún aferrados a su cadera, con mi perfume flotando en su habitación.
Y por un instante, tan real como cualquier otra cosa, no estábamos separados.

Rey de espadas
Las semanas pasaron y, sin que nos diéramos cuenta, ya estábamos pisándole los talones al fin de año. Mi relación con Pablo se había transformado en una rutina hermosa y ligeramente cursi: nos mandábamos los buenos días apenas abríamos un ojo (a veces con selfies desastrosas incluidos), nos deseábamos buenas noches como si viviéramos en horarios distintos, y hablábamos horas por videollamada, aunque ya no tuviéramos nada nuevo que contar. Caminábamos por las callecitas de nuestro pintoresco pueblito como dos abuelos modernos, siempre tomados de la mano y discutiendo si el gato del almacenero era real o un holograma.
Pablo estaba cerrando el año con sus estudiantes, lo que significaba que de pronto su vida se volvió una montaña de trabajos prácticos por corregir, actos escolares, y adolescentes con crisis existenciales de fin de curso. La rutina —esa misma que antes nos unía— empezó a jugar en contra: los horarios ya no coincidían tanto, las caminatas se espaciaron, y hasta las videollamadas comenzaron a sonar más a reunión de agenda que a romance.
Y sí, empecé a echarlo de menos. Pero no de ese “ay, qué tierno”… no. Lo extrañaba con ganas. Con ganas de reclamarle que no me contestara un mensaje en cinco horas, y con ganas de abrazarlo apenas apareciera por la esquina. El “hecharlo de menos” empezó a pesar, como cuando te olvidás que el bolso está lleno y lo levantás con una sola mano.
Mientras tanto, en un universo paralelo —pero en mi mismo techo— Julieta y Martín vivían su amor a todo lo que daba. Publicaban fotos empalagosas, hacían cenas temáticas (una vez cocinaron pasteles en forma de corazón ), y hasta habían empezado a decirse “mi vida” sin ironía.
Y yo… bueno, yo me sentía cada vez más abandonada. Como un cactus olvidado en la repisa. Uno decorativo, sin flores. Mis días eran una mezcla de audios no respondidos, meriendas en solitario y la duda existencial
Estaba decidida a cambiar eso. Ya no quería seguir viendo historias ajenas desde la tribuna de mi cama. Así que agarré el celular, respiré hondo como si fuera a mandar una declaración de guerra, y le escribí a Pablo:
“Te extraño demasiado. Quiero verte. Pasaré por ti al colegio.”
Y lo mandé. Así. Sin puntos suspensivos ni emojis. Directo. Como si fuera una persona valiente y no alguien que acababa de borrar y reescribir ese mensaje cinco veces.
Tardó horas en contestar.
Horas.
Horas que, en tiempo emocional, equivalen a semanas.
Pasé por todas las etapas: negación (“capaz está dando clase”), ansiedad (“¿y si lo leyó y no supo qué decirme?”), ira (“¡le hubiera puesto un emoji, mínimo el del corazón partido!”), y finalmente resignación (“bueno, no pasa nada, igual yo tenía que limpiar el baño, ordenar el closet y replantearme toda mi existencia”).
Fui a preparar mate, revisé el celular. Fui a colgar la ropa, revisé el celular. Saqué a pasear al perro imaginario , y revisé el celular como si fuera una máquina de adivinación emocional.
Hasta que, de repente, Pablo respondió.
“Está bien.”
Eso fue todo lo que dijo. Dos palabras. Sin tilde siquiera. Ni un “yo también”, ni un “dale, te espero”, ni un mísero emoji que suavizara el golpe.
Fue un mensaje más cortante que un lunes a la mañana.
Y sin embargo… me emocioné igual. Porque verlo era mejor que quedarme con la duda, que seguir rumiando mis propias inseguridades mientras Julieta y Martín se mandaban videos cocinando risotto en pareja.
Así que me cambié como si fuera a una primera cita (aunque ya conociera su perfume de memoria), me puse rímel con esperanza y perfume con un poco de venganza, y salí de casa con el corazón latiendo más fuerte que el motor de mi vieja bicicleta.
Lo esperé en la esquina del colegio, estacionada, viendo TikToks para matar el tiempo y distraerme del hecho de que mi corazón estaba bailando cumbia adentro del pecho. Cada tanto levantaba la vista para mirar el espejo retrovisor, como quien espía sin querer queriendo.
Y de repente, ahí estaba.
Pablo saliendo por la puerta principal.
Y no venía solo.
Otra vez la rulienta.
La misma de la vez pasada. Esa que parecía sacada de un catálogo de ropa de entretiempo, con sus rulos perfectos, su sonrisa de comercial de pasta dental y esa actitud de “yo no compito con nadie porque ya gané”.
Hablaban, se reían, caminaban despacito como si estuvieran en una escena eliminada de una comedia romántica. Y yo ahí, adentro del auto, con el celular en la mano.
No lo pensé. Ni medio segundo.
Me bajé del auto con una decisión que me salió desde las tripas, con esa energía que solo una escorpiana puede entender: mezcla de orgullo herido, celos pasionales y una pizca de “yo no me voy a quedar mirando esta novela desde afuera”.
Caminé directo hacia ellos, sin importar que el corazón me latiera en las sienes o que probablemente tenía un TikTok pausado en el bolsillo diciendo “¡sí, reina, enfrentá lo que sea!”.
—¡Hola! —dije con una sonrisa que parecía amable, pero que en realidad venía con puñal emocional incluido.
Pablo dio un saltito, medio sorprendido. La rulienta también. Ella me miró como quien no entiende por qué está lloviendo si el cielo estaba despejado.
—Ah… hola —dijo él, medio incómodo.
—Pasé a buscarte —le recordé, como si no fuera obvio. Como si no supiera perfectamente que lo había dicho con intenciones 100% claras.
—Te presento a mi amiga Laura —dijo Pablo, señalando a la chica rubia que estaba a su lado, con una sonrisa algo forzada.
—Ella es psicóloga del colegio. —Laura, que parecía mucho más relajada que yo, me extendió la mano, pero yo la miré como si hubiera sido una prueba de confianza y no pude evitar pensar que era una trampa.
“¿Laura?”
—Ah, ¿me habías hablado de ella antes? —le pregunté, sin esconder ni un poco la mueca en mi cara, esa mezcla de desdén y sorpresa. No pude disimularlo, era más fuerte que yo.
Pablo me miró como si hubiera olvidado completamente mencionar a la tal Laura, como si yo fuera la que estaba cometiendo un error y no él.
—Eh, sí, bueno… no sé, no sé si te mencioné… —respondió él, algo nervioso. Yo lo vi tan desconcertado como un gato mojado y eso, de alguna manera, me tranquilizó un poco.
Laura, por otro lado, parecía tranquila, como si todo fuera lo más natural del mundo.
—Encantada de conocerte —dijo, y su voz sonaba sincera, pero también esa sinceridad me puso más incómoda. ¿Qué clase de “encantada” es esa cuando lo que más te gustaría es que se tragara la tierra?
Pablo, con esa calma que lo caracteriza en sus momentos más desconcertantes, le dio un beso en la mejilla a Laura, como si nada raro estuviera pasando, como si fuera un saludo común entre compañeros de trabajo.
—Nos vemos, Laura —dijo él, con una sonrisa amable.
Y yo me quedé ahí, en el limbo, mirando la escena con una mezcla de confusión y celos.
Antes de que pudiera procesarlo, Pablo me tomó de la cintura con una suavidad que no coincidía con la presión de su mano. Me empujó hacia el auto como si hubiera sido parte de un guion, como si mi incomodidad no fuera algo digno de considerar.
—Vamos —dijo, sin mirarme a los ojos, como si ya todo estuviera resuelto.
Y yo, claro, me dejé llevar. No tenía ganas de discutir, ni de exponer lo evidente. Pero en mi mente, una tormenta de pensamientos chocaba entre sí. ¿Quién era esa Laura, realmente? ¿Por qué se despedía con tanta naturalidad? ¿Y por qué, justo hoy, sentía que todo el universo conspiraba para recordarme que no estaba en control?
—Carina, tú no puedes controlar tu cara —dijo Pablo, con tono un poco molesto, mientras arrancaba el auto.
Y en ese momento, pensé que me había clavado una daga en el corazón, pero con una dosis extra de sinceridad que me descolocaba aún más.
Me quedé en silencio, mirando por la ventana como si ahí, en ese paisaje gris, pudiera encontrar la respuesta a todo lo que acababa de suceder.
¿Mi cara?
La verdad es que la cara no la podía controlar, pero el resto de las cosas… oh, cómo sí.
—Perdón —le dije al fin, con una calma tensa, aunque no estaba segura si lo decía por él o por mí.
Pablo, suspiró. Yo lo escuché, pero no lo sentí. La diferencia de intenciones me daba vueltas en la cabeza. Mientras él quería una conversación civilizada, yo me sentía como si estuviera participando en una competencia de «quién habla mas rapido”
De pronto, algo en mí explotó, como un volcán que llevaba meses acumulando presión. Estaba sentada frente al volante, el auto estaba detenido, pero mi cabeza iba a mil por hora.
—¡¿Sabes qué?! Yo no entiendo qué onda con esa Laura. ¿Salen solos? ¿Se ven en la escuela? Y NUNCA me habías hablado de ella —lo dije casi gritando, con la voz tan rasposa que casi ni me reconocí.
Mi respiración se aceleró, y sentí que el aire del coche se volvió espeso, casi pesado.
Pablo me miró, sorprendido, pero no por el tono. No. Lo que le chocó fue la sinceridad detrás de mis palabras, porque ya no podía callarme más, ya no quería guardar las cosas en mi cabeza como si fuera una caja fuerte.
Me miró, luego desvió la vista hacia el exterior, como si de repente todo fuera más interesante que mi explosión emocional.
—¿Sabes qué? —dijo finalmente, con voz calmada pero cortante—. Si querías pelear, no sé qué viniste a hacer.
Las palabras cayeron como un balde de agua fría. Me quedé congelada, mirándolo como si de repente fuera un desconocido. El comentario me atravesó, y la rabia comenzó a burbujear nuevamente, aunque esta vez no era solo celos, sino también un creciente sentimiento de frustración.
¿Así de fácil? ¿Eso era todo? ¿Después de todo lo que había dejado guardado dentro, esto era lo que recibía?
Me mordí el labio para no gritar.
—Yo no vine a pelear —dije, apretando las manos sobre el volante, mi cuerpo tenso, como un resorte que amenaza con reventar.
—Pero si no puedo decir lo que pienso sin que me digas que vengo a pelear, entonces… ¿qué estamos haciendo aquí?
Mi voz salió baja, pero el veneno ya estaba en el aire, y lo sentía en cada palabra.
ablo se quedó en silencio, mirando por la ventana, como si de alguna forma estuviera bloqueando todo lo que había dicho. Su cuerpo se tensó, y su mirada se perdió en algún punto lejano.
Y eso, para mí, fue como un golpe en el estómago. La indiferencia, el evitar enfrentar lo que había sido dicho, me hizo sentir más sola que nunca. Como si mis palabras no tuvieran peso, como si mi frustración no fuera nada más que un ruido molesto que él decidía ignorar.
Me mordí el labio, tragándome las palabras que seguían saliendo, pero sin saber cómo lanzarlas sin que se me escapara la rabia.
Lo miré de reojo, esperando que dijera algo, lo que fuera. Pero nada. Solo el sonido del motor, el aire pesado, y ese silencio que se extendía entre los dos como un muro.
¿Esto es lo que quiero? ¿Silencio? ¿Incomprensión?
Mi estómago se cerró en un nudo, y sin saber qué más hacer, solo me quedé ahí, respirando profundamente, tratando de no explotar otra vez.
Finalmente, se solto el cinturón, con la intención de bajarse del auto.
—Sabes qué, mejor me voy —dijo, con una voz tan baja que casi me costó oírla.
—Espera, volvia hacia mi. —Su voz sonó diferente, más suave, casi como si la frustración que había mostrado antes se hubiera derrumbado con un solo gesto.
Lo miré, pero no pude evitar sentir que el dolor aún estaba presente, aún flotaba entre nosotros como una niebla espesa.
—Lo siento… No debí responder así. —Su tono fue bajo, sincero, y aunque yo seguía llena de enojo, algo en su mirada me hizo dudar.
—Yo… no quise hacerte sentir mal. No me gusta la confrontación. —Suspiró, frustrado, como si las palabras le costaran más de lo que esperaba.
Hubo un pequeño silencio entre nosotros, y mientras lo miraba, algo se fue rompiendo en mi interior. La ira no desapareció por completo, pero una parte de mí quería escuchar lo que tenía que decir.
—Está bien… —dije, finalmente, con una voz más tranquila, aunque aún tensa. Mi corazón seguía latiendo fuerte, pero ahora sentía que podía respirar un poco mejor.
—Pero no hagas eso otra vez —añadí, con una mirada fija en él. No estaba dispuesta a permitir que me ignorara de nuevo.
—Pero ya no volvamos a hablar de Laura —dijo Pablo, con un tono que sonaba más como una petición que como una solución.
—Tú eres demasiado celosa, y ella es solo una colega y amiga, nada más. —Terminó de decir, como si con eso todo estuviera aclarado.
Algo en mí se retorció, porque aunque quería creerle, no podía evitar que una parte de mí, esa que no podía callar, quisiera discutir hasta el último punto de esa afirmación.
—Demasiado celosa, ¿eh? —le respondí, con una risa irónica, aunque la incomodidad aún estaba colgando entre nosotros como un alambre tenso.
—Eso no es “demasiado”, Pablo. Eso es… sentir. Y siento que no me estás tomando en serio.
Le clavé la mirada, sin apartar los ojos de los suyos, como si buscara algún indicio de sinceridad más allá de las palabras.
Pablo, visiblemente cansado, suspiró, pero esta vez no me soltó la mano.—No estoy diciendo que no te tome en serio. Solo que… —se detuvo un momento, como buscando cómo expresarse sin meterse en un lío mayor—, solo que hay cosas que no puedes controlar, Carina. Yo no te estoy mintiendo.
—¿Y qué pasa si sí me molesta? —le respondí, mi voz firme, pero con algo de vulnerabilidad filtrándose a través de las palabras.
—No quiero seguir discutiendo sobre esto, pero si lo que sientes es que te estoy ignorando, entonces lo haremos diferente.
Respiré profundamente, tratando de calmar la tormenta que seguía rugiendo en mi interior. Mi pecho subía y bajaba, pero lo peor era que aún sentía el peso de todo lo no dicho.
Justo cuando estaba a punto de soltar otra palabra, Pablo lanzó su broma.
—Mira cómo te pones, estás tan roja que casi podría cocinar un huevo en tu cara. ¿Así de celosa siempre? —dijo, con una sonrisa traviesa, como si tratara de aligerar la situación.
Mi mandíbula se tensó.
¿En serio? ¿Eso es lo que me tenía que decir? ¡Después de todo esto, una broma?
—No es gracioso, Pablo —dije, aunque mi voz salió más tranquila de lo que sentía.
Me apoyé contra el respaldo del asiento, sintiendo cómo la frustración se volvía otra capa de emoción dentro de mí.
—Perdón, no quise hacerte sentir mal. —Lo dijo de forma genuina, pero aún con ese toque de incomodidad que siempre tiene cuando las cosas se ponen demasiado serias.
—Ya, mejor hagamos algo —dijo Pablo, con ganas de cambiar el tema, como si quisiera quitarse la incomodidad del aire.
Lo miré, sintiendo la tensión entre nosotros, pero también esa chispa de comprensión de que no quería perder la única tarde que tenía para verlo, aunque lo estaba odiando en ese momento.
Aunque estaba molesta, no quería que todo terminara así. El enojo seguía ardiendo dentro de mí, pero no era como si pudiera dejar que un mal rato lo arruinara todo.
Lo observé por un segundo, evaluando si de verdad quería seguir adelante o si mi orgullo iba a ganar.
Al final, mi mirada suavizó un poco, y decidí dejar el mal momento atrás, aunque fuera solo por esa tarde.
—Está bien —respondí, mi tono más calmado, pero aún con un dejo de resentimiento.
—Pero que no se repita. —Lo miré con una intensidad silenciosa, como si mis palabras fueran un aviso.
Pablo asintió con una sonrisa tímida, como si se estuviera liberando de un peso que él mismo había cargado.
—Prometido. Entonces, ¿qué hacemos?
Decidimos ir a sentarnos un rato frente a un pequeño lago artificial que había a las afueras del pueblo, un lugar tranquilo que siempre me había gustado, porque, por alguna razón, el agua calmaba mi mente.
El camino hacia allí fue en silencio, pero un silencio diferente, más suave. Aún quedaba algo de malestar flotando entre nosotros, pero el paisaje verde, el sonido lejano de los pájaros, y el agua reflejando el cielo despejado parecían invitarnos a dejar de lado las disputas.
estacione el auto cerca de la orilla y apague el motor. Nos bajamos, y el aire fresco me dio una sensación de alivio inmediato. Caminamos juntos hacia un banco de madera que miraba hacia el agua, y aunque el sol comenzaba a ponerse, el cielo seguía siendo de un azul profundo, sin nubes.
Me senté primero, pero sin decir nada, y él se sentó a mi lado en silencio, como si estuviéramos esperando que las palabras llegaran solas.
Al principio, no pude evitar observar las pequeñas ondas que el viento hacía en el agua, pensando en todo lo que había pasado.
—Este lugar siempre me calma —dije, finalmente, sin mirarlo, dejando que las palabras fluyeran como el agua.
Pablo asintió, pero no respondió de inmediato. Parecía estar pensando en algo, como si estuviera esperando el momento adecuado para abrir la boca.
—Me alegra que lo encuentres así —dijo, suavemente. Se pasó la mano por el cabello, un gesto nervioso que aún hacía cuando no sabía qué decir.
—Yo también… —agregó, y por un segundo, todo se sintió mucho más tranquilo. Como si, finalmente, ambos estuviéramos tomando el tiempo para respirar, para dejar que el mal rato se fuera desvaneciendo poco a poco.
—¿Sabías que Julieta y Martín ya son novios? —le pregunté de repente, sin mirar a Pablo, como si estuviera buscando algo más allá de sus palabras.
Pablo me miró con una ligera sorpresa antes de responder.
—Claro, Martín es mi mejor amigo. —Lo dijo con naturalidad, como si nada de lo que hubiera dicho antes fuera importante en ese momento.
Me quedé unos segundos en silencio, pensando.
Pablo me sorprendió de repente con una pregunta que me dejó pensativa.
—¿No crees que van demasiado rápido? —dijo, con un tono que parecía más una reflexión personal que una simple observación.
Me quedé curiosa, como si estuviera diciendo algo entre líneas, algo que no podía captar completamente. Su mirada, al igual que su tono, estaba cargada de una ambigüedad que no podía ignorar.
—¿Por qué lo dices? —pregunté, tratando de sonar casual, pero con la sensación de que su comentario decía más de lo que mostraba.
Él se encogió de hombros, como si intentara restarle importancia.
—No sé, solo pienso que a veces las cosas pueden ir demasiado rápido, y… bueno, quizá sería bueno tomarlo con calma. —Su mirada se desvió hacia el agua, como si evitara algo.
Lo observé en silencio por un momento, la duda comenzando a crecer dentro de mí. ¿Estaba Pablo tratando de decirme que nuestra relación también estaba yendo demasiado rápido? ¿Que lo que estábamos viviendo no era lo suficientemente serio como para hablar de compromiso?
El aire entre nosotros se volvió denso, y mi mente comenzó a dar vueltas.
—¿A qué te refieres con «tomarlo con calma»? —le pregunté, ahora más intrigada que nunca.
Pablo se quedó un momento callado, como si estuviera buscando las palabras correctas, o quizás no estaba seguro de si lo que había dicho había sido apropiado.
—A nada —dijo, con un tono que ahora sonaba más desganado.
—Era solo un comentario estúpido.
Esas palabras me dejaron un sabor amargo en la boca. Algo en su respuesta no encajaba. Había algo en su mirada que no lograba descifrar, algo que no estaba diciendo, pero que estaba flotando en el aire entre los dos.
De repente, Pablo me miró con una expresión diferente, más suave, casi como si todo lo anterior se desvaneciera en el aire.
—Te extrañaba —dijo, con una voz que ahora sonaba más sincera. Como si, por fin, estuviera dejando de lado la barrera que había levantado entre nosotros.
Eso me tomó por sorpresa. Por un segundo, me quedé en silencio, sin saber qué responder. La tensión se disipó un poco, pero algo en su tono me hizo sentir que no solo estaba hablando de la distancia física, sino también de la emocional.
Lo observé, tratando de encontrar alguna pista de qué realmente quería decir.
—Yo también te extrañaba —respondí, con una sonrisa tímida, sin poder evitarlo.
Mi corazón se suavizó un poco, porque al final, esa era la verdad: me había estado sintiendo vacía sin él, aunque también me costara admitirlo.
Pablo, al parecer, notó la suavidad en mi respuesta, y dejó escapar una pequeña risa.
—Bueno, entonces… ¿qué hacemos con todo esto? —dijo, alzando las cejas, como si intentara aligerar el aire entre nosotros.
Me puse de pie, sin pensarlo mucho, y me senté en sus piernas, abrazando su cuello con fuerza. Sentí la calidez de su cuerpo contra el mío, y algo dentro de mí se calmó. Era como si todo el malestar anterior se desvaneciera en el instante en que mis brazos rodearon su cuello.
Mi rostro quedó cerca del suyo, y al rozar mi cara con su barba picosa, una pequeña risa escapó de mis labios, casi por inercia.
—Tu barba… —dije entre risas, mientras la rozaba con la punta de mi nariz—, es como rascarse con un cactus.
Pablo soltó una pequeña risa, sus manos descansaron en mi cintura y me miró, sus ojos ahora suaves, como si finalmente estuviera disfrutando de la cercanía después de todo lo tenso entre nosotros.
—¿Así que te molesta? —preguntó, en un tono juguetón, pero sin alejarse.
—No, es solo… —respondí, sonriendo, y le acaricié la barba, como si quisiera darle un toque más tierno a la situación—. Pero te haré un favor y me acercaré más para que no me pinches.
Él sonrió y me rodeó con sus brazos, sus ojos brillando con algo más cálido.
—Creo que no te puedes quejar de la «barba picosa» si estás tan cerca.
La tarde ya había caído de golpe, y las estrellas en el cielo nos pintaban un hermoso manto bordado, como si el universo mismo nos hubiera dado un regalo de paz. La oscuridad comenzaba a envolvernos, pero la suavidad de la luz estelar, junto con la calma del lago a nuestros pies, lo hacía todo sentir más íntimo, más nuestro.
Permanecimos allí, en silencio, disfrutando de esa quietud, con el sonido del agua moviéndose suavemente en la orilla y el murmullo lejano del viento entre los árboles.
No hacía falta decir nada más. Estaba claro que, en ese momento, no necesitábamos palabras para sentirnos completos, para saber que estábamos aquí, juntos, en un lugar que solo nosotros podíamos entender.
Me recosté ligeramente sobre su pecho, sintiendo el ritmo de su respiración, y sin darme cuenta, mis manos comenzaron a jugar con los botones de su camisa.
—Es increíble, ¿no? —dije en un susurro, mirando al cielo lleno de estrellas.
Pablo asintió sin decir nada, pero su mano acarició mi espalda suavemente, como si estuviera sintiendo exactamente lo mismo que yo.
Mis dedos jugaban con la cremallera de su sudadera, moviéndola lentamente como un juego insinuante, mientras mis labios se deslizaban suavemente por su cuello. Cada beso, cada caricia, era un roce lento y deliberado, como si estuviera disfrutando de cada segundo de esa cercanía.
Pablo dejó escapar un suspiro profundo, cerrando los ojos, y su cuerpo se tensó ligeramente al sentir mi beso en su piel.
Pude sentir su respiración volverse más irregular, pero no me detuve, disfrutando de la manera en que él respondía, de lo mucho que su cuerpo hablaba por él, incluso sin palabras.
—Carina… —murmuró, su voz ronca, mientras sus manos se aferraban ligeramente a mi cintura.
Era como si las estrellas, la noche, y el silencio que nos rodeaba se convirtieran en testigos de lo que estaba pasando entre nosotros. La calma del paisaje se había transformado en una atmósfera cargada de deseo, sin prisa, pero con una intensidad que ambos sentíamos.
Me dejé llevar por el momento, perdiéndome en la sensación de su piel bajo mis labios, en la calidez de su cuerpo contra el mío. Cada beso que le daba, cada roce, era un suspiro compartido entre los dos. La cremallera de su sudadera ya no era un juego, sino una invitación a acercarme más, a perderme en esa conexión que había crecido entre nosotros, más allá de las palabras y de las dudas.
Pablo reaccionó, su mano se deslizó por mi espalda, tirando de mí hacia él con una suavidad que hablaba de algo profundo, de algo que no necesitaba ser explicado.
Sus labios, cuando finalmente se encontraron con los míos, fueron lentos al principio, como si ambos estuviéramos saboreando el instante, midiendo la importancia de ese momento. Pero pronto, el beso se volvió más urgente, como si todo lo que habíamos guardado se desbordara en ese contacto, en esa chispa que nos había estado rodeando todo el tiempo.
Nos apartamos por un instante, con los rostros a milímetros el uno del otro, respirando entrecortadamente, nuestros ojos buscando la verdad en los del otro.
—Carina… —murmuró de nuevo, pero esta vez su voz sonaba distinta, más profunda, más… vulnerable.
Yo solo sonreí, tocando su rostro suavemente.
—Shh… —susurré, acariciando sus labios con los míos una vez más, sin querer romper la magia de ese momento.
El lugar se volvió más oscuro, las luces de las estrellas sobre nosotros eran lo único que iluminaba la escena, creando un manto de brillo sutil que nos rodeaba. El aire fresco de la noche acariciaba mi piel, pero no importaba; estaba tan cerca de Pablo que todo lo demás desaparecía.
De repente, sin previo aviso, Pablo me tomó con suavidad pero con determinación, y me puso sobre el suelo cubierto de hojas de los árboles. El crujir de las hojas bajo nuestro peso añadía una capa de naturalidad al momento, como si la tierra misma estuviera siendo testigo de lo que sucedía entre nosotros.
Me miró, y por un instante, todo se detuvo.
El suave brillo de las estrellas reflejaba en sus ojos, mientras su respiración se volvía más irregular.
—¿Estás segura de esto? —preguntó, su voz grave pero llena de un deseo palpable.
Asentí sin dudarlo, la respuesta brotó de mis labios sin pensarlo, como si fuera lo más natural del mundo.
—Sí… —dije, mi voz apenas un susurro, pero con una certeza que no podía ocultar.
Pablo, sin decir una palabra más, se inclinó hacia mí, y el mundo se desvaneció a nuestro alrededor. Solo quedábamos nosotros dos, la oscuridad, las estrellas y el sonido de las hojas bajo nuestros cuerpos.
Y ahí estábamos, los dos desnudos y expuestos, nuestros cuerpos ahora al alcance del viento que acariciaba nuestra piel, haciendo que todo lo demás se desvaneciera. La brisa nocturna parecía envolvernos, como si nos protegiera de cualquier preocupación, como si no hubiera más mundo más allá de ese instante compartido.
No había espacio para dudas ni para inseguridades. Era como si el universo hubiera detenido su marcha para dejarnos respirar el uno al otro, sin más obligaciones ni expectativas que las que nosotros mismos elegíamos.
Pablo me miró, sus ojos llenos de una mezcla de deseo y algo más suave, algo que no podía identificar, pero que me dejaba completamente vulnerable frente a él.
Y en ese instante, entre la oscuridad y las estrellas, entre el viento y las hojas, no necesitábamos más palabras. Sólo nos teníamos el uno al otro, en toda nuestra fragilidad y nuestro deseo, y eso era suficiente.
Pablo era delicado, cada caricia suya era suave, medida, como si estuviera cuidando cada parte de mí. Pero yo… yo quería más. Algo en mi interior ardía con una necesidad más profunda, una necesidad de sentir que no solo compartíamos el momento, sino que éramos parte de algo más grande.
Le tomé la mano, guiándola hacia donde necesitaba, y lo miré, esta vez sin titubeos.
—Quiero más —dije, mi voz un susurro lleno de un deseo que ya no podía contener.
Él me miró, sus ojos revelando una mezcla de sorpresa y de comprensión, pero su respuesta fue lenta, como si estuviera evaluando qué quería decir en ese momento.
—Carina… —susurró, su voz más grave—, ¿estás segura de lo que pides?
No respondí con palabras. En lugar de eso, me acerqué más a él, mi respiración entrecortada, y dejé que mis labios hablaran por mí.
El beso fue más urgente esta vez, más demandante, como si las palabras sobraran y solo quedara lo que compartíamos entre nosotros.
Algo se transformó dentro de él. Lo sentí en su mirada, en su respiración que se volvió más profunda, más cargada de intención. Dejó de contenerse. Me tomó con fuerza —no brusco, sino con una seguridad que nunca antes le había visto— y me colocó sobre él, como si yo fuera la mejor vista que podía contemplar en esa noche estrellada.
Sus manos recorrieron mis caderas con un deseo contenido que ahora se liberaba sin pudor. Me sostuvo como si el mundo pudiera desaparecer bajo nosotros, pero él aún necesitaría aferrarse a mí.
—Eres hermosa… —susurró, como si recién ahora se permitiera decirlo, como si cada curva, cada gesto mío, lo dejara sin aliento.
Me incliné sobre él, mis cabellos cayendo hacia sus mejillas, y nuestras frentes se tocaron apenas, con ese temblor sutil de los cuerpos que se reconocen de verdad.
Y ahí, en medio de la oscuridad, con las estrellas mirándonos desde arriba y el silencio del lago envolviéndonos, nos entregamos el uno al otro sin máscaras, sin cuidados innecesarios, como si hubiéramos estado esperando todo este tiempo para ese preciso instante.
Nuestros cuerpos por fin explotaron como un volcán, desbordados, sin contención. El deseo acumulado, las emociones, los silencios y las palabras no dichas… todo encontró salida en ese instante perfecto.
Fue un estallido contenido en el tiempo, como si la tierra misma se estremeciera bajo nosotros.
Un sonido ahogado escapó de nuestras bocas al unísono, una mezcla de alivio, goce y rendición.
Y entonces el silencio volvió, no incómodo, sino tierno. Casi sagrado.
Permanecimos quietos por un instante que pareció eterno, con nuestras respiraciones entrecortadas, los cuerpos tibios y enredados, y la brisa jugando con las hojas alrededor.
Era como si el universo hubiera exhalado con nosotros.
El beso en mi frente fue el gesto más bello que pudo tener. Cálido, protector, lleno de una ternura que me desarmó más que cualquier caricia.
No dijo nada, pero en ese beso estaba todo: el agradecimiento, el cariño, el respeto… y algo más que no me animaba a nombrar todavía.
Nos vestimos entre risas, intentando encontrar nuestras prendas entre las hojas secas. Nos mirábamos como adolescentes que acaban de hacer algo prohibido, pero sin remordimientos.
—Estamos locos —dije, mientras me sacudía las hojas del cabello.
—Y fríos —agregó él, temblando apenas, con esa risa que siempre me derretía.
El viento volvió a colarse entre los árboles, ahora más intenso, y nos hizo correr como dos niños hacia el auto, tomados de la mano, muertos de risa.
Nos metimos adentro, con las mejillas coloradas y el corazón todavía acelerado. El vidrio del auto se empañó enseguida por el contraste de temperaturas, y ahí nos quedamos, unos segundos en silencio, mirándonos.
Yo no sabía qué iba a pasar después. Pero esa noche… esa noche fue nuestra.
Ya en mi habitación, con las luces apagadas y Pablo durmiendo en mi cama, no podía dormir.
Él respiraba profundo, envuelto en las sábanas, tranquilo. Parecía completamente en paz, como si lo que habíamos vivido hubiera calmado todo en su interior.
Pero en el mío… algo se sentía extraño.
Me quedé mirando el techo, con el corazón aún latiendo en un ritmo que no se parecía al descanso. Como si algo dentro mío golpeara para salir, una voz interna que me susurraba lo que no me animaba a decir en voz alta.
Sentía que estaba reprimiendo mis sentimientos, que algo grande quería brotar desde adentro, como si mi pecho fuera demasiado pequeño para contener tanto.
¿Era felicidad? ¿Era miedo? ¿O simplemente el amor queriendo ser nombrado?
Miré a Pablo. Dormía de lado, con una de sus manos estiradas hacia mi lado de la cama, como si me buscara incluso dormido
Me estaba enamorando.
No era una sospecha, era una certeza que me explotaba silenciosa en el pecho.
Y eso… eso era algo peligroso.
No por Pablo, no porque él me hiciera daño. Sino porque conocía lo que me pasaba cuando me entregaba del todo.
Me perdía. Me olvidaba de mí.
Y aunque una parte de mí quería lanzarse al vacío y gritarle que lo amaba, había otra—más vieja, más cansada—que me advertía que quizás debía detener esto antes de que fuera tarde.
Lo miré otra vez.
Dormía profundamente, ajeno a todo ese torbellino que yo no podía detener. Se veía hermoso así, desarmado, humano, real.
«¿Y si no siente lo mismo?», pensé.
No quería arruinarlo. No quería presionar.
Pero tampoco quería seguir fingiendo que esto era ligero, casual, o que no me estaba involucrando cada vez más.
Quizá tenía que protegerme.
O quizá ya era demasiado tarde.
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