Una niebla roja flotaba sobre Berlín Oriental como un velo de presagio. Ivan Drakov despertó de golpe, empapado en sudor. Otro sueño. Otra visión. Siempre el mismo escenario: una ciudad ardiendo, el cielo teñido de un carmesí imposible y un eco metálico en la distancia, como si la guerra misma respirara. Pero esta vez, había algo más. Una silueta, una sombra que susurraba una secuencia numérica, se frotó los ojos y encendió un cigarro. No creía en presentimientos, pero desde que aceptó la misión, algo en su mente se resistía a su lógica. El Centurión, el androide de combate robado en Berlín, era una amenaza real. Su sueño, una paranoia. Nada más. En un rincón del mismo hotel donde Ivan pernoctaba, Max Donovan dormía plácidamente, un brazo colgando del borde de la cama y la boca entreabierta. Un sueño distinto lo envolvía: un casino en Las Vegas, un whisky en una mano y una jugada ganadora sobre la mesa. Hasta que el crupier levantó la vista y mostró un rostro imposible. Orlov. El general soviético. El sueño se desmoronó en un estruendo de disparos, y Donovan despertó sobresaltado.
—“Maldita sea…” —murmuró, buscando a tientas su pistola.
El reloj marcaba las 3:14 a. m. Exactamente la misma hora en la que Drakov también había despertado. La misión los había llevado a Estambul, donde el mercado negro hervía con rumores sobre una subasta clandestina. Drakov y Donovan se movían como sombras entre las callejuelas del Gran Bazar, cada uno con su propio método de infiltración.
—“Escucha, camarada” —susurró Donovan mientras se ajustaba su falso bigote—, si vamos a hacer esto juntos, necesitas relajarte. Tal vez soñar con algo menos… soviético.
—“Los sueños son una distracción” —gruñó Drakov—. “Prefiero confiar en la realidad”.
—“Eso explica tu sentido del humor, amigo. Bueno, cuando todo esto acabe, te invito a Las Vegas. “Mis sueños son mucho más divertidos que los tuyos”.
La subasta se celebraba en el subsuelo de un palacio en ruinas. Entre los postores había traficantes de armas, mercenarios y figuras aún más siniestras. En el centro, un gran contenedor de acero esperaba su turno para ser revelado. Cuando Orlov apareció en el escenario, el silencio se hizo absoluto.
—“Señoras y señores, les presento el futuro de la guerra” —anuncia, y con un chasquido de sus dedos, la cápsula se abrió.
El Centurión emergió de la neblina refrigerante que lo mantenía absolutamente intacto. Su estructura de titanio reflejaba la luz con un brillo ominoso, y sus ojos mecánicos recorrieron la multitud con frialdad calculadora. Drakov sintió un escalofrío. Lo había visto antes. En sus sueños. El mismo brillo, la misma presencia metálica.
Donovan tragó saliva.
—“Dime que tienes un plan, ruso”.
—“Corre cuando te diga”.
El tiroteo estalló antes de que las ofertas pudieran comenzar. Drakov y Donovan se lanzaron a la refriega, esquivando disparos mientras trataban de alcanzar la cápsula de control. Svetlana Petrovich, la traficante sin lealtades que estaba en el lugar, aprovechó la confusión para intentar robar el Centurión.
—“¡Es mío!” —gritó, disparando contra los guardias de Orlov.
Pero el Centurión tenía otros planes. Sus sistemas despertaron por completo, y con un rugido mecánico, empezó a atacar indiscriminadamente. Su programación estaba incompleta. No distinguía aliados de enemigos.
Donovan y Drakov se refugiaron tras una columna.
—“Dime que sabes cómo apagar a esa hojalata —dijo Donovan.
Drakov recordó el sueño. Las palabras susurradas. Lo reconoció: era el código de emergencia para detener al Centurión. Sabía lo que tenía que hacer.
—“Tengo que acercarme”.
—“Oh, fantástico. Vamos directo a la boca de la bestia”.
Donovan distrajo al Centurión lanzando disparos improvisados de su arma, mientras Drakov se deslizaba entre el desorden. Cuando llega al panel de control del androide, sus manos temblaron. Introdujo la secuencia que había visto en su sueño. Por un instante, nada sucedió inmediatamente. Luego, el Centurión se detuvo. Sus luces parpadearon y, con un último crujido, se apagó.
El silencio se apoderó del lugar. Los criminales huyeron, y Orlov cayó de rodillas, derrotado.
En la costa, Svetlana escapó en una lancha. Donovan suspiró.
—“Siempre le caigo bien a las mujeres equivocadas”.
De regreso a Berlín, Drakov y Donovan se encontraron en la estación de trenes. Donde, después de transportar al Centurión en tren hasta Alemania, lo entregaron a un equipo americano-soviético para que los científicos lo estudiaran durante décadas. Sus caminos se separaban.
—“¿Cómo supiste el código?” —preguntó Donovan.
Drakov encendió un cigarro.
—“No lo sé. Lo soñé”.
Donovan rió.
—“Tal vez deberías confiar más en los sueños, ruso. A veces, nos dicen lo que la realidad oculta”.
El tren partió. En el reflejo de la ventanilla, Drakov vio un destello metálico en la distancia. Tal vez un simple reflejo. O tal vez el Centurión aún, entre sus complejos circuitos, soñaba con la guerra.
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