Desde que el mundo se vio envuelto en la bruma del coronavirus, muchas cosas cambiaron. Se desdibujaron los días en los que podíamos perdernos entre risas y complicidades con amigos, los sábados que acababan en madrugadas llenas de anécdotas y los amaneceres de domingo cargados de arrepentimientos dulces. Incluso esos momentos de soledad, cuando uno escapa al mundo para encontrarse consigo mismo, fueron arrebatados por la pandemia. Sin embargo, entre la incertidumbre y el aislamiento, descubrí algo más profundo, algo que trasciende las barreras físicas y nos enseña el verdadero poder del afecto humano.

Aprendí que el amor, en su forma más pura, no necesita tacto ni mirada. Es un lazo invisible que une almas a pesar de la distancia, una conexión que se forja en palabras, en silencios compartidos, en la espera de un mensaje que ilumina el día. Comprendí cómo debe ser amar a través de los sentidos del alma, como lo hacen quienes no pueden ver o escuchar, pero que perciben más allá de lo visible o lo audible. Quizás ellos siempre han entendido lo que a muchos de nosotros nos cuesta asimilar: que el amor no se mide en gestos tangibles, sino en la profundidad de lo que sentimos.

Así fue como llegué a querer a alguien que, aunque no conozco por completo, dejó huellas en mi corazón con cada mensaje, con cada respuesta que me hacía sentir importante, que me hacía sentir visto. Este afecto, nacido en un mundo de incertidumbre, creció paso a paso, sin prisas ni pretensiones, como una flor que brota en el rincón más inhóspito, desafiando las adversidades. No puedo negar que es un salto de fe amar así, sin certezas, sin la seguridad de un contacto físico. Es como caminar con los ojos vendados por un sendero incierto, sabiendo que podrías tropezar y caer, pero también con la esperanza de hallar un camino recto hacia algo hermoso.

Sé que muchos han sentido algo similar durante estos tiempos difíciles: las parejas separadas por la distancia que encontraron formas creativas de mantener viva su pasión, los amigos que, aunque lejos, siguen siendo refugios de alegría, o las familias que aprendieron a atesorar los abrazos que ahora solo existen en los recuerdos. Todos hemos tenido que redescubrir el amor y el cariño en su forma más esencial, más pura, más valiente.

Cuando todo esto termine, espero que no olvidemos esta lección. Que sigamos amando más allá de lo físico, más allá de la inmediatez, y que valoremos esas conexiones que trascienden lo superficial. Porque si algo bueno puedo rescatar de esta experiencia tan devastadora, es haber entendido que el amor verdadero no se guía por los impulsos del deseo, sino por la conexión de dos almas que se encuentran, incluso en la distancia.

Y así, en medio del caos, aprendí a amar con madurez, dejando atrás el afán del deseo inmediato, permitiéndome sentir con la mente y el corazón a la vez. A pesar de lo sombrío de este tiempo, hay algo profundamente luminoso en este descubrimiento: que el amor, en su forma más auténtica, puede florecer incluso en los terrenos más áridos.

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