Libro IV: «Metanoia»; (III) «Anagnórisis»

Libro IV: «Metanoia»; (III) «Anagnórisis»

Alkaios Gaelli

20/03/2025

I

La feliz primavera ya sonreía sobre la tonante pólis de Mitilene. Los almendros y los cerezos desprendían las flores rosáceas que recubrían casi toda la enteridad de sus senderos, tiznados por las múltiples fragancias que las brisas de la mar hacían confluir en muchos sitios como llegados desde todos los caminos. Los ciudadanos más eminentes, entre los que contaba el valiente y sagaz Pítaco, portando sus distintivas clámides negras ya se daban a las rutinarias asambleas políticas que comenzaban horas antes del crepúsculo y culminaban con la puesta del sol.

En esta ocasión, valiéndose de su ausencia, discutían los asuntos de un tal Onomacles, un oligarca viajante y avaro que había comerciado con bienes ajenos a los suyos. Estaban los que esbozaban una apología de sus actos; los que los desmentían, seguramente su círculo de sobornados; y los que se empeñaban en desenmascarar los fines de su codicia.

Al turno de opinión de Pítaco, tan respetada entre los suyos, él esgrimió una inquietud distinta: las sospechas de que el oligarca mantenía estrechos vínculos con los desterrados en Eólida y en Lidia, entre los que contaban Alceo y sus familiares junto al resto de los viejos miembros de su fallida hetería. Desde allí, se sabía que el poeta había compuesto versos que encomiaban las acciones de Onomacles, lo que reforzaba la intriga de que éste financiaba las tramas que aquellos urdían desde el exilio. Dado que pronto culminaría el plazo de su destierro, Pítaco propuso elevar una moción: establecer dos campamentos dotados de quinientos hombres cada uno, bien armados, y ubicarlos en las afueras de Mitilene, uno al sur en Pyrgos y otro al norte en Therma, con intenciones de informar sobre acciones sospechosas y de, llegado el caso, proteger ambos flancos de la pólis. La moción quedó en suspenso; el sol ya se había hundido tras el horizonte.

Los magistrados se dispersaron mientras Nyx iba alzando su oscuro manto estrellado. Salía Pítaco entonces de la asamblea cuando advirtió a un hombre encapuchado que lo miraba de lejos con cierta atención. Estaba posado sobre una de las siete columnas del thólos que custodiaba el relumbrante Fuego de Hestia.

—¡Oh, laureado Pítaco, tu voz es clara y resonante! —dijo aquél al pasar cerca suyo.

La penumbra no reveló sus facciones de inmediato, sino apenas unas barbas blondas y extensas que derramábanse desde sus mejillas hasta tocarle su ocriza clámide de fieltro. No obstante, reconoció Pítaco esa voz aguda empeñada en fingir un tono grave.

—Al menos, no necesito forzarla para saludar a un viejo amigo —le respondió.

—¡Ah! Temía que la hayas olvidado luego de cinco años —dijo Solón revelándose ante él.

Así se estrecharon ambos en un prolongado y sentido abrazo.

Al lado de Pítaco se apareció un hombre joven de gran belleza, de ojos verdes y cabellos cortos y ondulados, de tonalidad casi rojiza. Su rostro revelaba una antigua y notable herencia eolia, casi pelásgica. A él se dirigió Pítaco, indicándole:

—Helánico, éste hombre es Solón.

El rostro del joven se iluminó. Si bien de porte atlético, Helánico era un muchacho erudito y cultivado. Se definía a sí mismo como «logógrafo» y se empeñaba en recopilar con espíritu nacionalista todos los mitos e historias que atesoraban los pueblos y las tribus griegas.

—¡Oh Solón, el ínclito hijo de Atenas! —exclamó.

—¡Que no de Atenas! ¡Este hombre es chipriota! —lo interrumpió Pítaco, sacudiendo a Solón por los hombros, revelándole que ya conocía su flamante paradero.

Mostrando gran interés por su labor y sus reformas, Helánico comenzó a llenar de halagos al ateniense ilustre y lo atosigó con muchas preguntas algo toscas y desordenadas. Solón se mostraba extrañado mientras esperaba que detenga su lengua, pero fue Pítaco quien interrumpió otra vez aquella feliz interacción.

—Helánico —le dijo—, ve a buscar a Tersites. Yo conduciré a Solón hacia mi hogar. Celebraremos discreto yantar para honrar su visita. Irana se mostrará bien dispuesta.

Tal lo dicho, pasaron buenas horas degustando manjares y saboreando el dulce vino de las parras que florecían sobre el suelo de Lesbos. Allí pudo Helánico interrogar de sobra a Solón sobre su vasta experiencia y conocimiento en materia de leyes y poesía, quedando muy complacido, hasta que descendió sobre los párpados de los comensales el sueño suave que envía Dionisos luego de darse a sus placeres.

—Ordena tus pensamientos, excelso y prudente joven —aconsejó Solón a Helánico antes de que aquél se marche—. Y recuerda: aquí en la ciudad hallarás mucha erudición; pero es en los campos y en los viajes donde hallarás la mejor clase de sabiduría.

Ya retirados todos, sumidos al silencio, tan sólo Pítaco y Solón permanecieron despiertos a la lumbre de la hoguera. El sagaz mitilenio podía inferir con acierto que su visita no obedecía únicamente a un mero momento de reunión y felicidad.

—He fracasado, Pítaco —susurró amargamente—. Mis leyes están bien implementadas en todo el Ática, pero a los atenienses les cuesta trabajo entenderlas. Confío, entonces, en que se acostumbrarán con el tiempo. No deseando ellos que abdique de mi arcontado, muchos me ofrecían la tiranía, pero decidí dejar el gobierno en manos de Drópides y exiliarme a voluntad por un plazo indeterminado. Dejé en mi patria leyes prudentes que están poniendo en orden muchos asuntos. El vertimento de sangre ya no es primera ley ni a la tierra expoliada la habitan víctimas que empoderan a sus verdugos. Y dejé también un retoño, Cibisto, al cuidado de mi joven y flamante esposa Perictíone.

—¡Salud por ello, amigo mío! —festejó Pítaco con alegría y procedió a fondear su copa.

Solón imitó su gesto y apuró el vino en su garganta. Dijo después:

—Sé que no soy joven, amigo mío, pero advertí que Atenas consumía con rapidez el vigor de mis años. Por lo que decidí embarcarme en una venturosa empresa. Desde entonces me establecí en la amable y lejana Chipre, ¡tierra ancestral de herencia fenicia!

—¿Son tan bárbaros allí como afirman muchos griegos?

—A la isla, dice la mayoría, la pueblan remanentes arcadios descendientes de Agapénor; algo ajenos a los incesantes conflictos que asolan a los demás griegos intolerantes del continente; jonios, eolios, dorios, aqueos… ¡ah!… por lo que me sentó bien.

»Atraqué primero en la afable ciudad de Pafos. Ofrecí mis palomas al afamado y antiguo Templo de Afrodita Cíprida, que mira hacia la esplendente y espumosa bahía donde según los mitos, en la noche de los tiempos, brotó la aúrea diosa de la Belleza. Por alguna razón que no desearon revelarme sus cultistas, allí veneran una imagen de Afrodita que nos es ajena y curiosa; no es más que un mero símbolo fálico: un obelisco piramidal de piedra caliza. Mientras que los varones de Pafos sólo se arropan con túnicas de lino o de fieltro, las féminas visten prendas de lana cardada y adornan sus cuellos y brazos con ostras marinas en loa a la diosa. Aparte de esto, día tras día, recostadas por los luengos peldaños del santuario, muchas hieródulas esperan sentadas a que algún varón deje caer granos o monedas sobre las faldas de sus vestidos. Es entonces cuando ingresan al templo a ejercer el sagrado comercio de sus cuerpos. Por este motivo los varones de Pafos suelen ir muy inquietos, ¡como si no desearan sacar el ojo de encima a sus mujeres, con fama de licenciosas!… Una vez al año, durante las fiestas cípridas, son las vírgenes las que se recuestan en sus peldaños esperando la mano de algún varón que las despose.

»Conocí también al rey de la ciudad, Evágoras, quien me recibió muy gustoso en palacio. Allí, me reveló, los campesinos no se valen de comadrejas o garduñas para espantar a las ratas de las cosechas, sino que adiestran sus propios cazadores: los gatos, pequeños félidos tenaces, escurridizos y de refinado pelaje, a los que crían celosamente en palacio. Es tradición antaña y sagrada, tal como en Egipto, pero los chipriotas les confieren atributos de la diosa Cipris; por eso mucho recelan comerciarlos con los griegos. Son fieras realmente cautivantes y eficaces, pero, por lo que pude colegir, están más acostumbradas que adiestradas. Su propio rey me advirtió: «En verdad, ellos nos domestican a nosotros».

»De todas estas costumbres fui testigo allí, pero mi auténtico propósito era emprender procesión hasta Salamina, en la costa opuesta, la ciudad chipriota que fundó el héroe ático Teucro. Mi intención era devolver al templo de armas parte de la sagrada panoplia que me obsequió Drópides; esa que me protegió en batalla por la reconquista de mi suelo natal, ¡que ostenta el mismo nombre que aquella gran ciudad!… Allí la dejé entonces y le encomendé su cuidado y adoración al rey Filocipro. Concluida esta tarea, de regreso a la suave Pafos, el rey Evágoras me invitó a asentarme allí. Yo decliné la oferta. Me propuso entonces lo siguiente: que libere a mis palomas; que si ellas volaban fuera de la isla debía marcharme; si se quedaban a anidar en su ciudad, debía quedarme yo también; pero si anidaban en algún otro punto de la isla, algún sitio deshabitado, me concedería el privilegio de fundar ahí mismo una ciudad consagrada a la diosa Cíprida. Fue así que mis aves volaron en bandada hasta anidar en una verdeante arboleda muy alejada de Pafos, cercana a la costa norte de Chipre; a un día de navegación curso occidente hasta Licia, a medio día al norte hasta Panfilia, y a un día curso a oriente hasta Cilicia.

»Evágoras entonces me ofreció aquel terruño completo. Es seno de un valle por donde cruza un río que se abre a la mar esplendente, y donde abundan en su torno tierras fértiles, manantiales de agua dulce y minas de cobre en bruto, de largo abandonadas. Bajo su patrocinio y proveído de buenos arquitectos y capataces, emplazamos ahí un puerto y fundé entonces la pólis de Solos, que es una extraña derivación de mi nombre en el antiguo alfabeto chipriota. Desde entonces me esmero en hacer prosperar sus campos y haciendas, importando cuantiosas variedades de granos, semillas y bienes gratamente recibidos por los pobladores cada vez más numerosos que la habitan; entre ellos, algunos áticos repatriados. Tan grata empresa es lo que ocupó mis días estos últimos años y, a este ritmo, una vez se hayan construido todos sus edificios públicos, sus templos y espacios de adoración, quizás me asiente allí junto a hijo y esposa.

—¡Ah! ¡Solón, el oikistés! —brindó Pítaco por él—. Eso es estupendo, mi audaz amigo. Y puedo ver que has estado absorto en esa tarea. Quizás demasiado.

En el ojo de Pítaco brilló un destello que extrañó a Solón.

—¿A qué te refieres, carísimo mitilenio?

—No sólo tus largas barbas lo revelan, Solón; que, por cierto, te sientan tan bien como el velo sobre tu cabeza. Dime, ¿tienes novedades sobre la situación en Delfos?

—Por supuesto que de todo me vengo anoticiando. No he dejado de ser ateniense, Pítaco. Intercambiamos heraldos con Drópides con franca regularidad. Siempre demando minuciosos informes sobre las cosas de interés. En tanto a Delfos, sé que ya estalló la odiosa guerra sagrada, ¡declarada abiertamente por el Oráculo!… Es un asunto que aflige con hondura mi corazón. Sé que Euríloco Alévada se esmeró en esparcir un mensaje de unión entre los griegos. Pero yo opino que, si bien sus intenciones son loables, su efecto resultó infructuoso. Pues, a duras penas logró convocar una maciza, aunque endeble, coalición de batallones. Tesalios de veloces jinetes; disciplinados sicionios; orgullosos beocios; los belicosos perrebos; los astutos dólopes; argivos de mil batallas; e, incluso, un contingente de infatigables corintios y bravos epirotas proveídos por Periandro. Al otro lado enfrentan fuerzas feroces; tan inexpugnables, dicen, como las infranqueables murallas de Cirra. Lo componen, además de cirrenses, eleos descendientes del valiente Óxilo, ágiles lanceros heliconios y, por supuesto, los incesantes buscapleitos de Etolia. Oí que Cirra fue a buscar el apoyo de los tracios y que, además, dos cuerpos mercenarios también se unieron a su bando. De Licia y Caria respectivamente, los comandan dos caudillos muy capaces: Toante y Damásenor, hermanos de sangre jonia, desterrados de Mileto y leales a Aliates, el rey de Lidia; por lo que esta guerra ha tomado dimensiones inexploradas. Los temibles espartanos, por el momento, decidieron replegarse por resolución de sus éforos. Pero, ¡ah!, recientemente, lo que para mí es más terrible, los atenienses se añadieron al bando de la Anfictionía de Delfos. A éstos los dirige el hábil Alcmeón, quien, tal como había vaticinado, se coronó de fama y laureles al consagrarse campeón en carros durante las últimas Olimpíadas; el único año en que ambos bandos depusieron las armas por respeto a la Tregua Sagrada. Aún así, como estratega, Alcmeón se subordina a las órdenes del ortagórida Clístenes de Sición, a quien Euríloco otorgó el cargo máximo entre polemarcos: Hegemón del ejército de la Liga Délfica. No es de extrañar que tropas conformadas por eolios, dorios, aqueos y jonios carezcan de disciplina, pues adolecen de una odiosa desunión, fruto de la intolerancia. Muchos ya han muerto bajo el hierro sagrado. Mi modesta opinión es que esta guerra, si es que los griegos desean evitar una maldición de Apolo todavía mayor, debería librarse también por la mar, en el Golfo de Corinto, y no únicamente por tierra.

—Te has enterado de mucho, Solón, pero no del estado entero de las cosas. —Pítaco dió un último sorbo de su copa—. Pues, no hace mucho, el viejo Mírsilo, en boga de mantener la paz en Lesbos, decidió aceptar la propuesta de los metymnos y enviar mitilenios junto a ellos para unirse a las fuerzas de Cirra; también entre eolios nos odiamos. Es decir que, ahora, tú y yo somos enemigos. ¡Ah! ¿No es eso grandioso? —dijo con tono sarcástico—. ¿Por qué crees que te referí abiertamente como chipriota en la acrópolis?

—¿Acaso crees que me reconocerán aquí en Mitilene?

—¡Amigo mío! —lo palmeó el mitilenio—. Te reconocerán tanto aquí como en muchos otros pueblos helenos. La voz de tus reformas y tus gestas se propagaron más de lo que imaginas. Y te has retirado. Ahora, Solón, eres un mito. Uno de justicia, de heroicidad, de patriotismo… ¡Un mito andante entre los hombres!

—¡Ay! Si tan sólo supieran la verdad… ¡Del valor que tú expusiste—…

—La verdad no es algo que quita el sueño al común de los hombres —le interrumpió Pítaco—. Prefieren, en verdad, permanecer aferrados al amor de sus placeres y al calor de sus fantasías. La pregunta es, amigo mío, cómo te recordarán los hombres del futuro… ¿Solón, el justo legislador? ¿Solón, el ilustre jurista? ¿Solón, el comerciante? ¿Solón, el navegante? ¿Solón, el poeta? ¿Solón, el guerrero? ¿Solón, el fundador de colonias?…

—¡O Solón, el tirano!…

—Es una probabilidad.

—Me conformaría con saber que mi Patria ha prosperado.

—¡Ánimo, viejo amigo! Eso pronto será una certeza. Pero debo advertirte que vayas con cuidado, Solón.

—¿Y de qué debería cuidarme? —preguntó, extrañado, el ateniense.

—De los dioses. Suelen molestarse mucho con los éxitos de los hombres.

Solón dio su último trago antes de hablar, mientras un dejo de intriga revolvía sus pupilas.

—Y hablando de dioses —susurró—, he reunido más evidencias, Pítaco.

—Por supuesto que lo has hecho. Tú no cuentas entre el común de los hombres. Aunque sé que por tus obras puedes permitirte un plácido lecho, por ventura o por desgracia, la verdad es un asunto que a tí sí te agita el sueño. Pero por hoy, sabio Solón, será mejor que la noche nos halle bien arropados, pues es norma que las discusiones se tornen más oscuras a medida que se avanza hacia el canto del gallo. Mitilene tiene sus propios asuntos que solventar, pero será mejor no tentar a los dioses. El palacio de huéspedes no es sitio seguro para tí; ahí suelen recibir a hombres necios y pueriles. Descansarás aquí o te haré un lugar en la jora, donde mi hermano Afareo pasta sus rebaños.

—¡Ah, mitilenio siempre prudente! Descansa bien esta noche tan diáfana. Sólo requeriré un día de tí. Esta vez, deseo que sean tus propios oídos los que oigan lo mismo que los míos. Ahora, ¡hállanos, dulce Hypnos!

II

Densas y plúmbeas nubes pendían del cielo inabarcable ni bien atracaron en la boscosa isla de Quíos. Esas montañas, afirmaba Solón, custodiaban una historia imperiosa de ser oída. Al notar Pítaco que ya se habían alejado un largo trecho del tráfago de la pólis portuaria, preguntó al ateniense cuál era el sentido de emprender travesía tierra adentro.

—¿Pondrías un secreto de los dioses al alcance del común mortal? —le había respondido.

No tenía el mitilenio razones para desconfiar de su amigo ateniense, por lo que sobre el lomo de unas mulas hallaron rumbo hacia lo que Solón refería como «un secreto digno de Prometeo». Se internaron por senderos de tierra vagamente trazados y que colgaban por las faldas del escarpado y verdoso paisaje. En numerosas ocasiones, hacia el levante, solían asomar grandes porciones del Egeo purpúreo. Descendieron por un valle boscoso en dirección al piedemonte de una cumbre que los quiotas referían como Anábatos. Siguieron el cauce de un río angosto y de lecho pedregoso, mientras oían con creciente estruendo los ecos de metales chocantes que se repicaban por sobre el agua; el aroma de las praderas comenzaba a fundirse con el penetrante olor de una forja ardiente. Detrás de un bosquecillo de pinos, a la vera del arroyo cuyas aguas se tornaban turbias, dieron con un modesto asentamiento que desprendía una oscura humareda. ¿Quién sería capaz de ejercer tan próspera industria en un punto tan solitario, rodeado de tierras infecundas y alejado de todo rastro de civilidad?

Un corcel amarrado soltó un relinche. Los ecos metálicos ya habían cesado mientras se acercaban al umbral. Vieron entonces arrastrarse desde la fragua una voluminosa figura con forma de hombre. Se asemejaba más a un oso adulto feroz, vigoroso, como esos especímenes espléndidos que hurgaban los bosques de Quíos, pues a todo su pecho lo abrigaba la piel de un enorme úrsido que, con certeza, podía dar caza él solo. Como si nada pesasen, blandía una maza y una alabarda por cada mano, como si albergara en sus puños la arrolladora fuerza de Kratos. Sus anchos brazos, repletos de vello hirsuto, eran como los de Hefesto. Sus cejas, más gruesas y pobladas que las de Pítaco. Su barba era frondosa, pero tenía la cabeza rasurada producto de los peligros que entrañaba su oficio. Su talla, su sola presencia era intimidante: ese hombre rústico y feral ostentaba una fuerza que, sin dudas, superaba a la de ellos dos en conjunto.

—Eres tú, otra vez —gruñó el quiota velludo y montaraz.

—¡Oh Glauco, preclaro hijo de Hefesto, excelso entre jonios! ¡Bienaventurado te hallen los dioses esta tarde! —le saludó Solón.

El úrsido no se inmutaba. Con el ceño fruncido se limitaba a hostigarlos con ojos pardos y penetrantes. Echó un escupitajo al suelo boscoso antes de hablar:

—¿Qué ofreces en esta ocasión? ¿A éste hombre? —preguntó analizando a Pítaco.

—Provenimos de Mitilene con el despuntar de la Aurora —dijo Solón—. Éste hombre, ¡oh, ilustre orfebre!, es también el más excelso entre eolios.

—¡Ah! El único cliente mitilenio que solía venir aquí es el rubio Antiménidas. Un malaka muy duro, ¿eh? ¡Ah, y buen pagador! Si lo ves —dijo a Pítaco—, dile que aún lo espero.

—Me temo que no podré decírselo muy pronto —le respondió él, nada intimidado.

—¡Ah! —bramó Glauco, esbozando una sonrisa—. ¿Acaso las negras Keres devoraron a ese bárbaro tozudo y le otorgaron la valerosa muerte que tanto anhelaba?

—No tengo esa respuesta. Hasta donde sé, pasa su exilio en Cirenaika.

—¡Ah, Cirenaika, el culo del mundo! Seguro que no será nada fácil matar a ese malaka.

—Domina tu lengua, Glauco —le dijo Solón—. Éste hombre es muy aclamado en Mitilene.

—Sabes que eso es tan inútil como pedirle a los conejos que dejen de copular.

—Yo mismo fui hijo de un armero —intercedió Pítaco—. Durante veinte años mi único oficio fue la guerra. Me es costumbre tratar con montaraces como éste.

—No lo creo, mitilenio. ¿Acaso crees que soy un simple y mortal armero?

—Oí hablar de tí, entonces. Hasta hoy, creí que eras un mito, Glauco de Quíos.

—Nací en Samos —apuntó Glauco—, pero al robar los secretos de las ciencias sagradas de Hefesto, decidí asentarme aquí, donde la guerra que impulsa Aliates me es favorable.

—Eres hombre leal a ningún bando. Eso es un desperdicio de músculos.

—¿Qué crees que hago aquí? ¿Hornear panes y pasteles de bodas? ¡Ah! Mi bando es la guerra, mitilenio. Si prospera la guerra, Glauco prospera con ella. Soy el mal necesario. Mi corazón es un crisol ardiente de grafito y carbón; mi sangre es ácido; mis dientes plomo; a mi ley la dicta el golpe del yunque y el martillo; respiro hierro, acero y metal. ¿Acaso me crees digno de morir sirviendo órdenes de algún tiranillo indecente que aprendió a dar dos o tres estocadas? Yo no sólo me esmero en fabricar toda clase de panoplias y armas, sino también toda proeza de orfebrería mediante técnicas secretas que a nadie pienso revelar: las que me inspiró mi padre del cielo, ¡el divino Hefesto!

—No son invulnerables. Oí de batallones enteros que portaban la rúbrica de tus armas y panoplias y aún así han perecido —aseveró Pítaco con tono y mirada desafiantes.

—¡Ah! Pues no habrán pagado lo suficiente —sonrió el altivo orfebre—. Este ateniense no estaría aquí ni hubiese alcanzado la fama de no haber portado esa magistral panoplia que yo mismo restauré. ¡Ah! Sin dudas, una de mis obras maestras… Mereces lo que pagas, ¿eh, mitilenio? Y su amigo desembrazó una suma indeclinable. Ahora, este infeliz la dejó al cuidado de un rey bárbaro de Chipre. ¡Eso sí es un desperdicio!

Su lengua era mordaz, su mirada perentoria, su garganta resonaba como el metal bajo el inmenso cielo gris, pero sus mientes no irradiaban amenaza, sino autoridad.

—Glauco —interrumpió Solón—, este hombre es Pítaco, de quien ya te he platicado.

—¡Ah, ya lo veo! ¡El valiente y sagaz eolio! ¡El asesino de Frinón! El ‘domador de tiranos’, ¿verdad? Puedo verlo: estás todo magullado —dijo inspeccionando la figura de Pítaco—. Es bueno saberlo. Pues, si se delata mi paradero al común de los hombres, ya sabré de quien será la sangre responsable.

—¡Ea, Glauco, cerdo codicioso! Pítaco es hombre prudente y de férrea palabra.

El afamado herrero volvió a escupir al suelo del bosque quiota, se pasó una mano por su afeitada cabeza y aseveró:

—Tengo mucho trabajo, ateniense. ¿Qué quieres en esta ocasión? Si pagas lo que valen, te daré panoplias que sentarán muy bien la talla de este mitilenio.

—No venimos por armas. Venimos por información.

—¡Ah! ¿Y crees que la información corre libre de cargos?

—Ea, Glauco, cuéntame con más detalles eso mismo que ya me has contado. Sobre ese aprendiz y consultante, El Mercader de Mileto, quien solía pagarte buenas sumas en oro lidio y milesio por tu consejo. Esta vez, quiero que Pítaco lo oiga por sí mismo.

—Los detalles cuestan caro, amigo.

No había terminado de pronunciar la frase cuando Solón le arrojó un saco de cuero. El orfebre lo atajó; sonó el tintineo metálico y procedió a inspeccionar su interior. Lo vertió un tanto sobre las palmas de sus enormes manos y desmenuzó su heteróclito contenido. Había todo tipo de metales acuñados. A algunos los introducía en su boca para morderlos, probarlos y escupirlos; a otros los golpeó con las uñas para oír el alma de su chasquido.

—Cobre chipriota: vale lo que la barba de un chivo… Hierro fenicio: el espinazo de un besugo… ¡Ah!… Electro —golpeó el metal para cerciorar su procedencia— ¡de Lidia!…

—También hay diez óbolos de plata atenienses y tres menas de oro egipcio —añadió Solón—. ¿Es suficiente para tí? Quédate con todo; puedes fundir lo que deseches.

—¡Ah! Ahora sí estamos hablando, amigo —dijo Glauco y comenzó a otear por detrás de ellos—. Me quedaré con una de tus mulas también; nunca se sabe cuando necesitarán mis aprendices abastecerse de caravanas ricas en materia prima.

Solón asintió y Pítaco desdeñó tal decisión esgrimiendo una mueca de fastidio.

—Que no te engañe su aspecto, Pítaco —le iba diciendo Solón mientras seguían al orfebre hacia su rústica morada—. Glauco sigue siendo jonio en toda regla: es astuto, reflexivo y refinado con sus dedos.

—Yo espero únicamente que sea hombre de palabra —aseveró Pítaco con ronca garganta y elevando su voz a propósito.

Pese a que su sentencia llegó a mojar los oídos de Glauco, el quiota ni se inmutó. Solón, en cambio, rió y habló después al mitilenio.

—Por supuesto que lo es. Pero ante todo, como verás, es muy celoso de su arte. Pocos mortales conocen su secreto. Uno de ellos es Anacarsis, el más audaz de sus aprendices, a quien recibió en persona hace unos años habiéndose esparcido la voz de las eximias cualidades del escita cuando andaba errante por el mundo griego.

—Anacarsis es un bribón insolente —acotó Glauco al oír sus murmullos—. De mi parte, recuérdale que si se atreve a revelar el secreto del hierro, iré personalmente a verlo para inaugurar una fragua en su trasero escita.

—Es su forma de expresar cariño —vociferó Solón a Pítaco por lo bajo.

—Ya quisiera yo encariñarme con este úrsido de montaña…

—Mi cariño también cuesta caro, mitilenio. ¡Ah! Y no toquen nada de lo que vean aquí. De estropear mis creaciones, me aseguraré de que corran los gastos de vuestras arcas.

Tal platicaban atravesando la gran zona de hornos bajo el alto dosel de pinos y chopos. Una vez penetrado el umbral de aquél óikos rudimentario, notaron que, tal el aspecto de su dueño, no era su choza lo que aparentaba por fuera. El comedor era espacioso, pues estaba excavado hacia adentro en el bruto cuarzo de la montaña, y atesoraba gran cantidad de riquezas en forma de copas, ritones y vasos. A excepción de una gran mesa de cedro en el centro y un opulento camastro tapizado en refinadas telas orientales, no había otras maderas ni materiales como terracota o arcilla: tan sólo metales pulidos y deslumbrantes. Soberbias esculturas se erguían por todos sus rincones. Algunas se adosaban a sus bases por obra de su técnica secreta: hierro fundido que aglutinaba dos o más piezas entre sí. Marcado era el gusto por grifos de plata y centauros de bronce. Pronto advirtió Pítaco que, por lo ecléctico de su colección, el hombre trabajaba por encargo notablemente para sujetos ricos y poderosos. Detuvo su atención en una obra en concreto: tres sátiros con sus falos erectos magníficamente tallados en hierro sosteniendo sobre sus hombros, como incrustado en las uniones, un cuenco de plata de borde ancho adornado con exquisitos patrones repujados en oro puro.

—Ni lo pienses —irrumpió el orfebre—. Es para el rey de Lidia. Una ofrenda a Delfos. Aún no está terminado. Restan las piedras preciosas; y una obra de arte tan excelsa no debe ser revelada antes de concluirse —dijo y cubrió el objeto con la piel de oso que portaba.

—¿Has conocido al rey de Lidia? —preguntó Solón incrédulo, arqueando las cejas.

—Apenas una porción de su corte y al emisario real, un tal Anmos, un sujeto peculiar que ni siquiera parece lidio. Su velo de oro y las gemas de sus pendientes valdrán lo mismo que este taller entero. ¡Ah! —Delineó una sonrisa estimulante para sí, y luego dijo—: Los griegos mugrosos apenas nos figuramos una idea remota de la inmensa riqueza que mora en las tierras más allá del Egeo y de las montañas de Anatolia.

Tal sentenció y acto seguido vistió su mandil de cuero, lo ciñó a su cintura y los condujo hasta una puerta de roca falsa oculta en la veta de la piedra. La empujó con la enorme fuerza de sus brazos y chirriaron los robustos goznes de hierro que la sostenían; tal era el ingenio de su arte. Accedieron entonces por un pasadizo secreto hasta su forja.

En la primera cámara los recibía un descendente haz de luz diurna que penetraba por un estrecho pozo horadado desde la propia superficie de la montaña. Toda clase de materias primas como bauxitas y menas de metales nobles, innobles, pesados o ligeros, estaban dispuestos y bien clasificados en grandes contenedores. Entre ellos se abrían algunos pasillos apuntalados por vigas de madera que conducían a los talleres de sus aprendices, en donde cada sala tenía una chimenea más pequeña que emergía a la superficie despidiendo la negra humareda de los hornos y los crisoles de fragua.

—Beban —dijo Glauco al cabo mientras forzaba una vara de hierro, lo que accionó una válvula oculta tras el muro, por donde comenzó a brotar un prístino caudal de agua—. Dénse prisa. Lo necesitarán. Es pulcra y rica en minerales. —Tal sentenció y se humedeció todo el rostro y, acto seguido, los hombres accedieron a su autoritaria cortesía.

La luz y el aire puro que brindaba el pozo principal no era suficiente para combatir el tremendo calor, la sensación de encierro semejante al de una mina y el humo de las forjas; únicamente Glauco era capaz de transitar esos espacios sin siquiera fruncir el ceño, como si se hallara en su elemento. Alegaba que tal ambiente era imperioso para que el alma de los metales permanezca incorrupta. Finalmente el orfebre los condujo a lo que parecía ser su despacho principal, repleto de armas y escudos que colgaban de las paredes, con un tenue brasero llameando en el centro, y los hizo acomodar en asientos labrados en la roca viva. Allí les narró entonces, honrando el trato y sin escatimar en detalles, los acontecimientos de interés para sus huéspedes.

Cinco habían sido los años consecutivos en los que Tales de Mileto, quien se presentó ante el orfebre como “El Mercader”, había acudido por temporadas a perfeccionar sus saberes en el arte metalúrgica. El hombre esgrimía gran entusiasmo por comprenderlo todo en cuanto a los secretos de los metales, sus posibles aleaciones, la pureza de sus ciclos y las formas correctas de manipularlos al fuego. Llevaba a menudo consultas que extrañaban al propio Glauco, que estribaban especialmente en una evidente obsesión por la destilación del agua de mar, con la que buscaba aislar la sal, y por obtener amalgamas de azogue y azufre, interesándose además por minerales como el oropimente y el cinabrio, el ópalo y la pirita, y por metales como el oro, el cobre y el latón. El ilustre orfebre, no obstante, se limitó a instruirlo en todo cuanto sabía en virtud de hacerse con las cuantiosas sumas que solía ofrecerle por sus consultas. De todo su relato, lo que más inquietó a los hombres fue el hecho de que Tales no solía acudir solo a sus lecciones, sino que siempre iba custodiado por un grupo de individuos ajenos e ignorantes de su ciencia.

—¿Qué clase de hombres solían acompañarlo? —preguntó entonces Pítaco.

—¿Qué clase de hombres, eh? —ironizó Glauco—. ¡Seguro no eran coregos ni flautistas! Se parecían más a la clase de hombres a los que no quisieras deberles nada, mitilenio. La clase de hombres que se las arreglarían bien con un punzón o un buril desafilado si quisieran silenciarte. A diferencia de un niñato bocazas e insoportable, los demás eran hombres de facciones nobles y fornidos. Hoplitas en apariencia. Creí sonsacarle que uno de ellos se consagró Olimpiónika de carreras, un tal… Poli…

—Poliméstor de Mileto —completó Solón—, hermano de sangre del bravo Trasíbulo.

Pítaco, con sus labios sellados, deliberó con él una mirada de intriga.

—¡Ah! ¡Ese mismo! —irrumpió Glauco leyendo sus miradas—. Apuesto las tetas de mi madre a que tienen un asunto pendiente a resolver con estos hombres.

—En verdad, ni siquiera nos conocemos —le respondió el ateniense.

—No se pierden de mucho. ¡Ah! De hecho, este tal sujeto, Tales, me pareció un tanto iluso e idiota; blando de pensamiento, fácilmente domeñable y distraído, además de debilucho. Consideraba todas las cosas un ente vivo, incluso la fragua, y se interesaba demasiado en el comportamiento del cielo, del agua, del relámpago y del trasiego de las estrellas.

—Aún así, muchos lo tienen por sabio —señaló Solón.

—¡Ah! ¿Acaso puede un idiota ser un sabio?

—No —dijo Pítaco—. Pero, a ojos del resto, un sabio puede, y suele, parecer un idiota.

—¡Ah! ¡Que los dioses nos amparen! —imploró Glauco con tono sarcástico.

Solón entonces tomó la palabra:

—Los que nos urge saber, eximio Glauco, es si este milesio te mencionó si andaba tras la consecución de un mineral único y sagrado, metálico en apariencia, que, según antiguas leyendas, se trata de la sangre de los dioses: el icor cristalizado.

—No, nada de eso —respondió el herrero—. En un principio, supuse que era otro de tantos crédulos incautos persiguiendo la transmutación de cualquier metal en oro. Lo que, a mi juicio, cualquiera que se jacte de ser un gran maestro de fragua puede realizar.

—¿Puedes tú hacer oro de cualquier metal? —preguntó Solón asombrado.

—¿Acaso no sería más rico ya? ¡Ah! Pero sí, por supuesto. Puedo crear la ilusión de eso. Les daré una pequeña demostración libre de cargos, si así lo desean.

Los hombres asintieron confundidos y Glauco procedió a destapar un recipiente sellado, del cual volcó una pequeña cantidad de azogue acuoso sobre un vidrio de considerable espesor que apoyó sobre las brasas ardientes. Con unas pinzas tomó una diminuta lámina de oro puro que, al tiempo, acercó a las gotas del metal líquido, ya ardiente. El orfebre dio una carcajada mientras sus huéspedes, atónitos, contemplaban cómo el azogue, al contacto con la lámina de oro, se la tragaba hasta degradarla sin dejar rastro.

—¡Ah! ¡La magia y la belleza del metal! —exclamó Glauco y continuó—: Ahora, mis ignorantes aprendices, verán que de realizar el proceso inverso, de exponer al crisol la materia resultante, ésta se evaporará y el oro volverá a cristalizarse: ¡más reluciente que nunca! Pero si desean atestiguar tal prodigio comenzarán a correr los intereses…

—¡Vámonos ya, Solón! —irrumpió Pítaco irguiéndose de su asiento, fingiendo cierto enfado—. Este antro ya se me torna insoportable. Es evidente que el buen Glauco ya no puede enseñarnos nada que nos concierna, ni que haya oído del misterioso «oricalco» y sus cualidades divinas, las que yo mismo atestigüé.

—¡Ah, espera! —dijo Glauco—. ¿Has dicho «oricalco»?

—Eso mismo —respondió Solón—. ¿Acaso Tales mencionó algo al respecto?

—Ya te he dicho que no. Pero sí lo hizo su sobrino Anaximandro, el mocoso insoportable. ¿Acaso darían crédito a las meras fantasías de un impúber?

—Para eso mismo te he pagado —contestó Solón, invadido por un súbito resquemor.

El ilustre orfebre no pudo evitar soltar una carcajada, pero al notar el impertérrito talante de sus huéspedes se dispuso a cumplir su palabra. Procedió entonces a conducirlos fuera de la forja mientras les narraba todo aquello que el joven Anaximandro le había revelado en una ocasión mientras Glauco almorzaba a la luz del día.

—Me hablaba entonces de los dioses antiguos —continuó su relato—, de que diseminaron por la tierra los elementos que componían un metal legendario al que los sabios y héroes de antaño llamaban «oricalco», un metal similar al oro que se empleaba en tiempos remotos para la adoración de Poseidón, y que su propio tío Tales estaba detrás de la fórmula que podía reproducirlo. Ésta fórmula, según los papiros que tenían en su poder, está custodiada en una estela de granito en Lidia, y las instrucciones a las que se ciñen fueron transcritas y proporcionadas por un poeta de Proconeso, muerto ya hace tiempo, quien, antes de morir, arrancó partes del manuscrito, dejándolo incompleto.

—¿Qué más decían esos papiros? —preguntó Solón.

—Que el oricalco procedía de un gran imperio marítimo ubicado allende los Pilares de Heracles, ya extinto por miles de años. Una potencia naval que dominó todos los mares del mundo. Un pueblo que habitó la ‘isla de Atlas’, la Atlántida, y que se debía enteramente a la veneración de Poseidón. Esta raza de hombres, aseveraba el muchacho, que precedió por muchos milenios al tiempo de los héroes homéricos, era superior a ellos y a la nuestra en todo sentido, pues vivían en estrecho contacto con los Inmortales, y habían auscultado todas las ciencias del mundo y la tecnología. Allí abundaban la opulencia, las piedras preciosas, los palacios celestes adornados de columnas de oro macizo y, por supuesto, de oricalco, que lo tenían por sagrado. De hecho, era el único sitio de la tierra en donde se erguía un extensísimo cordón de montañas de donde los atlantes minaban este mineral en bruto; de ahí su nombre, “cobre de montaña”. Pero los dioses, en una fatídica ocasión, enfurecidos sobremanera por la creciente soberbia de sus habitantes, decidieron precipitar el gran continente a la mar en lo que dura un día y una noche, y con ello la producción de oricalco, por designio divino, cesó para siempre.

Pítaco y Solón escuchaban perplejos aquél relato, y Glauco los miró extrañado.

—¿Acaso creen en el relato de este mocoso? —preguntó.

Pero Solón ignoró su pregunta y se precipitó en consultarle:

—¿Te ha mencionado algo respecto a las cualidades y efectos místicos de la sustancia?

—Proporcionar longevidad; sanar heridas mortales; adquirir la fuerza de un dios; acceder a los secretos velados de la existencia… ¡Ah! ¡Puras fantasías de niñato!

—¿Y qué hay de la tiránica Hermandad del Trípode, ese artefacto capaz de generar—…

—¡Ya déjalo, Solón! —interrumpió Pítaco con sombría faz y gesticulando con su brazo—. Glauco ya nos reveló demasiado. Cumplió su palabra. Volvamos, pues…

—¡Aguarden! —exclamó Glauco, cuyo semblante ya denotaba un sucinto interés—. ¿Qué opinan ustedes de todo este asunto?

—Suponemos que Tales, obligado por fuerza a guardar silencio, tomó ciertos recaudos y a través de este sobrino suyo nos está dejando un mensaje —le respondió Pítaco.

—¿Y qué mensaje puede ser ése? En mi opinión, estos hombres no persiguen recrear cristales de sangre de dioses o algún mineral que otorgue cualidades místicas o divinas.

—¿A qué te refieres? —preguntó Solón.

—¿Qué les parece? ¿Cinabrio, azufre y azogue? ¿Plomo y estaño? ¿Arsénico? ¿Toda clase de silicios y metales de transición? ¿Salitre de mar? ¿Pirita, esmeriles?… ¿No es obvio? —Los miraba con asombro—. Estos hombres no son niños inexpertos buscando consolidar una nueva aleación. Lo que estos hombres quieren producir es veneno.

—Explícate —le exhortó el ateniense.

—Ingerido o expuesto a suficiente cantidad, apenas una de estas sustancias puede acabar con la vida de un hombre. Y de horrendas y lentas maneras, si les apetece saberlo. La exposición al azogue, a la plata acuosa, es un antiguo método de tortura más empleado de lo que creen. Somete a su víctima a una agonía interminable de locura e irritación en la piel, a la paulatina falla interna de sus órganos y mueren finalmente sin pelos, sin uñas, sin dientes, sin uso de razón y, en algunos casos, sin ojos. Uno de mis aprendices atestiguó este proceso en los reinos de Oriente. Primero, los magos envenenan a un animal con vapores, digamos, de arsénico o azogue. Luego dejan disecar su cadáver hasta descomponerse; del que después filtran y recolectan un líquido del que obtienen un polvo mortal ni bien ingerido. ¡Ah!… Ingenioso, ¿verdad? Algunos hombres son más creativos a la hora de crear venenos y no se limitan a la mera secreción de una planta o un molusco.

—¿Tienes alguna noticia, Glauco, sobre el paradero de Tales?

—¿Mileto? —rió—. Nunca me lo ha dicho. Pero en su última visita, hace unos dos años atrás, me reveló que comenzaba a preparar su próximo viaje a Egipto. Eso tiene sentido; allí se hallan muchas de las materias primas que desea emplear en su empresa.

—¿Dijo, exactamente, cuándo partiría?

—Los preparativos no suelen llevar más de un año, y la obtención de las sustancias otro más. ¡Ah! Y ahora que lo mencionas, recuerdo que el niño me reveló que es en Egipto, según las leyendas, en donde sus sabios llaman a esta sustancia… “polvo de Khem”.

—Has honrado tu palabra, Glauco —habló Solón—. Los dioses saben cuánto has aportado a nuestras intrigas. ¡Será, entonces, hasta la próxima vez que nos veamos!

Tal sentenció y, junto a Pítaco, se dispusieron a marchar con la única mula que poseían.

—Eh, aguarda —le dijo Glauco—. ¿Me dejarás entonces masticando estas intrigas? Si me dices exactamente qué secreto persiguen, te devolveré lo que me has pagado.

—Secreto por secreto —dijo volteando hacia él—. ¿Me revelarías entonces la técnica del hierro que tú custodias con tanto celo?

—¡Ah! No hay trato entonces, amigo —respondió el orgulloso orfebre—. Debería darle más cavilación al asunto. Pero, ¡ea!, llévate tu otra mula; ya es tarde y no la necesito.

Solón le sonrió, tomó la mula por el ronzal, y ya consumado y celebrado el contrato, los sabios partieron. Dejaron a Glauco atrás, deshicieron el camino y atracaron al cabo en la fragante Mitilene en mitad de la noche silenciosa y perforada de estrellas.

Muchas conjeturas elucubraron en el trayecto a raíz de las sustanciosas revelaciones proporcionadas por el orfebre de Quíos. Se dirigieron entonces hacia la jora de la pólis, donde se hospedaba Solón en el óikos de Afareo, y allí, amparados por la solitaria madrugada, intercambiaron sus últimas sospechas en virtud de tomar decisiones.

—Ahora mismo —habló Solón alzando su vista a la alta bóveda estrellada—, la noche me invita a contarte sobre mis propias revelaciones.

—Es la hora de los dioses —aseveró Pítaco, convalidando con la mirada.

El ateniense abrió entonces un ala de su clámide. De sus hombros pendía en bandolera un pequeño zurrón del cual extrajo un diminuto rollo papiráceo, casi deshecho, cuya faz estaba cubierta de toscas y desprolijas inscripciones en bustrofedón.

—Este documento llegó a mi poder mientras moría mi año como arconte de Atenas. El anciano Henióquides fue llamado por las Parcas y muchos de los bienes de su familia, a los que yo mismo tuve acceso, pasaron a manos del Estado. Entre éstos había un alijo repleto de pertenencias de su tío Dracón, el afamado legislador. Estas mismas grafías, Pítaco —dijo exhibiendo el papiro—, ¡salieron de su propia mano!

—¿Y qué dicen?

—Aquí dice —le indicó—: “Cilón confesó verdad. Megacles favorecido”. Más acá: “Sombras vence a la luz… Oreíxalkos, secreto de dioses, muere con él”… Y aquí: “¡Ay! Obligados mis labios a callar. Legislar en consecuencia de sus intereses. Muerte acecha… desdichado”.

—Es irónico —dijo Pítaco—; el hombre apenas sabía escribir.

—Lo es. Incluso los niños aprenden pronto a mantener una línea recta. Pero no nos atañe su facultad de escriba, Pítaco… ¡Es ésta la sórdida confirmación de nuestras sospechas!

—Los lobos se impacientan mientras la noche se torna diáfana, amigo mío.

—Pero eso no es todo. Sí… Se acerca el verano. Y ahora mismo resuenan en mis mientes las últimas palabras que me profirió Epiménides en el puerto, antes de zarpar:

«Cuando se alce la canícula,

en el país cuya nobleza no toca el suelo,

sigue al hombre que porta el Escarabajo de Oro».

»Un oráculo. —Dio un suspiro antes de mirarle a los ojos—. Nuestras respuestas, Pítaco, yacen en las arenas de Egipto, ¿no es acaso el país del oro y del escarabajo? ¿El país donde reyes y reinas, nobles y súbditos reales se pasean sobre literas sin ensuciar sus pies?

—¿Acaso sugieres que ambos pongamos rumbo a Egipto? —preguntó sin más el mitilenio.

—¡Ea, eso mismo! ¿Qué dices? Tenemos ruta abierta hacia Náucratis. Tú como emisario y magistrado de Mitilene, una de las doce póleis confederadas que financió el surgimiento del emporio; y yo… como un viajero libre y errante. Además, tengo la certeza de que Tales de Mileto atracó no hace mucho en el puerto de Solos. ¡Ay, a un pellizco estuve de alcanzarlo! Pero ya había zarpado rumbo a Fenicia, para luego dirigirse a Náucratis, donde, con seguridad, ya atracó hace meses. ¿Comprendes, Pítaco? ¡Todas las piezas ensamblan!

—¿Y cómo te has enterado de tal cosa?

—Al hombre a quien nombré magistrado portuario de Solos le encomendé la labor de llevar registros de cada persona y mercancía que arribe a mi puerto.

—Auguro días negros —dubitaba Pítaco—. Ahora mismo me resulta odioso ausentarme y dejar asuntos inconclusos en Mitilene.

—Podrías confiar una vez más en el joven y prudente Helánico las labores que a tí te conciernen. Por el momento, tu pólis goza de paz, amigo mío. ¿Acaso no me confesaste en una ocasión que quisieras un día contemplar por tí mismo las maravillas que moran en aquel país ancestral? ¿No es éste un momento fecundo? ¿Qué te dicta el kairós ahora? Tengo desde Solos, además, trato asiduo con los mejores marineros fenicios, quienes en apenas dos semanas nos proporcionarán el más rápido navío de toda la mar. Con benévolos vientos, atracaremos en Egipto en apenas doce días de viaje. No tengo ninguna intención de extorsionarte, Pítaco, pero si aun no vienes conmigo, partiré en soledad.

—¡Oh, Solón! Sé que lo harás. Y todo hombre recto es esclavo de su palabra.

Así entonces accedió a la petición de su amigo, aún a sabiendas de los peligros que entrañaba la nueva travesía en la cual embarcaban sus corazones.

III

Las semanas previas a zarpar de Mitilene, mientras Solón se ocupaba de las diligencias del viaje, Pítaco instruyó minuciosamente a Helánico sobre sus labores a realizar. En adición, le encomendó que, a espaldas de la ley de la pólis, establezca una discreta guarnición de hombres suyos en Lirneso, un puerto de Eólida que a él competía; un cuerpo de vigilancia a efecto de advertir inmediatamente de movimientos sospechosos respecto a Alceo y sus hombres, y estableció con él una prudente seña secreta en caso de precisar los servicios de un heraldo: «Kýnos y Diógos». Los magistrados de la pólis no le concedieron permiso para llevarse consigo una escolta de guardia, pero él se las arregló para que Tersites pueda acompañarlo. Cuando le preguntaron por qué partía hacia Náucratis, Pítaco se limitó a responderles: «Por conocimiento». Mientras que a su dedicada esposa, Irana, y a su pequeño retoño, Tirreo, les confesó: «Por compromiso a la verdad».

Una vez hechos a las velas, poco a poco fueron dejando atrás los resabios helenos de la primavera, que salpicaba con sus múltiples tonos todas las islas del Egeo, hasta emerger a la abrumadora y rugiente soledad del mar abierto. Una mañana, después de quince extensas jornadas de tedio y navegación aspirando el álgido salitre del aire, combatiendo tempestades, hincando el diente sobre pescado, frutas y nueces, contemplando únicamente el menguante resplandor de brillos violáceos sobre las olas del piélago, avizoraron sobre el horizonte una línea de exuberante verdor. Los corazones se encendieron una vez el piloto de la nave, un fenicio de sobrada experiencia, les confirmó que esas eran, en efecto, las costas del Egipto.

Los hombres se dieron entonces a la pericia de sus labores mientras surcaban ahora las aguas más procelosas de una gran bahía de verdosas entrañas, donde avistaron después de mucho tiempo al primer cúmulo de velas aglomeradas en lontananza. Los cabos y capataces fenicios, algunos trepados a las jarcias, comenzaron a gesticular y a gritarse entre ellos en su propia lengua, indescifrable a los griegos.

—Se dirimen el brazo correcto por el cual adentrarnos en el país —dijo Solón acercándose a Pítaco—. Diversos son los afluentes del Gran Nilo que desembocan en el Mar Intermedio; y no en todos seremos bien recibidos.

El dosel de profuso verdor ya se alzaba sobre ellos, como presto a devorarlos. Imperioso era tomar recaudos e ingresar por la boca adecuada, la llamada Canópica, cuyo curso los conduciría lenta pero infaliblemente, sin mayores desvíos o percances, hacia el flamante emporio heleno asentado en suelo egipcio. Tal hizo el piloto, audaz como pocos, quien los internó por lo que ya se tornaba a sus anchas una vegetación espesa y selvática, repleta de altísimos árboles de follajes colgantes y de infinitas líneas de palmeras de dátiles, todas ardiendo en ensordecedores trinos de aves y rugidos de fieras que jamás habían oído.

—¡Kah-nub! ¡Peg’uat! ¡Kah-nub! —gritó el capataz al timonel, quien viró a estribor a su orden y, al tiempo, el bajel comenzó a lindar un extenso juncal.

—Es Canopo, ‘el suelo de oro’, el nómos más austral del Delta —dijo Solón señalando un punto más adelante, por donde comenzaba a asomar tras los juncos una minúscula y lejana línea de edificaciones—. Egipto divide su extenso territorio en nómos, cada uno regido por un nomarca. Solían responder todos al mismo rey, aunque hoy eso ha cambiado.

—¿Acaso Homero ya nos canta sobre esta ciudad? —infirió Pítaco, estupefacto.

—Tal es el mito —asintió Solón—. Deviene su nombre de aquél compañero de Menelao, Canopo, quien, regresando de Troya, junto a él naufragó en estas costas. Se aventuró a consumar un amor no correspondido con una princesa de estos lares, pero una serpiente letal se lo impidió, dejándolo muerto aquí mismo. Quizá, mediante el mito, Homero nos advierte que los nobles egipcios no prestan a sus mujeres. Sería una gran ofensa para ellas, que gozan de la misma estima que sus hombres. Pues Egipto es el único país que no envía mujeres nobles a casar con reyes o príncipes extranjeros. Es una política milenaria.

Pítaco nada le respondió; se entregaba a la contemplación del momento. Ambos miraban a lo lejos esa ciudad que les parecía espléndida, coronada por el sol, cuyos templos, obeliscos y monumentos asomaban por sobre las murallas. Prevalecía por sobre aquello la cabeza de un dios tallada en una piedra verdosa, con barba en punta y cuerpo de vasija, que, dado la lejanía, debía ostentar dimensiones nada desdeñables.

—Llaman a ese dios Osiris —apuntó Solón—. Es patrono de Canopo, y muchos griegos ilustres deducen que es el mismo dios al que nosotros llamamos Dionisio.

—¡Ah, Solón el proactivo! —exclamó Pítaco—. Deslumbras con tu conocimiento. Aún así, ha encontrado tiempo para liberar Atenas de la opresión —dijo después a Tersites.

—Acumular conocimientos sin aplicar sabiduría es una práctica obtusa —se ruborizó Solón luego de echar una carcajada—. No olvides, Pítaco, que Egipto también formó parte de mi instrucción política. En mi última visita, durante mi estadía en Sais, conocí sobre cierto cuerpo de leyes: el Código de Bokkoris, un rey que se atrevió a decretar la abolición de la esclavitud por deudas. Me inspiré en ello. Examiné sus leyes con minucia, las reformé según lo que me parecía justo, y me atreví a implementarlas en Atenas.

—¿Y cosechó ese rey gran gloria y renombre? —preguntó Pítaco.

—Ah… Egipto estaba muy dividido en ese entonces. Hasta donde tengo noticia, el legislador fue capturado por su sucesor, que lo odiaba, y lo prendió fuego vivo…

—Ojalá los dioses te deparen un destino poco menos ignominioso —bromeó el mitilenio.

La llanura no hallaba fin a sus ojos. Divisaron extensísimos campos de trigo, de lino y de cebada, todos nutridos por anegados canales de regadío, y el Nilo parecía realzar al éter sus distintivos tonos y fragancias. Vieron hombres y mujeres de tez trigueña, de complexión casi famélica, vadeando las orillas; notablemente egipcios, vestían prendas inferiores, dejando sus torsos al desnudo. Algunos cruzaban con ellos una mirada indiferente, otros les inclinaban la barbilla mientras se esmeraban en recolectar tallos de papiro con una hoz para luego llevarlos a cuestas o montarlos sobre sus balsas de paja hasta depositarlos sobre un carro tirado por una yunta de bueyes de anchos cuernos. Aquella escena les ilustró vívidamente que aquél país era el corazón de la industria del papiro.

Alcanzaron al tiempo un puesto de aduana, donde el bajel y sus tripulantes fueron minuciosamente inspeccionados. Muchos de esos celadores eran griegos maduros de diversas patrias, si bien vestían a la manera militar egipcia. No fue hasta que retomaron el periplo que Solón reveló a Pítaco que aquellos eran viejos mercenarios contratados por Psamético, el rey que había decretado todas estas nuevas políticas de protección exterior, y cuyo semblante de diorita bien adornado precedía aquel desolado edificio administrativo.

Las bandadas de garzas y cisnes desplegaban vuelos rampantes huyendo del escorpión de popa que avanzaba a su paso y dividía las aguas, que habíanse tornado turbias y de coloración ocriza merced a la fecunda sedimentación del lecho del Nilo. Un grupo de gacelas de vientres canos y rojizo pelaje los acompañó un buen trecho del viaje gañiendo y dando brincos y coces a ambos flancos de la ruta. Pítaco y Tersites contemplaban con asombro y regocijo todo aquél exótico espectáculo, pletórico de maravillas, que los recibía en la tierra de los grandes desiertos, de las moles de piedra y de las gigantescas pirámides; el vasto suelo de los faraones, los monarcas más ricos, opulentos y misteriosos de la tierra.

¡Menudo susto se llevó Tersites al observar el espaldar oscuro de una bestia rugiente y grotesca que emergió de repente de las aguas fangosas!

Despavorido comenzó entonces a llamar a Pítaco y atinó a buscar armas y pertrechos con los que disparar a la bestia desde borda; pero Solón se limitó a reírse de él.

—Calma —le dijo—. A estos animales los griegos los llamamos Hipopótamos, los ‘caballos de río’. Y prepárate, porque no es la única bestia que verás merodeando estos remansos. Espera a que veas a los monstruosos Cocodrilos: dragones de río, engendro de pesadillas, con fauces repletas de navajas afiladas y mandíbulas ansiosas por triturar y devorar un torso adulto al completo… ¡Te arrancarán más de uno o dos espantos!

—¡Por todos los dioses! —suplicó Tersites con el semblante acalambrado—. ¡Cuán lejos estoy de los encantos de Mitilene y cuánto se me apetecen ahora mismo!

Al tiempo, Pítaco, quien también reía y contemplaba todo aquél espectáculo, señaló hacia la ribera opuesta del Nilo, atestada de una manada de éstas y otras criaturas retozando sobre las aguas y dorando sus lomos al sol, y les dijo entonces:

—Asumo que son como todas las bestias, muchachos: no atacarán a menos que te interpongas en su camino. —Dirigía los ojos hacia una grulla de cuello esbelto que paseaba tranquilamente atrapando peces en su buche ante las fauces de un grupo de cocodrilos.

—Yo no estaría tan seguro de eso, Pítaco —dijo Tersites señalando a un enorme saurio a lo lejos, de cuyas fauces emergían dos o tres plumas blancuzcas del resto de un ave.

—¡Algo habrá hecho! Pues, ¡mira allá!, algunas son más osadas que otras —señalaba hacia otro punto en donde la bestia mantenía sus fauces abiertas de par en par mientras un grupo de aves picoteaban los restos de comida atrapada entre los dientes del gran reptil; y, más allá, una grulla tomaba sol acicalándose las plumas y paseando plácidamente a lomos de un hipopótamo.

—¡Contemplen tal majestad! —exclamó Solón alborozado—. Es ésta la ley salvaje, mágica y sagrada del Egipto: misterios de los que los mortales deben aprender día tras día.

Así transitaban los hombres apenas un pulmón del Nilo cabrilleante, todo bañado de sol, sin dejar de admirarse a cada legua de los paisajes, los aromas y las escenas oníricas que evolucionaban ante sus ojos. Se sentían abrevar de las fuentes de un mito atávico, un mundo de ensoñación habitado por dioses y criaturas de leyenda, únicamente concebidas por la mente de algún dios remoto.

Atestiguaron también vestigios del Imperio Antiguo: colosales estructuras y estatuas en ruinas, cercenadas, inclinadas, soportando los constantes azotes del Nilo; altísimos dinteles y trilitones graníticos de lo que habían sido magníficos templos, víctimas quizá de crecidas y terremotos de antaño, irguiéndose desde las aguas vorticiosas y ahora reclamados por la hiedra salvaje. Aquellos pétreos remanentes, aquellos semblantes inexorables, aún transmitían una melodiosa solemnidad, como si lucharan por perdurar impasibles ante el embate inclemente de las olas del tiempo.

—No llego a imaginar cuántas canteras de roca posee este vasto país si son capaces de permitirse abandonar estos prodigios aquí —reflexionaba Pítaco en voz alta.

—Lo que es todavía más intrigante —agregó Solón— es que éstos santuarios, así como quedaron, son aún visitados por los fieles que prefieren venerar los cultos antiguos. En Egipto nada es inocuo; nada responde al azar. En cada criatura, en cada sitio, en cada cosa, incluso en lo imperfecto, mora el soplo de algún dios.

—No dudo, amigo, que este suelo tiene mucho más por ofrecernos —aseveró el mitilenio.

Así entonces, fascinados sin medida, alcanzaron al cabo el atestado puerto de Náucratis, que se presentó ante ellos como una gran ensenada repleta de embarcaciones de todo tipo y tamaño, incluidas canoas y falucas de paja. Bajaron entonces a los muelles recibidos por una multitud de griegos que allí trabajaban gritándose unos a otros en distintos dialectos, colaborando todos como una sólida unidad. Sortearon todos aquellos tratos, declararon sus pertenencias a los magistrados portuarios y al tiempo pusieron rumbo al corazón de la ciudad, cuya línea de edificación se asomaba tras un gran palmeral y que parecía extenderse hasta posarse sobre el río. Resolvieron primero detenerse a recitar las piadosas plegarias y ofrecer sacrificio en el Templo de los Dióscuros, protectores de los marineros, ubicado a medio camino entre el puerto y la gran urbe.

En su torno se agolpaban en línea muchas casitas de barro y techo de caña; viviendas en apariencia, pero precarios burdeles en realidad. Desde un principio se habían visto abrumados por el gran número de hetairas, prostitutas y mancebos que acudían al puerto a ofrecerles sus servicios. Pítaco y Solón habían sido tajantes al prohibir a su escuadra de hombres abandonarse a las bajas pasiones por el momento, pero no pudieron evitar que un puñado de los remeros carios y cabos de borda fenicios que con ellos se habían embarcado, ávidos de desfogarse, no tardasen en ceder a sus encantos.

—¡Ah!… El emporio de Náucratis —refunfuñaba Solón— es un enclave griego internacional, un auténtico crisol de razas. Ninguno de sus habitantes se siente en verdad atado a este suelo. ¡Son perfectos anónimos! Imagínate a los remeros y navegantes, lejos de sus esposas, atracando en puerto exótico y lejano después de largas jornadas en alta mar. No es de extrañar que aquí la prostitución se haya vuelto un negocio muy próspero.

Pero aquél árido suelo no era únicamente un paraje destinado a mercaderes, porníforas, meretrices y magistrados licenciosos, sino también a todo espíritu ávido de aventuras, lo que solía incluir escultores, alfareros, arquitectos, pintores, músicos, poetas… No fueron pocos los griegos que avistaron a los lindes del sendero platicando con sus pares egipcios, intentando dominar el arte de instrumentos musicales foráneos y complejos o recibiendo de ellos lecciones de escultura y de preparación de pigmentos.

Aún no se había puesto el sol ni bien penetraron la gran puerta de la ciudad: un umbral de generoso espesor modelado al estilo egipcio, delimitado por dos robustos pilones de anchas bases talladas en piedra caliza y con esmerados detalles de moldura, a partir de las cuales se extendía un murallón enano pero bien fortificado de torres y almenas. En la torre más alta se alzaban múltiples astas de coloridos estandartes: tal era el espíritu cosmopolita que permeaba todo aquél terruño.

El bullicio de Náucratis los envolvió rápidamente. Voces griegas y egipcias azotábanse por todos los rincones. Los mercaderes ambulantes perseguían a los transeúntes ofreciéndoles mercancías de fayenza, amuletos y oropeles de todo tipo. Los pastores emprendían el retorno a sus campos arriando sus hatos de cabras y carneros entre las gentes. Muchos griegos improvisaban herrerías, puestos de comestibles y talleres de alfarería en mitad de las calles. Las mujeres egipcias regentaban sus propios telares y boticarias; mientras que los varones regentaban tabernas donde los maestros cerveceros ofrecían los frutos de su trabajo. Así se vieron sumidos en el escandaloso tráfago de la hora dorada del atardecer.

—Náucratis es una ciudad flamante y prolífica —hablaba Solón—. Pero así como es joven es también caótica… ¡Pues cuánto adolece de la falta de una buena regulación de leyes!

—Mucho me han hablado de los grandes desiertos del Egipto —añadió el mitilenio—, pero hasta ahora he contado más prostitutas y mercaderes que granos de arena.

—No te impacientes, Pítaco. Subiremos al Helenion, el espacio público común a todos los griegos. Desde la atalaya del Gran Témenos, si la luz de Helios aún nos favorece, tendrás una vista espléndida de nuestro entorno; verás la selva morir a tus pies.

El recinto amurado de Amón-Ra, el dios con cabeza de halcón tocada por el disco solar, podía contener con certeza a todo el distrito egipcio que proliferaba contiguo a uno de sus lados. Lo componían casas de adobe a modo de torre de dos y hasta tres pisos. La pintura era rudimentaria; la cal y la coloración bermeja parecían ser la norma. Las escaleras salían por fuera y las azoteas estaban abiertas puesto que, dado que allí rara vez llovía, sus residentes solían dormir sobre lechos de paja con el rostro expuesto a la luz de la luna. Notaron que muchos griegos habían casado con mujeres egipcias, vestidas ellas con sencillas prendas de lino, pero portando tiaras y tocados voluminosos y elaborados; notablemente, las preferían de caderas anchas. Cada cierto número de viviendas apiñadas solían establecerse pequeños santuarios y espacios de culto. Se alzaban allí más imágenes de sus dioses con cabeza de bestias, todas adornadas de guirnaldas, lotos, flores y ofrendas contenidas en canastos de mimbre. Tras las agresivas humaredas de incienso se dejaban ver sus jeroglíficos, enigmáticas inscripciones esculpidas todo alrededor de las basas o rellenando muros enteros, mojones y obeliscos, revelando la preferencia de representar las figuras con sus torsos de frente y sus rostros y pies perfilados.

De tanto alzar la vista a los dioses olvidaron mirar abajo, por donde una pequeña criatura se escabulló entre los tobillos de Tersites: le rozó las piernas con su pelaje, lo que le produjo un escalofrío y petrificó en su rostro una mueca de exaltación.

—¡Ah! Es un gato —indicó Solón—, un animal sagrado. Y pobre de aquél quien ose dañar un gato en Egipto. ¡Los dioses maldecirán su estirpe por toda la eternidad!

—¿Me atacará? —preguntó Tersites aún con semblante acalambrado.

—No lo creo, suelen ser huidizos —asertó el ateniense con cierta ligereza.

—Mírenlos, la divinidad los congrega —dijo Pítaco examinando las alturas del santuario, por donde los gatos se relamían con placidez y acechaban con miradas hostigantes.

Admirado, se acuclilló y extendió la diestra hacia la pequeña fiera, quien le husmeó un tanto y accedió a su saludo frotándole el hocico por los dedos. Pítaco se asombró de la suavidad de su pelaje y la ternura contenida en esos ojos; de algún modo, toda la fiereza y la gracia del león, la del lince salvaje en las praderas, se condensaban en esa figura esbelta, vibrante y pródiga de afectos. Pero ni bien Tersites quiso imitarle, el félido deformó su rostro: le enseñó los colmillos, emitió un bufido amenazante y huyó de repente; escaló la estatua del dios y brincó hasta una azotea con inusitada agilidad.

—¡Oh, desdichado! —exclamó—. ¡Menuda criatura! ¿Acaso me maldijo para siempre?

—Sólo no gustarles todas las personas —dijo un egipcio próximo a él, que pronunciaba un griego muy rudimentario—. Animales nocturnos del desierto. Custodian secretos en ojos. Protegen hogar. Preocuparse si arquea cuerpo, eriza pelos y extiende garras. Así hacer frente a depredadores. Así ahuyentar espíritus malignos.

—Al cabo ni esperaba yo tener descendencia —se desanimó Tersites.

—¡Ánimo, viejo amigo y guerrero mío! —rió Pítaco palmando su hombro—. Eres inocente y tontorrón, pero ningún hombre podrá igualar la calidad de tu lealtad ni tu coraje.

—Primera experiencia en Khemet —habló el egipcio y aprontó a ellos un portavasos que colgaba de su derecha. Les extendió un vaso y les dijo—: Cerveza. Servid.

—Nos honras, oh seni, con tu amable hospitalidad —respondía Solón ampuloso—, pero nos convocan en Náucratis asuntos más importantes que venir a beber cerve—…

Pero se quedó con las palabras en la boca ni bien volteó y vio a Pítaco apurando el turbio y espeso brebaje en su garganta. Al culminar se relamió la espuma en la punta de su barba.

—Cerveza egipcia —profirió—. ¡Estupendo! No la había degustado jamás.

Acto seguido el mitilenio honró al egipcio con un ademán e insistió en pagar un vaso para cada uno de sus amigos, al cual aun Solón accedió en un embarazoso silencio.

Salieron después a un espacio que mediaba entre los barrios griego y egipcio. Allí los carios elevaron en maderas un tosco templo al Zeus Cario, su advocación más belicosa, y un santuario a Endimión, su héroe nacional. Más acá, precedida por un aljibe, puesto que el rico nivel freático de Náucratis permitía la proliferación de muchos pozos de agua, se erguía una estatua de una deidad femenina desnuda y alada, con pies de ave de rapiña, posada sobre leones y enarbolando en cada mano algún bártulo de su culto.

—Es Astarté —aseguró Solón—, la diosa más venerada entre los fenicios. Los griegos la llamamos Afrodita, pero dicen que ésta es todavía más terrible y poderosa.

Pero lo que más destacaba de aquél espacio se situaba de inmediato tras la sensualidad de aquella imagen feminoide: una edificación de adobe, cuadrangular y de cuatro niveles a modo de terrazas escalonadas. Era más alta que cualquiera de las otras casas y lindaba por detrás con los límites de las murallas de la ciudad. Rodeaba toda su planta un palmeral en línea e incluso asomaban más copas de palmeras en las terrazas superiores, cuyos bordes eran transitados por los ágiles gatos con gran sigilo y actividad. Movedizas luces y sombras podían advertirse en su interior a través de las celosías de barro de sus portillos, lo que delataba una ferviente actividad en los pisos de arriba. Pítaco dirigió allí una mirada incisiva y creyó ver siluetas femeninas congregadas en alborozo.

—¿Acaso es eso un santuario cerrado?

—La Casa del Vino, almacenes públicos que proveen a todo Náucratis —dijo Solón señalando la modesta escalinata con braseros entre dos rampas para carros que conducían a su pórtico trapezoidal delimitado por pilones.

—Me refiero a lo que hay por encima.

—Allí se ingresa por detrás. Los naucratitas le llaman La Casa de Astarté.

—Ingenioso eufemismo para referirse a un porneion.

—Lograste deducirlo demasiado pronto. ¿Cómo lo inferiste?

—La imagen de Dionisos brilla por su ausencia. No es un sitio griego ni egipcio. Magistrados y esclavos pueden acudir con sus hombros y conciencias libres de carga. Los incita a moverse entre las sombras. Y, por mi experiencia, lo que sucede en las sombras suele ser más interesante e irresistible a los hombres.

—Yo hubiese jurado que es un criadero de esas alimañas —añadió Tersites.

—No en vano los chipriotas las vinculan a Afrodita —sentenció Solón.

Alcanzaron después el distrito griego, que gozaba de más orden y armonía, si bien los gatos y algunos perros aún merodeaban los recodos. La mayoría de los templos que allí se pretendían erigir todavía estaban en obras. Entre los andamios, las rampas de madera y los cabrestantes, predominaban las columnas de terracota, los tejados de barro, los dinteles con prótomos de carneros y escudos multicolores colgados entre las metopas, equidistantes uno de otro. Los arquitectos jonios se cultivaban a la luz de los saberes egipcios. Honrando la forma y proporción griega, los milesios habían erigido un templo a Apolo y, separado de éste por una gran palestra de arena, los samios habían consagrado otro a Hera. Los magistrados dorios de Rodas, de Cnido y Halicarnaso elevarían otro gran templo a los Dióscuros, mientras que los eginetas uno a Zeus. Los eolios de Mitilene, por su parte, construían en maderas nobles un templo destinado a la adoración de Dionisos, mientras que los orgullosos corintios pretendían consagrar el suyo a la áurea Afrodita, un culto muy prominente en la ciudad. Tal era el mancomunado esfuerzo de los helenos.

De todo aquello se enteraron antes de ascender al Gran Témenos del Helenion, el último punto de la ciudad, que tenía sus propias murallas y estaba precedido por una gran escalinata de caliza pulimentada. Toda suerte de edificios públicos se emplazaban allí en torno a una gran plaza cuadrangular, espaciosa y pavimentada. Los hombres alcanzaron al rato la atalaya y se regocijaron allí con la vista que les ofrecía el ocaso egipcio.

Por fortuna, los murmullos de la ciudad habían quedado atrás. El cielo purpúreo y rojizo les permitió atisbar el último resplandor de luz cayendo sobre una porción del desierto, apenas una franja diminuta que se extendía allende los lindes de la selva hacia el horizonte infinito y que abarcaba desde un extremo al otro de la tierra. Pítaco atesoró el recuerdo de ese atardecer dorado, que estremeció su corazón y lo sumió de pronto en un sentimiento inhóspito e insondable; si bien austero, uno de belleza y vastedad.

—Si algún día me preguntan qué es la eternidad —susurró para sí, dando voz a sus pensamientos—, recordaré este único instante.

—¿Puede acaso un único instante definir lo infinito? —manifestó Solón.

—Ya lo creo —susurró Tersites, tan maravillado como ellos.

Largo rato quedáronse los hombres faltos de aliento, contemplando tal majestad, fundidos en la agonía de un instante sagrado destinado a perecer. Finalmente Solón habló:

—Fue el rey Psamético, el segundo dinasta saíta, quien permitió a los griegos asentarse en este terruño. Se atrevió a explorar las bondades de la diplomacia. Pues los griegos ostentamos ciertas cualidades que los egipcios carecen y envidian. El espíritu de gesta agonal que nos domina ha dado entre nosotros a los guerreros más formidables y valientes entre los mortales. Con el tiempo, eso trajo brillantes estrategas de renombre. Asustado por la avanzada de los bravísimos y despiadados asirios, el rey contrató entonces los servicios de una coalición de diez mil mercenarios griegos comandados por carios y milesios y les encomendó defenderlos desde el fuerte de Dafnea, situado en la entrada oriental del Delta; tarea que cumplieron con éxito y honor, ganándose la estima del Gran Faraón.

—Es un relato oportuno. Justo ahora que todo el mundo griego se declaró la guerra contra sí mismo —aderezó Pítaco con ironía.

—El resto es bien sabido. Con las décadas, el rey declaró Náucratis como el único enclave heleno permanente en Egipto; favorece el intercambio y el comercio entre las razas.

—Es también una prudente estrategia de vigilancia.

—Aquello que ven allá —Solón volteó de espaldas para señalar la silueta de un túmulo de escombros en la lejanía—, son los restos de las murallas de Dafnea, con las cuales aún se edifica buena parte de esta ciudad.

—¿Y qué hay más allá? —preguntó Tersites apuntando a Poniente.

—Se extiende el inhóspito desierto de Marmárika, que separa a Egipto de Libia. Nadie se adentra allí. No es más que un paraje desolado de tormentas de arena hasta la Cirenaika.

—¿Y qué hay más allá del país de Libia?

—Algunas colonias fenicias, estimo; Cartago como la más prominente. Pero ¿más allá?… Más allá… habitan los mitos. De continuar a Poniente, uno se adentraría en territorio de tribus salvajes, trogloditas de piel gris devoradores de serpientes; uno vería los Pilares de Heracles frente al Río Océano; y más allá de las cordilleras de Atlas, el confín del mundo, llegaría al Jardín de las Hespérides, el último país donde se pone el sol; donde el Titán, allí condenado, aún sostiene el peso de la bóveda celeste con sus brazos.

—¿Y habrá algo más allá del Océano? —preguntó Tersites.

Aquellas palabras los sustrajo como de un sueño y los devolvió con violencia a la realidad, a la concreción de sus objetivos. Pítaco y Solón intercambiaron una cómplice mirada, pero nada más platicaron. Ranudaron entonces el trato de sus asuntos.

—Permanezcan en la plaza pública —sugirió el mitilenio—. Antes que muera el día visitaré al próxeno de Mitilene, un varón al que conozco y que, deduzco, me debe honra y respeto. Intentaré entonces indagar respecto al paso de Tales de Mileto y sus hombres.

—Buena idea —convalidó Solón—, pero recuerda las sabias artes de la discreción. Aguardaremos por tí. También yo me mezclaré entre los magistrados griegos tanteando algún sitio donde, venido al caso, podamos pasar una buena noche.

Así los hombres se dispersaron en favor de poner en marcha sus diligencias.

Al tiempo, estando Tersites a la espera sentado al costado de la gran escalinata, esparcido, mirando las formas de las nubes, una joven muchacha se sentó a su lado. Su perfume lo invadió cual tormenta. Ella se sacó las sandalias, las posó sobre un peldaño y así le habló:

—¡Ay! No hay nada más placentero que la sensación de hundir… los dedos de los pies en la arena aún tibia del atardecer, ¿no lo crees?

Tersites la miró confundido y con franco desinterés; su acento se asemejaba al dórico, pero ni se detuvo un momento a analizar qué clase de belleza tenía al lado.

—Lo que tú digas, muchacha —musitó y volvió la cabeza a sus asuntos.

—¡Oh, sí! ¡Qué tosca soy!… Se me ocurren ahora mismo sensaciones mucho más dulces, placenteras, y aún más… profundas. ¿Comprendes, mi apuesto joven?

Tersites frunció el ceño al sentirse rozado en la rodilla por sus uñas y las suaves yemas de sus dedos finos como juncos. Le trepó un escalofrío y la miró a su lado; casi recostada, como exhibiéndole sus piernas de gacela por el tajo abierto de sus vestidos; y le dijo:

—Verás, muchacha… En mi patria me han llamado muchas cosas. “Tuerto”, “despistado”, “poco vistoso”… incluso “asno”… pero jamás “apuesto joven”.

—¡Ah! —emitió ella una aguda risita que se apresuró a contener entre sus dedos—. Eres encantador… Hmm, “asno” —dijo inclinándose un tanto sobre él y tanteándole con su mano la virilidad habida entre sus piernas—. ¡Y parece que por razones muy acertadas! —exultó sonriente y encandilándolo con sus dos luceros oliváceos.

Tersites tragó saliva y finalmente comprendió. «Ah, ese asunto de la arena debe ser su latiguillo habitual para atraer clientes», se dijo tomándose un instante para observarla. Tenía ella ojos irisados, una mirada felina y seductora, donde cabían mil promesas, y dientes radiantes perfectamente alineados. De su alta melena enlazada le caía un mechón por la nuca y dos bucles pardos sobre sus rosáceas mejillas. Aún así quiso mostrarle cortesía.

—¿Cómo te llamas, muchacha? —preguntó muy nervioso, con voz trémula.

—Me llamo Arquídice, pero los varones de Náucratis me llaman «Aurídice», pues aducen que esta boca mía es de oro —respondía barriéndose con dos dedos la maleable piel de su labio inferior—. ¿Quieres que te enseñe lo que sé hacer con ella?

—Eh… quizás… Aurídica, en otra ocasión. Eh… importantes asuntos ahora mismo. Mis hombres y yo aquí en Náucratis.

—¿Y estás tú, gran semental, a cargo de muchos?

—Eh… Sí, por supuesto. Algo así. Soy Tersites, segundo al mando.

—¡Ay, sí!… Tus hombres, de seguro poderosos e influyentes. El legislador ateniense que fundó la ciudad de Chipre, el de brillantes túnicas áticas. Y el prestigioso ciudadano mitilenio, levemente cojo pero, ¡ay!, tan fornido, ¡el héroe de guerra!

—Ah, sí. Exacto… ¡Aguarda! Eh… ¿Cómo pudiste tú—…

—Vienen persiguiendo al sabio de Mileto, ¿verdad? Quieren conocer el secreto de sus viajes. Les atraen las leyendas sobre el profeta de la duna, ¿quizás?

—Eh… Quizás… Quizás… ¿Acaso tú…?

—Quizás tú y los tuyos quieran asistir mañana a la Fiesta de las Onzas. Pero si no soportas la espera, dulce Tersites, te recibiré en persona esta misma noche: te haré hervir de pasión.

Tal dijo y se inclinó para volver a calzar sus sandalias. Él atisbó el blanco seno puntiagudo de Aurídice asomando de su holgado peplo, pero ella se limitó a fingir una mueca decorosa, sonriendo y cubriéndose, marchando al cabo con su andar alegre, felino y ligero.

Tersites quedó atónito un largo tiempo cavilando en todo aquello. Vio después a Pítaco caminando a lo lejos; regresaba de sus averiguaciones en los edificios públicos.

—¡Aquí, Pítaco! —le llamaba—. ¿Qué has conseguido saber de los magistrados?

—Nada que nos concierna, amigo… Pero te noto perturbado. ¿Qué sucede?

—¡Ay! ¡Acabo de tener una plática de lo más extraña!…

El leal compañero entonces le narró con detalles todo lo acaecido con la linda joven de aires despreocupados. Pítaco lo escuchó atento, pero algo llamó su atención en el suelo.

—Mira —dijo señalando hacia la arena del sendero. Ambos se inclinaron. Aún podían delinearse las grafías impresas en dos partes por la suela de sus sandalias: «sígueme»—. Apuesto mi trenza de juventud que sé hacia donde conduce este rastro.

—¿Hacia adónde?

—En marcha —obvió Pítaco, resignado.

—¡Espera! ¡Eso no es todo! —aderezó Tersites con semblante aún exaltado.

—¿Qué sucede ahora?

—¡El ateniense ha enloquecido! Ahí anda, ¡míralo! —Señaló hacia un camino muro abajo—. ¡Se fue persiguiendo a un mercader que porta un escarabajo como amuleto!

Tal lo dicho, lograron ver a Solón inclinándose ante un hombre que arriaba cabras y tiraba con su diestra un carro repleto de mercancías. Rápidamente fueron a su encuentro, y Solón, ni bien verlos, se acercó a ellos con gran exaltación en los ojos.

—¡Oh Pítaco, aquí estás! ¡He aquí! ¡Lo encontré! —Y susurró—: Es el hombre del oráculo.

—¡Vamos, hombre! —interrumpió el mercader—. ¡Que aún hay mucho por hacer! ¡Eh, atento! ¡Que son las cabras de mi cuñado! ¡Que no se te escapen!

—Sí, oh seni, te seguiré adonde tú me digas.

Pero Pítaco pensó diferente. Aquél sujeto de aspecto pueril era uno más de los mil mercaderes de Náucratis. Ni siquiera parecía egipcio; era mas bien un griego de tez tostada. Se acercó entonces al hombre, con sus dedos asió el rutilante escarabajo que decoraba el centro de su pecho, lo tironeó y se lo arrancó del cordel. Miró el objeto un instante y lo aproximó hacia Solón. Finalmente lo partió en dos mitades con ambas manos.

—¡Eh, qué haces! ¿Quién pagará por eso? —gritó el mercader montando un escándalo.

Pítaco instigó a Tersites a que pague al mercader con dos óbolos de electro lesbio. A todo esto, Solón no conseguía articular palabra.

—Mira en tu torno, Solón —decía Pítaco—. No es más que un oropel que portan muchos naucratitas. La profecía es vaga y oscura. ¿Acaso irás siguiéndolos a todos uno por uno?

—¡Eh, palurdo! ¿Y crees que ésto es lo que valen? —se quejaba el mercader.

—No es más que yeso laminado en latón, oro falso. Y tú no eres más que otro oportunista aprovechándote de la superstición de los hombres. Te dí más de lo que valen. Márchate de aquí ahora, antes que las Furias me dominen y que lamentes el día en que tu madre decidió abrir sus piernas —le amenazó el mitilenio agravando la voz, y su perentoria mirada obligó la rápida huida del mercader.

Solón miraba en su torno a muchos naucratitas paseando con aquél símbolo pendiendo de sus cuellos, y entonces, con gran embarazo, se esmeró en componerse.

—Nadie más sabio que tú en tus menesteres, Solón, justo y prudente como pocos. Pero en ocasiones tu compromiso con la verdad arde con tanta fogosidad que ahoga la flama de tu virtud, entonces otorgas demasiado crédito a los hombres.

—Parecía tan auténtico —susurraba el ateniense.

—Te ahorraré amarguras. Ésta es una ciudad plagada de apariencias engañosas.

—¿Cómo te ha ido a tí, Pítaco? ¿Qué lograste indagar entre los magistrados?

—Nada muy auspicioso de mi parte, amigo. Pero sí lo hizo el buen Tersites.

—¿Qué hice yo? —repuso Tersites acusando gran confusión en su semblante.

IV

Después de transitar el bullicio diurno, incluso una ilusión parecía la noche de Náucratis, adobada por el coro lejano de los insectos de la riada. Las hierbas palustres y los juncos se apelmazaban como muralla en las orillas, mientras el diáfano fulgor de la luna besaba por tramos el serpentear del Nilo. Todo aquello podían contemplar los hombres desde la terraza, habiendo hallado hospedaje en casa del maestro cervecero, que llevaba por nombre Resheph y que ni siquiera sabían cómo pronunciar; Solón coligió que faltaban, como mínimo, dos fonemas en los alfabetos griegos para poder hacerlo.

—¿Qué opinión entonces te merece el asunto, sagaz Pítaco? —preguntaba el ateniense con la mitad del rostro iluminada por la modesta hoguera central.

—Opino que esas mujeres no son meras esclavas y meretrices, Solón. Quizás ni siquiera lo sepan, pero son agentes de un velado entramado de información que tiene en vilo a todos los magistrados del Helenion; la mascarada perfecta para conspirar entre sí. ¿No es acaso como operan las mejores hetairas allá en las pólis más prominentes? Piénsalo bien. Imagínate un pequeño ejército de ellas. No sólo se adueñan del placer de los hombres, sino también de sus secretos. Comercian con los rumores. Tú mismo lo dijiste: una urbe hecha a la medida de marinos mercantes y piratas. Los cabos y remeros que decidieron quedar con ellas… A cambio de placer, les han sonsacado ciertos propósitos de nuestro viaje; al menos cuanto han oído mientras navegábamos. ¿De qué otra forma lo sabrían? Así las pequeñas abejitas llevan la miel a las reinas de la colmena… La Casa de Astarté.

Solón meditaba la audaz deducción del mitilenio. Si bien no muy sofisticado, era un ingenioso método para establecer eficientes redes de espionaje.

—¿Qué clase de fiesta será esa “de las onzas”? —se preguntaba Tersites.

—Me intriga más aquello del “profeta de la duna” —musitó el ateniense.

—La buena fama que has logrado no juega a nuestro favor esta vez —dijo entonces Pítaco a Solón—. En cualquier caso, debemos actuar con premura o nuestros secretos pronto alcanzarán los oídos de algún magistrado lujurioso…

—Si algo es seguro es que no deben operar por sí solas —reflexionaba Solón en voz alta—. Algún gran señor debe estar detrás de ellas.

En ese instante subió Resheph a la terraza a ofrecerles más cerveza, pero los hombres ya estaban ahítos. Aquello ameritó una plática entre comerciantes, en la cual Solón blandió sus añejas habilidades y se juzgó sensato al haber embarcado en la nave buenos fardos de ánforas con el más refinado aceite de oliva, pues sabía cuánto apreciaban los egipcios este producto, lo que les permitió la permuta por el hospedaje de los tres compañeros. Pítaco después, tomando por sorpresa al ateniense, preguntó al egipcio por si acaso no conocía él mismo sobre las leyendas del profeta de la duna.

—Espíritu del desierto —respondió Resheph—. Muchos lo creen cuento para niños. Pero no Resheph. Padre mío —agregó y alzó los brazos a las estrellas para recitar sentidas plegarias en su lengua nativa—, cervecero de profesión, gustar de la caza. A menudo ir tras bestias del desierto. Largas expediciones. Soledad. En dos ocasiones ver al Profeta, cuando los cuatro vientos, una vez al año, confluir en la Depresión de Qattara. Ustedes saber mejor… Pues griego en aspecto. No egipcio. Cabellos y ojos de oro, y espíritu de fuego. Que hablar el idioma de hombres, de dioses y animales. Y aparecer aquí desde fundación de Náucratis, no antes.

—Cada pueblo de la tierra tiene mil leyendas como ésta —se obligó a opinar Pítaco, si bien aquél asunto de los ojos dorados le turbaba las mientes.

—¿Y qué es eso de la Fiesta de las Onzas? —preguntó entonces Tersites a Resheph.

El egipcio se limitó a encogerse de hombros, aunque una risa contenida se asomó en su semblante antes de bajar y abandonarlos al sueño nocturno.

—Eso me deja con más intriga —reflexionaba Tersites.

—Prepárate entonces, amigo —le dijo Pítaco—. Pues tú ya tienes la invitación.

Así todos se entregaron a despeinar sus melenas en un apacible sueño y esperaron al día siguiente para reanudar sus diligencias. Vagaron por el puerto durante la mañana y por los edificios del Helenion durante la tarde. Allí escucharon un heraldo anunciar a viva voz los requisitos para asistir a la Fiesta de las Onzas. De aquél sólo se enteraron que solía celebrarse una vez cada veintiocho días, lo que asociaba la festividad al ciclo de la luna.

Al caer el ocaso comparecieron en las cercanías de la Casa de Astarté y se obligaron a seguir a los magistrados que acudían a la celebración y que solían portar túnicas largas, capuchas e incluso máscaras de sátiros, faunos o ménades. Eludiendo la entrada a la Casa del Vino, se internaron por un pasillo estrecho colindante al edificio aterrazado, un penoso sendero repleto de arbustos frondosos y tinajas en torno a los tallos de las altas palmeras. Al final los recibía una música de liras, sistros y panderetas que parecía emerger desde lo alto de la primer terraza. Se llegaba allí por una escalera de maderos adosados toscamente a las murallas que delimitaban la ciudad. Los gatos se posaban en los peldaños y se relamían plácidamente, como si no supondría dificultad alguna saltar o balancearse de un peldaño a otro. Notaron que los pequeños félidos estaban emperifollados para la ocasión, pues exhibían caros adornos confeccionados para colgar de sus ágiles cuerpos.

Ni bien ingresaron por el umbral de la primer terraza los invadió de pronto un humo festivo y una pulsión de encierro aderezada por volátiles carcajadas. Un pasillo angosto, en cuyos frescos se avizoraban parras floridas, uvas y figuras toscas de dioses como Príapo y Min, además de sátiros y silenos y ninfas y ménades, los conducía hasta abrirse paso a un amplio salón ceremonial repleto de palmetas, todo recubierto por alfombras, escabeles y mullidos edredones desparramados por el jubiloso paisaje. Las antorchas se adosaban a los muros, y al fondo había escaleras, unas que subían y otras que bajaban. Grupos de mujeres, muchas desnudas de pies a cabeza, tañían cítaras, agitaban sistros, golpeaban panderetas, silbaban zampoñas o danzaban alegres y distendidas ante los hombres tumbados y encendidos por el vino.

No tardaron en advertir que en aquel clima eran las féminas las que ostentaban pleno dominio de la situación. Aun los gatos parecían leales a ellas, o mas bien preferían por sí solos oficiar como sus vigilantes a cambio de tiernas caricias y algo de comida. A la derecha, sobre un camastro tapizado en piel de leopardo, vieron una joven esbelta dando violentos sentones a un hombre maduro, como con el ímpetu de fracturarle las piernas, y algo más lejos atisbaron en penumbras a otra fémina brindando placer a dos varones al mismo tiempo. Así evolucionaba la celebración cuyas imágenes parecían surgir de lo profundo de un sueño promiscuo, báquico, y los tres infiltrados quedaron perplejos ante semejante orgía de pasiones y desenfreno.

—¡Ea, queremos a Rodopis! —vociferaban una y otra vez las gargantas varoniles.

La mayoría de los asistentes eran ciudadanos naucratitas que ocupaban distintos cargos y magistraturas en el Helenion. El resto eran comerciantes en aras de ganar prestigio y extender sus redes de influencia. Los sabios comprendieron una vez más que toda aquella comunión lo era sólo en apariencia; reinaban el jolgorio y la camaradería, pero no era más que una mascarada. Jonios, dorios y eolios, ya sean corintios, eginetas, samios, milesios, rodios, mitilenios o quiotas, incluso algún que otro local egipcio, podían intercambiar valiosos rumores con las mujeres que frecuentaban y que solían alternar con el tiempo. Entonces, colegían, así indagaban qué planes tenía cada tribu para Náucratis; quiénes financiaban en mayor medida las obras de los templos; qué procedencia tenían las naves que atracaban a diario en puerto, qué productos comerciaban y a qué intendente de mercado competía; qué nuevas medidas debatían los altos legisladores; y, más preponderante, qué ciudadano reunía las condiciones propicias y convenientes para ser investidocomo tímoxi, el arconte supremo de Náucratis, una magistratura anual que administraba los poderes y fungía a la vez de voz y nexo entre las distintas comunidades helenas.

—¡Oh Tersites, mi semental! —irrumpió Arquídice para tomar por el brazo al mitilenio y arrastrarlo consigo al corazón lascivo de la ceremonia. Pero antes Pítaco lo asió de la clámide y le obligó, según lo meditado, guardar discreción.

Con Tersites metido entre la ronda de baile, uno de los magistrados acercóse a Solón y le reconoció. De cordial modo lo saludó y le animó a sumarse a la fiesta, pero el ateniense declinaba su pertinacia, aun habiéndosele ofrecido desde vino a nínfulas y efebos bien adornados. Pítaco obraba de igual manera y rescató a Solón para llevárselo a algún sitio donde poder contemplar mejor la situación en caso de tramar algún ardid. Pero pronto una mujer doria entrada en carnes alzó su voz entre los presentes y les anunció:

—Nuestros adorables contribuyentes, algunos de ustedes tendrán esta noche el privilegio de gozar de Rodopis y de todo su ardor, pues su corazón es grande como su belleza, y su apetito tan voraz como el del león en el desierto —dijo y los hombres aclamaron tal sentencia a los gritos—. Pero, como ya saben, sólo podrán hacerlo quienes superen la prueba de las onzas —aún festivos, muchos abuchearon con impostado desánimo.

«Es muy probable que esta tal Rodopis ostente más poder que todas éstas», cavilaron a un tiempo Pítaco y Solón. No tardaron los sabios en enterarse en qué consistía el barbárico reto. A un postulante por vez se le aprontaba una medida de vino de veintiocho onzas en una pequeña copa de oro con una fina cadenilla que colgaba entre los pechos de la mujer doria. Aquella procedía a extraérsela y a colmar el cáliz dorado sumergiéndolo en una tinaja. La consigna era sencilla: debían balancearlo por un tiempo prudente, pero con la condición de no utilizar ni manos ni pies ni boca, sino su sola virilidad.

Así las féminas se divertían mientras la doria se arrodillaba y medía el vigor de los hombres que entraban orgullosos y se retiraban lamentándose, privados de gozar de Rodopis.

Pítaco y Solón no se sentían tentados o prestos al desafío, por lo que depositaron toda su confianza en Tersites y lo animaron a postularse. Mientras tanto ponían en marcha sus ingenios. ¡Debían deliberar con rapidez! Tenían un solo incordio: de quedar entre los finalistas, Tersites ascendería a conocer a Rodopis, pero carecía de la sagacidad y de los recursos retóricos y formales para sacar provecho del encuentro con la famosa ramera.

El mitilenio entonces miró una gran tinaja de vino. Pensó en aquellas que había visto al costado del sendero del palmeral e ideó una trama vetusta que comunicó a su amigo ateniense… El ardid no emocionó mucho a Solón, pero el tiempo apremiaba y necesitaban la ayuda del buen Resheph, a quien acudió a buscar inmediatamente. Pítaco, por su parte, buscó acercarse con discreción hacia Tersites para ponerlo al corriente del plan.

Así iban pasando docenas y docenas de hombres a echar suertes en la prueba de las onzas, pero sólo un puñado había cosechado las ovaciones de todos. Enardecidos por el vino, los vencedores daban discursos poco elocuentes sobre sus dotes y preferencias. Entre todos los participantes fueron apenas seis hombres los que saborearon la miel del éxito, entre ellos, con la ayuda luminosa de Arquídice, el propio Tersites, quien estaba tan sorprendido como envalentonado, y que así habló entre todos:

—¡Salud, hombres! ¡No en vano en mi tierra me han llamado ‘asno’ muchas veces! ¡Deseo llevar a mi linda Aurídica conmigo! —proclamó y todos le ovacionaron, a excepción de Pítaco, que le devolvía una mirada fulminante, a lo que recapacitó y repuso—: ¡Ah, sí!… ¡Y una buena tinaja del vino más dulce y puro de todo Náucratis, porque así de grande es mi hombría y mi apetito! ¡Hallarán una debajo en los almacenes, pero ya mis propios sirvientes se encargarán de cumplir mi requisito!

Así un séquito de meretrices escoltaba a los ganadores hasta las escaleras del fondo, por donde se ascendía a los aposentos de Rodopis. Por debajo, la fogosa celebración en absoluto había culminado. Los perdedores y los demás asistentes se arrojaron con desquite a conformarse con las sobras y, al son de la música, se lanzaron como cuervos al botín de la carne. Pero lo que más interesaba a los sabios se hallaba en las plantas de arriba.

—Te has tardado más de la cuenta —dijo Pítaco a Solón cuando al fin lo vio comparecer en la fiesta con Resheph a su lado.

—Involucramos al pobre Resheph en una querella con su esposa, quien lo reprendió con la furia de un gato amenazado. No quisiera estar en su lugar.

Congraciado, Pítaco palmeó los hombros del egipcio, y dijo a los dos:

—Hagamos que valga la pena. ¡En marcha! Tersites ya está arriba.

Procurando que nadie los vea, alzaron a cuestas una gran tinaja de vino contenida dentro de un armazón de maderos bien amarrados por las ocho esquinas. Antes la vaciaron por la mitad, según precisaba el ardid de Pítaco, y pusieron en marcha la osadía.

—¡Ea, tú! —Ni bien entraron, habló Solón al magistrado que lo había reconocido en un principio—. ¡A ver si nos echas una mano! ¿O es que ya derrochaste todo tu vigor? Necesitamos dos hombres para llevar el vino a uno de los afortunados de arriba.

Excitados por la posibilidad de contemplar quizás un atisbo de Rodopis, los dos magistrados decidieron ayudarles a cargar la gran tinaja; entre cuatro hombres, el trabajo se les hizo más ameno. Solón, acostumbrado a hacerse pasar por loco, iba por delante invocando el nombre de Dionisio, entonando himnos y alabanzas a su paso, mientras Resheph miraba con asombro y desconcierto todo lo que acontecía en su torno.

—¡Esto está muy pesado! —refunfuñaba uno de los magistrados por detrás.

—Es un vino lesbio muy codiciado —decíale Solón con mente artera—. Espeso y de gran cuerpo. De aroma intenso como el añís y con ciertas notas de cítricos. Deberías probarlo algún día. Le llaman… ¡Ah! «¡El domador de tiranos!»

Ni bien lograron el primer ascenso, tuvieron que cruzar otro salón, esta vez, más oscuro y discreto. Si bien se oía el jolgorio que provenía de abajo, el ambiente albergaba los mismos vicios: diversos cenáculos de magistrados y hetairas enredados en arduas pláticas y amoríos. Solón dedujo que era una cocina de intrigas, donde ciudadanos más eminentes que los de abajo comerciaban con secretos más reservados.

Los peldaños finales los condujeron a una terraza en la cima del edificio. Dos braseros frente a dos pilones marcaban el acceso al alto aposento. Por allí ingresaron, depositaron la gran tinaja en el suelo y se lamentaron por las fatigas. Como abrazados por un gran decorado de cortinajes y telares drapeantes, pudieron atisbar al fondo del recinto a los congregados: los vencedores del certámen de las onzas junto a una ronda de féminas que acariciaban gatos de razas exóticas o alegraban el clima con la música. En el centro, la figura de una mujer de cuerpo escultórico, rutilante como la luna, desplegaba una danza pletórica de sensualidad. No llevaba vestimentas, apenas alhajas y cadenillas ceñidas a su abdomen y cintura, áureas sandalias, telas purpúreas ataviadas en sus codos y muslos que trazaban parábolas en el éter, y sus pezones refulgían de polvo de oro. Portaba un antifaz que le cubría la mitad del rostro y una corona de plata con turmalinas engarzadas, rematada por luengas y coloridas plumas de avestruz.

—¡Ah, Rodopis! —exultó el magistrado contiguo a Solón.

No pudieron ver mucho más, puesto que de inmediato una mujer les obligó a retirarse.

Cuando un grupo de hombres se acercó a destapar la gran tinaja, mucho se sorprendieron al ver un varón corpulento y desnudo emerger de su interior. Era Pítaco, y estaba empapado de vino. Muchos lo miraban estupefactos, mientras él se escurría la piel y volvía a ceñirse la fina clámide que llevaba en redor de su cuello.

—Eso infringe las normas —dictaminó la exuberante Rodopis acallando las músicas.

Pítaco buscó con la mirada a Tersites, quien se divertía allí con Arquídice, y aquél asintió. Caminó después hacia Rodopis: una mujer en el florecer de la juventud que lo deslumbraba con su entera beldad, con las carnes de sus piernas encandilantes y vigorosas como columnas, y sus uñas, labios y pezones dorados.

—No vengo por placer, Rodopis —dijo en voz baja, ya próximo a ella—, si bien ahora me resulta difícil no sentirme profundamente turbado por tu belleza.

La esplendente ramera lo detuvo con un gesto y avanzó ella misma unos pasos.

—Si mueves tan solo un músculo… lo lamentarás —le advirtió y procedió a retirarse el antifaz. Reveló una frente blanca y bucles rubicundos, párpados delineados de kohl que resaltaban sus zarcas pupilas como dos esmeraldas bajo finas pestañas claras y largas. Le rozó el pecho con sus pezones de oro y le susurró—: Dime, ¿qué ves en mis ojos?

Sus ojos instilaban deseo, seducción, suspicacia y un dejo de malicia. Pero Pítaco no veía más que los ojos de Empusa, y así le respondió:

—Veo secretos. Secretos sobre mis viajes que no quisiera que se sigan propagando.

La mujer lo condescendió con la mirada, le acercó el rostro con una media sonrisa y cada vez que abría su boca para hablar parecía hacerle el amor con su voz.

—Ay, quizás llegas tarde… —Lo inspeccionó con ojos felinos—. El milesio que buscas ya ha partido a algún otro punto del Egipto; es un país muy muy grande.

Pítaco comprendió que debía cuidarse de su discurso, pues cualquier palabra que profiera por demás, la altísima meretriz podía torcerla y emplearla a su favor. Él torció un tanto su cuello y atisbó anaqueles colmados de papiros tras unas cortinas, lo que revelaba que la cortesana era bien leída y letrada, pero ella usó sus uñas doradas para volver a atraparlo con su mirada incandescente; sus ojos albergaban el crepitar de las antorchas.

—No sucumbiré a tus juegos, Rodopis. Mi petición es clara y sencilla. Dime a quién has informado mis asuntos y te dejaré en paz.

—¿Sueles a menudo quitarle toda la diversión a tus asuntos?

—¿Acaso no te divertiste con mi gloriosa entrada?

—Fue osado, lo admito. Y estúpido. ¿Qué te hace pensar que trabajo para alguien más?

—Lo deduzco, mujer. Y mi intuición suele ser certera y tenaz.

—Me pregunto en qué otros asuntos podrás blandir esa certera tenacidad… —Comenzó a rozarle los muslos con sus uñas de oro, a lamer con su lengua de fuego las gotas de vino que discurrían por el cuello y los hombros de Pítaco, pero él no mostró signos de sucumbir a sus encantos, a lo que la mujer repuso—: ¿De veras te crees tan importante como para comprar mi silencio sin siquiera otorgarme nada a cambio?

—Vine con el propósito de no entorpecer tus oficios, candente Rodopis. Créeme, podría haber obrado de otro modo. Solo tengo mi palabra y mi lealtad hacia tí.

—¡Ea, termina ya, hombre! ¡Que queremos divertirnos! —rezongó uno de los presentes, arengando a los gritos ebrios de todos los demás.

Rodopis alzó un brazo para acallarlos. Ensanchó sus labios carnosos y exhibió su sonrisa radiante, de dientes perfectamente alineados, y así miró a Pítaco para hablarle:

—Tu osadía es grande, Pítaco de Lesbos, pero aquí no ostentas ningún poder. Un varón como tú ya debería saber que el poder es una danza que va y que viene, y que siempre se ejecuta de a dos… Y lo que ofreces no me satisface en absoluto. ¡Llévense a este hombre pueril! —ordenó—. ¡Y háganle pagar el precio de su ofensa!

Pítaco se sentía avergonzado. Había sido capaz de doblegar a un tirano y a su pólis entera, pero nada consiguió con aquella influyente y felina mujer. Muchos hombres y mujeres se le echaron encima para reducirlo de pies y brazos, pero él no opuso resistencia alguna. Ni bien Tersites se preparaba presto a defenderlo, él le ordenó desistir y así lo llevaron debajo, a rastras, y no se sorprendió al ver que allí ya tenían capturados también a Solón y a Resheph. Pítaco, entonces, maldijo la suerte de todos.

—¡Estos varones intentaron sabotear La Fiesta de las Onzas —proclamaba una fémina—, ya una tradición sagrada entre los ciudadanos de Náucratis! ¡El gremio de las prostitutas repudia este hecho! ¡Y según la ley pagarán esta insolencia!

«¿Gremio de prostitutas?», se escandalizaba Solón, «¡qué clase de pólis es ésta!»

—Los espera la esclavitud o el calabozo —proseguía la mujer—, a menos que alguien de ustedes esté dispuesto a pagar la elevadísima multa estipulada por ley.

«¡Yo pagaré por ellos!», exclamó una voz varonil que perforó el silencio.

La misma Rodopis, que estaba por bajar las escaleras y había vuelto a portar su antifaz, se lamentó por ello, y así le dijo:

—¡Ay, amor mío, tú justamente! ¿Por qué te dispones a cometer tal imprudencia?

—¡Oh Rodopis, mejillas de rosa, luna llena y dueña de todos mis desvelos, no te enfades conmigo! ¡Mis cosechas son abundantes y prosperan año tras año, como cada luna nueva rejuvenece tu piel, tu belleza, y multiplica mi amor por tí! ¡Pero éstos hombres me serían de gran utilidad en mis viñas y preferiría llevármelos conmigo a Siracusa, adonde les daré una buena lección por su mala osadía! ¡Pero ruego a todos los dioses que nunca olvides la promesa que te extendí al tenerte entre mis brazos y que muy pronto cumpliré!…

Al oírlo, muchos hombres prorrumpieron en carcajadas, lo que provocó que un rojizo rubor trepe a las mejillas del muchacho que habíase pronunciado con inusitada valentía. Pítaco lo observaba y juraba reconocer en él algo familiar. Incluso su acento artificioso parecía delatar su procedencia eolia, de Mitilene tal vez, aunque no lograba comprender por qué los naucratitas se mofaban de él con tanta mala espina.

—¡Es Caraxos, el mitilenio! —gritó un magistrado con tono socarrón—. ¡Quien cree que Rodopis es digna de él y quien anunció en público que la desposaría!

Aquello ameritó otro atronador mar de carcajadas que a todos alcanzó y que ni siquiera dejó indiferentes a Solón y a Pítaco, aún en su delicada situación. Pero Rodopis, quien también condescendía al muchacho con sus ojos y una sonrisa, descendió entre todos para pasearse con la gracia de una leona y deleitar los ojos de los hombres. Le regaló entonces al joven un encendido beso de labios, y así les habló a todos:

—¡Vayan callando, ebrios bromistas! Porque cierto es que la dulce ingenuidad de Caraxos despierta en mi pecho una enorme ternura. Dudo que alguno de ustedes tenga el valor de pronunciarse de ese modo. Porque más me intriga conocer su corazón. Y si, como él ha dicho, es capaz de acumular esa suma, con certeza me tendrá a su lado hasta el fin de sus días. Y yo seré a ojos de todos ustedes, ¡ay, miserables!, como las legendarias reinas Nefertari o Hatshepsut paseándome en litera de oro y mandando erigir altares con mi nombre desde Delfos hasta Menfis —aquello suscitó más risotadas entre los presentes—. ¡Pero suficiente ya de todo este asunto! —Decretó de repente—. ¡Ustedes —dijo señalando a los capturados—, retírense de esta casa sagrada y ni piensen en regresar o se las verán con el rigor de la ley! —Y ordenó a los demás—: ¡Que las liras, los sistros y las pasiones endulcen los oídos! ¡Que el vino moje de nuevo las bocas y se reanude la fiesta!

Volvía entonces a reinar la algarabía mientras Pítaco, Solón, Tersites, Resheph y Caraxos eran escoltados con malos tratos hasta el umbral, de donde los arrojaron por los peldaños como perros molestos e indeseables. Arquídice asomó risueña por uno de los balcones y Tersites la saludó desde abajo, rogándole que no lo olvide, a lo que la muchacha correspondió con un beso al aire y una perlada sonrisa.

—¡Por los dioses! —exclamó Solón confundido hasta el nervio—. ¡¿De qué va todo esto?!

—Ya creo saberlo —dijo Pítaco—. Tú eres hermano de Safo, ¿verdad?

—He salvado sus pellejos de una gorda —habló el joven Caraxos—. Quedaré en la ruina, pero no será en vano. Tú eres Pítaco, el hijo de Hyrras, y sé que tu nombre es muy venerado en Mitilene y que tu palabra tiene peso en la asamblea de los magistrados. No sé qué haces aquí, pero los dioses te pusieron seguramente ante mí. No es mentira que el implacable Eros me hechizó con sus flechas hasta hacerme perder la cordura por esta mujer, ¡la belleza inefable de Rodopis!, a quien pienso rescatar de este mundo de engaño y depravación… Pero si sucumbo a ello, al menos, antes te pediré a cambio que abogues por mi familia y que derogues nuestro exilio en esa tierra tan alejada de nuestra patria y nos permitas el retorno, junto a la devolución de nuestras tierras y bienes. ¡Te lo imploro, oh Pítaco, varón laureado, que tanta gloria en batalla has cosechado!

—Aguarden, amigos, que hay algo que todavía no comprendo… ¿Tú de veras crees que Rodopis… —iba diciéndole Tersites…

—¡Cuídate de lo que vayas a decir de ella o te limpiaré el morro! —interrumpió Caraxos con patente enfado—. Además de ser la más bella entre las mortales —se serenó—, es una mujer honrada e inteligente, dedicada y trabajadora. Digna de ser amada hasta el fin de sus días por alguien que en verdad la merezca, no por estos verracos. ¡Y ese hombre no será otro que Caraxos, el más afortunado de todos los mitilenios y de los mortales!

—De no ser su hermano, juraría que a Safo le salieron barbas; eres tan exagerado y ampuloso como ella —le dijo Pítaco y, como si buscara consejo, miró después a Solón, quien aclaró su garganta para hablarles:

—Creo que dos cosas aprendimos esta noche, amigos. Una es que este joven es algo irresponsable con sus finanzas. La otra es que no tiene remedio; el muchacho está obnubilado por Eros y nada que podamos decirle vulnerará la voluntad del enamorado. Pero si lo que buscas de mí, Pítaco, es un consejo, entonces te digo… Bien podría el joven Caraxos seguir cosechando sus viñas, amasando gratas ganancias y, venido al caso, comprar la libertad de Rodopis y desposarla, pero decidió poner por delante a su familia y al amor por su patria, lo cual le engrandece. Y si de verdad habló con un corazón justo y sincero, creo que su petición es digna de nobleza y que amerita darle una oportunidad.

Pítaco cavilaba sobre todo el asunto, pero se mostraba renuente.

—Olvidas que su hermana conspiró junto a Alceo —le dijo—, un hombre que meditó mi muerte y que más de una vez me imprecó en sus versos, y que sus cobardías e irresponsabilidades fueron el origen de todos nuestros infortunios.

—Ahora sabemos que el asunto los excede aún a todos ellos. Ya han pasado algunos años, bravo mitilenio. Quizá sea momento de enmendar todos esos rencores o desaveniencias que te separaron un día de Safo, al menos, quien fue tu amiga, y que temples tu mente. Creo que la clemencia y la confianza son virtudes que enaltecen al sabio.

El joven Caraxos se prosternó ante Solón, cuya palabra le había caído en gracia.

—Cierto es que puedo hacer algo por tu familia —le habló Pítaco—, pero a ese asunto lo trataremos más adelante. Ahora, levántate y ven con nosotros. Seguramente tú ya averiguaste cuanto has podido sobre Rodopis y apuesto a que nos serás de gran ayuda.

A todos les pareció una buena idea, y se marcharon a deliberar en privado. No juzgaron prudente comparecer esa noche en casa de Resheph, donde, con seguridad, su esposa lo esperaba ardiendo en furia para regañarlo. Por aquél improperio, Solón le duplicó el pago inicial por su hospedaje y su actitud fue muy bien recibida por el egipcio.

Necesitaban un buen sitio apartado donde poder platicar, y fue Caraxos entonces quien les ofreció pasar la noche en su galera mercante, que era espaciosa para dormir, alegaba, y bajo el casco podían celebrar buen yantar en tierra firme a la luz de la hoguera. El joven comerciante de vino había hablado con razón y, al tiempo, ahí mismo se acomodaron los hombres, lejos del bullicio de los ebrios tripulantes, para distenderse.

Pítaco aprovechó el inesperado cruce con Caraxos para informarse acerca del pasado y presente de su familia. Safo había revelado a su hermano que Pítaco no tuvo incidencia en la condena de su padre a la horca, sino el viejo Mírsilo; y que de no haber sido herido por la lanza de Ciquis en la asamblea, él hubiese tenido otra voz en el juicio. Que el exilio fue la salida menos terrible que la justicia de Mitilene, ya con Pítaco incluido, resolvió para su familia. Quizás por todos estos motivos el joven Caraxos no guardaba mayores rencores hacia el mitilenio laureado. En cuanto a Alceo sólo pudo revelarle que pasaba su destierro buenamente en Lidia, y que en muchas ocasiones Safo rehusó recibirlo en Siracusa por algún motivo que desconocía; pero de Antiménidas no tenían noticia alguna.

—Y así pasamos los días en Siracusa —decía Caraxos—, donde un poeta de nombre Tisias se apiadó de mi hermana y nos arrendó su viña y sus jornaleros y zagales sículos. Al ser el hombre mayor de mi familia, mi nombre estaba inscrito en las tablas de la pólis como arrendatario oficial del viñedo. Cierto es que mi hermana administra las labores y me asesora en las finanzas, si bien, por su condición de mujer, la ley no le permite ser propietaria ni arrendataria. Mis hermanos Láriko y Eurigio se encargan de trabajar la tierra a lo largo del año. Yo, por mi parte, me ocupo del comercio y los viajes. El fruto de nuestras uvas llega a mis clientes tanto en Siracusa como en Náucratis, y también por mar hacia Cirene, Italia y Cartago. Así vimos nuestras ganancias triplicarse espléndidamente por cada temporada. Hace un año celebramos un acuerdo con Tisias, ¡y ahora mi nombre figura en las tablas de la pólis como único propietario del viñedo!

—No quisiera estar en la piel de Safo el día que se entere que su hermano dilapidó esa fortuna por un asunto amoroso con una ramera —deslizó Pítaco.

—Por eso mismo decidí salvarles el pellejo: prefiero que ese día la encuentre en su amada y cercana Mitilene y no exiliada en Siracusa. De todos modos, mi hermana no tiene ningún derecho a exigirme qué hago con nuestra fortuna. Bien le convendría retomar el oficio de poetisa que la coronó de tanta fama y laureles. ¡Porque Safo no es dueña de esas tierras y bienes, sino Caraxos! ¡Y Caraxos dispone de sus tierras y bienes como le venga en gana! ¡Y no es Caraxos quien lo dice, sino la ley sagrada e inviolable!…

—Al menos el joven es muy conciente de ello —acotó Solón con aires resignados, luego de masticar su comida—. Ahora sacrificó más años de trabajo en pos de sus objetivos… Grande será el hombre capaz de forjar su propio destino, pero más grande será el que se haga responsable del mismo. Pero ahora, joven Caraxos, quisiera que nos cuentes más sobre Rodopis. Y no precisamente los ardorosos detalles de su amor, pues ni uno de nosotros desea arrebatar tus sueños, sino que nos conviene saber a quién responde tan bella mujer con tremenda influencia. Si nos ayudas en esto, quizás podamos también ayudarte.

A Caraxos entonces le pareció justo y se propuso contarles todo cuanto sabía de ella.

—De las noches maravillosas que me dio a su lado, las que tanto atesora mi pecho, supo ella ayudarme con mis negocios. Era un juego sencillo: yo debía informarle quiénes eran mis clientes, los habituales y los ocasionales, cuántos talentos podían costear en cada caso y con qué regularidad lo hacían. Ella, a cambio, me revelaba sobre su infancia y su vida. Fue hallada huérfana en Tracia y de niña pasó a ser propiedad de un tal Jantes de Samos, un esclavista. Aquél le puso el vulgar nombre de Dórica y la destinó a las precarias labores domésticas. Muy pronto su dueño, ignorante del tesoro que poseía, pasó a ser deudor de otro comerciante, Yadmo de Samos, quien ya había regentado burdeles en Jonia y quien se la adquirió por unas pocas monedas lidias. Con el tiempo, éste se radicó en la prolífera Náucratis y, al ver desarrollarse tan exuberante mujer, la educó en la poesía, la lectura y la escritura, para hacerla ejercer como hetaira en aras de engrosar sus arcas. Al saberse tan rico de repente, el viejo Yadmo fue hallado muerto en su hogar hace tres años. Desde entonces yo comencé a preguntar a mi amor quién era su nuevo dueño, pero ella suele esquivar esta cuestión. Ante mi pertinacia, un día me dijo: «Si me consigues las legendarias sandalias de oro de la princesa Khnumet, quizás te lo revele». Acudí entonces al trato con detestables bandidos, saqueadores de tesoros con quienes pené negociaciones, pero al final me trajeron desde Tebas las auríferas sandalias. Cuando se las obsequié a Rodopis, ella se mostró muy conmovida, pero aún no cedió. Yo había ya comenzado a sospechar que, en el fondo de su pecho, mi amor lentamente hacía mella en su corazón. Y me dijo: «Regálame las pirámides de Egipto y te lo revelaré». A lo que repuse: «Lo que me pides, amor mío, me es imposible porque no soy un dios, pero, como te considero en verdad la diosa más venerable, te haré un monumento con todas las riquezas que acumule hasta el fin de mis días y que alcanzará, por lo menos, la altura de la pirámide de Menkaura». Ella entonces me advirtió que del futuro nada es seguro, pero que si me animaba a proclamar en público que la desposaría, quizá me lo revelaría. Cuando lo hice, solo coseché burlas inesperadas, pero eso me acrecentó el ímpetu y afirmo que ella se enamoró aún más de mí. Pero esto me dijo: «Cuando murió Yadmo, heredé algunos bienes y cierta fortuna que me permitió emanciparme. Ejerzo este oficio como una mujer libre y La Casa de Astarté figura entre mis propiedades; por lo que si deseas comprarme deberías antes comprar la voluntad de todos los varones de Náucratis, lo que daría una suma ridícula e inalcanzable». La duda embargó mi corazón y acudí entonces al Helenion, a los registros de la pólis. En ellos, la Casa de Astarté figura como templo público edificado por fenicios y financiado por los contribuyentes de Náucratis. Mi esclarecida Rodopis, sin embargo, no vive allí de modo permanente, sino que se ausenta dos días al mes. Para ello porta una cabellera postiza, de esas voluminosas y trenzadas que suelen usar las egipcias, y oscurece su piel con hollín y pinta lunares en sus tersísimas mejillas; pasará inadvertida ante los ciudadanos de Náucratis, pero no ante el ojo de su primer enamorado. Así es trasladada en una litera cubierta de cortinajes por sus súbditos. Un día, entonces, preso de la desesperación, me disfracé de pescador y seguí la procesión hasta la villa de Sais, la nueva capital que unificó el reino de Egipto, no muy lejos de aquí. Allí mi bella Rodopis permaneció dos noches completas: una en La Casa de la Vida, un recinto contiguo al Templo de Neith, y la siguiente en el Palacio Real, la propia casa del rey Psamético.

—¡Lo sabía! Es una agente del poder de Egipto —interrumpió Pítaco.

—Conozco La Casa de la Vida —acotó Solón con semblante inquieto—. En mi juventud, ahí mismo fui recibido e instruido en geometría, astronomía y legislación por un sumo sacerdote de Hefesto: un menfita de nombre Psenofis. No llegué a conocer al maestro del magisterio, Sonquis de Sais, pero ambas eminencias ostentan conocimientos extraordinarios y jamás dudé que sus funciones radican en ocultar mucho más de lo que enseñan.

—¿Tienes idea cuándo volverá a partir? —preguntó entonces Pítaco a su compatriota.

V

Zarparon los sabios hacia Sais a los siete días merced a las inestimables revelaciones de Caraxos, no sin antes decirle Pítaco que regrese a Siracusa y anuncie a su familia la feliz noticia: sus penosos días de exilio estaban por acabar, pues muy pronto, purgados de todo mal, la fragancia de los almendros volvería a abrazarlos en Mitilene.

El viaje a Sais era breve, no más largo que un día, por lo que decidieron zarpar durante la tarde para regocijarse del ocaso dorado del Nilo, navegar su turbio caudal en la extensión de su mística noche, volver a asombrarse de las aves y bestias que moran las riberas bajo el negro dosel y finalmente maravillarse con el alba rosáceo, compareciendo en Sais con el disco solar calentando sus frentes. Los gordos rebaños de los pastores y campesinos, los fértiles labrantíos de lino, de trigo y cebada habían quedado atrás. Ya sus ojos no contemplaban ningún frontispicio de ningún templo griego, ningún altar de mármol con acróteras, ninguna muralla de almenas, pues todo el paisaje era hostil a sus ojos helenos y estaba impregnado del peculiar aroma exótico del País de las Dos Tierras.

Los días anteriores habían indagado sobre la muerte, tres años atrás, de Yadmo de Samos, el último dueño de Rodopis del que tenían certeza. Tuvieron la sensación de perseguir un fantasma: nadie tenía detalles significativos de su deceso y, quienes podrían tenerlo, en concreto, tres de sus amigos más íntimos, también habían perecido oportunamente en un tiempo que no superaba los noventa días después de muerto el primero. Sólo por precaución, la situación auguraba peligro, por lo que Pítaco agradeció a los dioses haber embarcado consigo sus armas y parte de su panoplia, pues no perdía las viejas mañas, y tildó a Solón de insensato al no portar en su faja siquiera un cuchillo de cocina.

Así se adentraron en la villa de Sais, precedidos por un camino flanqueado por pétreas esfinges con el tocado nemes en la cabeza y un drómos de caliza cuyos macizos pilones debían promediar la altura de cuarenta hombres. Vieron a las mujeres egipcias barriendo con hojas de palma los senderos de las procesiones sagradas; las extensísimas pérgolas que protegían del sol con hiedras y guirnaldas florales atadas de un poste a otro; niños correteando con la cabeza rasurada a excepción de un largo mechón sobre las orejas; las mismas casas de adobe y paja aglomeradas en los distritos, si bien exhibían pinturas más uniformes que las naucratitas. Vieron sirvientes cargando a sus amos sobre literas en cuya madera se tallaban leopardos o carneros; altísimos obeliscos de luengas sombras con las cuatro caras infestadas de enigmáticos jeroglíficos; más santuarios y capillas de sus dioses zoomórficos adobando el aire con sus agresivas humaredas herbales; el Lago Sagrado de Neith y sus piletones de aguas lustrales; las robustas columnas palmiformes con basas y capiteles de verdes y rojos radiantes sosteniendo los labrados frontones de los templos.

Como si sus ojos contemplaran ecos de eternidad, Pítaco se maravilló de los esmerados detalles que los arquitectos egipcios prodigaban a sus estructuras. Cualquier junta, basa, moldura, viga, zócalo o dintel eran excusa perfecta para rellenarlo de millares y millares de jeroglíficos, algunos incluso dorados, y estupendos bajorrelieves y uniformes y polícromos motivos decorativos que realzaban su esplendor. Todo en Egipto, en Sais cuanto menos, parecía obedecer a un riguroso orden sagrado; como mínimo ceremonial, pues, pese a las proezas, allí solían reinar el silencio y la reverencia, aun en los bazares.

—No en vano pretende ser la nueva capital del reino —le decía Solón, que nunca dejaba de admirarse del mismo modo—, si bien Menfis aún sigue siendo el corazón milenario del Egipto, donde los reyes más grandes del Imperio Antiguo dejaron su huella.

Según las políticas de Psamético, al navío fenicio que disponían no se le permitió atracar en puerto más que un día, por lo que debía retornar a Náucratis con el ocaso. Pítaco y Solón contaban en esta ocasión no solo con Tersites, sino con otro puñado de hombres suyos, con los que montaron un improvisado campamento de telas en un paraje alejado del corazón de la urbe. A los seis días uno de sus anónimos retornó con la noticia de que una mujer exuberante, Rodopis tal vez, había arribado desde el emporio griego y con una escolta mediante fue dirigida hasta el Templo de Neith.

En efecto, vieron a la exuberante ramera con sus sandalias de oro zancar sus vigorosos muslos sobre su litera de telas drapeantes: salía del Templo de Neith; pasó una noche en el Palacio Real y marchóse de la villa al día próximo en una barcaza. Todo cuanto les reveló Caraxos parecía obedecer a la verdad. Los sabios no se aventuraron a cruzar el drómos del Palacio, pero sí comparecieron en el magnífico templo de la diosa de Sais.

Por las columnatas abiertas del bello jardín delantero, numerosos acólitos ejercían sus alabanzas en silencio: tocaban el suelo con la frente, ensayaban plegarias o sahumaban los espacios del recinto, y eran bien distinguibles puesto que solían vestir ligeras prendas de lino y, como todos los sacerdotes del país, afeitábanse cuerpo y cabeza aduciendo pureza de espíritu, y únicamente diferenciaban sus rangos por las tiaras y los bártulos de culto que portaban sus manos. Pero también había celadores con lanzas, los que rodearon a Pítaco y a Solón ni bien los vieron ingresar. Éstos indagaron sus propósitos y ni las barreras de la lengua frenaron a Solón de pronunciarse:

—Soy Solón de Atenas, y años atrás, cuando aún rodaban sobre la tierra del Doble País los días de gloria de Psamético el Grande, cuyo ka reposa eternamente como una estrella entre los dioses, en este recinto fui recibido por Psenofis de Menfis, sumo sacerdote de Ptah, quien me trató gratamente y me llevó a conocer La Casa de la Vida, visitada por los hombres más ilustres, y allí me impartió destellos de las ciencias sagradas.

Nada le respondieron aquellos, pero de pronto una voz grave y profunda los dominó:

—A Psenofis, maestro tuyo, no lo hallarás ya en La Casa de la Vida —dijo.

Al oírla, los celadores bajaron las lanzas al unísono y se prosternaron en su presencia. El resonar de las alhajas dotaban de aires fastos al hombre de impertérrito semblante que surgió de pronto entre ellos. De tez grisácea, cejas canas y labios ajados, algunos lunares de vejez salpicaban sus mejillas y sus sienes rasuradas. Apuntalaba su paso con un lustre cetro de ébano envuelto en telas púrpuras, en cuyo extremo labrado se abría un ábaco semejante a una umbela de papiro con incrustaciones de oro. Se presentó como Sonquis de Sais, sumo sacerdote de Neith, y ni bien oírlo Solón imitó el gesto de los celadores.

—Lejos están de la mar, helenos —les dijo.

—Oh Sonquis, el más venerado de los saítas —dijo Solón bajando la barbilla—, ¿acaso el sabio Psenofis, quien supo instruirme a la luz de sus saberes, ya preparó su barca celeste?

—Otras dependencias tiene Psenofis en Menfis, adonde no has osado llegar tú. Te esperaba sin embargo, Solón de Salamina.

Pocos hombres le habían llamado así alguna vez.

—¿Cómo puede un egipcio de semejante prez conocer los aconteceres allá en Grecia, que me otorgaron tan escasa gloria a expensa de tanto duelo?

—Extraño no es que los egipcios sepan tales cosas; al menos, los que valen la pena. Por eso conmigo vendrás, hombre de Keftiu —decretó y dio ciertas órdenes en su lengua a los celadores del templo, quienes apartaron las lanzas. Pero ni bien Pítaco quiso caminar junto a Solón se lo impidieron, y el sacerdote repuso:

—Que pase el ateniense dije, no el bárbaro.

Mucho se disgustó por ello el mitilenio, pero no tenía más opción que acatar su palabra; quizás ya tenían otros planes en mente para él.

Así los separaron y Solón fue escoltado hacia la escalinata que antecedía el colosal naos del templo de gordas columnas, con áureos detalles en los diseños triangulares de sus basas, y con sus capiteles imitando palmeras abiertas que distribuían el peso del edificio. Se encegueció del resplandor solar que reverberaba sobre los glifos dorados de los muros y dotaban de un cuerpo vivo y oscilante a las columnas de humo que ascendían desde los cuencos de incienso. Bajo la pétrea mirada de la diosa siguieron las alfombras hacia un pabellón trasero por donde se accedía a la columnata de La Casa de la Vida. Allí abundaban las palmeras y las estanterías repletas de rollos de papiro, mesas de cedro con utensillos quirúrgicos y decenas de médicos y eruditos que allí acudían a instruirse.

—En el templo permanecerás siete días y siete noches —iba diciendo Sonquis…

El ateniense mordíase la lengua por interrumpirlo, pues deseaba alegar que no disponía de ese tiempo y que otros asuntos le urgían en ese momento; pero Sonquis elevó su cetro labrado con la diestra para acallar esos pensamientos, y repuso:

—Sé perfectamente por qué estás aquí, hombre de Keftiu. Estás donde debes estar. —Y repitió con autoritaria voz—: En el templo permanecerás siete días y siete noches. Tus barbas y cabellos serán rasurados y quemados al fuego sagrado de la diosa. Vestirás prendas de lino y te entregarás al silencio. Si no te dominan los malos espíritus de la impaciencia, pasarás la purga. Sólo entonces, conmigo tendrás audiencia en El Observatorio.

Solón entonces acató su mandato, aún desconociendo por qué le llamaba de esa forma. Esa misma tarde vistió prendas de lino y con una cuchilla de obsidiana afeitó sus barbas longevas y rasuró sus ensortijados cabellos, y se le asignó un lecho de paja entre cuatro columnas de las que colgaban cortinas de lino; era toda la privacidad que disponía.

El mitilenio, mientras tanto, era escoltado por los celadores hacia el Palacio Real y, ni bien cruzar el drómos, meditó en su mente que tal vez estaban metidos en un gordo embrollo. No rasuraron sus barbas ni lo privaron de sus trenzas de juventud, pero si le esperaría un amargo desafío, uno que su corazón jamás llegó a avizorar en país tan lejano.

No dejó encandilarse por el oro que refulgía por doquier en techos y muros de los reales aposentos. Jamás había visto salones tan vastos, abiertos y luminosos, que a cada mueble, jarro, estatua o estela dotaba de un aura de grandeza. Parecía él ir empequeñeciéndose a cada paso y, amedrentado por el bronce, no le era permitido detenerse hasta que cruzó un vano donde sólo vio arena: una palestra cuadrangular delimitada por una columna en cada esquina de las que pendían telas blancas y purpúreas. Era un área de entrenamiento, pues tenía a su izquierda una fila de círculos de heno compacto con saetas incrustadas y muchas huellas de caballo diseminadas por la arena. Alzó la vista y vio al término una tarima de granito pulido, donde se iban agregando hombres de esplendentes vestimentas broncíneas y tocados de tela con bandas añiles y doradas, y blancas y escarlatas. No tardó en advertir que eran miembros de la realeza y, pese a su mayestático esplendor, no eran gigantes ni morrudos como los figuraba en su mente hasta entonces.

Reconoció Pítaco a uno de ellos: de mandíbulas robustas y ojos delineados, era el navarca de la barcaza que los llevó a Creta años atrás, uno de los quince hijos del visir.

—En presencia estás de Horus, Gran Faraón, único dignatario del País de las Dos Tierras, por lo que deberás complacerlo —dijo acercándosele y señalando al hombre en penumbras, sentado en un alado trono de oro, portando una doble corona y una barba postiza y sosteniendo un mayal contra el pecho, todo cubierto por un suntuoso pectoral de múltiples capas—. No debes preocuparte, pues Psamético es buen amigo de los griegos.

—¿Y por qué motivo Su Majestad, señor de todo el Egipto, convoca en sus anchas moradas a este humilde mortal? —preguntó Pítaco sin abundar en reverencias.

Entonces un hombre algo más joven que él descendió de la tarima y acercóse al punto. Era de complexión esbelta y músculos tonificados. Portaba el tocado nemes de bandas añiles y doradas, tobilleras en pantorrillas y brazaletes de oro por encima de los codos. Observaba a Pítaco mientras barbotaba graves palabras en su lengua a otro de los presentes, un hombre más fornido que aquél, de cabellos azabaches y mirada intempestiva. El visir, de gorro argénteo y escarlata, se encargó de traducir todo aquello a Pítaco.

—No te convoca mi rey —le dijo—, sino el príncipe heredero Apries. Es por una apuesta con el general Ahmose, quien viene de dirigir exitosas campañas en el alto país de Kush y quien se jacta de tener al batallón de los griegos más fieros y tenaces de todos.

Pítaco comprendió de inmediato la situación: debería reñir fuerzas contra un mercenario asignado que surgió de entre la Guardia Real. Cuando lo tuvo en frente, vio el mar Egeo tras sus ojos cerúleos, encerrados por blondos cabellos y barbas. De hombros y piernas fuertes, el hombre frisaba su misma edad y exhibía un semblante orgulloso prodigando excesivas reverencias y pleitecías al rey y a los príncipes.

—¿Y qué clase de combate desea atestiguar el heredero al trono de este país? —preguntó algo inquieto Pítaco al visir sin quitarle los ojos de encima al heleno.

—Puños desnudos y fuerza bruta —aseveró el súbdito real mientras desvestía a Pítaco—. El crudo y primitivo lenguaje de la subsistencia.

—Ea, eolio —se pronunciaba el mercenario en un ostensible jónico a la vez que se despojaba de sus ropajes—, ¿piensas que serás el primero en tener el honor de ser abatido por mi fuerza? ¿Que eres el único con otros intereses en este país?

Viéndolo venir, el mitilenio esquivó el primer golpe y elevó la guardia.

—Hermano de hermanas regiones, hablas mi lengua —le dijo intentando hacerlo entrar en razón—: no nos arranquemos los ojos para complacer a este tribunal de tiranos.

—Cierra el morro, eolio —le repudió su adversario—. Tienes ante tí a un campeón y laureado velocista. ¡Te partiré los brazos y las piernas en dos zancadas! Y ni el mejor de los médicos egipcios te aliviará el suplicio al cruzar el Aqueronte…

Ni bien terminó de hablar ya estaban ambos trenzados en marcial combate. Forcejearon hasta arrojarse a la arena y los violentos puñetazos iban resonando por la palestra.

—¡Acaso no tienes patria! —le decía Pítaco mientras intentaba reducirlo—. ¡Ni valles ni colinas ni campos ni bahías que te vieran un día nacer! ¡Qué recuerdos deplorables te asolan para que olvides tus tierras y prefieras ser tratado como un mero gallo de riñas! ¡O es que acaso eres otro amante de esa félida de diez tetas!

Pero el jonio no recapacitaba y lo separó de sí, haciéndolo rodar por la arena.

—No sé de qué hablas. ¡Aquí forjas tu propio destino o mueres! También lo hago por mi patria, aunque una escoria eólica como tú… jamás lo comprendería.

Así se hablaban entre ellos mientras trababan la lid brutal; ninguno de los dos sabía en verdad a quién tenía en frente. El jonio era ciertamente veloz y coordinaba bien sus movimientos: intentaba atraparle algún brazo para rompérselo o se ensañaba en darle violentas zancadas directas a su rodilla defectuosa con el ímpetu de estropeársela horrendamente. Pero los huesos del mitilenio parecían de metal e inquebrantable era su espíritu: sus ingenios aún fecundaban su mente, y juzgó que solamente un certero contraataque podría zanjar el asunto. Se separó de él y, viéndolo venir, retrocedió unos pasos para apostarse de repente y forzar a su contrincante por los aires hasta azotarle la espalda contra el suelo.

El mercenario se levantó en el acto y su ánimo recrudeció: el rubor dominó sus pómulos y cambió de táctica. Atacaba al mitilenio con veloces puños lanzados con ambos brazos con la intención de agobiarlo. Pítaco eludió cuantos pudo, pero también recibió otros en cuello, hombro y clavícula; eran manos rápidas, pero carecían de la potencia suficiente para enviarlo al polvo. El atacante repetía la táctica y, esta vez, Pítaco resistió los golpes con el único propósito de analizar a su rival. Notó que cada tres ataques bien coordinados solía descuidar el flanco izquierdo, por lo que, en el instante preciso, le atajó su tercer ataque con el antebrazo y logró conectarle un destructor golpe de nudillos a sus riñones. El impacto fue seco y se repicó en ecos por la arena. El mercenario cayó de rodillas dando un lastimero alarido. Se retorcía del dolor y, dado la naturaleza del golpe, Pítaco sabía que aunque piense en erguirse no podría hacerlo por un tiempo. Al jonio lo embargaba la vergüenza y sus pulmones apenas lograban respirar. El recio mitilenio, sin embargo, exasperado y perplejo como estaba, no atinó a rematarlo.

—Gran Visir —decía el jonio mientras recobraba el estrecho aire que podía dirigir a sus pulmones—, anoche sufrí una feroz indigestión. ¡En la próxima ronda lo acabaré!…

Pero apenas logró ponerse de pie, dos plumíferas saetas perforaron su pecho y abdomen. Las había arrojado el príncipe Apries, cuyos ojos rezumaban una infame satisfacción. El jonio escupió su última sangre antes de morder el polvo con muy poco decoro.

—¡Eso es cobarde e irresponsable! —gritó Pítaco.

Pero el visir se acercó al mitilenio con una sonrisa en sus labios, y le dijo:

—Por tu propia seguridad, y porque bien me has caído, no traduciré eso al príncipe.

Aunque ardía en ánimos de maldecirlos a todos, Pítaco se retuvo en sus cabales, pues comprendió que aquél espectáculo tenía el objeto de aleccionar al tal Ahmose, el general cuyas mandíbulas rumiaban furia, y nada parecía tener que ver con él o sus asuntos. Tal vez, pensó, así acostumbraban los nobles egipcios a resolver sus querellas…

El príncipe Apries se acercó a Pítaco pronunciando ignotas palabras mientras miraba por momentos a su padre, su Real Majestad, y al general Ahmose a su izquierda.

—El heredero está satisfecho —tradujo el visir—. Tu fuerza y astucia le permitieron ganar la apuesta. Desea también, aunque ya seas viejo y tengas canas en la barba, ofrecerte un puesto bien pago en la Guardia Real, pues ostentas las cualidades de un buen comandante… ¿stratégos le dicen?

—Ya no soy un guerrero —replicó Pítaco aun con enfado—. Soy el segundo ciudadano de mi pólis, la sagrada Mitilene, y mi hijo y esposa allí aguardan mi retorno.

Cuando el visir le tradujo aquello, el príncipe de rala quijada, de párpados delineados con bistre y pupilas rojizas como dos rubíes, delegó al mitilenio una inesperada reverencia, retirándose después con su andar ceremonioso.

—Eres libre de volver a tus asuntos —le dijo el súbdito real mientras, por detrás, otros hombres iban cargando el cuerpo exánime del mercenario.

—En mi país —enfatizó Pítaco, enardecido y observándolos a todos— acostumbramos a poner un nombre al difunto.

—Su nombre era Poliméstor.

La respuesta dejó aún más perplejo al mitilenio, quien sólo deseaba retirarse de allí y retornar junto a Tersites y sus hombres. Su pecho albergaba un gran disgusto hacia toda esa corte de reyes exóticos y sanguinarios. Había saboreado la amarga ley del Egipto, en concreto, la que padecían los extranjeros que llegaban al país con ínfulas de desentrañar sus misterios y sólo hallaban desazón. Pero tenía dos certezas: de no haber sido sometido años atrás a la magia curativa de Epiménides, nunca hubiese podido superar aquél fatídico desafío; y su corazón nunca llegaría a comprender lo que había sucedido aquel día.

Por su parte, Solón pasaba sus días de purga en silencio, confinado en La Casa de la Vida. Durante el día se limitaba vagar por los amplios recintos y a beber y a comer lo que se le ofrecía; caldos herbáceos diluidos en jugo de dátiles, pan horneado y un puñado de habas y guisantes, acompañado de una pasta de garbanzos adobada con oliva, ajenjo y cilantro. Más de una vez había visto a un hombre que llamaba su atención puesto que vestía muy diferente al resto. Llevaba túnicas negras con una capucha bordada de la que colgaban cadenillas de oro. Era alto y robusto, de tez de ébano y labios protuberantes rodeados por una barba pareja que descendía en vellos rizados por su quijada. Su presencia lo inquietaba. Lo veía siempre en la misma postura, inmóvil, en posición de loto, apostado al otro lado del piletón de aguas lustrales que separaba La Casa de la Vida del Templo de Neith.

Las noches en el recinto eran aún más silenciosas que los días. La segunda de ellas, Solón fue sacudido por un extraño ensueño: en una sala oscura, veía una silueta que portaba entre manos un rutilante escarabajo de oro, pero su voz era la de Epiménides y susurraba las exactas palabras oraculares según el cretense se las profirió años atrás. Despertó súbitamente, consternado en mitad de la sórdida noche, y a su lado, tras las cortinas de lino, vio una silueta portando una lámpara. Persiguió la sombra hasta llegar a un pasillo donde vio al hombre de túnicas negras encendiendo una serie de luengos y curvos trípodes.

—Lejos estás de la mar, heleno —le susurró con parsimoniosa voz mientras apagaba unos fuegos y encendía otros—. Te preguntarás quién soy… Soy Ourdjeded’bah, siervo de Amón-Ra. Como tú, soy un peregrino. Vengo del lejano país de Punt, tierra de incienso y especias, allende las cataratas del Nilo, más allá de Kush, de Nubia y de Etiopía.

Solón ardía en ánimos de conversar con él muchas cosas, en concreto sobre el antiguo sacerdote de Ma’at, Ptahknemun, pero no tenía permitido violar su silencio. Pero la voz del hombre volvió a llenar el vacío y la quietud entre los jeroglíficos.

—Te preguntarás cómo conozco tu lengua… Ourdjeded’bah conoce la lengua de cada uno de los hombres; y que no te extrañe que conozca también sus silencios. Te preguntarás por mis funciones aquí… Soy el que enciende los braseros, el que ilumina los caminos. Cuídate del fuego que persigues, heleno, o acabarás quemándote los ojos. Pero tú vienes por un asunto pueril y vulgar. Ahora, regresa a tu sueño.

Tal dijo y Solón se halló de vuelta en su litera de paja con un rayo de sol golpeando su frente. Los días transcurrían del mismo modo. El misterioso hombre encapuchado seguía allí, tras los piletones de aguas lustrales, con su imperturbable postura. La tercera noche, un óniro distinto poseyó a Solón en su lecho: habíase desvelado para perseguir unos gemidos que se propagaban por los umbríos pasillos. Accedió a una sala en donde vio la vibrante figura de Rodopis, la esplendente ramera, ejerciendo salvaje fornicación con el musculado Ourdjeded’bah, quienes lo miraban sin perturbarse en lo más mínimo por su presencia, sino que parecía exacerbar sus carnales pasiones.

La cuarta noche, su cuarto ensueño pareció incluso más vago. Solón persiguió al hombre que portaba la lámpara hasta el pasillo repleto de luengos y curvos trípodes.

—¿Qué haces aquí, heleno? —le regañó Ourdjeded’bah—. Lejos estás de la mar. ¿Qué más quieres saber? Te advertí que es un asunto pueril y vulgar el que persigues. ¿Acaso no sabes que la ramera es un regalo del rey a su tropa de mercenarios griegos? Los veteranos son sus informantes personales y tienen su respeto por haber sofocado sediciones a lo largo del país del Nilo. ¿No es lo que quieres saber? Pues ya lo sabes. Habla y no pierdas más tiempo. O márchate de una vez. Regresa a la mar, pues es tu elemento.

Pero Solón no desistía de su silencio, y nada más recordó. Al despertar con los rayos de Amón golpeando su frente, parecía volver a revivir el día anterior. Pero la quinta noche se sumió en otra vívida visión: despertó en medio de la quietud y Ourdjeded’bah lo guió entre los pasillos de muros colmados de jeroglíficos hasta un pórtico en cuyo umbral lo esperaba Rodopis, toda desnuda, quien lo llevó de la mano hacia un tálamo de oro y sábanas broncíneas, y allí se aprovechó de su hombría, haciéndolo delirar de placer.

—Te diré dónde hallar al sabio Tales de Mileto —profería ella con seductora voz, encandilándolo con sus carnes—, pero antes dime por qué motivo lo buscas. ¡Ea, seamos uno los dos y revélamelo!… Yo te narraré entonces, dulcísimo y sabio ateniense, las leyendas del Profeta de la Duna y su errancia por el desierto de Qattara.

Muchas más cosas ella le decía mientras le infundía placeres con su boca de oro, pero Solón no recordó nada más. Padeció aquella tortuosa prueba, pero aún no había roto el sello de sus labios cuando los rayos del sol tocaron su frente. La sexta noche persiguió a Ourdjeded’bah, el portador de la antorcha, hacia un recinto alejado del templo y cruzaron todo el patio bajo las luces del cielo. El encapuchado de piel de ébano descendió por un pasadizo de arena tras las capillas del templo, por donde los acólitos decían que se hallaba la Tumba de Osiris, e iluminó un muro infestado de glifos y efigies de los dioses.

—Escritura Sagrada —señaló el de Punt sombreando los contornos de los bajorrelieves—, que ni los altos sacerdotes ni los escribas que las tallaron pueden interpretar. Son mitos ancestrales de los sacerdotes del Zep-Tepi, el Tiempo Nuevo. ¡Anterior al nuestro, heleno! El que culmina con la aniquilación de la raza que nos precedió.

Y comenzó a recitarle apenas una porción del gran muro:

«Cuando ya no reinaron los Shemsu-Hor,

arrasados por el Diluvio y las inundaciones,

Nut, diosa de la noche, vomitó bolas de fuego

que impactaron el país de la tierra negra

El metal celeste, que les confería todo su poder,

fue convertido en Polvo de Khem por Ptah,

dios de las forjas y alfarero del hombre

Conciente del poder que amenazó su creación,

Ptah preguntó a Ra: “¿Dónde lo escondo?”

“La luz te mostrará el camino”, dijo Ra

Y Ra le entregó siete contenedores de luz:

una esfera y seis poliedros creados por Heka,

y Heka los conjuró y desactivó su poder

Esos fueron los Siete Cristales de Thoth

La ciencia dejó de ser Una y se dividió

Y Ra llevó los cristales al Hipogeo de Khem,

en Qattara, y los ocultó bajo las raíces del

Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal,

que yace agosto bajo el desierto yermo,

para que nadie indigno los encuentre».

—Esos poliedros, heleno —susurraba Ourdjeded’bah—, ya no reposan bajo la noche del desierto. Alguien poderoso, hace mucho tiempo, los reunió y los activó. Otro se encargó de diseminarlos por la tierra. Y otro, más sabio, con el polvo de Khem forjó un toroide, un anillo, y lo conjuró para que su portador trague y contrarreste su poder.

«¿El anillo del que algún día me habló Epiménides?», caviló Solón. Mucho quería indagar respecto a esos mitos, pero se obligó a guardar silencio y nada más recordó, y despertó de pronto en su lecho apenas el resplandor solar le acarició la frente.

Al séptimo día, vientos tórridos se filtraron entre las columnas del templo y sacudieron los anchos recintos anunciando el despuntar de la canícula. Solón salió al patio y el hombre de túnicas negras ahí permanecía, separado de él por las aguas lustrales de Neith. El día fue el mismo, pero durante la noche, en duermevela, volvió a escuchar a Epiménides, su voz susurrante y cadenciosa, recitándole todos esos enigmas que perturbaban su espíritu.

Al aclarar la gloria del día, un acólito ordenó al ateniense purificarse en el sagrado manantial de Neith, pues era el último requisito de la purga antes de ascender al Observatorio a auditar con el sabio Sonquis. Una vez se sumergió en las aguas, decidió acercarse al hombre de velo negro, pero ya no lo vio por ningún sitio. Ya purificado, tres sacerdotisas le untaron óleos aromáticos por el torso, la cara y los hombros y delinearon sus párpados con molienda de galena, kohl y hollín, y le hicieron atravesar La Casa de la Vida hasta alcanzar unas escaleras que lo llevarían a la morada del sumo hierofante de la diosa.

Era un recinto a cielo abierto edificado sobre el techo mismo del vasto templo de Neith; en su centro, invisible desde el llano. Allí abundaban aves y plantas de diversas especies y colores, esquejes de incienso, estanterías de papiros y estelas de basalto sosteniendo jeroglíficos de oro. Ahí Sonquis lo esperaba en sus despachos, tras una mesa de cedro.

—La purga has superado, hombre de Keftiu —le dijo alzando su cetro de ébano.

Y Solón finalmente rompió el sello de sus labios.

—¿Por qué me llamas así, Sonquis de Sais? —preguntó con voz renacida.

—En nuestra lengua llamamos así al país de Creta, donde veneran al toro. En un remoto pasado, fue buen socio comercial de Egipto. Pero los tiempos de esplendor murieron ya.

—¿Y cómo sabes que estuve en Creta? —se aventuró a preguntar el ateniense.

Pero Sonquis le sostuvo la mirada hasta darle la espalda.

—Seguro tienes muchas preguntas —dijo el sabio egipcio antes de salir a caminar por el techo del templo, y Solón le siguió.

Fulguraba en lo alto el disco de Amón, encandilándoles los ojos al golpear los colosos bloques de piedra ensamblados con inconcebible pericia; y que ambos llevaran los párpados pintados de negro les ayudaba a absorber tamaña incandescencia. Se dirigieron hacia un espacio sombreado por telas coloridas, apuntaladas por vigas de madera, donde había algunas jaulas con criaturas cautivas. Un avestruz, una garza, un ibis, un halcón, un leopardo, chacales, mangostas y una bestia terrible de enormes colmillos y cola y melena de león, aunque de morro alargado y cuatro miembros similares al del hombre.

—Los babuinos suelen preferir el país de Punt —decía Sonquis mientras daba de beber a la bestia desde un odre—. El animal sagrado de Thoth. Más inteligentes que agresivos. No hablan, pero mediante gestos y voces la manada crea su propio idioma. Éste es Tepi, un macho anciano. Moribundo lo hallaron, por su manada atacado y traicionado. ¿Nos diferenciamos tanto? Una bestia te parecerá, pero yo en sus ojos veo gratitud; veo los dioses.

—¿Por qué los mantienes cautivos, entonces?

—Están enfermos estos pobres animales. Serán tratados, y, si mueren, diseccionados y analizados en La Casa de la Vida. Los más afortunados, asignados a la nobleza, como Tepi, recibirán sagrado rito mortuorio: embalsamados e inhumados en la Necrópolis de Saqqara, serán intermediarios de sus difuntos en la duat. Pocos espíritus de la naturaleza son domeñables, Solón de Atenas; tal es la naturaleza enigmática de los dioses. Nosotros somos los incautos que secuestran sus vastas moradas. No puedes capturarlos por un regocijo propio y vano. Pero, ¡ay!, si de ellos te ganas su confianza y afecto, son los dioses bendiciéndote; pues también son sus hijos.

—He sabido criar aves. En concreto, palomas y búhos —habló el ateniense.

—Por supuesto —dijo el egipcio—. Las aves de Afrodita… Y el búho, el animal de Atenea. No es casual que te halles aquí, en el Templo de Neith, que es la misma diosa. Pero cada criatura, Solón de Atenas, es portadora de luz. Y por igual deben ser temidas, cuidadas y respetadas. Si las bestias se extinguen, moriríamos a causa de una soledad de espíritu insoportable. Pues nada es sin ellos el hombre, como nada es sin los dioses. Por ello, el sabio comprende que los dioses nos miran a través de los ojos de sus criaturas. Recuérdalo cada vez que mires a uno, sea fiera, ave o insecto. Admírate en su majestad, sea de salvaje o gentil naturaleza, y observa qué mirada te devuelve, si en sus ojos reconoces huellas de tí mismo y de los dioses. Los ojos son esferas de luz: la retienen y traducen el esplendor de nuestro mundo. Son terminales nerviosas, ventanales del espíritu, pues la piel no los cubre como al resto del cuerpo. Que sean dobles y especulados revela la dualidad de este mundo; de ahí el Ojo de Horus, el halcón que todo lo ve: uno el derecho y otro el izquierdo. —Le exihibió los de oro y lapislázuli que pendían de los lóbulos de sus largas orejas, mientras alimentaba uno de los halcones—. Y esa dualidad se replica en los demás órganos de nuestro cuerpo. Sin embargo, también hay órganos únicos con funciones precisas asignadas; hígado, estómago, cerebro, corazón… Procesan alimentos, emociones, pensamientos, y todo flujo de información dual que ingresa a la unidad del cuerpo. Los egipcios, por ejemplo, abrimos la boca de los difuntos, la puerta de acceso y salida del espíritu, lo que animará al cadáver a comer y hablar ante los dioses del Inframundo. Del mismo modo edificamos nuestros templos iniciáticos: no son meros edificios de piedra y fastuosos complejos con sus recintos, pasillos, hipogeos, cámaras, salas y antesalas… Son bibliotecas vivas, cuerpos animados, máquinas orgánicas capaces de correr de los ojos el velo de Isis, y ver lo que subyace la dualidad inmanente.

—¡Conveniente es que lo digas, sabio saíta! —Lo interrumpió Solón—. Pues, durante la purga, fui acosado por inquietantes visiones y revelaciones.

—Quizás visiones fueron, quizás fueron más reales de lo que crees. —El sumo sacerdote se movía de nuevo, esta vez en torno al tragaluz central que daba al corazón del templo, por donde podían verse las decoradas alfombras frente a la estatua de Neith, rodeada de numerosos cuencos de incienso—. Aquí, por ejemplo, estamos sobre los ojos del templo, por donde se cuela toda la luz. No en vano criaste aves, Solón de Atenas —retomó—. Las aves remontan los cielos y despliegan sus dobles alas para volar a su antojo con la libertad de un dios. En tu tierra, tú eres liberador de las libertades de los hombres. Tu ren labró buen son y muchos te aclaman. Posees un ka indoblegable; tu fuerza vital. Tu doble alado, el ba, desde el otro plano te guía y marca un rumbo fijo y certero. Tu sombra, la sheut, es audaz. A la par se mueve con tu khat, la vasija, el cuerpo físico, que mucho lo respetas y en buena condición mantienes, como el buen auriga. Sin embargo, tu corazón, el ib, mucho peso arrastra. Intuyo que la diosa Hathor, la vaca divina, te lo puso en el pecho; y esa es una debilidad que deviene de la existencia blanda. Debes apartar miedos, dolores y oprobios, y suprimir todo deseo o anhelo. Tal es el sendero del sabio, y la sabiduría, si viene, vendrá por ciencia infusa. Si hoy mismo mueres, no alcanzarías el akh, la fusión de los componentes del espíritu, garantía de vida eterna en la duat. Para eso, ligero debe ser tu corazón. Ligero como la pluma del avestruz… la Pluma del Ma’at.

—Ya Psenofis, el sabio de Menfis, me instruyó en esos inmortales preceptos. Pero nosotros, los griegos, somos más pragmáticos. Y como buen griego que soy, formulé los míos propios. Los reúno en uno solo: el mortal debe, antes de emprender cualquier derrotero, conocerse a sí mismo; tal es el imperioso requisito para la trascendencia del alma.

—Admito que es valioso concepto. En tus tierras florecen los poetas, un puñado al menos, que saben cantar sobre los asuntos del corazón. Aquí, cada egipcio está rodeado de poesía; pues nace inmerso en la inefable creación de los dioses, que es el poema supremo e inefable. Pero ustedes, los helenos, suelen delegar demasiado a la lógica y a la razón, que mora en la mente. Para los egipcios, en cambio, el corazón es el centro de los pensamientos, donde mora todo dilema. La razón mental es, en verdad, la infancia de un pensamiento; lo que ustedes llaman praxis. Si tu mano toca el fuego sentirás el calor, y pensará la razón de inmediato retirarla. Pero también hay otros fuegos, Solón de Atenas; fuegos que brillan con cegadora incandescencia. Te advierto, entonces: cuídate del fuego que persigues, o acabarás quemándote los ojos.

Solón quedó absorto de golpe, pues ni bien Sonquis pronunció esas palabras, por debajo del hombro volvió a ver al hombre de túnicas negras. Estaba prosternado bajo la imagen de la diosa y, en ocasión de la reverencia, su velo ya no le cubría la cabeza. Al cabo el hombre se volvió para marcharse y fue entonces que Solón lo vio… Las cadenillas de oro no pendían del bordado de su capucha, sino que eran parte de una pieza única de alhajas unidas y engarzadas con piedras preciosas que adornaban su rasurada cabeza. Colgaban de su frente hasta sus maxilares, y en la nuca se distinguía un rutilante escarabajo de oro que lo deslumbró por un instante, y así vio al hombre marcharse del Templo de Neith.

—¿Quién es el hombre de túnicas negras? —preguntó entonces al sabio.

—Un peregrino de Punt y siervo de Amón-Ra.

—¿Y hacia dónde se dirige el hombre de mis visiones?

—Probable es que a sus tierras sureñas regrese. Pero antes Tebas visitará, donde reina la Divina Adoratriz de Amón, Nebetneferamut. Nacida como Nitocris, la hija de Psamético, el que reunificó el país, ostenta el título de Esposa del Dios desde hace cincuenta años. Y hará las debidas libaciones en La Casa del Millón de Años.

—¿Qué clase de magisterio custodia ese hombre?

—Ese no es un tipo de sabiduría que pueda impartirse. Te es revelada, como por ciencia infusa. Tu espíritu decide si lo vives o no lo vives. Cualquiera sea el caso, lo deplorarás. Por eso, Sonquis de Sais no señalará la suerte de Solón de Atenas.

—Entonces, Sonquis de Sais, ya sabes por qué vine hasta tí.

—Por supuesto, Solón de Atenas. A Tales de Mileto buscas, quien supo ser mi discípulo y a quien instruí sobre los ciclos celestes; el hombre brilla por su apetito voraz de conocimiento. Su corazón es genuino y no es pesado como el tuyo; y sus intenciones, aunque no lo creas, son loables. Por eso lo declaré Iniciado del Observatorio, y ahora instruye a sus propios discípulos. A la sombra de las pirámides lo hallarás hurgando los bazares de Gizah, tierra profana que un día fue sagrada. Hoy no es más que un paraje desolado al que la diosa Neith devoró enviándole mil tormentas de arena; las dunas sepultaron toda su antigua gloria y esplendor. Allí millares de mercaderes al año convergen, provenientes de todos los países de los hombres, y con espíritus espurios comercian sus contratos.

—¡Oh, Sonquis de Sais, que conoces los caminos del espíritu, tus palabras golpean mis oídos y mi corazón, tan sabias como inquietantes y deplorables! Y me pregunto, entonces: ¿Cómo puedes tú, que conoces los propósitos de Tales y sus hombres, no oponerte a ellos? Porque si tú los conoces, también los conoce el rey de Egipto, quien tiene a todos los griegos de Náucratis vigilados a través de los pérfidos encantos de esa meretriz.

—¿Y por qué debería oponerme, heleno? Es la voluntad de los dioses. Egipto fue devastado por siglos de guerra civil. Los asirios llegaron y mataron a nuestros hombres, violaron a nuestras mujeres, cazaron a nuestros animales, profanaron nuestros recintos sagrados y perturbaron el sueño eterno de nuestros reyes. Sufrimos el yugo de reyes extranjeros, y mañana volveremos a sufrirlos. Ya lo presagió el Oráculo de Amón en Siwah: «Los saítas serán la última dinastía pura del Egipto. Un día, un griego llegará y portará la doble corona; y Egipto morirá». Los días del oro, de gloria y esplendor ya fueron olvidados; y con ellos sus preceptos y sus misterios sagrados. El país está en decadencia, y la decadencia conlleva una ley intrínseca: sólo puede generar más decadencia. La angustia permite comprender la paz; tal es la naturaleza de los ciclos celestes, Solón de Atenas. Y el orden del mundo, la balanza de Ma’at, debe caer y cambiar en cierto punto.

Ciertamente compungido, Solón habló entonces al sabio de Sais:

—Ya Psenofis me instruyó sobre los ciclos celestes y astrales, los menores y los mayores, pero omitió hablarme del balance divino del Ma’at. En mis derroteros, ¡oh, sabio saíta!, fui a dar con un varón sagrado de Creta que me narró el mito de Ptahknemun, sumo sacerdote de Ma’at y custodio del cetro de la sala de Dyed, quien erradicó la amenaza de los Hijos del Mar, los que, seis siglos atrás, asolaron Egipto y devastaron muchos imperios. Aunque no sé de qué modo, lo hizo a través de la conjuración de un anillo divino; uno forjado con el mineral sagrado de los dioses: el Oricalco. Y, si no me equivoco, Tales de Mileto busca replicar el mineral trabajando al servicio de una hermandad de tiranos que tienen en su poder el Trípode Sagrado, artefacto capaz de producirlo y sintetizarlo, hallado en las entrañas del Egeo no hace mucho tiempo atrás. Yo mismo, junto a mis colaboradores, logramos asestar el golpe a uno de los tiranos implicados, quien ya no respira entre los vivos. Pero, en ese valeroso agón, uno de mis hombres fue atormentado por visiones atroces y abominables que suponen una terrible amenaza para toda nuestra raza. ¡No sé, entonces, qué definición tienes tú por ‘loable’!…

—Solón de Atenas, mi discípulo busca replicar el mineral divino antes de que sea demasiado tarde. Pues, en tus tierras, muy pronto el disco solar será engullido por la sombra y se apagará durante un día; esto lo sabe Tales de Mileto, quien también estudió con los sabios caldeos de Oriente. Esos son los puntos álgidos de los ciclos celestes, que influyen buena o malamente en el corazón de los mortales. Quedará en manos de los dioses creadores, entonces, la decisión de abortar o reiniciar los ciclos, lo que supondría el fin de esta raza. Nos es inevitable, pues todos nosotros nos plegamos a los ciclos cósmicos.

—Existió un antiguo aedo en mi tierra, Hesíodo de Beocia, quien ya cantó a los mortales sobre las diversas Edades y razas de los hombres. ¿Acaso se rigen por los ciclos astrales?

—Cada Gran Ciclo, el Año Cósmico, consta de doce ciclos menores: Las Doce Casas Astrales que transita la bóveda del firmamento celeste. La balanza de Ma’at se encuentra en dos puntos equidistantes de cada Gran Ciclo, que dividen el Año Cósmico en seis ciclos menores de Luz y seis ciclos menores de Oscuridad, todos de progresiva gradación, que en total suman el aproximado de unos veintiséis mil años. Pero esa sabiduría sagrada se fue perdiendo a la par que acrecía la corrupción en el corazón de los hombres. Ya ha sucedido antes, nueve mil años atrás, en los tiempos de Alnaanehet, el continente habitado por una raza virtuosa; prodigiosa civilización amada por los dioses, quienes cohabitaban con ellos y a sus Doce Iniciados regalaron el secreto del Oricalco. Los atlantes los veneraron y erigieron muchos santuarios y templos y palacios de oro para su adoración en las nueve ciudades de la isla. Algunos con macizas columnas de Oricalco en su centro, el mineral que minaban de forma directa en los muchos cordones montañosos de la gran isla en la que vivían confinados, puesto que era el sitio más vasto, bello y armonioso en el que se podía vivir. Los Doce Iniciados entonces velaron por su creación y cultivaron los Tiempos de Oro aun con el pasar de los ciclos, hasta que uno de los Doce se corrompió; al que llamamos nosotros Seth y ustedes Prometeo. Reveló el secreto del fuego a los hombres, y éstos comenzaron a manipular el mineral divino que inundaba la sangre de los dioses, que no les pertenecía. La magia los desbordó y, entonces, criaturas monstruosas emergieron del poder creador de la sustancia, y fueron engendradas por el vientre de las hijas de los hombres, que eran hermosas. Fue entonces el tiempo de los Gigantes, los Titanes y Hecatónquiros y Quimeras y Centauros y todos los Divinos Menores; a quienes llamamos nosotros los Shemsu-Hor. Con ellos comenzó la confrontación divina. Cegados por el orgullo y la soberbia, ya bien entrados en los ciclos de Oscuridad, los atlantes se volvieron expertos navegantes y se fueron expandiendo por el orbe, alejándose de su hogar primigenio, y guerrearon contra muchos pueblos y fundaron colonias; la más prominente de ellas fue Khem, lo que hoy llamamos Egipto. Furibundos, los dioses entonces se congregaron en asamblea y decretaron la guerra contra los Divinos Menores. Para ello, debían sellarlos en el plano etéreo y destruir la fuente que les confería su poder, las minas brutas de Oricalco, por lo que se vieron obligados a alzar los mares hasta tragarse la isla entera en una sola noche tremenda, y los divinos atlantes vieron así su final. Pero antes, los Shemsu-Hor encontraron la forma de otorgar al mortal un artefacto capaz de producir el mineral sagrado. Ése fue el Zep-Tepi, el Tiempo Nuevo de nuestra raza. Comenzaron entonces los ciclos menores de Luz, el orden fue restaurado y sus sacerdotes se encargaron de custodiar los secretos antaños. Muchas guerras se suscitaron desde entonces por el elemento divino y la búsqueda de los Siete Cristales de Thoth, que amenazaron la pérdida del balance cósmico de Ma’at. Pero el Ciclo Mayor culminará cuando acabe la última dinastía helena en Egipto, cuando el firmamento ingrese en la Casa Cósmica de los Dos Peces. Todo ya está escrito. Y sabio es quien sabe mirar más allá de sí mismo y abogar por un todo. Ésto es entonces lo que te revelo a tí, Solón de Atenas. Y si deseas indagar más en estos mitos y conocerlos por tí mismo, entonces tú decretas tu propia suerte.

Muchas preguntas acosaban la mente de Solón, pero decidió marcharse del templo, pues su espíritu renacido le animaba a emprender nuevos derroteros.

VI

Cuando Pítaco volvió a verlo, mucho tardó en reconocer a su amigo. Además de llevar las barbas y cabellos recortados, un misterioso fulgor dominaba la mirada del ateniense. Ordenaron entonces a algunos de sus hombres retornar a Náucratis junto al bajel fenicio, y a otros, apenas una decena, armarse, avituallarse y emprender junto a ellos el camino hacia Gizah. Debían, en esta ocasión, transitar a pie las tupidas selvas del Delta, cruzar los canales y las ciénagas del Nilo evitando sus aterradoras bestias y el ojo de los bandidos, y dirigirse al Sur guiándose por las estrellas, hasta ver la selva morir a sus pies.

El viaje duró poco más de siete días, y en el trayecto los sabios griegos compartieron sus experiencias, tan terribles como intrigantes. Habían apostado guardias para dormir, habían sorteado los pantanos del Delta y respetaron a las bestias que en ellos moraban. Una sombra inquietó sus corazones ni bien se extendió ante sus ojos, al otro lado de un afluente del Nilo, el abrupto mar de dunas rojizas que anunciaba el comienzo del desierto. Con las últimas maderas del bosque improvisaron una recia balsa con la que surcaron el cauce, y vieron después a Solón correr hacia un farallón rocoso y comenzar a escalarlo.

Los hombres le siguieron por detrás y, pese a tener el sol por la espalda, un haz de luz les encandiló el rostro. Pero la sombra los devoró por completo en un resquemor que acongojó sus corazones ni bien asomó frente a ellos un gigantesco engendro piramidal con la cúspide toda revestida de oro: el que había irradiado su etérea luz. La pirámide tenía una base pulida de granito rojo y el resto de blanquecina caliza, cuyo resplandor vencía aún a los embates del tiempo. Las dunas ahogaban la mitad del ancho muro cuadrangular que la protegía y en su torno divisaron más ruinas: cámaras, recintos, pozos, parapetos, escombros y pasadizos que se hundían bajo el corazón de la pirámide, incluso otra más pequeña y maciza por detrás, y una escisión en la roca con los restos de una barca mortuoria. Sus miembros trepidaban y sus espíritus se sobrecogían en un antiguo pensamiento de temor y reverencia. «¡Esto supera por mucho las obras de los Cíclopes y los Héroes!»…

—La Pirámide Solitaria de Dyedefra —exclamó Solón—. Aquello que ven en la cima no es pan de oro, sino electro. Y lo que vemos aquí no es una acrópolis en ruinas, sino todo un complejo funerario ya de largo saqueado. ¡Pero reserven sus hálitos, hombres! ¡Porque lo que nos espera allí es aún más asombroso! —Extendía su brazo señalando abajo las dunas, hacia la meseta de Gizah, un punto distante en el horizonte humeante, donde se delineaban las siluetas de las tres proezas edilicias triangulares de inaudita pericia.

No fueron capaces de dimensionar sus atroces tamaños hasta que sus pasos tocaron la proyección de sus sombras, y sus rodillas cayeron rendidas ante el asombro y el desasosiego. La sola acción de posar una mano por sobre los bloques de granito, acariciar su lustre pulido, era traducida como una experiencia terrible que desafiaba la razón y la fuerza de todo mortal. No les permitía siquiera vislumbrar una vaga idea de la magnitud del esfuerzo; la mente no llegaba a concebir los insoportables márgenes de la perfección. No cesaban de recordarse a cada paso que nada de lo que contemplaban sus ojos parecía tener explicación, como si el único propósito de esas turbadoras moles titánicas radicara en apabullar el alma de los míseros mortales, condenados a recordar su infinita levedad ante la inconmensurable magnificencia de los dioses antaños.

—Unos dicen que siempre estuvieron aquí —reflexionaba Solón—. Otros, que son monumentos funerarios alzados por la soberbia de los antiguos. Las asignaron a tres reyes de las primeras dinastías. De ser así, sus riquezas y tesoros fueron expoliados hace tiempo. Nada más que desolación hallará quien se adentre en sus pasadizos internos, de los que ni siquiera se conoce su total extensión, y muchos de los cuales aún permanecen sellados por enormes piedras, custodiando el silencio de sus secretos.

—Por cada una de estas piezas ensambladas no alcanzarían los ríos de sangre de todos los mortales —opinaba Pítaco—. Quien sea capaz de erigir algo así, ¿por qué se detendría? ¿Qué clase de ciencia dejó atrás? Si estas proezas pertenecen en verdad a las primeras dinastías, entonces la propia razón me contradice, puesto que no creo que sean el principio de nada, sino el fin; la suma del todo convergiendo en el pináculo de su ciencia.

—Te lo dije una vez, Pítaco. Este misterio evade el eje de la razón; y si el hombre es la medida de todas las cosas, esto no se ajusta a la medida del hombre. Pero también es cierto que los egipcios tienen dos condiciones igualmente válidas: son tan iconoclastas como celosos de sus secretos. Hablé con ingenieros y arquitectos jonios al respecto; en concreto, los que han venido a verlas y estudiarlas. Se devanan los sesos sin lograr explicaciones audaces. Pero consideran que un proyecto aún más titánico, necesariamente, debió ser el anteproyecto: la perfecta nivelación de toda la calzada y el ingente refuerzo material para que el peso tremendo de las pirámides no ceda al manto freático, evitando que algún día sean tragadas por el desierto. El márgen de error entre las aristas opuestas de la base es nulo. No existe el instrumento ni la herramienta perfecta capaz de lograr tal portento; apenas un ápice de error en los cálculos y todo hubiese fracasado.

No lo decían, pero a los dos sabios los dominaba una inquietud semejante a aquella que experimentaron en el gran salón concéntrico donde moró Epiménides en sacro letargo.

Un día completo les llevó rodear las tres pirámides y también la Gran Esfinge, encumbrada frente a unos restos megalíticos, con su semblante eternamente fausto saludando a cada amanecer. Con todo, el complejo funerario de Gizah era mucho más extenso, y parecía que las tres pirámides eran sólo su corazón. Numerosos túmulos, mastabas, monumentos aledaños y pirámides más bajas se dispersaban por doquier el árido paisaje. Caminaban sobre un manto de arena que asfixiaba más vestigios antiguos, grandes extensiones de muros ciclópeos, pórticos y recintos de inconcebible ensamblaje, algunos visiblemente derruidos, y otros bloques solitarios de caliza, quebrados y con algún lado pulido yacían inertes bajo el sol fulgurante. Toda la meseta de Gizah estaba cubierta a partes desiguales por el capricho menguante de las dunas, cuyas crestas serpenteaban incansables hasta el horizonte, mientras que otras se erguían altísimas, como auténticas colinas de oro, y por sus faldas apenas salían a respirar las copas de las palmeras.

Vieron también la actividad de más hombres hollando esos perímetros; la necrópolis, hacía tiempo, ya había sido profanada. Solían ser caravanas de mercaderes bien avituallados, amarrados a sus dos o tres parejas de camélidos, las monturas del desierto. Se cobijaban bajo los dinteles de las ruinas o grupos circulares de palmeras datileras desplegando coloridos telares sobre sus cabezas para guarecerse del inclemente sol del estío. Buscaron entonces los hombres su propio recoveco de dunas frescas para montar campamento, encender la hoguera y celebrar sacrificio bajo las constelaciones.

La actividad de los mercaderes se ejercía en mayor medida dunas abajo, donde los vientos polvorosos hallaban la ribera del Nilo. En el punto opuesto, ya entrado el valle abrupto y frondoso, dos enormes obeliscos delimitaban la calzada del puerto, que contenía un gran dique de lozas pulidas delimitando su extensión, donde fondeaban grandes navíos desplegando polícromas oriflamas y donde las autoridades saítas habían emplazado un puesto de aduanas. Más allá se adosaban muelles a ambas orillas como una doble serpiente de maderos repletas de bazares de innúmeras telas, que se perdían de vista a contracorriente del Nilo. Era donde solía acumularse el gran gentío y el menudeo comercial, cual moscas a la carroña, gritando en lenguas diversas.

Derrocharon tres días en vanos esfuerzos internándose entre los bazares y preguntando a los mercaderes por rastros de Tales de Mileto y sus hombres. Consultaban a los vendedores de piedras preciosas y de alhajas refinadas, a los orfebres y a los herreros, y también hechiceros y practicantes de magia antigua. Solían ser fenicios, libios, sirios, babilonios, incluso etíopes que se atravesaban la nariz con una aguja de marfil. Pero siempre retornaban a la sombra de las pirámides sin mayores certezas, por lo que decidieron ofrecer sacrificio en algún templo río arriba. El primero que hallaron estaba emplazado en un sitio apartado, tanto que desde allí la gran pirámide no alcanzaba el grueso de un dedo. Era una antigua estructura granítica de enormes dinteles, cuyas anchas columnas tenían las basas sumergidas en la orilla de aquél recodo del Nilo. Solón y sus hombres subieron a auditar con los sacerdotes y Pítaco le recordó exponer razones mendaces puesto que ya no confiaba en los sacerdotes, mientras él y los suyos quedaron abajo, refrescándose en la ribera y puliendo a la vez sus hojas de hierro con las aristas de las piedras.

—¡Cuídense de sus miembros, forasteros! —advirtió un muchacho acercándose a ellos—. Pues éstos remansos están infestados por las criaturas de Sobek, el que encarna la fuerza creadora y la fecundidad del Nilo. ¡Crían a sus hijos en este templo, a él consagrado! Tienen aspecto grotesco, pero son criaturas ávidas de carne y muy inteligentes. Comprenden que son amenazados allí donde se juntan las barcas y los mercaderes, pues venden su piel, y que aquí prohíben su caza y se les dispensa la carne resultante de los sacrificios.

—Descuida, muchacho. Somos guerreros experimentados —le respondía Tersites—. Ni bien vea a uno de esos saurios acercarse, tendrá este xifós clavado entre los ojos.

—Dudo que nuestro xifós sirva de algo, buen Tersites, ante la fuerza de un dios —dijo Pítaco acercándose al muchacho que se había pronunciado en un ostensible dialecto jónico. Observó sus cabellos blondos y su blanca faz atacada por los pozos cutáneos de la juventud, lo que revelaba que su voz recién quebraba al tono adulto.

Y el muchacho volvió a hablarles:

—Y otra cosa también les advierto: fueron insensatos al traer armas de hierro a este país. ¡Que no se las vean los egipcios! Pues lo consideran un metal impuro. El óxido que lo corroe es asociado a la sangre de Osiris, la deidad del Inframundo que más reverencian, puesto que es quien riega todo el Valle de fertilidad haciendo renacer las cosechas con cada crecida. Ah, ¡qué bueno es encontrar otros griegos con quienes platicar!…

—Y tú, joven jonio, ¿cuánto sabes de metales? —inquirió Pítaco con intrigante mirada.

—Yo sé mucho, pero mi tío es un experto en la materia.

—¿Y cómo te llamas, ilustre muchacho?

—Anaximandro de Mileto, hijo de Praxíades —respondió el joven.

La respuesta tronó en las mientes de Pítaco, quien acalló las mofas de los hombres y se acercó más a él y, extremando los cuidados de su labia, le dijo:

—Me urge entonces, joven Anaximandro, auditar con tu tío. Deseo… verificar su expertiz.

El rostro del joven se ruborizó y comenzó a vacilar su respuesta, como si su boca hubiese dicho más de lo que debía y se hallara ahora metido en un incordio.

—Ah… Es que… ¡Mi tío es un hombre en extremo ocupado! Y mucho le disgusta que interrumpan su arduo trabajo. Si quieres… ¡pregúntame a mí, que sé lo suficiente!… O déjame tu consulta y yo mismo se la llevaré. Y quizás… si vuelvo a verte, te responderé.

—¿Y si mejor respondes a mi hoja? —le dijo Pítaco blandiéndole el hierro por su gaznate.

—¡Oh, eres un hombre avieso!… —se escandalizó el muchacho.

—Lo soy —aseveró el mitilenio con voz perentoria.

—¡Mátame aquí, entonces, eolio! ¡Porque nunca te acercarás a mi tío! Pues siempre está escoltado por treinta Quirómacas, ¡los hoplitas más mortíferos de Mileto y toda la Jonia! ¡Quienes además trabajan por turnos como mercenarios para el Gran Faraón!… ¡Las dos naciones te condenan, hombre avieso, por lo que te conviene dejarme ir!

—¿Acaso los Quirómacas no se enteraron de la muerte de Poliméstor allá en Sais, quien fuera hermano de sangre de Trasíbulo, el soberano de Mileto?

—¡Eh, sí, por supuesto!… La mitad de la escolta ha ido a llorarlo a Sais… ¡Pero ni eso te salvará, puesto que han quedado una quincena de ellos y tienen la bendición de Horus!

—Te doy tres opciones, joven Anaximandro. La primera estimo que no te gustará, pues es tu muerte: aquí, a espaldas del templo de Sobek; tu joven cadáver alimentará a los cocodrilos, que les parecerá un estupendo festín. La otra es que vayas de regreso a tus Quirómacas y les digas que los dioses te pusieron frente al asesino de Poliméstor, y, si se jactan de ser tan valerosos e invencibles, se enfrentarán a mí y a mis hombres, que somos sólo diez. La tercera, la que considero más sensata e incruenta, será que regreses adonde tu tío Tales y le digas que aquí lo espero esta misma noche, con ansias de platicar cordialmente con él acerca de los… “secretos de los metales”.

—¡La tercera! ¡La tercera!… ¡Juro ante todos los dioses!… —respondía el aterrado joven.

Y Pítaco abrió la boca y añadió con ojos severos:

—Escucha lo que te digo, muchacho, y grábalo bien en tus mientes: también el hombre avieso puede ser hombre de palabra. Y como soy hombre de palabra, te aseguro que si a tí o a tu tío o tus Quirómacas se les ocurre huir no se los permitiré, puesto que a partir de hoy, aunque no los veas, serás vigilado y perseguido por mis hombres, por lo que no tendrás guarida en todo el desierto para esconderte, y yo me encargaré de propagar a los cuatro vientos la indigna cobardía de los Quirómacas de Mileto.

Tal dijo y Anaximandro huyó de allí como si huyera de las dentadas fauces de un cocodrilo. Pítaco coligió que Tales de Mileto no debía andar muy lejos, y cuando bajó Solón del templo le reveló todo lo acontecido. El ateniense se escandalizó, pues detestaba la idea de tener que volver a defender sus intereses por la espada y la sangre.

—No sé qué has hecho allí, pero los dioses nos escucharon al fin —le dijo Pítaco—. Los Quirómacas son guerreros formidables, pero ahora están acéfalos, sin órdenes a seguir, aparte de custodiar a Tales. Se dividieron en dos grupos para ir por turnos a Sais a llorar a Poliméstor. No se arriesgarán a huir y ser emboscados en el desierto, por lo que vendrán a atacarnos de frente, ávidos de eliminar directamente la amenaza del camino.

—¿Acaso perdiste el juicio, Pítaco? ¡Cada uno de ellos valdrá lo que tres o cuatro de éstos hombres, que son apenas remeros y aventureros carios y fenicios!

—No los subestimes: saben blandir el remo y la espada, sólo necesitan un incentivo. Y tenemos al buen Tersites. Pondremos a prueba la fuerza del Nilo; veremos si está de nuestro lado. Ahora, todo está en manos del muchacho —dijo con transida voz y después comenzó a dar precisas instrucciones a sus hombres acerca de la redada. Al cabo, así los arengó—: ¡Sírvannos con coraje esta noche, muchachos, y Solón duplicará el pago por sus servicios! ¡Coman ligero! ¡Y guarden sobras a los hijos de Sobek, guardián del Nilo!

Las estrellas se encendieron una tras otra como candiles celestes, cayó la noche inmensa sobre ellos y los abrumó con sus colores insospechados. Los halló al costado del antiguo templo, bajo un sicomoro disecado en la ribera y aprontados al calor del fuego. A la hora propicia, los turnos de guardia dieron la señal y el diáfano manto estrellado se oscureció con la silueta de un hombre surcando la cresta de una duna tras ellos. Y así se anunció:

—Soy Tales de Mileto. Acudo al llamado de aquél que me convoca.

No alcanzaban a ver su rostro, pero su garganta delataba un velado temor. Solón habló:

—Acércate al fuego, Tales de Mileto. Yo, Solón de Atenas, deseo platicar contigo.

El hombre bajó la duna y reveló un rostro joven y barbado.

—¿Por qué motivo me convoca aquí un ateniense, tan lejos de su patria?

—¿Vienes en soledad, Tales de Mileto? —le preguntó Solón.

—Eh… Por supuesto —vaciló el hombre.

Pítaco miraba en todo momento a los hombres de guardia, unos cinco de ellos que vigilaban el flanco izquierdo, el único por donde podía incursionar el enemigo, puesto que por la derecha tenían los muros del templo y las aguas hartas de cocodrilos. Tersites y un cario robusto hacían de escolta a Solón en el frente, mientras Pítaco y otros tres hombres, bajo las raíces del sicomoro disecado, tenían el ardid preparado entre manos.

Solón habíase acercado a Tales, pero ni bien quiso comenzar la audiencia, un grito de guerra quebró la quietud nocturna. Los Quirómacas surgieron en carrera en dos grupos, unos desde el negro desierto y otros por el flanco izquierdo, tal lo esperado. Tras la señal, Pítaco y sus comandados tumbaron ánforas de aceite contra el fuego, lo que les permitió iluminar la nítida noche; sembraron el Nilo de sangre y restos de carne, habiéndolos arrojado de la red que sostenían, y fueron de prisa a reforzar el frente de la riña.

La táctica no era el choque directo, sino la provocación, buscar la lesión o arrojarles arena a los ojos con la pala de un remo —pues tratábase de una gresca y no una guerra— y así retroceder hasta la ribera, donde los hijos de Sobek harían el resto del trabajo. Previamente habían dejado un tendal de vísceras y carne cruda desde los piletones del templo hasta el campamento y con la paciencia y el nervio de un dios fueron poco a poco atrayendo a los voraces saurios a las costas. No contaban con aquél ingenio los Quirómacas, que atacaban con la ferocidad de las bestias y con armas bien equilibradas, pero se vieron de pronto empantanados entre esas horripilantes criaturas.

Pítaco y Tersites salieron a proteger a Solón, que había capturado a Tales, y arrastrándolo se cobijaron bajo el sicomoro disecado. Todos los hombres gritaban en medio del caos, y la sangre atraía a más y más cocodrilos y las orillas se infestaron: bullían y rebullían en un encarnizado festín. Bastó con que uno o dos hombres sumerjan sus rodillas sangrantes para que las bestias se llamen unas a otras a la cacería. Si algún milesio quería huir de la trampa era acorralado por los valientes carios que se apostaban frente a ellos obligándoles a retroceder y a perecer, puesto que les era muy trabajoso lidiar contra frente y retaguardia al mismo tiempo. Observaron con espanto la infalible táctica de caza de los saurios: aturdían a los hombres con un veloz y potente coletazo, atrapaban algún miembro con sus fauces, como una prensa horrenda y dentada, y torsionaban sus cuerpos escamados en uno o dos giros mortíferos hasta arrancárselos de raíz, y regresaban con el botín ágilmente a las aguas turbias; en el camino podían chocar entre los de su especie, lo que azuzaba aún más su caótica sed de sangre.

Cuando toda la rápida matanza hubo cesado y el poder del Nilo socorrió a los hombres, Pítaco ordenó a los suyos ascender el barranco por las raíces del sicomoro reseco a protegerse de las bestias arrogantes e insaciables. Contó que había perdido dos de sus fenicios, mientras que los Quirómacas habían sido diez en total; perecieron sorprendidos y en amarga impotencia, sin poder vengar la muerte de su jefe Poliméstor.

—¡Piedad, hombres! —clamaba horrorizado el prisionero—. ¡No soy Tales de Mileto!

Tal lo esperado, los milesios habían tomado ciertos recaudos. Subestimando la situación, pretendían eliminar la amenaza mandando apenas diez de sus hombres a la riña, mientras otros cinco custodiaban el verdadero botín, la vida de Tales de Mileto. En su lugar, habían enviado como cebo a un jonio que se dijo discípulo suyo, por nombre Ferécides de Siros, tan joven como Anaximandro, y que a su vez conocía la lengua egipcia. Solón comprendió que éste no era hombre de guerra, sino un erudito indefenso y atemorizado de su destino, y que lo mejor sería confesarle al detalle el propósito de sus viajes. Pítaco estuvo de acuerdo y se encargó de animar a los hombres y de velar a los caídos.

Cuando Solón hubo terminado de auditar con Ferécides, exibiéndole buena disposición y cortesías, el de Siros aceptó buenamente conducirlos hacia el campamento milesio, pues le reveló que tanto él como Tales y Anaximandro deploraban el hecho de estar constantemente vigilados y rindiendo cuentas a los Quirómacas de Trasíbulo.

—Eres hombre sabio y valiente, Solón de Atenas —habló Ferécides—, y ahora comprendo los dolores que padeciste con el solo propósito de llegar hasta aquí; y no estás retrasado. Por eso prefiero confiar más en tu palabra que en la de los Quirómacas, porque quizás los dioses están rompiendo una lanza a tu favor y al de tus hombres. Tanto yo como mi maestro, a quien conocí durante el magisterio de Sonquis de Sais, somos estudiosos de los astros; y también, en parte, de los mitos de las progenies de los dioses y sus pueblos, y en ambos objetos de estudio mora una íntima simbiosis. Por esta razón Egipto nos fascina sin medida. Pues sus sacerdotes enseñan que la creación del mundo emergió del caos de las aguas, el caldo primordial al que llamaron Nun, y es una hipótesis con la que comulgamos tanto mi maestro como yo. El mito de un Diluvio Universal pregna a todos los pueblos del orbe, y es por esto que también nos intriga el mito de la Atlántida y el Zep Tepi, una leyenda que sólo conocen los altos iniciados en las tradiciones antañas. Pero te advierto que ni yo ni mi maestro tenemos todas las respuestas, y todo aquello que quieras consultar con él lo hagas en su debido momento, una vez tú y tus hombres nos libren del yugo de los Quirómacas, pues ellos entorpecen el avance de nuestros estudios y someten a mi maestro a la consecusión de un secreto que hasta ahora él se resiste a revelármelo.

Tal dijo y ya las estrellas habíanse movido lentamente, por lo que Pítaco les propuso:

—Ya sangramos Mégara una vez, que ahora sangre Mileto. ¡En marcha!

Una vez con Ferécides de su lado no fue difícil dar con el escondrijo de los milesios. Se trataba de una hendidura en un farallón rocoso no muy lejos del templo de Sobek, un vivac con suficientes vituallas para pasar algunas semanas en el desierto, pero allí sólo hallaron ánforas colmadas de vino, agua y aceite, restos de comida y alfombras vacías.

—¡Por el morro de Seth! —Maldijo Ferécides—. ¡Se han marchado!…

—No deberían estar muy lejos —murmuró Pítaco rechinando las muelas.

—Los peligros se multiplican bajo la noche del desierto —replicó el de Siros.

—Tanto para nosotros como para ellos. ¿Tienes idea hacia adónde partieron?

—Con probabilidad hacia la base principal, al noroeste de Menkaura. Aquí nos congregábamos sólo a esperar a ciertos comerciantes del mercado negro de especias; que además suelen ofrecer silfio, láudano y otros fármacos y pociones mágicas resistidas por las autoridades. —Ferécides se encorvó bajo el rocoso umbral de entrada y, observando las dunas, aderezó—: Las huellas de los camellos confirman la ruta.

Tal dijo y todos se pusieron en marcha bajo la bóveda estrellada, bregando porque los panes nebulosos que velaban la luna roja se abran para alumbrar los rastros con mayor nitidez. Los vientos áridos soplaban veloces sobre las dunas preñadas de polvo y el velo de la noche permitía una visibilidad discreta. En cierto punto las huellas parecieron virar y extraviar el camino; se tornaron revueltas, caóticas, y también advirtieron rastros de sangre fresca. Pero las dunas también revelaron a los ojos de Solón una miríada de destellos plateados sobre la arena. Eran, en efecto, pepitas de plata demarcando un rumbo cierto hacia unos riscos dentados. Atisbaron de repente la silueta de un camello solitario surcando una cresta en el horizonte y parecía llevar un andar vacilante y despavorido, mientras lo que pareció una aguda carcajada repicó en ecos por la altísima noche.

—¡Perros del desierto! ¡Nos rodean! —Exclamó Ferécides, estremecido del susto.

Precavidos, los hombres se abroquelaron en una sólida unidad dispuestos a desandar los rastros de plata hacia los riscos en pos de hallar resguardo ante la manada de hienas que se apareció tras las dunas, acercándose a ellos con mortal sigilo.

«¡El fuego! ¡El fuego los espanta!», gritó Ferécides, y los hombres, ya dados al retroceso, mojaban en negro aceite una estaca y chasqueaban las piedras; pero era un esfuerzo fútil, el tiempo los devoraba y se obligaron a emprender la huida. El sagaz mitilenio entonces arrojó los zurrones de carne cruda en conserva de salazón para demorar a las fieras salvajes y sólo así se permitieron ensanchar distancias ganando terreno al desierto. Alcanzaron las peñas rocosas con el saldo de uno de los carios que había sufrido durante la gresca una herida en su muslo. Aquél no pudo correr a la par de sus compañeros, por lo que halló la oscuridad con los oídos aplastados entre las fauces voraces de una hiena.

El resto de afortunados se esforzaron en escalar hasta un risco elevado y tendieron abajo un cerco de fuego para disuadir a las bestias de reemprender la persecución. Los carios y los fenicios maldecían su suerte y un gran malestar se cernió sobre el grupo, pero Pítaco los reprendió con dureza: los incitó a blandir coraje y les declaró que sus ganancias se verían triplicadas, prometiendo librarlos de sus servicios al aclarar el día. A pesar de los chillidos enloquecedores y ascendentes de las hienas, creíanse a salvo de todo peligro. Pero ni bien Pítaco volteó a deliberar con Solón, lo vio con sus miembros tiesos y sus ojos perplejos: un hombre robusto de capa y turbante en la cabeza lo inmovilizaba por detrás, apuntando su hoja de acero directo al gaznate del ateniense. El valiente mitilenio quebró entonces el amenazante manto de silencio.

—No es ése al hombre que buscas, quirómaca. Yo mismo vi a Poliméstor expirar su último hálito de vida en el palacio de Sais, en la cruenta palestra del faraón.

—¿Qué fue de mis hombres, eolio insolente?

—Reposan en la ribera junto a los hijos de Sobek; al menos, lo que queda de ellos.

—¿Cómo un viejo perro eolio, miserable y remendado, burló el hado de mis hombres?

El hombre hablaba con prepotencia pero estaba malherido, si bien conservaba sus fuerzas, y no parecía ser un varón instruido para el comando y la hábil negociación.

—Tienes razón —le dijo Pítaco—. Soy un perro viejo y remendado, y, como tal, soy perro de mil batallas, de honor y experiencia. Que no corra la sangre de corderos inocentes, milesio. Trabaremos duelo justo en un terreno que nos favorezca a ambos, no aquí. Tú, yo y el desierto de Egipto; y dejemos a los dioses poner en la balanza sus favores. Pues, en esas mismas condiciones me enfrenté a Poliméstor, tu comandante en jefe.

Solón quiso objetar, pero el milesio lo acalló golpeándole con el mango de marfil de su daga directo a la sien, dejándole la zona tumefacta y botando una negra hemorragia.

—Te veo, eolio… Y te huelo. Y huelo un perro artero y avieso. Si no quieres ver sangrar a este hombre, llama a tus demás pulgosos y márchate de aquí.

—Tienes ahora mismo a uno de mis pulgosos a punto de ganarte la espalda, ávido por destriparte a mi señal —dijo Pítaco señalando a Tersites en la penumbra más arriba, bien presto a obedecer su orden. El milesio volteó y vaciló por un instante, y Pítaco añadió—: Pero te otorgaré la oportunidad de morir con honor si liberas al hombre que retienes y si esperas pacientemente a que la rosácea Aurora nos halle en combate justo y equilibrado. ¿No es acaso de lo que se ufanan ustedes los quirómacas?

Pero el valiente mitilenio vio que la furia consumía los ojos de aquel hombre que no cedía a sus palabras y parecía decidido a lastimar a Solón. Entonces señalizó en secreto a Tersites y se acercó al milesio en un último intento de hacerlo entrar en razón, diciendo:

—También yo fui servidor de órdenes, milesio. Tu eres un hermano de armas para mí, y te aseguro que fue el propio príncipe Apries quien remató vilmente a tu jefe.

Pero aquel no era hombre razonable, sino un mero cumplidor de órdenes, y al grito de «¡Perro embustero!» decidió escupir sobre su oferta y batirse sólo contra el puñado de hombres en ese tortuoso pedregal. Tersites cayó a su lado y lo desestabilizó, y el milesio yerró su puñal contra Solón, aunque llegó a lacerarle el hombro gravemente. Rechazó el ataque de Tersites con fiereza poseído por el ímpetu de la guerra, y apenas Pítaco desenvainó su xifós ya lo tenía encima suyo. Se defendió de la ofensiva permaneciendo apostado en su sitio, pues cualquier paso en falso podía ser mortal y empuñaba el xifós con ambas manos, por mango y filo, sangrando sus propios dedos contra el duro embate enemigo. Los carios y milesios no tenían posibilidad de interceder debido a la rispidez del terreno, pero Solón, herido como estaba, hizo su parte tratando de barrer los talones del quirómaca. Aquél intentaba herirlo pero el ateniense fue bien protegido por Tersites. Pítaco entonces empleó el vigor de ambos brazos para repeler los ataques y el hombre se desbalanceó por completo derrapando después por las peñas, dándose unos trastazos y cayendo a un punto al alcance de los voraces perros del desierto.

Indefenso ante las bestias, el milesio opuso gritos y vanos esfuerzos, pues las hienas tironeaban de su linotórax haciéndolo jirones. Pítaco contemplaba el escarnio y cumpliendo su palabra se apiadó del mercenario: le arrojó su xifós y le exhortó a morir con honor. Viendo ennegrecerse su hado, el hombre tomó el arma de Pítaco y se arrojó a sí mismo, como Áyax, sobre el filo a la altura del ombligo, y la oscuridad le cubrió los ojos.

Cesaron así los estertores de muerte y las satíricas carcajadas de las hienas se degradaron en ecos volátiles. Los hombres apenas podían oír el palpitar de sus pechos en medio de la estruendosa serenidad del desierto. Al cabo de un tiempo, uno de los fenicios informó a Pítaco y a Solón el paradero del resto de los milesios. Estaban refugiados distando unas rocas más arriba. Tres de los quirómacas yacían tendidos y malheridos, mordidos por las hienas. A un lado, Tales abrazaba a su sobrino con gran pavor en su mirada, pero su desconcierto amainó ni bien su discípulo Ferécides compareció sano y salvo a su lado.

—Son hombres justos y valientes —musitó a su oído.

—Tú debes ser Tales de Mileto entonces —dijo Solón cubriéndose el hombro sangrante.

—Faltaste a tu juramento, muchacho —habló Pítaco a Anaximandro—. Y tu insolencia costó nuestra sangre y la vida de tres de mis hombres.

—¡Oh, bravísimo eolio —replicó el joven jonio—, cierto es que yo no deseaba que se vierta más sangre y exhorté a mi tío a que acuda en soledad a tu encuentro, pero los quirómacas me sonsacaron todo a la fuerza y tramaron su pérfido ardid! Pero también existía la posibilidad de que sean abatidos por tus fieros guerreros. Por eso, cuando estos hombres resolvieron retornar a Gizah, en el camino fuimos emboscados por esos rabiosos perros del desierto y yo mismo fui dejando esos rastros de plata sobre la arena.

—¡Malnacida seas, rata del estiércol! ¡Tú los trajiste hasta aquí! ¡Debí arrancarte la lengua hace mucho tiempo! —gruñó uno de los mercenarios malheridos y se abalanzó para aprehender al muchacho, pero Pítaco tomó el xifós de Tersites y le contuvo el ímpetu blandiéndole la hoja en su rostro, protegiendo así a Anaximandro.

—He aquí los bravísimos Quirómacas —dijo el mitilenio—. Me compadezco de ustedes, hermanos de armas, que ofrecen servicios al mismo rey que consintió que su heredero les corte la cabeza. Porque no fueron mis manos las asesinas de su mentor Poliméstor, sino que fue cobardemente ejecutado ante mis ojos por el poder al que ustedes sirven. ¡Porque así se les paga!… Han jugado con un fuego que desconocen, y el fuego es el mejor discípulo y aliado del hombre, pero de los maestros es el más severo e indescifrable. Con mis hombres nos llevaremos a Tales, pues su vida nos resulta valiosa. Pero a ustedes los dejaré aquí, merced a los dioses del Egipto, porque a mi no me corresponde decretarles su hado. Tengo canas en la barba, muchos huesos rotos, y los tiempos de guerra murieron para mí, pero los dioses ya me auguraron que aún tengo una última batalla que librar. Si todavía les queda traza de honor en la sangre, sabrán donde encontrarme. ¡Soy Pítaco de Mitilene, hijo de Hyrras, también llamado “el perro” y “el domador de tiranos”!

VII

—¿Soy entonces ahora su cautivo? —había preguntado Tales.

—Por ahora —aseveró el recio mitilenio.

La última estrella se demoraba en el firmamento, la que los egipcios referían como Sotis y los griegos el can Sirio, cuando la rosácea luz venció a la oscuridad y extendió las sombras sobre el valle y el desierto. De camino a Gizah, los hombres veían agrandarse las tres lisas siluetas piramidales del horizonte; tan sublimes eran sus aristas que las caras que saludaban al amanecer relumbraban con el esplendor del oro. Solón ponía vetustas compresas de vino sobre su herida y se ataviaba todo el tórax y cuello con telas harapientas.

—Descuida —dijo Tales—. Conozco en Gizah a buenos médicos egipcios que te prescribirán apósitos herbales dolorosos pero eficaces; triplican el tiempo de cicatrización.

El campamento milesio estaba custodiado por esclavos locales, a los que Tales dispensó de inmediato de sus labores. De igual suerte obró Pítaco con los remeros carios y fenicios, según les había prometido, y aquellos recibieron la última orden de retornar a custodiar el bajel en Náucratis. Ahora Pítaco, Solón y Tersites estaban frente al hombre cuya persecución les costó tantas aventuras y fatigas, acompañado por sus dos leales aprendices.

El sitio era una estructura en ruinas bajando una breve calzada donde las piedras trabajadas se encontraban con la roca natural. Repleto de ánforas, literas y papiros muy preciados a Tales, el campamento era ocupado durante todo el año por los Quirómacas. Tenían a su disposición, además, tres camellos y suficientes vituallas. Había llegado el tiempo de deliberar sobre los espinosos asuntos, por lo que Pítaco tomó abrupto por las túnicas al sabio de Mileto y lo arrumó con rudeza contra las rocas para interpelarle:

—Es tu momento de confesar, milesio. Has trabajado junto a esos tiranos en una pérfida empresa, y deberás rendir tus crímenes ante los dioses.

Ferécides y Anaximandro atinaron a intervenir en el interrogatorio, pero Solón y Tersites los mantuvieron a raya, expresándoles con la mirada que la vida de su maestro no corría peligro en la disputa y que sólo era el ardor propio de Pítaco emergiendo de sus mientes.

—Pítaco de Mitilene, eres hombre prudente —dijo Tales, presa del temor—. Cierto es que me he visto muy beneficiado en mis estudios a raíz de esta oscura empresa, que oculta secretos que no deben ser revelados a los comunes mortales. Cierto es que Trasíbulo no me dejó otra opción, pues, si le cumples tu palabra, es el hombre más dulce y justo; pero si le fallas, terminarás empalado en una pica. Pero también es cierto que yo mismo fui tramando mis ingenios y eso me permitió demorar los resultados de esta ominosa empresa, y eso casi nos cuesta la vida a mí y a mi sobrino. ¡Y creo que ahora los dioses oyeron mis súplicas! Porque ustedes lograron desembarazarme del yugo de los Quirómacas y serán mis nuevos aliados, que me parecen más sabios y pacientes que ellos…

—Escupe todo lo que sabes acerca del Trípode Sagrado —inquirió el mitilenio.

—En estos instantes continúa operando, oculto bajo un islote rocoso inaccesible camino de Mileto a Leros, al que los marinos más experimentados denominan por su peculiar forma la Luna Creciente, y está imbuido de odiosas leyendas. El Trípode es un artefacto prodigioso confeccionado por quién sabe qué raza divina, capaz de sintetizar el mineral sagrado de los dioses: el Oricalco. El Trípode es, en verdad, un atanor sagrado. Y la producción de la sustancia involucra muchas fases y procesos complejos que se ciñen al paso de los años, a los ciclos astrales menores y a los fenómenos del cielo.

—¿Qué origen tienen esas leyendas y cuánto has podido verificar?

—Yo la obtuve a través del Apolo Lidio de Troya. A mis manos llegaron los papiros de Aristeas de Proconeso, un viejo poeta y viajero que aseguró haber alcanzado la tierra de Hiperbórea después de atravesar los países míticos de los isedones y los arimaspos, y que, mientras estuvo cautivo en Lidia, tradujo de una estela de granito las instrucciones para hacer funcionar el Trípode Sagrado, que en algún tiempo remoto formó parte del legendario tesoro de Príamo. Pero estimo que esta leyenda es, a la vez, la más universal y la más secreta de todas, puesto que aquí, en Egipto, sus iniciados cuentan que el oricalco, al que refieren como ‘polvo de Khem’, fue un metal que abundó en la tierra de Alnaanehet, la que los griegos llamamos Atlántida, la isla de Atlas, ya desaparecida. Un archipiélago fecundo y esplendente habitado en su tiempo por una civilización dorada que nos precedió a los Hombres de Hierro, la más precaria de las razas. Allí, solo tenían permitido manipularlo los atlantes más prudentes, los llamados los Doce Iniciados, uno por cada una de las casas astrales. A su vez, aquellos respondían a las resoluciones del Consejo de los Nueve, los sabios designados por cada uno de los nueve reinos, pues así de vasto era el continente de Atlas. Pero, en cierto punto, el orden divino se desmoronó y, junto a ello, los dioses resolvieron precipitar su civilización a la mar; tengo motivos para creer que por ésto los egipcios de antaño temían hacerse a la mar. Lo cierto es que los papiros de Aristeas están incompletos adrede, y tengo la ingente certeza para creer que el bálsamo del silfio es la última de las sustancias que debo reunir para lograr la síntesis perfecta de Oricalco.

—¿Lo ha conseguido alguien más en el pasado? Me refiero a la raza de hierro.

—¡Oh, sí! Aristeas de Proconeso, por supuesto. Ni bien logró sintetizar el mineral, lo llevó hacia el murado palacio de Sición, donde reinaba el tirano Ortágoras, quien yacía moribundo. Allí se congregaron también sus aliados Cípselo de Corinto, Teágenes de Mégara, el propio Trasíbulo de Mileto y su colaborador, el bránquida Calcofonte, y también Deifontes, hijo y sucesor de Ortágoras. Todos ellos, junto a un tal Cilón de Atenas, habían forjado la alianza de la Hermandad del Trípode años atrás; la cual, según los papiros, es la tercera. Lo que acaeció en el palacio de Sición con certeza lo juzgarán inverosímil. Fue un episodio oscuro y confuso, pero así me fue referido:

«Cuando el viejo Aristeas compareció en la habitación, tenía el rostro iluminado: había rejuvenecido estupendamente y sostenía con sus manos un filón del cristal sagrado. Se acercó entonces al lecho postrero del viejo Ortágoras, consumido por una enfermedad degenerativa a lo largo de un año, y le suministró una buena ración de limadura de oricalco. Los ojos del tirano se encendieron y recobró todo su vigor de modo abrupto. Todo el palacio comenzó a temblar y por las ocho esquinas del habitáculo comenzaron a materializarse presencias divinas, y otras monstruosas: hombres con miembros de escorpiones y otros semejantes a serpientes. Un hedor fétido nos hostigaba y mil gritos nos aturdían; y Ortágoras, pese a que estaba allí en nuestra presencia, compareció en otros puntos del palacio y asesinó con aplastante fuerza a su esposa y a los sirvientes que habían estado envenenándolo en secreto. El asunto se tornó más espeluznante cuando el viejo tirano de Sición comenzó a elevarse por los aires, y en el culmen de su furia una flecha dorada le laceró el corazón. Su cadáver cayó con el peso de una columna, y el de Proconeso, con el rostro en llamas, nos maldijo a todos. Nadie volvió a verlo, y algunos de los presentes aseveraron que su cuerpo se desvaneció en el éter; así desertó Aristeas de la Hermandad del Trípode, y con él cesaron las apariciones».

»Después de todo, Aristeas fue, tal como yo, un mero peón a ojos de los tiranos —retomó Tales—. Años más tarde, unos compatriotas suyos alegaron verlo morir en un batán, pero al ir a recoger el cuerpo, ya no estaba allí. Yo no creo que esté muerto, aunque tampoco vivo; sino en una esfera liminar. Un reino más allá de lo físico y la materia, un umbral compuesto por éter, plasma, energía y vibración; pues lo he visto y oído en mis sueños, aunque ni siquiera lo he conocido. Todo el relato anterior es cuanto pude sonsacar de los labios de Trasíbulo, quien, a mi entender, inició a Periandro Cipsélida en la Hermandad del Trípode; por eso llevan la marca: una oreja segada y sellada a la piel de su cabeza.

—Es momento de detener esta sagrada locura —propuso Solón—, que nos excede a todos nosotros como mortales y pronto extinguirá al mundo o lo sumirá en las sombras. ¡Deberíamos raptarlo y botarlo en algún mar inhóspito para que ningún mortal vuelva a encontrarlo! ¡O regresarlo al inaccesible salón circular de las doce puertas en Creta, donde moraba dormido el vate Epiménides, pues allí creo que pertenece!…

—¡Oh, no! —se exaltó Tales—. Es muy tarde para detenerse, Solón de Atenas. De hecho, sería muy imprudente y todos nosotros deberíamos ser referidos como los hombres más necios que hayan vivido jamás. Porque muy pronto, en el aproximado de un lustro, allá en Grecia, el sol se apagará y el día se tornará noche. Y ésta es información inequívoca, puesto que la recibí tanto de Sonquis de Sais como de los sabios astrónomos caldeos de Babilonia, quienes, acorde al ciclo de saros de doscientas veintitrés lunas, me auguraron que el fenómeno celeste ocurrirá inevitablemente. Y ese será el momento propicio para desactivar los efectos del oricalco, el cual debe hallarse en estado puro. Somos los agentes activos de esta empresa y, por algún motivo que sólo compete a los dioses, cayó en nuestras manos. ¿Y quiénes somos los hombres para detener el flujo de los acontecimientos? ¿No es acaso la voluntad ineludible de Ananké, la que los egipcios llaman el Ma’at, la que ordena el suceder y el devenir de los hechos en la vida de los mortales?

—¿Qué piensas hacer cuando consigas replicar el mineral perfecto? —le preguntó Pítaco.

Tales se encogió de hombros y respondió:

—Supongo que acudiré a algún sabio que sepa cómo proceder con la sustancia. Si no lo hallo pronto, las respuestas me las dará el Oráculo de Amón en el oasis de Siwah, puesto que ya no confío en los regentes de Delfos, y menos aún en el Apolo de Dídima.

Pítaco y Solón intercambiaron una mirada cómplice y perspicaz, pues ambos pensaban que el mántico Epiménides era el varón idóneo, aunque no sería sencillo dar con él. La última noticia que tenían era que había vuelto a Creta a vivir en compañía del anciano Misón. Recordaban que el augur blandía en su doble hacha ceremonial, el labrys cretense, una gema oval incrustada, de procedencia ignota, que le confería su gran poder. Con ella había barrido tormentas y las había invocado y, sobre todo, había purificado una pólis completa y había sanado la pierna defectuosa de Pítaco. El mitilenio, además, pensaba en Safo, la poetisa iniciada que había sido capaz de amainar los efectos del oricalco. Pero Solón, por su parte, también pensaba en Ourdjeded’bah, el misterioso peregrino de Punt, siervo de Amón-Ra, el hombre que iluminó los caminos en sus visiones y quien le reveló la historia de los Siete Cristales de Thoth. Si los oráculos del adivino cretense eran infalibles, el ateniense aún debía seguir al portador del escarabajo de oro, aunque apenas tenía una vaga idea de su paradero. Pero no era momento de divagar en pensamientos: resolverían el asunto después, según juzgaran lo más prudente.

—A juzgar por tu lengua, puedo ver que abrazas tu destino con responsabilidad —tomó la palabra Solón—. Pero, ¿qué has hecho con el artefacto desde que Delfos lo dejó en tus manos? Lo has tenido en tu poder durante algunos años, y sabemos que has manipulado sustancias harto peligrosas para los hombres.

—En todos estos años he sintetizado cuatro lotes de forja consecutivos para los tiranos y, con el tiempo, la sustancia resultante fue adquiriendo mayor pureza. Ellos la suministraban a sus esclavos y muchos perecieron en el terrible trance de asimilación, aunque yo no podía saberlo con certeza. Aquellos que lograron soportarlo, comprobé con pasmo que perdían su alma y su voluntad en el proceso, olvidando que alguna vez fueron hombres con deseos y anhelos y volviéndose meros esbirros y lacayos de los tiranos, capaces de obedecer cualquier orden que les impartan. En principio, consiguieron domeñar a tan sólo un puñado de cien. Luego, a decenas. Luego, a centenares. Y ahora, estimo, a miles. En otras palabras, lo que suministran a esos hombres no es más que oricalco adulterado; y, si me apuran, creo que ése es el auténtico tesoro que persiguen los tiranos.

Al oírlo, Pítaco prorrumpió en furia y así reprendió a Tales:

—¡Nos enfrentamos a esos autómatas y cabezas muertas que has creado! ¡Son démones abominables! ¡Impulsos nerviosos y cáscaras vacías, carentes de espíritu, que amenazan toda creación y atentan contra la libre voluntad de los hombres! ¡Imagínate un mundo habitado por esas criaturas desalmadas! ¿Acaso no te remuerde la conciencia saber cuántos han perecido en el proceso debido a tus yerros?

—¡Sé que se ha infligido dolor a esos esclavos! ¡Pero era la voluntad de los tiranos, no la mía! ¡Yo no pude saberlo hasta muy tarde!… De hecho, también decidí tomar buena parte de responsabilidad en estos asuntos porque mi linaje arrastra una mancha; y bien sabemos por los mitos que los linajes deben ser purificados. Pues mi estirpe se remonta a la de Cadmo El Fenicio, el rey ilustre que fundó Cadmea, civilizó a los pelasgos y les regaló el buen arte de la escritura y el alfabeto. Esto es bien sabido por los tiranos y por muchos griegos, pero desconocen que mi antepasado trajo de sus tierras un anillo prodigioso, capaz de invocar y domeñar fuerzas demoníacas. Era parte de sus bienes, y decían que había pertenecido a un antiguo soberano de Judá, uno de los reinos que pueblan el Levante. Llamaban a ese sabio rey Salomón, y al anillo lo había forjado un antiguo sacerdote de su tribu con el título de “guerrero sagrado”, un tal Melqisédec. Pero todo el asunto está pregnado de un aura de leyenda. Lo cierto es que una vez los aqueos arruinaron Troya dirigidos por los Atridas, recuperaron el Trípode que creían le pertenecía a Helena; y aquél anillo milagroso, al que también muchos tenían por sagrado, pasó por muchas manos, incluidas las de Tiresias, Calcante y Mopso, terminando en poder de un sacerdote de Apolo: Abaris El Hiperbóreo, quien obró con él muchos prodigios. Finalmente le fue arrebatado por un tirano próspero y famoso, Feidón de Argos, quien sometió a todos los pueblos del Peloponeso, incluidos los bravísimos espartanos. Pero cuando osó recuperar el Trípode Sagrado de Helena, no lo halló por ningún sitio, puesto que Abaris antes lo había capturado y arrojado al Egeo. Así el anillo de Cadmo trajo muchos males entre los hombres y, que yo tenga noticia, murió con Feidón y no salió jamás del tesoro de Argos. Y tengo firmes sospechas para deducir que, de algún modo, el Trípode Sagrado y el anillo de Cadmo, mi antepasado, están íntimamente relacionados.

—Juzgando por lo que dices —decía Solón—, infiero que aludes al toroide que conjuró un antiguo sacerdote egipcio, Ptahknemun, seis siglos atrás. Con él consiguió erradicar la amenaza de los Hijos del Mar, que arrasaron muchos imperios. El triunfo de Egipto evitó la conflagración del mundo, pero no pudo evitar la extinción de la raza del bronce.

—Jamás había escuchado tal cosa —respondió Tales encogiéndose de hombros.

—¿Y qué sabes de los Siete Cristales de Thoth? ¿Acaso son esencias del oricalco?

—Quizás tus deducciones sean válidas, Solón, pero lo cierto es que rehúyen a mis conocimientos; nada de eso está en mis papiros. Es por eso también que me hallo en Egipto con el pretexto de recolectar los elementos necesarios para mi proyecto. Pero les confieso que a todo ésto lo hago muy a mi pesar, porque es, en verdad, el menor de mis anhelos. Yo sólo pretendo regalar a los hombres del futuro una nueva forma de pensar la naturaleza: la filosofía los incitará a perseguir el conocimiento de todo lo que nos rodea y nos incumbe como mortales; lo que nos exalta y lo que nos aflige. A diferencia de los dioses, nos vemos en el incordio de ser finitos y limitados, y sabio no será el hombre que todo lo sepa y lo comprenda, pues tal cosa no existe ni existirá jamás, sino aquel que aspira a saber más de lo que ya sabe. La sabiduría será por siempre una fuente inagotable. Y si bien será siempre inalcanzable, confío en que servirá para que los hombres virtuosos caminen hacia adelante y naveguen los escollos de la vida. Yo he decidido transitar mis años por esta vida persiguiendo el saber; y no por vanidad o arrogancia, sino por amor.

—A ver si entiendes, milesio —le habló Pítaco con impaciente faz, aproximándose a él—. La belleza de tus palabras caerá en sacos rotos y en oídos sordos, puesto que no habrá hombres del futuro si no tienes éxito en tu pérfida empresa.

—¡Por supuesto que lo comprendo, mitilenio! —replicó Tales con el rostro ruborizado—. Y es por eso que, antes de embarcarme hacia Egipto, tomé mis propios recaudos y finalicé un proyecto paralelo, en el que trabajé durante años, aún a escondidas de los ojos de los tiranos y sus súbditos. Con el ingente material que poseo en el islote de la Luna Creciente, confeccioné una réplica exacta del trípode y le encomendé a mi fiel Anaximandro a que lo recubra todo de telas y lo embarque con destino hacia Priene. Allí lo custodia en secreto el más ilustre y justo de los hombres: Biante de Priene, el jurista de intachable fama, de quien, además, tengo el goce de decir que es el mejor de mis amigos.

—Conozco al sabio Biante, imbatible en el litigio —acotó Solón—. Pues yo también fui jurista y audité con él en una ocasión. Realmente lo considero un varón valioso, puesto que jamás perdió un sólo litigio y jamás defendió una causa que no le pareciera justa.

—Yo también oí acerca de la brillante prudencia de Biante de Priene —añadió Pítaco—, por lo que estamos de acuerdo en que el trípode falso está en buenas manos. Pero ahora, milesio, dínos qué piensas hacer con la réplica.

—Oh, sí, por supuesto —decía Tales—. La réplica es idéntica al auténtico en ensamble y tamaño, y similar en materiales. Apenas difiere en la criba de oricalco, que es un artilugio imposible de recrear, puesto que es toda de oricalco, y que es el corazón mismo del trípode; lo que permite que la sustancia reaccione consigo misma y es lo que otorga facultades extraordinarias al material impuro que resulte de la fragua. Ahora mismo, el trípode está operando en la fase de consolidación, y en un año y medio comenzaré la fase de depuración. Añadiré, entonces, los sustratos que estoy recolectando y, una vez logre la síntesis perfecta del mineral, pienso suplantar un trípode por el otro. Enviaré el original a Delfos, y que sea el dios Apolo quien lo custodie.

—¡Así es, hombres! —Irrumpió Anaximandro con impostada valentía—. ¡Ven entonces que mi tío es hombre sagaz y previsor! Y yo mismo fui muy heroico al cubrir todo el artefacto que, según me indicó, se hallaba a la izquierda del original. Lo amarré todo de cordeles y con mis solos músculos lo arrastré afuera de la forja y, burlando los ojos de los Quirómacas, con el pretexto de que eran víveres para mis familiares, lo embarqué destino a Priene y se lo entregué al sabio Biante, el amigo más ilustre de mi tío.

—Por si no te has enterado, ilustre Tales —tomó la palabra Solón—, toda Delfos y toda Fócida están en guerra ahora mismo. La declaró el propio Oráculo contra la murada Cirra. Las tropas de Euríloco de Tesalia abundan por los caminos, así como la vigilancia y las requisas. Seguramente no lo sabes porque has estado confinado en ese islote demasiado tiempo ocupándote de tu ciencia y tus estudios. Opino que lo mejor sería que, llegado el caso, Biante envíe el Trípode Sagrado como una ofrenda al Oráculo de Claros, en Colofón, pues sé que tiene eminentes lazos familiares con los nobles del santuario.

Pero Tales no le respondió al instante. Se lo notaba, en cambio, con aires dubitativos.

—Aguarda un momento, Anaximandro —se dirigió a su sobrino—. Creí haberte indicado que la réplica estaba “a la derecha” del original.

—No —respondió el joven—, me indicaste claramente que era “el de la izquierda”.

Todos los demás se miraban perplejos entre ellos, incrédulos ante la estulticia. Tales se rascaba la barbilla, reflexionaba en silencio, y dijo con semblante despreocupado:

—Hmm… Entonces, a raíz del pequeño descuido, estimo que tenemos un pequeño contratiempo. Porque, si no me fallan los cálculos, no llegaremos a tiempo para el inminente evento celeste. La batalla, ahora, la damos contra el tiempo. Y nadie vence al tiempo… ¡Excepto las pirámides de Egipto, por supuesto! Las que, por cierto, yo mismo medí con mi propio instrumental unos años atrás. Llegué a la conclusión de que—…

—¡Eres un idiota, Tales de Mileto! —lo regañó Pítaco en el colmo de su paciencia y en el pináculo de su furia—. ¿Un “pequeño contratiempo”? ¿Un “pequeño descuido”? ¡Ya Glauco de Quíos nos advirtió que eras blando y distraído! ¡Esto significa que ahora mismo tienes al trípode falso en funciones y que debes reiniciar todos los procesos!

El mitilenio se golpeaba a sí mismo los muslos intentando contenerse y no dar pábulo a su furia para descargarla contra el milesio. Solón, en cambio, había palidecido, y preguntó:

—¿Es eso cierto, milesio? ¡Díme que Pítaco está equivocado! ¡Dímelo!

—¡Calmen, amigos! —exclamó Tales con el rostro iluminado—. ¡Que no cunda el pánico! Fue un simple malentendido que, rectifico, implica un gran contratiempo. Pero no todo está perdido, porque aún tenemos el filón puro de oricalco que sintetizó Aristeas, el mismo que portó aquél nefasto día en el palacio de Sición. Está adosado a la palma de la mano de una estatua de Melampo, que tiene los pies negros y apunta hacia Hiperbórea. Se halla en Mileto, y los tiranos no lo emplean porque lo consideran un objeto sagrado para el culto de la orden. En concreto, está en los altos aposentos de Trasíbulo. Tan solo deberían infiltrarse con sigilo y recuperarlo. Ustedes son guerreros valientes, ¿verdad?

—Déjame ver si entiendo lo que nos sugieres, milesio —decía Solón intentando mantener la calma—. Pretendes que juntemos algunos hombres y desembarquemos en Mileto, uno de los bastiones más prósperos y ricos de toda Grecia, y que nos infiltremos en el fortificado palacio de su soberano, que, con certeza, está bien custodiado y que hurtemos su bien más preciado… ¡Qué fácil es decirlo, ¿verdad?! ¡Quizás sería más prudente que entremos pidiendo permiso! ¡Así no nos empala en una pica!

—En efecto, había pensado algo similar —decía Tales muy sereno—. Pero no se precipiten, amigos, aún contamos con un buen puñado de años para planificar esa redada.

—¡Oh Pítaco, buen amigo —decía Solón gesticulando con su mano como si quitara telarañas frente a sus ojos—, aparta a este milesio de mi vista por un momento!…

Solón se había sobresaltado en extremo, y la ira y la irritabilidad eran conductas impropias y esporádicas de su carácter. Tamaño exabrupto había provocado que los apósitos sobre sus flagrantes heridas comiencen a sangrar y a deteriorarse, infligiéndole gran dolor.

—¡Ea, Solón —le dijo Tales observando su estado—, si no quieres desangrarte, será mejor que vayamos ahora mismo a visitar a los médicos egipcios de los que te hablé, pues aún tenemos mucho que deliberar!… Si tienes suerte, evitarás la dolorosa sutura.

—Antes, debemos desguazar este refugio —sugirió el mitilenio—. Llévate cuanto necesites, milesio; y avitualla a tus camellos. Vendrás con nosotros. Los Quirómacas pueden regresar en cualquier momento y ya no tengo fuerzas para la lucha. Ahora eres nuestro protegido, aunque muy a mi pesar, porque muy grato me sería observar cómo algún quirómaca te estrangula con sus manos desnudas. Pero no estoy de ánimos para enfrentarme yo mismo a más desventuras. ¡Ustedes también! —Dijo a sus aprendices—. ¡Andando!

—Un último asunto —decía Solón sosteniendo su hombro lacerado—. Como ya no es necesario que regreses, milesio, y como ahora sabemos que Biante de Priene custodia el auténtico trípode, imperioso es que tomemos medidas al respecto. Quizás, lo mejor sería enviarle un heraldo que le notifique la orden de llevar el artefacto al santuario de Claros.

—No lo veo prudente, Solón —opinaba Pítaco—. Tanto Colofón como Esmirna, Clazómenas y otras ciudades de la Jonia están bajo constante amenaza del reino de Lidia. Y tampoco juzgo prudente enviar un heraldo, pues considero que sería mejor que tomemos el delicado asunto en nuestras manos. Pero si aún decides hacerlo, creería que lo mejor sería enviarlo a Delfos, aún a sabiendas de los peligros que conlleva, pues Delfos es el ónfalo, el ombligo del mundo heleno. El recto Euríloco de Tesalia lo custodiará con celo, pues él preside la Liga de Delfos y esa es su mayor aspiración. Únicamente deberíamos bregar a los dioses por que Periandro de Corinto no se entere del suceso.

—Quizás tengas razón, sagaz Pítaco. Pero deliberaremos este asunto más adelante.

Tal concluyó Solón y los hombres entonces se pusieron en marcha. Empacaron todos sus víveres y pertenencias, avituallaron a los tres camellos y así acudieron a los bazares de Gizah. En el puesto de aduanas había templetes adosados, edificados en loa a las diversas deidades egipcias. Uno de ellos albergaba médicos que habían estudiado en las múltiples escuelas de las Casas de la Vida diseminadas a lo largo del País de las Dos Tierras.

Sus estudiantes recibieron gratamente a Solón y se encomendaron al trato de sus heridas y contusiones. Para ello fue necesario recurrir a las habilidades de Ferécides, quien dominaba el demótico con fluidez, la lengua hablada por el común de los egipcios. Tales refirió a los hombres que su discípulo también sabía escribirlo, y que, además, tenía un aceptable dominio del hierático, el lenguaje propio de los sacerdotes, tanto escrito como oral. Pero el idioma sagrado por antonomasia, el de los enigmáticos jeroglíficos, esos que veían esculpidos por cada templo y edificio del país, era un sistema de escritura que requería un estudio exhaustivo de años. No constaba de una, sino de al menos cinco claves secretas de lectura y muy pocos iniciados llegaban a dominarlas todas, puesto que el dios Thoth había regalado ese don a los mortales y había sido ideado para la eternidad.

Finalmente Solón no recibió suturas, pues los médicos le habían cauterizado el tajo con gran pericia. Le recetaron ciertos apósitos y pociones herbales que, de no haber mayores complicaciones, deberían verlo recuperado en tan sólo tres días.

Retribuyeron buenamente a los médicos y los sabios volvieron a internarse en los bazares para conseguir las pociones de los boticarios y dirigirse después al refugio que habían hallado en principio, entre las dos moles piramidales. Pero fueron importunados en el camino por los gritos de un heraldo encaramado a una tarima, que repetía:

—¡Pítaco de Mileto! ¡Pítaco de Mileto! ¡Busco a un hombre llamado Pítaco de Mileto!… ¿Estás por aquí, Pítaco de Mileto?

Tenía a otros dos varones también llamados “Pítaco” congregados en su torno, pero uno era argivo y el otro de Macedonia, y no habían acertado la seña secreta.

—No sabemos a quién busca este heraldo —se decían entre ellos.

El mitilenio entonces se aproximó al heraldo y con desagradable faz le enfatizó:

—Yo soy Pítaco de Mitilene.

—¡Ah, sí!… Mitilene, es lo mismo. Tengo ésto para tí, desde Náucratis —dijo el heraldo y le exhibió un rollo de papiro sellado, esperando de él la seña secreta.

—«Kýnos y Diógos» —profirió Pítaco con extrañeza.

—¡Exacto, Pítaco de Mileto! Ésto te pertenece —dijo el heraldo extendiéndole el papiro y esperando una retribución a cambio.

«Estos mortales me impacientan por su irresponsabilidad y sus codicias», dijo Pítaco hacia sus adentros, «prefiero por mil veces la compañía de mis perros». Propinó de mala gana tres monedas de electro lesbio al heraldo y le arrebató el rollo de las manos. Ni bien lo desplegó y terminó de leerlo, lo arrugó contra su muslo y agachó la cabeza. Solón entonces se acercó a él con ánimos de conocer su contenido.

—Es de Helánico —habló Pítaco con negra mirada—. Mírsilo ha muerto. Mitilene me reclama antes de que se susciten las luchas civiles. Pero eso no es todo. Mis hombres apostados en Lirneso le informaron que los hombres de Alceo, junto a batallones lidios, han desplegado reconocimientos de terreno cerca de Antandro.

—Debes partir de inmediato —dijo Solón innecesariamente.

—Ni lo menciones —suspiró el mitilenio frunciendo el ceño y dirigiendo una última vista a las impresionantes pirámides; su corazón se estrujaba aún más en el desconcierto—. No en vano auguraba días negros… Entonces, amigo mío, aquí se bifurcan nuestros caminos. Yo aún debo librar mi última batalla, la que me auguraron los dioses. Y tú aún tienes mucho por descifrar en este indescifrable país.

—Regresa raudamente a Náucratis, Pítaco. Exígele a mi hábil navarca fenicio que ponga vuelo crucero hacia Lesbos, pues ya no necesito el bajel. Llévate al buen Tersites contigo, pues sólo a tí te es fiel y te será más útil. Mi corazón también ha llegado a apreciarlo; dile que extrañaré sus yerros y ocurrencias. —Solón tenía los ojos ardorosos—. En tanto a tí, laureado mitilenio y compañero, que los dioses te sean siempre propicios. ¡Pues sólo ellos saben cuánto me has ayudado y cuánto valor has aportado a mis travesías!…

Ambos trenzaron antebrazos y conectaron una larga mirada. Sabían que ninguna palabra era la más apta para describir el vívido afecto que sentían el uno por el otro. Acto seguido, el mitilenio extendió un ala de su clámide y sacó de su interior un objeto, el cual exhibió al ateniense. Se trataba de aquél maltrecho escarabajo de cal laminado en oro falso que habían conseguido del vulgar mercader naucratita, que estaba partido en dos partes.

—¿Lo reconoces, amigo mío? —le preguntó Pítaco.

—¿Cómo no reconocerlo? —respondió Solón forzándose a sonreír, observando la baratija y apretando en sus manos una de las dos partes, la cual guardó entre sus túnicas.

Pítaco hizo lo propio con la otra mitad y le dijo:

—Espero que aún la conserves cuando vuelva a verte, Solón de Atenas.

Fue para ambos una dolorosa e inesperada despedida, pero así los hombres rectos reconocen el llamado del deber y establecen sus auténticas prioridades.

Éste fue el tendal de sucesos que condujo a los sabios a una verdadera anagnórisis. Ahora, dos de ellos debían continuar sus caminos por separado, rumbo a derroteros inciertos.

Aquella noche estrellada, Pítaco partió junto al fiel Tersites hacia Náucratis, añorando el reencuentro con su patria y familia, y nadie había escatimado en ahorrarse ninguna lágrima. Solón se entregó a un hondo y ansiado sueño sobre las dunas. Se durmió contemplando las innúmeras constelaciones del firmamento celeste, el magnífico espectáculo de un cielo diáfano y polícromo, apenas contrastado por las gigantescas siluetas de las pirámides, que parecían susurrarle palabras… Creyó estar reviviendo uno de los sueños durante su purga en la Casa de la Vida, en el cual el mántico Epiménides le recitaba caros enigmas; entre serpientes, amuletos y poliedros sagrados, un anillo prodigioso, mitos de verdades primigenias y escarabajos de oro…

«Bajo los ojos de Zóser me hallarás,

donde convergen los ejes del ankh,

antes que la serpiente abra su boca».

Fue lo último que oyó antes de despertar, y la voz pertenecía inequívocamente al peregrino de Punt. Una ostensible presencia lo rodeaba, tras los telares o más acá, que irradiaba algún espíritu sabio. Se desperezó de la vigilia y encendió una lámpara de aceite. Las dunas extendieron su luenga sombra, pero allí no había nadie a excepción de Tales, Ferécides y Anaximandro, que roncaban plácidamente por nariz o garganta. La quietud que reinaba en la meseta de Gizah era, a la vez, inquietante y evocadora. Solón desplegó un rollo de papiro virgen para transcribir ese último enigma, antes que se desvanezca en el éter y regrese al reino de los óniros.

—¿Qué haces despierto? —musitó Tales por detrás.

—Sabio milesio —le habló Solón—, ¿qué es el ankh?

Tales se desperezó, hurgó entre sus pertenencias y extrajo de ellas una cruz de vida, la que solían portar los sacerdotes egipcios, representadas hasta el hastío en el duro granito. Solón la tomó entre sus manos. Era de ébano pulido y reluciente y presentaba un conjunto de ignotas inscripciones jeroglíficas. Y Tales dijo:

—Me la otorgó el sabio Sonquis de Sais. Los egipcios le confieren muchas funciones.

—Aquí convergen sus ejes —dijo Solón señalando su centro. Acto seguido, le exhibió el papiro a Tales, y preguntó—: ¿Sabes qué puede significar?

El milesio se tomó un instante para aclarar sus mientes. Se rascó la quijada y luego humedeció la arena. Tomó un estilete y comenzó a marcar trazos sobre la superficie, a la par que iba ilustrándolo con sus conocimientos. Entonces, así le iba respondiendo:

—Los egipcios consideran a su país como un espejo del cielo. «Como es arriba, es abajo», suelen afirmar. Escuché a otros referirse al glorioso Nilo como “la gran serpiente dadora de vida”, puesto que desciende desde las altas tierras con su extenso cuerpo acuático, lo que la asemeja a la Vía Láctea, y fluye hacia el Mar Intermedio, lo que les llevó a inferir que el Delta no es más que su enorme boca. De hecho, a mi entender, las tres pirámides, como un espejo, emulan al Cinturón de Orión, como le llamamos los griegos. Algunos aseguran que la más monumental de ellas tiene unos ductos secretos en su núcleo, que se extienden desde la cámara central y atraviesan toda la roca hasta emerger por dos de sus caras opuestas. Uno de esos ductos vacíos apunta hacia Sirio, el lucero más brillante de la noche, al que los egipcios llaman Sotis y lo relacionan con Isis, la esposa de Osiris. Su función es estrictamente funeraria, puesto que es la acompañante del rey difunto mientras surca el firmamento en su barca celeste. El único problema es que, durante el equinoccio, las tres pirámides ya no apuntan hacia Orión y hacia Sirio, pero yo infiero que así debió haber sido cuando fueron edificadas. Pues los ciclos celestes han ido menguando junto con la bóveda y hoy nos hallamos en la Casa Astral del Carnero de Amón. Si tomo este ankh —dijo Tales y lo posó sobre la arena—, puedo inferir que también representa a Egipto: sus dos ejes laterales señalan hacia las dos tierras; su eje inferior, más largo, es el cauce del Nilo; y su lazo superior es el Delta. Pero sin más divagaciones, y si mis deducciones son audaces, éste es el punto exacto al que refieren tus versos —asertó Tales clavando el estilete en un punto preciso, y aseveró—: Aquí es donde termina el Delta del Nilo y el río asciende por las altas tierras. Nos hallamos del lado Oeste, donde se oculta el sol y donde los egipcios emplazan sus necrópolis. En el punto que te referí, nos hallaríamos entonces frente a Menfis, en la necrópolis de Saqqara, un complejo monumental que ostenta una pirámide escalonada en su centro, asignada al antiguo rey Zóser.

—«Bajo los ojos de Zóser me hallarás»—, musitó Solón con el rostro iluminado—. ¡Empaca tus pertenencias y avitualla a los camellos, ilustre Tales, porque hacia allí pondremos rumbo ni bien Sotis se oculte en el firmamento y la Aurora nos acaricie la frente!

El disco solar ya fulguraba en lo alto y aún no había alcanzado su cénit cuando los sabios, camino a Saqqara, se toparon con otro complejo funerario de tres pirámides de proporciones nada desdeñables, si bien no llegaban a ser la sombra de las grandes moles de Gizah. Parcialmente derruídas y cubiertas por dunas, éstas también estaban precedidas por sus templos mortuorios en ruinas y calzadas que se extendían hasta la orilla del Nilo. Nunca había Solón llegado tan lejos en el país, y Tales le refirió que se hallaban en la antigua necrópolis de Abusir. Pero el sol comenzaba a abrasar sus pieles y no ofrecía resguardo, por lo que se obligaron a reemprender la marcha sin detenerse a contemplar mucho más entre la turbia calima preñada de susurros antaños.

Ya con el sol a su diestra y el sudor en las sienes, los sabios vieron emerger del horizonte la imponente figura en forma de pirámide aterrazada. Del otro lado, ya contemplaban el tráfago creciente por el Nilo y en la costa opuesta, acaeciendo bajo los edificados engendros de granito y caliza, los aglomerados pilonos y monumentos y obeliscos de Menfis, la capital de mil pasadizos que todavía persistía al embate de los milenios.

Solón avizoró sobre las dunas áridas y polvorosas la silueta de un hombre montado a un camello. Miraba hacia el Sur, dándole la espalda. Portaba capucha y unas túnicas negras cuyos pliegues tremolantes rutilaban al sol. Tomaba por el ronzal a otro bestial camélido a su lado, que llevaba a cuestas un gran morral de provisiones amarrado de la montura a los ijares. Cuando los griegos lo alcanzaron, el hombre siquiera volteó.

—Has llegado, heleno. El Egipto profundo nos espera —susurró Ourdjeded’bah con voz antigua, impasible.

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