Libro IV: «Metanoia»; (II) «En los brazos de Calipso»

Libro IV: «Metanoia»; (II) «En los brazos de Calipso»

Alkaios Gaelli

19/03/2025

I

Desde que el astillero de Zeuxipo había caído en el abandono, la isla de Calauria transitaba un periplo de amena tranquilidad. Por sus senderos internos habían mermado las disputas de los pescadores, las ruidosas salomas de los marineros y los gritos ebrios e intempestivos de los piratas en las playas. Ahora reinaba por los caminos un silencio sutil, aderezado únicamente por el canto del viento frotando las copas de los árboles y por las coloridas melodías de las aves que moraban sus ramajes.

Existía un mito vernáculo, muy antiguo, que afirmaba que, en un principio, Poseidón y Apolo habían permutado Delfos por Calauria. Toda la isla, entonces, estaba consagrada al poderoso dios de los mares salobres, que ostentaba un vasto santuario con un templo de columnas dóricas coronando la cumbre más elevada: un punto blanquecino entre el intenso verdor de esas montañas insulares. Aparte del santuario, no albergaba esa tierra mayores ciudades o poblaciones. Apenas un puñado de asentamientos aislados cercanos a las orillas eran habitados por pescadores argivos que preferían la vida rústica del mar al ajetreado tráfago de las ciudades; pues, en toda la isla, el terreno escarpado no admitía grandes campos ni extensiones de tierra cultivable. Frente a las costas de Argólida, separado por un breve paso de mar, se emplazaba el mayor de esos poblados. Ahí, donde había un generoso mercado, abundaba el mármol pulido y se alzaban algunas residencias de gran fasto que fungían como excusa a los magistrados para financiar un segundo santuario. Éste, a diferencia del otro, acuñaba funciones políticas y diplomáticas, pues era el sitio de reunión de la aún vigente Anfictionía de los Minias.

Caía la hora plateada de Poseidón en la afable Calauria. Millares de cegadores destellos mecían el cabrilleo de la superficie del mar que envolvía toda la isla. Los rayos de Helios resplandeciente golpeaban oblicuos el tejado del gran templo del dios protector de esas montañas. Allí podía Melisa gozar de la plena serenidad que su alma no lograba hallar en Corinto los últimos años. Le otorgaba sosiego, además, saberse frente a su añorada tierra natal: la escarpada y fragante Epidauro.

La bella esposa trofeo de Periandro acudía allí una vez al año, durante el mes de Posideón, en calidad de adoratriz del dios y servidora del santuario. Era su derecho. Pues, como era tradición, de niña, designada especialmente por su deslumbrante belleza, ofició de doncella y sacerdotisa del templo hasta florecer en ella la edad núbil. Las ceremonias comenzaban en el octavo día del mes y se extendían por ocho días más. Era éste, de hecho, la única oportunidad del año en que Melisa se permitía escapar de la solemne y tediosa vida palaciega que llevaba en Corinto.

El suyo era un cargo menor, pero solo lo ocupaban féminas de noble linaje, el cual ella acreditaba por parte de su padre argivo Procles, el teménida descendiente de Feidón, a quien tenía oportunidad de alegrar con su visita en estos días concretos: una vez al llegar, y otra antes de partir. También era cuando su opulento esposo, Periandro, auditaba en Epidauro con su suegro y aliado político. Aprovechaba el corintio la ocasión para desplegar vistosas ceremonias de corceles y carruajes espléndidos, repletos de súbditos, para luego marcharse y dejar a la hija en su tierra lo que durasen las fiestas Posidonias.

Ya en el gran santuario del dios, avanzados los días de adoración, se daba Melisa a sus labores en la antesala del templo de robustas columnas, cuando oyó entrar por el pórtico abierto esa voz adorable y varonil que tanto añoraba oír:

—Sacerdotisa… —dijo, con cierto aire arrogante.

Ella toda se estremeció mientras oía al intruso penetrando el recinto sagrado.

—Soy apenas una sierva —susurró.

—¿Por qué no volteas, Lísida? —preguntó la voz, esta vez con ternura.

—No puedes estar aquí.

—No es lo que pronunciaron tus labios el año pasado. Ni el anterior… Ni el anterior a ese… Ni aquella noche de dulces ingenios, maquillaje y cabelleras postizas en el porneion durante las afrodisias… —Repicaba la voz de Hárpalo por el recinto, mientras dejaba atrás el eco de sus pasos avanzando hacia la fuente de su deseo.

—Este año es diferente —respondió ella, ladeando apenas su cuello.

Solían aprovechar el tiempo vacío en que los sacerdotes emprendían procesión por las playas entonando el extenso ciclo de himnos en loor del dios, para entregarse ellos solos al ardoroso intercambio de sus pieles. Nada les detenía ese voraz apetito. En más de una ocasión, estando el templo en funciones, arreglaron consumar sus furtivos encuentros entre las rocosas y desoladas costas de Calauria, al amor de la lumbre de las estrellas.

—¿Me esperabas ayer, tal vez? —preguntó Hárpalo jugueteando a la vez con las hebras cobrizas del cabello recogido de Melisa, que colgaban desde el lazo hasta su cintura.

Sin ofrecerle respuesta, ella tomó un racimo de laureles, lo aprontó al fuego de un trípode y, apartándose de él, prosiguió con sus labores. Se desplazó hacia la cámara trasera del templo, donde había un altar sacrificial de mármol bajo una gran estatua crisoelefantina de Poseidón Tauros portando el tridente. Hárpalo delineó una sonrisa y decidió seguirla hacia ese habitáculo, donde alguna vez ya se habían entregado a las íntimas pasiones.

—¡Ah, mi dulce Lísida! —le fue hablando detrás—. Conocí un poeta, en ocasión de una juerga, que solía andar recitando:

«Nada mejor, sienta a los mortales,

que el retardo del placer».

—Eso es natural —replicaba ella—. No puede compararse la efímera y fugaz duración del placer con la prolongada y agobiante duración del dolor.

—Me insultas, amor mío. Pues, sin embargo, cometí actos muy deleznables solo por esa efímera y fugaz duración del placer. —El recuerdo del joven Crates fue el primero que cruzó su mente—. Y bien saben los altísimos dioses que volvería a cometerlos…

—Entonces, lo que tú amas es el dolor.

—Yo sólo te amo a tí, Lísida —afirmó. Y añadió—: Es la intensidad de ese placer lo que pondero, no su duración; es suficiente para eclipsar todo lo demás…

Ella fingió ignorar sus palabras y continuó sahumando los recodos de la sala sagrada. Se reservó un silencio antes de volver a hablarle con impertérrito tono:

—Supe oír que te uniste en nupcias con Cloris de Nemea. Me alegro por la niña. Parece adorable. Que los dioses derramen bendiciones sobre ella y sobre tí,…

«…amor mío», se pronunció en su fuero interno.

Hárpalo avanzó hacia ella con pasos discretos.

—Me lo impuso el viejo Leagro; ¿debería defraudarle o rebatir su autoridad? Es por la dote. Ea, Lísida, sabes que siempre se trata de política. No tengo, por el momento, intenciones de procrear con Cloris; siquiera uno de sus blondos cabellos he rozado. ¿O hubieses preferido que en unos años despose a tu tierna hija Thaís?… Él me lo ha ofrecido, ¿sabes?

Con certeza se refería a Periandro.

Al escucharlo, Melisa cesó abruptamente sus labores. Depositó el racimo de incienso de laurel sobre el altar e inclinó su cabeza bajo la solemne imagen del dios. Se esforzó en combatir las lágrimas que amenazaban brotar de sus ojos grisáceos.

Hárpalo se le acercó por detrás, se dobló sobre sí apegando su amplio pecho a la espalda de su amada. La enderezó para acariciar sus hombros de marfil. Se admiró en ellos, y se detuvo un instante entre sus bucles para perderse en su fragancia. «¡Ay! Ese perfume»… Lirios, jacintos, menta, nardo, miel… y algún otro aderezo irresistible y misterioso que nunca fue capaz de descifrar. «Es todo por lo que vivo desde aquellos días», se recordó. La envolvió con su derecha y, bajo la pretina de cuero que ceñía su fina cintura, buscó la abertura de su rozagante vestido. Con los dedos hurgó un rato por su abdomen hasta descender por su vientre, rozando la tersura de su piel.

Melisa, sin poder gobernar sus impulsos, se entregó dócil a su tacto.

—Este amor nunca estuvo destinado a acontecer, Hárpalo…

—Pero ha sucedido… ¡Lo permitieron los dioses!

—Estaríamos profanando su santuario…

—Dijiste algo similar la última vez. Sin embargo aquí estamos: ¡Poseidón nos bendice!

—Este año es… diferente, te digo.

—Los labios entre tus ingles no opinan igual a los labios de tu boca —dijo Hárpalo al sentir la calidez de su mano entre las temblorosas piernas de su amada. Su distintivo perfume; la rala y suave piel de su entrepierna, ausente de vello púbico; solo podía ser signo de una vívida contradicción acosando el corazón de Melisa.

Pero ella volvió sobre sus cabales y lo apartó bruscamente de su cuerpo. Exhaló un prolongado y quebradizo suspiro, y acomodó sus traslúcidas túnicas añiles de adoración. Volteó entonces hacia él y abrió su boca para hablar:

—Si aquí nos descubren, podemos darnos por muertos.

Hárpalo pudo al fin contemplar sus encantos de frente. Esos ojos glaucos y sus pestañas húmidas, aparejadas; el tono escarlata de sus labios curvos, entreabiertos; sus mejillas cinceladas, broncíneas; la vestimenta que abultaba sus pechos y las cintas ceñidas a los trazos de su divinal figura… Cayó otra vez rendido ante su inevitable belleza.

—La verdad, mi dulce Lísida, es que soy hombre muerto todos mis días. Soy apenas un espectro merodeando por el valle, excepto cuando te tengo entre mis brazos.

—¿Sabes, acaso, cuál es el precio que pagarás por esta traición?

La tristeza y la desolación se trenzaban en una impiadosa danza en su garganta.

Él entornó sus ojos, cascó el tono de voz y así refunfuñó:

—¿Es traicionado aquél que vive de traición en traición? Sé que traicionó vilmente a Teágenes de Mégara. Y, a juzgar por sus últimas conductas, sé que está pergeñando una gran traición contra su círculo de retorcidos aliados… ¡Mis ojos vieron cosas inenarrables!… Y si él es capaz de traicionar sin empacho a sus propios aliados por ese secreto sagrado y aborrecible que tanto defienden, del que nosotros también caímos víctima, ¿te imaginas lo que sería capaz de hacer conmigo? ¡Me traicionará mil veces peor!

—¡Insensato! ¡Entonces te aferras a tu propia perdición!

—No le temo a Periandro; no tengo miedo… Sí, estoy a su servicio. Y jamás mancillaré el honor que supone mi oficio. Pero si algún día se vuelve contra mí… ¡No cederé! ¡Y que sean los dioses quienes decidan si favorecen al Oso o al León!

Melisa ya no pudo contener las lágrimas que comenzaron a brotar de sus ojos. Se alejó dando unos pasos hacia el único haz de luz que penetraba el recinto, y así le habló:

—¿No te has detenido a pensar, Hárpalo, que sea quizás el hecho de no tenernos lo que nos haga amarnos con tanto furor?… Cuando te entregas totalmente a mí, cuando nos tenemos disponibles por completo, no somos más que dos criaturas míticas, dos seres maravillados… Como si nada de esto en realidad existiera. Como si este cálido amor se tratara, en realidad, de un funesto maleficio…

Él se apresuró a posarse frente a ella y cruzó un tiempo con su mirada.

—¿Y no te has detenido a pensar tú, Melisa, que este amor, en cambio, es lo único real y puro que nos permitimos tener? —Le enjugó con sus pulgares las lágrimas que contorneaban sus pupilas—. Ea, conozco tus ojos, Lísida. ¡Le mientes a tu corazón!

Volviendo a darle la espalda, ella caminó hacia la luz y contrajo su pecho antes de hablar.

—Como puedes ver, esta vez, no he ingerido ningún brebaje de infertilidad.

—¿Por qué hiciste tal cosa?

—¡Porque estoy harta de verme atrapada en los lazos de esta desdichada existencia a la que nos han arrojado!… Dormir día a día pero nunca descansar… Correr para nunca alcanzar; alcanzar para nunca tocar; tocar para nunca aferrarse; beber para nunca embriagarse…

Enternecido al notar su llanto atragantado, él la enlazó por los hombros con intención de brindarle consuelo y la acarició con la mirada.

—Lísida… mi dulce Lísida, tú eres mi Calipso… Eres mi paraíso.

—Ese paraíso no es real. ¿Prefieres a Calipso que a tu propia tierra de Ítaca?

—Huyamos, entonces. Busquemos nuestra Ítaca.

—¿Huir? ¿Como Paris y Helena? No… Ese destino sólo abraza la calamidad.

—Pero te tendré.

—¿Qué hay de mis hijos?

—¡Yo soy un mentor a ojos de Licofrón! De mis consejos se fía más que de los de su propio padre; me lo ha confesado. Quizás él convenza a sus hermanos…

—¡Hablas y hablas —interrumpió ella—, y tus palabras sólo enarbolan meras fantasías!

—¡No son fantasías! ¡Ambos somos argivos, Lísida! ¡Procedemos de una misma estirpe! Podríamos tener nuestro reino aquí. Si tan solo Procles, que no lo estima demasiado…

—¡Ah, desvergonzado! ¡Ni lo menciones! ¡No arrastraré a mi padre a una guerra que con certeza no podrá ganar! Periandro someterá estas tierras al vasallaje más odioso.

—¡Ya te he dicho que no temo a Periandro! ¡Soy, quizás, el único griego capaz de afirmar tal cosa!

—¿No entiendes, acaso, que este pérfido sortilegio traerá a todos la perdición?

—¡Acaba con tu vida, entonces! ¡Y yo acabaré con la mía!… ¡Así cumpliremos el mismo terrible destino de Crates y Lamia!… Pero antes, no lo dudes, me llevaré al Inframundo a todos aquellos que quieran venir conmigo —afirmó, brotando de su enfado la rudeza y la beligerancia de un distinguido guerrero.

—¡Este maleficio tampoco excluye a mis hijos!

—¡Insistes con esos hechizos y maldiciones! ¿O es que prefieres dar la espalda a lo único que puede brindarte, aunque sea, un instante fugaz de felicidad entre todo el dolor que padeces?… Esas pesadillas, Melisa, todavía me atormentan a mí también… A veces, pienso que hubiera sido mejor que rasgues mi garganta esa noche…

—Insisto porque lo sé —dijo volteando hacia él—. No lo confirmo yo, sino los dioses.

Hurgando los pozos de su mirada, el guerrero comprendió que los anegados ojos grises de su amada ocultaban un peliagudo secreto, por lo que quedó ausente de palabras.

Ella entonces se compuso para hablarle nuevamente:

—Es cierto. Aquellas noches abrieron en nosotros una herida de la que todavía ambos sangramos. Aquella en Lesbos, aquella en Mileto… Y cada vez que te tengo… Cada vez que te vas de mi lado… Es otra espina clavándose en mi corazón; que escoce mi carne y retuerce mis miembros sin piedad, día tras día… Te lo aseguro, Hárpalo, ¡fueron los dioses, a través de esa poetisa, que nos arrojaron este encantamiento!

—¿Acaso un oráculo confirma tus sospechas?

—Sólo el oráculo adecuado: esa que fue responsable de conjurar este amarre de pasión.

—¡Yo mismo mandé encerrar en Siracusa a esa ramera de Lesbos! Mitilene abolió todos los derechos de su familia, y allá viven cual pájaros sin poder escapar de una jaula. ¿Cómo pudiste tú, una reina cautiva de palacio, tener encuentro con ella?

—No siempre necesito de tus favores; puedo obrar por mí misma. La verdad es que, cansada ya de beber los mil nepentes y las pócimas del olvido, a mi criada Mirtis, leal siempre, puse en una nave y envié a auditar con Safo, la poetisa de Lesbos.

[Melisa cerró sus ojos para oficiar la silenciosa invocación a Mnemósine, la preservadora de los recuerdos, para evocar con sus labios la naturaleza de aquel encuentro.]

II

El extraño visitante no había emitido palabra alguna desde que ascendió a la azotea de la hacienda. Desde allí se apreciaba la enteridad del viñedo a sus anchas. Una pérgola de aromática vegetación protegía del fulgurante sol estival que anunciaba la temporada de vendimia. Al amparo de esa sombra, confundida entre los muchos zagales que la asistían, se recostaba Safo en un klismós al pie de una mesa de cedro atestada de piedrecillas, estiletes y papiros. Acariciaba los cabellos dorados de su retoño Clías posada en su regazo, a quien dejó en manos de su aya personal, antes de erguirse para interrogar al visitante.

El anónimo se había acercado con pasos discretos y, como gesto de buena voluntad, algo tosco, había apoyado al borde de la mesa de cedro un modesto saco de cuero. Resonó el tintineo del metal y volvió a su sitio retrocediendo sus pasos.

Mientras Safo contemplaba el óbolo de plata que sostenía entre sus dedos, que acuñaba un Pegaso labrado por el anverso y una cabeza de león por el reverso, su intuitivo corazón le permitía inferir —le gritaba, acaso— que no era aquél un corriente mercader en otro de sus viajes de negocios. Intrigada, la poetisa escrutó al visitante con una grave mirada.

Era de complexión frágil, se movía cabizbajo y llevaba barbas disparejas, añejas como el vino. Conservaba envuelta su cabeza en telas y vestía mangas largas a pesar de la agónica plenitud del verano. Bajo su velo veía unos pequeños ojos negros que transmitían una emoción confusa: bailaban en ellos el temor, la servidumbre, la osadía… Notó también su pecho liso y palpitante; delataba su garganta reseca. Sólo se limitaba a mirar a Safo, y no le habló hasta que la poetisa entendió que para ello debía apartar a sus zagales del medio. Tal hizo la lesbia al instante a través de un ademán.

—Agua para el huésped, por favor —indicó, antes que el último zagal abandone la terraza.

Ni bien regresó aquel con una hermosa hidria de terracota y vertió un cristalino cauce de agua en el marmóreo aguamanil erecto en medio de la terraza, el visitante se dobló y juntó sus blancas palmas para beber hasta saciarse. Retirado el zagal, Safo preguntó:

—¿Quién eres, forastero, y qué buscas en esta villa?

El aludido entonces corrió el velo que envolvía su cabeza. En un gesto harto imprevisto, desprendió el vello que cubría sus mejillas: desnudó un cutis terso, donde solo quedaban trazas de cera de abeja. «¡Barbas postizas!» Así se despojó de su artero disfraz y reveló su identidad. Pese a llevar la melena recortada, sucia, alborotada, ese rostro cándido y ovalado evocó en Safo un vago recuerdo. La fémina ejerció la proskynesis hacia ella, y no fue hasta que se pronunció, que pudo al fin recordarla.

—Comparezco ante vos, Safo de Lesbos, en nombre de Melisa de Epidauro, a quien sirvo, la legítima consorte de Periandro, quien reina allá en Corinto. De ahí provengo, habiendo emprendido larga travesía por mar desde Córcira. —No era un hecho casual, pues, los astilleros de Córcira parían las embarcaciones más seguras de toda la mar—. Por “Mirtis” sabe nombrarme con dulzura mi Señora.

Con tales subterfugios había arribado la criada de Melisa a la lejana Siracusa, que vio su nave atracar en puerto aquella calurosa tarde veraniega. Pertenecía el bajel a un mercader corintio asiduo de palacio, un anciano alegre, honrado y temeroso de la autoridad, con quien pudo Melisa amañárselas para sobornar de afables y discretas maneras.

Al oírla, Safo se inquietó en su corazón y dominó sus mientes antes de hablarle:

—¿Qué desea Su bellísima y solemne Señora de esta humilde poetisa arrancada de su tierra y condenada a ganarse el pan con el sudor de su frente?

—No es a la poetisa a quien Mi Señora desea dirigirse, sino a la sacerdotisa.

Safo entonces se guardó un prolongado silencio; tan extenso que obligó a la joven aya a alzar su mirada hacia ella. Según su propósito, los negros luceros de la poetisa hurgaron un momento en los cándidos ojos de Mirtis: la recordó muy vivamente. Se irguió de la comodidad del klismós y comenzó a rodear discretamente a la criada.

—Tú estabas allí —pronunció—, tu alma logró tolerarlo.

—Soporté perversas visiones que atosigaron mis días y noches como mil tempestades… Pero —se obligó a detener su lengua—… no he venido a hablar de mí, sino de mi Dama.

—Tal es el precio de las revelaciones divinas —suspiró Safo, cabizbaja y reflexiva—. Tu cuerpo, Mirtis, es tierno y frágil —le dijo con hostigante compasión—, pero en tu pecho late un corazón fuerte; Melisa es afortunada por tenerte. Tu nombre, como el mirto, es a la vez potente y hermoso. Y los nombres son sellos poderosos.

Mirtis quiso hablar pero Safo la acalló acercándole un dedo a sus labios. Leyó su corazón. Se revolvía en ella un recuerdo indecible, una amistad por la que guardaba penoso luto.

—Quienes ya no nos acompañan en el camino —dijo Safo acomodándole una mano entre los pechos—, todavía nos acompañan aquí. Celebra esa existencia en tu corazón. Ineludiblemente, todos regresaremos a la Fuente. Sólo que esa fuente mora por fuera del tiempo; y el tiempo es, por excelencia, la mayor ilusión que nos tendieron los dioses.

Vestigios de la sustancia. Era como si aún perdurara en ella.

Mirtis se asombró de sus dones, y tragó una lágrima antes de dirigirse a la poetisa.

—Mi solemne Señora desea saber, ¡oh Safo!, en qué consistía esa iniciación mistérica que tú impartías en tu tierra. Pues, desde entonces, el color de sus días cambió; ya no goza de sus antiguas labores ni de sus caros privilegios. En cambio, se ve devastada por una fuerza indomeñable y misteriosa que le hizo amar lo que no es posible amar; que le hizo desear un fruto prohibido, un destino que la arrojará a los brazos de la perdición.

—Entonces no deseas hablar con Safo. Ella te diría: “Esa fuerza que denominamos Amor, Mirtis, para quienes la atraviesan en toda su plenitud, sabe deparar dos adversidades de signo opuesto: amar a quien no nos ama; y ser amados por quienes no podemos amar”.

—¿Qué respuesta, entonces, debo dar a Mi Dama?

—Eso depende de cuánto tiempo tengas.

—Con la puesta del sol debo marchar con el mercader.

Safo suspiró, giró sobre sí misma y se obligó a despegarse de sus labores. Tomó el saco de óbolos de plata y lo regresó a las manos de la criada.

—Ven, Mirtis. Caminemos juntas. No temas: estás a salvo aquí —la tranquilizó acercándose a ella y elevándole la quijada con su diestra.

Así ambas bajaron las escaleras de la azotea y se internaron por los fragantes senderos de la villa, mientras Safo iba profiriendo:

—Caminar aligera pesares, Mirtis; ordena el flujo de pensamientos. Será necesario. No temas; intentaré no abrumarte con palabras. No tendrás otra oportunidad —advirtió—, por lo que no deberás reservarte ninguna de las inquietudes que afloren en tu pecho.

Alcanzada la estancia, Safo la invitó a bajar a una amplia cocina. Dio indicaciones a sus zagales sículos, quienes extrajeron una copia de hierbas, morteros y prensas que comenzaron a manipular, moliendo y destilando con pericia. Mientras los supervisaba, la poetisa comenzó a impartir destellos de su conocimiento a la criada de Melisa; le decía:

—La labor del poeta, Mirtis, consiste en poner en palabras de este mundo lo que acontece en una Esfera Superior; todo lo que subyace el plano terrenal de los sentidos. Pues todo lo que obra y opera por detrás de esta inmanencia es apenas el soplo, el remedo, la copia de un mundo sagrado: el reino trascendente del Espíritu. En esas Esferas Sagradas moran las fuerzas divinas y todo el universo que no podemos ver ni tocar; aún así, el espíritu lo sabe, es la más real de las cosas. Es la dimensión superior, la fuente purísima e inagotable, donde moran las esencias y las ideas. De esos inasibles sentires y pensares abreva la poesía. El poema es el hecho estético deslumbrado por lo perenne. El poeta vive en esa incesante búsqueda de expresar… lo inexpresable.

—¿Pero cómo es posible, ilustre Safo, narrar lo inenarrable?

—No lo es. Al menos para un mortal. Es justamente por eso que es de naturaleza divina.

Tal parecía concluir Safo su discurso, consintiendo a Mirtis con una acongojada sonrisa, como extrañada y maravillada de sus solas palabras. Uno de los domésticos, acercándose por detrás, esperó a que calle su boca para ofrecerle con ambas manos una discreta cílica de plata, de donde manaban los vapores de los ingredientes herbales. La poetisa asintió y procedió a ingerir el brebaje. Lo ofreció a Mirtis, aduciendo que favorecería su memoria y afilaría sus pensamientos. Ella accedió a tan benévola hospitalidad y dio tres sorbos de la cílica. Ni bien satisfechas, ambas volvieron a emerger a la claridad del sol. La esclarecida Safo, dando exquisitos pasos, dirigió a la criada hacia su amable jardín de rosales y liláceos. En esta época del año, revoloteaba por allí una miríada de esplendentes y polícromas mariposas, tantas en colores y en número que el batir de sus alas acariciaba la piel. Sólo bastaba el gesto de tender un brazo en alza para que algunas acudan a posarse con gracia a maravillar el ojo con sus diseños. Ahí Safo, entonces, retomó su disertación:

—Son signo del cambio y el renacer; no existe una igual a la otra —dijo ella, embelesada y delineando una perlada sonrisa. Se admiró en una expiración antes de proseguir—. Vivimos en un sueño, Mirtis… Pero, ¡ay, qué hermoso sueño!… Una flor despliega colores infinitos, la calidez del sol besa tu piel, una amable brisa soba tu rostro, las cuerdas de la lira que vibran y resuenan trazando por el éter una melodía lidia, eólica, dórica, jónica… Hueles el aroma dulce del río, oyes el trino monocorde y melismático de los pájaros, te admiras en la majestad y el poderío de las bestias, palpas el pétalo carnoso de una rosa, sientes el latido temprano de un corazón… Ése es el Misterio: la gloria y el asombro de la mortalidad. Es el sueño de la belleza; las Musas susurrando su canto detrás del umbral. Como sacerdotisa, Mirtis, mi labor fue la de crear belleza y manifestarla en este mundo. Con el elemento divino como rector y catalizador directo, abogué por investir de trascendente lo inmanente. Cada una de mis aprendices fueron designadas entre las más bellas de la nobleza griega, y a todas las envuelve el mismo influjo divino. A través de mi sabio Magisterio, puse mi vida en juego con ese único fin: servir a la Belleza.

»Integré un círculo de compatriotas esmerados en brindar a este mundo un vergel de belleza; un resguardo ante las fealdades del mundo; una oportunidad, tal vez la única, para que el iniciado se deleite en el éxtasis de esta existencia: las Rosas de Pieria. Pero muy tarde advertí que ellos preconizaban intereses espurios, corruptos… Hasta que un hombre sabio supo desnudar sus vicios. Con el tiempo comprendí, Mirtis, que tal cosa era sólo eso: un sueño… ¡bellísimo!… Pero apenas un sueño… Un sueño dentro de otro sueño.

—¿Cómo es posible, Safo, entonces, que la belleza desate maldición?

—Porque la fuente es la misma; inabarcable e incognoscible, pero es única. Los sabios del tiempo le otorgaron muchos nombres: la Fuente, la Providencia, la Madre, la Mónada… Cuando el mortal rasga el velo de Isis, cuando se interna en el reino del espíritu, lo bello y lo atroz, lo sagrado y lo profano, conviven fundidos en esa dimensión. Los opuestos, Mirtis, son dos grados extremos de una misma esencia; lo que el alma y la mente mortal perciben como dualidad. La esencia de la belleza y la idea de lo ominoso pueden asemejarse mucho; tal como el Amor y el Engaño, que suelen ser buenos compañeros de lecho.

—Ahora lo entiendo —dijo la criada—. Es como aquél mito que en una ocasión, mientras lavaba los finos tobillos de mi Dama, me narró ella con gracia y elocuencia: el mito de Psique, la más bella entre las mortales, quien suscitó la envidia de la propia Afrodita.

—Eres audaz —le sonrió Safo—. Díme, con tu dulce voz, ¿cómo lo recuerdas?

El rubor cubrió las mejillas de Mirtis.

—Arrastrada por el viento del Zéfiro, Psique fue condenada a vivir en completa soledad en un lujoso palacio —comenzó musitando—. Sólo durante la noche, a tientas y a obscuras, disfrutaba ella de la compañía de un amante misterioso y adorable. Acudía a visitarla en su plácido lecho, poseía su cuerpo y la hacía gozar de dulces placeres. Pero, al nacer el día siguiente, Psique volvía a hallarse en completa soledad.

—¿Y qué le había advertido ese amante misterioso y adorable?

—Que podía disfrutar de su amor tanto como le plazca, pero que jamás debía iluminar su figura con intención de conocer su aspecto.

—¿Y qué ocurrió cuando ella, instigada por la envidia de sus hermanas, quienes le aseguraron que por lo obvio se trataba de un monstruo, desoyó tal advertencia?

—Cuando Psique, en mitad de la noche, alumbró a su amante durmiente, atestiguó la radiante belleza del mismísimo Eros, el dios del Amor, y se desató la calamidad…

—Y ocurrió, precisamente, porque la mortal contempló el rostro de un dios inmortal.

—Entonces… los mitos son ¿ciertos?

—Ciertos o no, es irrelevante… ¡Los mitos son poderosos, Mirtis! Es el arma que esgrimen los mortales para conocerse a sí mismos. Demarcan los límites de su propia naturaleza, y sólo a través del mito pueden encriptar los saberes sagrados e inenarrables. No es muy distinto a lo que sé que has soportado merced al elemento divino…

—¿Y cuál es, sabia Safo, el “elemento divino” que ya has mencionado?

—Sólo puedo definirlo como la quintaesencia de la mortalidad. Ajeno a las categorías del bien y el mal que rigen este mundo; indiferente a lo que juzgamos bendición o maldición.

En este punto Safo erradicó de sus bellos labios las huellas de su sonrisa y miró a Mirtis con ojos profundos, cuyos destellos revelaban pesares. Le juntó ambas manos, le abrazó las suyas con suavidad y así la hizo sentar a su lado, sobre los curvados bancos de su santuario de piedra. Ahí, donde aún refulgía su fuego sagrado, Safo le advirtió:

—Todo cuanto te narré hasta ahora, y todo lo que revelaré en adelante, son conjeturas de mi propia experiencia. Sé que no soy la primera en invocar estas fuerzas, y tampoco seré la última. Aún brego cada noche a los altísimos dioses que las próximas manos mortales en las que recaiga el mineral sagrado sean más sabias y piadosas que las mías. No te pido, Mirtis, que creas a las palabras que saldrán de mi boca, pero sí a los pesares de mi pecho.

La criada asintió, aguzó sus oídos y abrió el corazón. Safo suspiró antes de predicarle:

—Cada ser, dulcísima Mirtis, tú y yo, cada hálito de vida, integramos un cuerpo místico único, separado en innúmeras partes de las que los dioses se alimentan. Los dioses, encerrados en el plano etéreo e inmortal, son esas fuerzas inaferrables, primitivas y primordiales, que llevó a los mortales a venerar las montañas, el resplandor del sol, la tierra fecunda, el flujo y reflujo incesante de la marea, el océano inmenso, los ríos de anchos cursos, el vuelo de las aves, el trasiego ineluctable de los astros… Pero los mortales, a menudo, odian penetrar en su propio corazón; por eso aman sus vicios y también los detestan. ¡Todo es arte de los dioses! Sabemos entonces que somos nosotros fruto de los Inmortales; no a la inversa. Cien soles de distancia habrá hasta cada corazón… A esa cualidad, que yo conozca, sólo puede precipitarla el elemento divino, innombrable, que llegó a mis manos desde Egipto, por el mero albur y las causas de los dioses. Somos nosotros, los míseros mortales, sus remanentes; pues este mineral integra la sangre divina: el sagrado icor.

»Incontables son las sustancias, triacas, pócimas y venenos de este mundo que inducen al sueño, al alborozo, al olvido, a la nostalgia, al deseo, a las delirantes ilusiones de la locura o, incluso, a la sórdida muerte… Pero ninguna otra como la sustancia única y sagrada, enlace ambiguo entre dos mundos antagónicos; que trae a éste mundo lo que pertenece al otro; capaz de invocar y materializar los egrégores que velan detrás del umbral. El reino del espíritu, ¡lo inenarrable!, se despliega ante el asombro… Las esferas se funden y los dioses acuden a tí… Los ves, los sientes, los oyes, los tocas… Se manifiestan ante la pura esencia del espíritu, tal cual los concibe el corazón. ¡Oh, tan tangible y tan terrible para el profano! Porque, desde hoy, sabrás, Mirtis… ¡No hay nada más dúctil y frágil que la mente! ¡Nada mas maleable que el alma! ¡Nada más obediente y flexible que la materia!… Y, no olvides, nuestro cuerpo también es materia. Tu alma, Mirtis, se mostró refractaria a la sustancia sagrada. Es natural… Pero de no haber oficiado Safo y sus iniciadas esa invocación, con certeza, ya no estarías aquí… ¡No es lo que ven tus ojos, desdichada Mirtis! ¡Es lo que siente tu aterrado corazón al saberse en plano ajeno, etéreo e inmortal!… Tu valiente corazón soportó revelaciones abstrusas, pero no llegó a penetrar el umbral del pavor sagrado; es lo que afectó y consumió a esa amiga por la que aún guardas penoso luto. Pues no es algo que un alma mortal pueda tolerar; sólo el altísimo iniciado o, en su defecto, algún alma pura y honesta en consonancia con el Espíritu podrá resistirlo. Ese tesoro, te aseguro, no es uno que abunda entre los mortales.

—¿Entonces tú, augusta Safo, has soportado lo mismo que nosotras?

—¡Demasiadas veces, Mirtis! Pero, como iniciada en tales artes, supe cómo amainar y fragmentar tan abominable poder. O creí saberlo: siempre hay fisuras en el velo.

»Una vez arrojado a su trance, primero, experimentas el estado de Síncresis [Σύγκρεσις]: atestiguas la conjunción de las esferas y se revelan ante tí los egrégores, los terribles vigilantes que moran apenas cruzado el umbral. Seres físicos y palpables; bien definidos y celosos; dotados de plena conciencia, que suelen dejar testimonio en nuestras carnes. Son los guardianes de los bosques, de las montañas, de los valles, de las grutas, de las ruinas, de los templos, de mares, ríos y desiertos; un espejo de su entorno y de las fuerzas naturales que los conjuran. Algunos son criaturas monstruosas; otros serán Ninfas de radiante hermosura, como Calipso; pero son entidades de libre voluntad y no pertenecen al sueño en el que estamos inmersos. A muchos de su raza los conocemos por haber sido inmortalizados en nuestros propios mitos ancestrales. No puedo yo saber por qué están allí, ni qué desean, pero ahí están: entre sombras y luz… ¡atormentándonos o embelesándonos por igual!… Todo está sujeto al grado de ascención de tu alma, a la calidad de tus pensamientos, a la fé de tu corazón, y este primer estadío es suficiente para que a un mortal profano, una vez abierta la puerta, los démones del pavor sagrado no lo abandonen jamás… ¡lo he atestiguado!

»De dominar el umbral de la síncresis, permaneces entonces en el limbo a través de la Sínthesis [Σύνθεσις]: la sustancia asimila tu cuerpo y tu sangre. Es como la antesala del sueño, cuando, en verdad, lo es en el sentido inverso. Adquieres facultades semidivinas; accedes a saberes mundanos, inconcebibles, con sólo mirar seres u objetos; manifiestas a voluntad a los vigilantes en el plano inferior; las voces de los dioses se acumulan en tu garganta que arde como la fragua de Hefesto; te envuelve una fuerza inmortal, ubicua y destructiva, como si dominaras una fracción del vasto cósmos en cada uña de tus dedos. Toda materia, todos los elementos: el fuego, el agua, la tierra y el éter, parecen también obedecerte. Yo misma he convocado tempestades y, en un descuido, he petrificado un bosque entero en Lesbos. Sólo si lo soportas y lo dominas, las voces divinas te imploran avanzar…

»Asciendes entonces al estado de Melothesia [Μελωθήσια]: la exaltación del espíritu. Tu alma se vuelve una con los cielos; tu conciencia perfora el enmarañado e ilusorio velo del tiempo. El sueño se torna real y valedero. Conocí, Mirtis, la esencia de lo ominoso, pero, a la vez, contemplé lo esplendoroso. Me deslumbró la gloria de una belleza idílica jamás atestiguada… ¡Ay, cuánta reverencia!… Majestad tan infinita no puede ser profanada poniéndola en vanas palabras, propias de un mundo efímero, pueril a menudo, destinado a perecer… Los dioses entonces se revelan ante tí; adoptan apariencias humanas de gran talla, investidos de radiante boato y enarbolando sus símbolos sagrados. Conozco a los dioses de cerca; los toco; me arropan en su gracia etérica e imperecedera; me ungen con néctar y ambrosía divinos… Las Gracias, las Musas con todos los atributos de sus ciencias, la gloriosísima Afrodita y todo su séquito alado me cobijan en su abrazo: los dioses reconocen ésta singularidad que soy yo.

»Éste es el punto, Mirtis, en el que, si ofreces algo a los dioses, algo que, con certeza, sabes que las fuerzas Inmortales no podrán desestimar, obrarán para torcer los hados de este sueño terreno en favor de los designios de tu voluntad. Comprobé así, con estupor divino, que serán capaces de transmutarse a través de la mímesis [μίμησις]: adoptar las formas de esos que amas con el afán de cumplir los deseos de tu corazón mortal.

La criada corintia la escuchaba con gran consternación, pero no deseando reservarse ninguna de las inquietudes de su pecho, le preguntó:

—¿Y qué es eso, Safo, que, con certeza, sabes que los dioses no pueden desestimar?

—La sangre… Sí. Por regla. El flujo vital que sustenta el pulso de nuestra finitud. ¿Nunca te preguntaste acaso por qué los dioses favorecen tanto las odiosas guerras? ¿Por qué se empeñan en demandar carísimos sacrificios y hecatombes completas?… Aún así, puesto que en ocasiones la sangre suele ser limitada e insuficiente, saben apreciar todo fruto de nuestro cuerpo producto del goce, del terror o de toda intensa vivencia que nos eleva como mortales: me ofrecí entonces yo misma, en carne, a Eros. Por encima de todo, sé que tampoco se resisten al exquisito festín de un thíasos entero integrado por bellísimas vírgenes deleitándose por primera vez en el dulce regodeo de sus joviales cuerpos; unas a otras, fascinadas sin medida, estremecidas en el tacto de las pasiones carnales más íntimas que recorren su tierna piel. Comprendes entonces, Mirtis, que las fuerzas divinas también saben abrevar de energías más sutiles y delicadas, tanto o más poderosas que la mera viscocidad de la sangre. Todo esto es lo que da pábulo a su eterna subsistencia.

Mientras expiaba Safo sus hondos pesares, la palidez de Mirtis se tornó rubor, pero, guardando aún temor reverencial, se aventuró en seguir despejando sus inquietudes:

—¿Puede haber entonces, sabia Safo, algo más allá de esta instancia?

—Deduzco que ese es nuestro límite, Mirtis; por lo menos, supo ser el mío. ¡Ni desearía yo saber qué hay más allá de los umbrales! Por desgracia, los susurros divinos me advirtieron de dos posibles abismos de opuesto signo. Podrás, tal vez, elevarte hacia la Apotheosis [’Αποθέωσις]: dejas de ser la parte para ser el todo, lo que implicaría abandonar esta vasija, el cuerpo, y fundirte para siempre en el reino sempiterno del Cósmos. En contraparte, lo que será infinitamente más terrible, desciendes al estado de Katábolon [Κατάβολων]: el olvido indeclinable. Te volverás lo opuesto a un símbolo; el espíritu se disuelve en el Caos Primordial de la Nada; jamás habrás siquiera existido ni habrás sido soñado… Es lo que distingue, supongo, a la nefasta eternidad del anhelo de inmortalidad.

Así culminaba la poetisa sus hondos descargos. Al advertir el pálido rigor de la criada, se atrevió a acariciarle sus delicados hombros, destensándolos, y esto añadió:

—Todo esto, te lo aseguro, es apenas una chispa desprendida de la inmensa hoguera de sus Misterios. Pero no te aterres, valiente e incorrupta Mirtis: el elemento, creo yo, ya desapareció por completo de nuestro alcance. Mi propia carne reconoce el poder que acarrea esta palabra revelada; conozco los sentires y recuerdos que consigue evocar. El brebaje herbáceo que ingerimos es el bálsamo más eficaz para aletargar esos detestables pensamientos. Me aseguraré de enviar pronto la receta a Corinto.

Safo le tendió una afable sonrisa. Mirtis, entonces, fue al punto de su consulta:

—Según todo esto que con tanta congoja me has revelado, desdichada Safo, ¿cómo llegó esta maldición, entonces, a afectar a mi nobilísima Señora?

—Los mitos, Mirtis, ¡otra vez!… Aquella noche, advertí que el guerrero es descendiente de Diomedes, el único Héroe que, guerreando para el bando aqueo, se atrevió a herir la inmortal belleza de Afrodita, defensora de su hijo Eneas y de los troyanos. Fue, entonces, la propia Diosa quien se transfiguró… ¡la mímesis!… Adoptó mis formas, mi cuerpo, mi voz… y ejecutó su venganza.

III

—¡Y entonces creerás cada fruslería que escupa esa víbora lesbia! —bramó Hárpalo; la rispidez de su garganta retumbó por el solitario recinto de Poseidón.

—¡Creo en los hechos, argivo! Creo en lo que atormentó a mi criada —le replicó Melisa.

Mostrándose altivo y renuente a su palabra, Hárpalo se acercó a ella.

—Entonces, si ya estamos condenados —dijo tomándola por las vestiduras y arrimándola a su piel—, ¿qué sentido tiene ahora privarnos de gozar las mieles de este amor?

Pero Melisa lo apartó de su cuerpo con ojos anegados, replicándole:

—¡Quizás aún estemos a tiempo de redimirnos de un hado, con seguridad, funesto!

El rostro de Hárpalo se enrojeció y su voz quebró en repentina furia:

—¡Entonces darás crédito a la ramera! ¡Conocí a muchas de su clase, Melisa! ¡Portan cabellos de sierpes y escupen veneno por su lengua como si fueran los quelíceros de Aracne!

—Si tanto reniegas de su palabra, ¡orgulloso!, créele al menos a tu joven protegido, ¡aquel que encontró su hado demasiado pronto en los feroces brazos de la mar!…

Sus palabras le golpearon pecho y oídos como un puño. Incapaz de dominarse, Hárpalo alzó su recia mano hasta atenazarla con fiereza por la quijada. Salvaje, la arrumbó contra el altar de sacrificio y la sujetó bien próxima a su rostro desaforado. Amargas lágrimas rebalsaban sus ojos cerúleos y, a la par que veneraba la insoportable belleza de su amada, aquél recuerdo de Crates carcomía su orgulloso corazón. Los glúteos de Melisa sentían el gélido escalofrío del mármol, y así, paralizada, acosada por la devastadora fuerza contenida en ese musculado brazo, ¡arma tan mortífera!, le increpó:

—¡Ea, hazlo, guerrero insensato!… Sacrifica una sierva de Poseidón en su propio altar… ¡Así los dioses te maldecirán dos veces!

Un llanto oprobioso e incontenible invadió entonces a Hárpalo. Pero aún así, sin querer desprenderse de su férrea pasión, apretó con fuerza las tersas mejillas de Melisa, la acercó a sus ojos y le habló con voz quebrantada:

—Sólo por tí, Lísida… ¡Sólo por tí!… Éstos ojos pueden derramar lágrimas…

Acongojado de su propio acto, besó con un fervor abrupto la boca roja y tentadora de su amada. Sus dientes chocaron y se deleitaron en el ardor de sus lenguas, mordiéndose ambos la endeble carne de los labios como si de una fruta dulce se tratase.

En ese ambiguo frenesí de consuelo, como por arte de algún dios o estremecidas por el llanto, las rodillas de Hárpalo comenzaron a temblar; dejó caer su cuerpo, derramado como una lágrima, por el torso de Melisa. Se ahogaba en su garganta un tormento lacerante. ¿Cómo podía él, el orgulloso Oso de Corinto, permitirse tan odiosa flaqueza? Sentía cómo su corazón soberbio y zaherido se revolcaba en sus propias miserias.

—¡Ah, mi primorosa y dulce Mèlitta! —sollozaba, aferrado a los muslos de su amada—. Finalmente lo hice… ¡Patético argivo!… ¡Falté a mi palabra! Te he lastimado…

Melisa se conmiseró de él. Desde lo alto comenzó a acariciarle sus cabellos serpentinos y castaños. Abrazó suavemente su cabeza, la apegó contra la dulce fragancia de su pubis, en el punto bajo de sus caderas, mientras le profería con doliente voz:

—Suficiente daño ya nos infligieron los dioses…

—¡Ay, esa inútil poetisa!… —se lamentaba él—. ¿Mencionó acaso, si es que no miente, una purga o algún indeseable sacrificio capaz de revertir este avieso destino?

—Quizás —suspiró ella—, pero nada de esto es sencillo, banal o profano, mi primor. La bella Safo reveló a mi leal Mirtis una remota posibilidad, un atajo… Después de todas las calamidades que le hizo padecer, ¿no recibió incluso la bellísima Psique el indulto de la propia Afrodita, quien la ungió en su gracia y la exoneró de todo mal?… Pero antes de revelártelo debes entender esto, divino Hárpalo: ¿eres conciente que, de revertir este hado, quizás nunca volvamos a amarnos?

—¡No! ¡Eso jamás! —gruñó—. Tu beldad, Lísida, me perturba al punto de deleitar mis ojos hasta herirlos. Entiéndelo… No concibo mundo posible sin tí. ¡Antes voy a ahogarme en los estanques de tus ojos; voy a disiparme en la miel de tu fragancia; voy a besar los rastros de tu sombra; voy a inmolarme en el altar de tu majestad!… ¡Oh! ¿Es que los dioses no se cansan ya de condenarme? A mi estirpe ya los argivos la declararon ‘maldita’ mucho antes que yo nazca. De no ser por el viejo Leagro, yo hubiese muerto ni bien dado a luz por la madre que ni siquiera llegué a conocer. Pero renunciaré a todos mis honores; a toda fama y toda gloria que puedan brindarme futuras batallas; a mi corona de Nemea; a mis servicios a Periandro; desdeñaré y mancillaré en público mi propia estirpe; purgaré mis males en las altas moradas de los dioses; sacrificaré todos mis bienes… ¡Pero te tendré de uno u otro modo! Y para que veas cuán dispuesto estoy, ahora mismo, ¡arrancaré de mi mano estos odiosos dedos que se atrevieron a lastimarte!

El intrépido guerrero se apresuró de pronto a empuñar la daga ritual, la que blandió con la izquierda, ambidiestro como era, y volvió a prosternarse ante los carnosos muslos de su amada. Exasperado por el sollozo, presto a consumar la sanguinaria ofrenda, acomodó los dedos de su derecha sobre el borde del altar sacrificial; mordió las telas añiles de los vestidos de Melisa y a punto estuvo de mutilarse si no fuera porque la excelsa corintia llegó a retirarle el arma de su izquierda y reprendió su infeliz accionar:

—¡Exageras, Hárpalo! ¿No ves a qué punto este hechizo llegó a consumirte en la locura? Al menos, por ventura o decoro, escucha lo que tengo que decirte. Y si lo haces —le dijo alzándolo por las mejillas—, te prometo… que tendrás tu recompensa.

Melisa ya había tragado sus últimas lágrimas, y ahora un destello seductor danzaba en sus pupilas grisáceas, como si ostentara pleno dominio de la situación. Los ardorosos ojos claros de Hárpalo se regodeaban en una emoción confusa; sus labios quedaron ausentes de palabra. La bella corintia, entonces, conmovida de ver a su amante arrastrar su indoblegable orgullo, le explicó aquello que Safo reveló a Mirtis:

—Hay una única puerta posible que esclarecerá lo que nos depara el destino. No es algo que la prudente Safo esté bien dispuesta a hacer. De hecho, se juró jamás volver a incurrir en soberbia. Pero sólo ella, iniciada en estos vastos y sagrados saberes, quien se jacta de oír las terribles voces de los dioses, será capaz de oficiar la invocación a la aúrea Afrodita, responsable de nuestro incierto destino. Quizás, a cambio de revocar la libertad condicional que tú has impuesto sobre Safo y su desgraciada familia, ella encontrará un modo de hallar ese mineral divino… el mismo que nos arrojó a nuestros brazos.

—¡No! —interrumpió él—. Ya mancillé mi orgullo una vez: ¡no pretendas que lo haga dos veces! ¡Y menos ante esa eolia ofidia que se atrevió a burlar mi honor!

—Debes entender que, entre los mortales, nadie más que la gloriosa poetisa de Lesbos, la de dulcísimo canto, a través del sabio Magisterio que ella misma inició, es la única capaz de desentrañar los misterios de la diosa trenzadora.

—De todos modos, no es una decisión que corre por mi voluntad. Mitilene se reserva el derecho de decidir por sobre ella y su familia. No puedo entrometerme en esos asuntos. Su exilio no es de sanción permanente, sino limitado a un plazo de dos lustros.

—Acude entonces a las artes del soborno.

—¡Abre los ojos, Lísida!… Soy un guerrero y maestro de armas, no un legislador. No me crié en palacios como tú, ni crecí en el corazón de las ciudades: se me da mejor el arado, el hacha, las riendas y la lanza, antes que las artes de la labia política.

—¡Y creciste fuerte y hermoso!… Pero si así decides prescindir de la poetisa, que sean tus manos, no las suyas, las que vayan en busca de ese ominoso mineral de los dioses.

—¡Lo que dices es terrible! ¡No me someteré dos veces a ese abismo abominable!…

—¡Entiende que los dioses siempre solicitan pruebas de los mortales, Hárpalo! Deberás hallar tú mismo la manera. Emplea tus astucias. ¡Pon a prueba el valor del que tanto te jactas!… Y después, entonces, acudirás a Safo. ¿O deseas salir de este santuario y poner término a tu vida, privado para siempre del fuego de nuestro amor?

Al oírla, Hárpalo se le aferró a su cintura como un niño. Sollozaba y sacudía su cabeza; su mente escarmentaba sobre las remotas posibilidades de obtener el indulto de la diosa.

—Entonces… Lo acepto, Lísida. Hallaré yo mismo la manera… Aun siendo sabedor de los terribles pesares que entraña esta empresa. Pero, ¡oh!, ¿sucumbiré ante los horrorosos males que aún hostigan mi alma? ¿Me volveré acaso un ser vanidoso y codicioso como Periandro? ¿Seré capaz de tramar pérfidos engaños y de manchar mis manos con sangre en favor de conseguir esa impiadosa y aborrecible sustancia sagrada?

La bella corintia calló un instante antes de decirle con tono impertérrito:

—¿Debo acaso recordarte que ya lo has hecho, amor mío?…

Tales palabras volvieron a cerner un quebranto de lágrimas sobre el guerrero enamorado y maldito. Lo embargaba la profunda aflicción por aquél amado joven, cuya vida precipitó al Hades con dolo, urdiendo asechanzas de ruin y vil manera.

Mientras él lloraba, la discreta Melisa perdía su mirada en el vacío. Como acto de consuelo imponía sus blancas manos sobre la mollera de su amado mientras su mente sagaz pergeñaba las tramas veladas dentro de las tramas aparentes. Sin abrir sus labios, entonces, evocó aquello último que Safo había dicho a Mirtis antes de marcharse de la viña.

—¿Conservas en tu pecho alguna otra inquietud, loable Mirtis? —había preguntado Safo, mientras el sol estival encandilaba su benévola faz y la calurosa brisa de Siracusa mecía los bucles pardos que colgaban desde su tiara de eneldos.

—Si es que esto te concierne, ilustre Safo —habíale dicho Mirtis—, mi gloriosísima Dama desea dirigirse hacia tí, en esta ocasión, como madre y como amiga. Pues, en la Casa de Corinto, especialmente en estos días, corre la voz de una antigua profecía que en su tiempo recibió del Oráculo de Delfos su legítimo suegro, el difunto y afamado Cípselo. Éstas fueron, en concreto, las palabras de La Pitonisa:

«Dichosa esa persona que bajando está a mi morada:

Cípselo, hijo de Eetión, soberano de la gloriosa Corinto;

tanto él como sus hijos, pero ya no los hijos de sus hijos».

»Desde entonces, ¡oh Safo!, mi Señora teme por el bien de sus hijos. Acudiendo a tu sabio consejo, ¿debería ella interpretar tan infame profecía como infalible y veraz? ¿O quizás se refiere a los otros hijos que Cípselo engendró en otras tierras? ¿Existe acaso un modo en que los dioses cedan a torcer el hado que decretan?

—¡Ay, Mirtis! Los oráculos de Apolo, si bien nunca falibles, tienen tanto de sabio como de ambiguo. Pero, ¡ay del mortal que quiera forzarlos a la interpretación de la razón!, pues incurre en muy gordo error. Serán prudentes siempre que sean interpretados por la sabiduría del corazón, esa que, como sabes ahora, los mortales tanto recelan de acceder. El corazón opera con razones que a la propia razón le son inexplicables; son dos tipos de sabiduría de muy distinto signo. Los oráculos de Apolo no son enigmas a descifrar, sino misterios a experimentar. La razón puede inferir, con acierto, que la sombra de la corrupción no está exenta de asolar también a la sagrada Delfos. Somos imperfectos por naturaleza, pero también el misterio se sustenta a través de nuestros actos. Y sentarse a esperar la desgracia, ¡también será un error! ¿Acaso no estamos, ya, todos condenados?… Nunca se sabe de qué lado golpeará el puñal de la desdicha: pero sí podemos decidir cómo afrontarlo.

»Permíteme ahora, Mirtis, reconocer que en un punto sí te he mentido. Que el mineral sagrado haya recaído en mis manos no fue causa del mero albur de los dioses. Pues hay una fuerza arrolladora y primordial que rige muy por encima de ellos: es Ananké, la Necesidad Ineludible; la que ordena el suceder de los hechos; la que puso el elemento en mis manos. Tan sólo un corazón con razones justas basta para torcer los hados y hacer que las fuerzas divinas se amolden al nuevo orden de cosas. Confío en que Su fuerza somete a ambos órdenes: inmanente y trascendente. Y éste es un secreto que te lo diré en voz muy baja: los dioses, en realidad, envidian nuestra finitud. Esa es la cualidad que nos permite aferrarnos plenamente a un tiempo de goce que eventualmente morirá y no regresará; jamás volveremos a maravillarnos de un poema del mismo modo que al haberlo escuchado por primera vez. Adolescemos, entonces, de un privilegio al que los Inmortales no pueden acceder.

Tal recordó la bella Melisa la misteriosa profundidad de esas lecciones y se esmeró en componer sus mientes. Ahí debajo, su amado aún se tendía a sus pies.

—Ya no llores, Hárpalo… ¡Que me enternecerás! —dijo ella acariciándole las mejillas—. Aún ambos respiramos en este sueño. Y no olvides que de todos los males del mundo que escaparon del ánfora de Pandora, la esperanza fue el último don que los mortales se permitieron atesorar. Ahora, seca tus lágrimas. Haz que tus miembros recobren el mismo vigor que tenían antes: porque necesito que hagas algo por mí.

Lo tomó entonces por sus hombros formidables, lo hizo erguirse sobre su cabeza y le enjugó sus lágrimas mientras se acomodaba con gracia sobre el altar sacrificial. Sin dejar de quitarle de encima su glauca mirada, lo deslumbró con el candor de sus muslos. Así entonces, bajo la solemne imagen del dios, profirió esas incitantes palabras:

—Aquí estoy, toda disponible para tí. Tómame, amor mío…

Él, encendido como estaba, no tuvo más remedio que entregarse a ella como si Odiseo aceptara la irresistible oferta de Calipso, la Ninfa que oculta, sólo que ahora se revelaba entera, tan radiante y deseable ante él. Por la abertura de sus vestimentas le introdujo las manos sobre el abdomen; se solazó primero sintiendo la ignífera piel desnuda de sus senos turgentes y terminó sucumbiendo en mitad de su pecho: ¡tanto añoraba impregnarse de aquella floral fragancia!… Tendidos a horcajadas sobre el altar de sacrificio, le separó los muslos para deleitarse en ella como se deleita el oso hundiendo su morro en el anhelado panal de la miel más exquisita. Así Melisa, en pose supina y con el fuego quemándole la piel, esgrimía muecas de prestarse entera a sus placeres. A ambos poseyó entonces, en medio del dulce tormento que los agolpaba, un furor agónico y pasional.

Ella lo elevó por sus ensortijados cabellos y lo acercó a su boca para besarle los melíferos labios; le arrancó las vestiduras y le arañó la gruesa piel de su omóplato. Con sus manos tersas y rosáceas le excitó la carne en el punto exacto donde su amante consolidaba toda su virilidad enhiesta; lo atenazó con las piernas y acomodó su postura aprontando el calor de sus muslos a sus caderas. Él se adentró en su cuerpo y comenzó a degustar el fruto de su amor; volvía a zambullirse en el sentimiento de yacer con una diosa inmortal, no deseando demandar nada más de lo que ella decida ofrecerle y aun así estarle eternamente en deuda por ello. Fundidos los hálitos y las pieles en ardiente comercio; cintura con cintura, vientre con vientre; Melisa acercó su endeble boca púrpura al oído de su amado para susurrarle con inusitada furia:

—¡Concédeme un hijo, primor! —musitó entre dientes, sin dejar de presionarle el cráneo, clavándole las uñas en su ancha espalda—. ¡Ahora mismo! ¡Poseidón proveerá!

Hárpalo, privado del uso de razón, no podía dilucidar que sentires movían a su amada a exigirle tal cosa; sólo se esmeraba en satisfacerla en todo cuanto le pida. Quizás, pensó, era el motivo por el cual no había ingerido el brebaje de infertilidad. No le importaba eso, tan sólo rendirse al plácido fragor de las pieles chocantes: era ella la bellísima auriga de su alma. En él sólo acrecentaba el ímpetu por poseerla de todas las formas posibles, y así lo hizo, embistiendo sus ingles una y otra vez, dominado por la fuerza de un tropel de mil sementales, hasta estremecerse y expulsar su simiente en el vientre de su amada Lísida.

No la poseyó una, sino muchas veces, pues así de inagotable era el deseo que los dominaba, así de fuertes los lazos del desenfreno. La suspicacia de ser sorprendidos alimentaba aún más el fulgor de sus pasiones, y cada vez que surcaban la cresta del estremecimiento sentían derramarse vida el uno en el otro, como si abrevaran de la fuente inextinguible del placer sublime de los cuerpos. Pero todo aquel éxtasis, aquél furor prohibido y desbocado cesó de repente ni bien oyeron la lejana procesión acercándose a terreno sagrado. No deseando tentar al destino buscaron robarse los últimos besos y terminaron por separar sus exhaustos cuerpos.

Procurando que nadie lo vea salir, mientras la bella Melisa volvía a ceñirse sus cintas añiles y túnicas sacerdotales, Hárpalo se retiró abrupto del templo. Hallándose ya lejos del santuario se preguntó si al año siguiente volvería a encontrarla allí.

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