I
El día había comenzado a sonreír hacía poco. Doce veces habían ya trenzado su danza celeste Helios y Selene sobre el mundo heleno desde que Tersites recibió las órdenes en Hiera de su buen amigo y mejor general. Aguardaba él en el atestado puerto de Cnoso con cincuenta hombres a su cargo. Todos habían surcado la mar abordando el reforzado bajel del legislador Lirceo. Llevaban ya cuatro días y noches encallados ahí, pagando caros impuestos a los magistrados cretenses, y los ánimos de los hombres tornábanse impacientes; pues no había indicios de Pítaco, su laureado general de los años pasados.
Según sus prudentes instrucciones, el deber lo animaba a partir a Atenas con el asomo de la primavera en una misión que él todavía desconocía, pero a la que guardaba honra y respeto. Tal evento ocurriría en los próximos dos días, y tal era el tiempo que requería tomar la ruta hacia Atenas. Se debatían entonces Tersites y el piloto la situación, pues los hombres escaseaban de alimento y ansiaban retornar a la patria, pues en muchas póleis griegas ya se preparaban las muy célebres fiestas en honor a Démeter y Perséfone; el retorno de la hija a su madre y, con ella, el florecer de los frutos y cosechas.
El leal Tersites, más que cualquier otro, sabía que Pítaco era hombre de austera y férrea palabra. La razón de su ausencia en Cnoso sólo podía obedecer a imponderables surgidos en su travesía, y tal era la explicación que daba a sus hombres para contenerles el ánimo. No fue hasta que el cuarto día Helios se clavó en la perfecta vertical, que divisó a lo lejos su insoslayable silueta.
Llegaban Pítaco y Solón al puerto de Cnoso después de pedir el favor de Misón, el venerable anciano de Gortina, el campesino que todos los días recorría esos caminos. Henchidos de gloria sus espíritus, exhaustos sus semblantes. Tras ellos la figura de Epiménides, el adivino, cubierto a todo tiempo de los rayos del sol con una puntiaguda capucha del mismo negro de sus largos atuendos. No se distinguía siquiera dónde llevaba las manos o cómo movía los pies. Solía ir, en mayor medida, con los ojos cerrados, meditante, siempre con los párpados cubiertos de denso hollín, mismo con el que contorneó sus ojos y untó arriba de sus pómulos.
Pítaco besó la mollera de Tersites, y con renovado ímpetu todos se hicieron a la vela. Al tiempo, el labrado espolón de proa ya dividía el piélago tras ellos.
—¡Pítaco! —le llamó Tersites al corazón de cubierta—. ¡Estos cretenses nos han desplumado! Electro, ágatas, ánforas de vino, cabras, gallos… ¡Se llevaron todo cuanto teníamos de valor! De haberte esperado un día más, ¿qué explicaciones daría yo a los magistrados?
—¡Ah, tuve el agrado de conocerlos! —ironizó Pítaco palmándole un hombro y apartándolo de los demás hombres. En la borda, sin dejar de abrazarlo, añadió—: Llegado tú a Mitilene, acude al favor del joven Helánico, quien suplanta hoy mis oficios, y que estos gastos corran por su cuenta. No escatimará en el menor dispendio, pues es varón de buen entendimiento y de audaz palabra. Dile que Pítaco lo resarcirá pronto y gratamente. Tú eres mi amigo de guerra y del buen pasar, pero sólo de él me fío en las agitadas arenas políticas. Si los demás persisten en hacerte hablar, sólo diles que no ha sido una buena negociación. Pero nada más debes revelar. Ni siquiera que me has visto. Notifica ésto a nuestros hombres.
Su fiel amigo asintió con la cabeza, gustoso de ser su confidente. Incorporó las órdenes, aunque un asunto parecía perturbar su quietud.
—¿Qué es, en concreto, lo que has venido a buscar en esta veleidosa patria? —preguntó entonces ladeando su cabeza, mirando con semblante desconcertado a la figura del anciano de barbas trenzadas y puntiagudo velo, como sentado sobre sus rodillas, absorto y cabizbajo de frente al canoso mar.
Pítaco acompañó su gesto, pues sabía que tal presencia era demasiado ostensible. Con un brazo le rodeó la cabeza y le habló cerca del oído:
—Quisiera también saberlo, amigo mío. Pronto tendrás noticias. Te aseguro que cuando asome el estío, Mitilene nos encontrará elevando una copa a las estrellas.
Los marineros entonaban las sagradas salomas al inmortal Poseidón, mientras ya se adentraban en un profundo y broncíneo atardecer. Pítaco había permanecido al lado de Solón, ambos macerando en sus mientes los planes de la conjura y, cada cierto tiempo, contemplando el impávido tesón de Epiménides. No había movido un ápice su postura desde que abordó la nave, mucho menos proferido palabra. No dormía. Meditaba impertérrito con las manos ocultas entre sus gruesas túnicas. Sólo cuando la luna menguante irradió toda su lumbre, dejó que su resplandor le acaricie apenas el rostro.
No decía mucho, pero lo reconocían sabedor de inefables misterios. Por empezar, ni sus ojos había usado para emerger del claustro en el que estaba inmerso, pues se movía por delante, adentrando su figura en las penumbras, dilucidando los caminos con la mente; sin siquiera forzar sus pasos, como si los años que aparentaban curtir su grisácea piel fuesen un disfraz engañoso, pues en nada parecía pesarle el cuerpo. Bajo el sol no se comportaba distinto. Detenía su andar sólo para encorvarse a recolectar hierbas, setas, flores, cornezuelos o raíces, sin siquiera divisarlas antes, revelando al sol sus huesudas manos y dedos. Con algún adminículo extraía de ellas diversas savias, o venenos tal vez, para después guardarlos en algún lugar al interior de su túnica. Empero, no lo habían visto ingerir sustancia alguna en su cuerpo, o evacuar siquiera; como si no precisase más elementos que los que ya condensaban su inalterable forma. Cuando hablaba, el tiempo parecía detenerse, y lo hacía expirando sutiles silbidos entre medio de sus concisas y exiguas sentencias. Ocurrió después que Solón lo había hostigado todo el camino con preguntas —a las que el vate no respondía— y relatándole todos los males que asolaban su patria.
—Atenas… —dijo— no puede avanzar… con escorpión bajo el pie.
Y después:
—Darme seguridad… y Atenas… renacerá… bajo Éter esclarecido.
Cuando Solón le preguntaba cuántos años había estado durmiendo, aquél se limitaba a replicar: «Los que fueron necesarios». Finalmente Pítaco disuadió al ateniense de insistir en su actitud, de no exigirle más claridad en sus palabras, que era mejor atenerse a la tesitura del momento.
Ahora, con la extraña compañía del adivino, ya navegaban todos rumbo crucero a Atenas. Divisaban a estribor las lejanas cumbres volcánicas de la isla de Milos, mientras se internaban bajo nubarrones amenazantes y sobre aguas turbulentas. El Mar de Mirtos elevó de pronto una densa niebla que rodeó todo el bajel. Ni un sólo pico vislumbraban ya a lo lejos; la inmensidad del piélago devoró por completo los horizontes.
—Deberías alimentarte —habló Solón al discreto adivino, a la luz de la candente hoguera central del barco y extendiéndole una lécane repleta de un sopado de mar, de la cual se convidaban los hombres.
Sólo silencio… Sus labios permanecían sellados.
—¡Epiménides!… —Buscó Solón azuzarle el ánimo.
Esta vez, el augur se dispuso a responder, apenas moviendo sus labios:
—No como… No bebo… Sólo soy. La Luna me es fiel.
La misma respuesta había escuchado de aquél la tarde anterior.
Para asombro del ateniense, el vate tomó aire y volvió a pronunciarse con áspera voz de pecho, liberando aladas palabras:
—En Epiménides moro hoy. Radamantis fui… Y Éaco. Y antes… Melqisedec. Moré en Ptahknemun, el egipcio… y en la maga asiria Semmuramat. Después conjuré el anillo… Umbral de démones y fuerzas liminares. Anillo que el rey sabio portó… en reino antiguo y lejano… y su suerte dilapidó. Para sí un palacio erigió… diez veces mayor… al templo que antes a su dios consagró. Sus advertencias desoyó… Y acumuló más oro… que piedras habidas en su reino. El anillo… de la sustancia extinta… secreto de Abaris, el hiperbóreo… reclama ahora… volver a su portador.
Tales palabras arrobaron las mientes de Solón; el tiempo pareció dejar de correr. Intentó memorizar para sí semejante prosa tan inesperada y abstrusa, pero se lo impidió el estupor que colmó de golpe su alma. Conocía los relatos de Abaris, antiguo sacerdote de Apolo, quien habló de los misterios de Hiperbórea, tierra incógnita a la que el dios lejano peregrinaba en su divino ciclo; donde el Sol se pone una vez al año, y sus habitantes, descendientes de Bóreas y Quíone, ninfa de níveos cabellos, vivían lo que mil vidas mortales celebrando banquetes y ceremonias, ataviados de laurel dorado. Conocía los mitos de los cretenses Éaco y Radamantis, pero ignoraba el resto de tan inextricable discurso. Quiso volver a hablarle, pero de repente Zeus tronó en lo alto. Un fúlgido rayo trepidó entre las nubes y partió el cielo. Las aguas se agitaron y se tornaron hostiles.
—¡Poseidón está disgustado! —gritó despavorido un tripulante.
—¡Abajo las velas! —rugió otro, no menos alterado.
Todos los hombres entonces abandonaron el convite y corrieron a sus puestos. Aseguraron las drizas al mástil, otros treparon por las jarcias a desatar los cabos de la vela mayor y del trinquete de proa, y los remeros en la bodega afirmaron el músculo para combatir las olas traicioneras. Pítaco se ubicó al lado del timonel para ofrecer de su vigor al gobernalle. Otros se aferraron a las amarras que discurrían por sólidas arandelas de hierro en redor de toda la borda, de donde colgaban muchos escudos pintados; unos elevaban súplicas, otros permanecían expectantes. La fina lluvia tornóse de pronto un inclemente aguacero. Delante de ellos observaron con espanto columnas arremolinadas de aguas y vientos que conectaban el piélago con la altísima noche nubosa, que se desplazaban veloces hacia un lado y hacia otro. Directo a ese repentino reino de torbellinos iba a adentrarse el bajel.
—¡Ea, ponte a resguardo! —gritó Solón a Epiménides, de imperturbable postura, el único de los presentes que no se hizo eco del revuelo.
El augur no respondía. Entre el griterío de los hombres, Solón miró cómo en su regazo, Epiménides había apoyado un pequeño recipiente que se asemejaba a una pezuña de buey. No podía escucharlo, pero veía sus labios moverse, como si hablara para sí mismo profiriendo sórdidas plegarias. ¿Suplicaba acaso? Lo cierto era que los sacudones de la nave y los copiosos azotes salobres no lograban alterar su calma, como si su cuerpo era ahora más pesado de lo que debería. De la cavidad de la pezuña de buey comenzó a elevarse una pequeña humareda; alguna preparación herbácea estaba ardiendo dentro. Lo vio abrirse de brazos con sus colgantes ropajes y elevar por primera vez su cabeza al cielo. Abrió sus párpados negros, miró en dirección al diáfano fulgor de la luna oculta, y Solón se encandiló con esos zarcos ojos. Lo vio elevar con la izquierda el cuenco sobre su cabeza; con su derecha señaló hacia la tempestad, y trazó un enérgico movimiento redondeado y descendente. Zeus volvió a tronar con estrépito y los relámpagos y remolinos se abrieron, desplazándose a los costados del trayecto. Todos los hombres observaban perplejos cómo la tormenta se dividía en dos partes, poniéndolos a resguardo en medio del impiadoso azote de Poseidón, pero únicamente Solón se percató del portento de Epiménides.
Al rato los hombres ya gritaban del júbilo que invadía sus ánimos al verse navegando sobre aguas calmas entre dos tormentas, y elevaban sentidas alabanzas al poderosísimo dios que porta el tridente, pues a él endilgaban semejante prodigio. La algarabía reinó en el bajel, y no olvidaron ofrecer sacrificios ni llenar después sus cráteras y copas de espumoso y dulce vino mitilenio.
Solón, en cambio, acercóse a su compañero Pítaco para comentarle lo que sus ojos atestiguaron. Juntos entonces fueron donde el augur. El ateniense se acercó por su espalda. Quiso tocarlo pero un súbito ardor se lo impidió, y dijo entonces:
—Ciertamente eres amado por los dioses… Quizás los hombres no lo advirtieron, pero yo he visto a los dioses apaciguar su furia; los vi responder a Epiménides.
—La respuesta yace… dentro del odre —pronunció el vate.
El ateniense lo miró extrañado, pero Pítaco supo que se dirigía a él. De inmediato extrajo el odre de su zurrón, y así le habló:
—He tomado este odre de un exiliado de mi tierra. ¿Dices que lo has empleado a tu favor? ¿Qué sabes tú de la sustancia que contiene? ¿Es ésto ‘oricalco’?
Al oírlo, el augur giró un tanto su cuello.
—‘Oricalco’ —dijo y retomó a su habitual postura—. Estúpido nombre es…
Solón, atónito de lo que escuchaba, arrebató el odre a Pítaco y miró en su interior.
—¡Aquí no hay nada! —exclamó— Sólo trazas minúsculas…
—Si lo hubiera… no tolerarían… abominable poder.
Una pavorosa fascinación entonces embargó al ateniense y al mitilenio, pues los relatos censurados en Atenas, la conjura de Cilón, la hermandad de los demás tiranos, las dolidas confesiones de Safo… Todo parecía obedecer a una ominosa verdad, velada y vedada a los míseros mortales. Con gran escarmiento sus mentes confundieron realidad y sueño, y por un instante imaginaron un mundo donde cobraban vida las pesadillas que los atormentaban desde entonces.
—¿Es este mineral esa infame sustancia —se atrevió a preguntar el ateniense con trémula voz— producida por el Trípode Sagrado, el fatídico artefacto que emergió de la mar años atrás y que suscitó tan penosa guerra?
—‘Aexis vector’… —pronunció el augur—. Tal nombre… los dioses otorgaron. Vector ordenador… que rigió el Equilibrio… en la Edad de Oro… Edad primera.
Solón, mudo del pasmo, evocó en su mente la poesía de Hesíodo, en concreto, el mito de las Cinco Edades del género humano —de Oro, de Plata, de Bronce, de Héroes y de Hierro— y rememoró también todos aquellos relatos que conocía de civilizaciones lejanas, que mentaban de primigenios paraísos perdidos… El Tiempo Dorado irrecuperable, que desconocía la guerra, el trabajo, la vejez, la enfermedad y demás miserias; donde el mortal tenía a bien morir y lo hacía sumido en un dulce sueño; donde abundaban los frutos que brotaban espontáneos de la tierra; y primaba una armoniosa convivencia entre dioses y mortales.
—¿Qué más conoces de esto, sabio Epiménides? —tomó la palabra Pítaco.
—Ruina será. Creado no fue… para esta humanidad —se limitó a pronunciar.
—¿Dices que una maldición ahora se ha desatado sobre el mundo?
—En el tiempo del ensueño… cuando dioses vivían con mortales… Aexis vector no fue maldición… sino bendición: componente de la sangre divina. Pero la vasija de Pandora… ya se ha roto. El tiempo de los Héroes… ha perecido. Y los tiempos que le sucedieron… Primordiales y titanes… Titanes y dioses… Dioses y héroes… Todo perece… cuando Aexis vector corrompe… la Ciencia Única se divide en muchas… y el Balance del Cósmos… amenaza con perderse. Ese es un relato… que profanos oídos… no deben oír.
—Hablas de mitos… pero ¿acaso alguno nos advierte de este mal?
—Los mitos… cosmogonías… teogonías… teomaquia… son pálidos reflejos… de la Verdad Primigenia. Trazas desvaídas… Bucólicos constructos… palabras y símbolos de este mundo… que intentan explicar… lo inenarrable… que acontece… en Esferas Superiores. Discurren y fluyen… como muchos arroyos… pero no ascienden… al altísimo manantial que los nutre: Verdad Primigenia.
—¿Por qué entonces nos revelas esto?
—Virtud veo… en sus corazones. Pero hay cosas… que el mortal… no debe conocer. Por lo menos… no saldrán de estos labios: el Misterio… dimensión permanente del alma… es yesca necesaria… para alumbrar el camino. Mis palabras son: esta raza… trunca y defectuosa… expuesta al secreto sagrado… sólo mirará un abismo… y el abismo… le devolverá la mirada. El mortal se internará… en un laberinto oscuro. Y los ojos del Minotauro… veo fulgurar… al fondo de esa noche ominosa. La locura consumirá… el corazón confundido. No habrá más ley… que estrago y calamidad… y pronto afrontará… la aniquilación.
—De ser ciertas las advertencias que salen de tus labios, Epiménides… —habló Solón recobrando valor en el pecho— ¿piensas que los virtuosos podrán revertir el curso de esta peste execrable que se esparce ahora por la tierra?
—Epiménides no piensa… Epiménides sólo es. Epiménides sólo recuerda. Y por ahora… Epiménides no tiene… más respuestas. El kairós se escurre… ante los ojos. Estos vientos… traen cambio. Atrocidad o bendición: los dioses… permanecen… indiferentes.
Nada más lograron indagar, pues fueron interrumpidos por un hombre de Pítaco, que esperaba las próximas órdenes a seguir. Solón se mantuvo estólido contemplando la figura del anciano de puntiagudo velo. El augur volvió a sellar sus labios y se entregó a un profundo estado de meditación.
La niebla ya se había disipado. Sin mayores estridencias dejaron atrás las tempestades y navegaron la noche hasta que la Aurora rosácea iluminó a lo lejos, con gran majestuosidad, la cumbre del cabo Sunión y, sobre éste, divisaron la silueta de esbeltas columnas de toba calcárea: el templo ático consagrado a Poseidón.
Pítaco volvió al rato con Solón, que estaba inmerso en reflexiones. El ateniense se compuso para indicarle que viren a estribor, y dio órdenes de tomar rumbo al Este, hacia Maratón. En esa extensa playa desembarcarían, evitando así los atestados puertos de la pólis; pues ahora comprendían que sus acciones y diligencias eran harto secretas, más de lo que habían imaginado, y debían resguardarse de los importunios de las gentes en pro de poner en marcha el agón sin más dilación.
Una vez en suelo firme, Pítaco, Tersites, Solón y el adivino se retiraron al límite de la bahía, al linde del bosque. El laureado mitilenio encomendó a su leal confidente la tarea de ingresar a Atenas como heraldo con un mensaje dirigido al eumólpida Nicias, avisándole de su situación. Los hombres tuvieron tiempo entonces de alimentarse, de ungir sus cuerpos con grasa y sumergirse en las álgidas aguas, y entregarse al reposo en la arboleda. El augur permaneció en su punto. Retornó Tersites al cabo de unas horas, con Helios al oblicuo, en compañía de un zagal y tres potros bien amansados. Pítaco gratificó la discreta tarea de su amigo:
—Recuerda mis palabras —lo recompensó con un cálido abrazo y un beso de despedida—. Mi corazón desea que éstas sean las últimas órdenes que te dé.
II
Y así hiciéronse a la mar los mitilenios en el bajel de Lirceo, mientras los demás ya se disponían a tomar rumbo a Atenas, en concreto, a la majada de Anacarsis, el sagaz escita. Pítaco y Solón dieron al zagal de Nicias unas brillantes túnicas recamadas y ellos en cambio se ciñeron unas sencillas clámides de fieltro; de manera que el zagal parecía ahora un terrateniente, y ellos sus esclavos.
Ensillaron las monturas y a golpe de espuela se internaron por los caminos del valle que dividía el Parnés y el Pentélico. Con cada paso dado en dirección al campamento crecía en sus ánimos el deseo de conocer todo lo acontecido durante su ausencia, que habíase extendido más de lo previsto. Rodearon la aldea de Cefisia y frente a ellos ya veían la cima del monte Licabeto a lo lejos y las cumbres del Himeto al poniente sosteniendo el disco solar entre dos de sus picos.
Atravesaron el bosquecillo de alerces lindante al curso del arroyo, reconocieron la aromática huerta del escita, surgieron al punto de las matas y los cáñamos y notaron en un claro una formación de infantería rodeando la tienda. ¿Acaso algo había salido mal? Se resguardaron y analizaron la situación. Contaron alrededor de ochenta hombres, todos jóvenes y armados de modestas armas, como si no pudieran costearse sus propias panoplias. Fueron sorprendidos por detrás:
—¡O’ Pítaco, el esquivo! ¡Y el loco medóntida!
El sarcástico vocejón les sonó muy familiar a sus oídos.
Giraron entonces las monturas y Solón tomó la palabra:
—¡Anacarsis! —dijo—. ¡Nicias! —Éste habíase aparecido por detrás—. ¿Qué está sucediendo aquí? ¿Acaso los tienen sitiados?
—¡O’ amigo mío! Observa con más atención… —dijo el escita con su habitual jactancia y señalando a las filas.
Advirtieron entonces al hombre que impartía órdenes a los peltastas. Era Demetrio, y el centinela Aniceto que surgió detrás de él; ambos hombres de Hipócrates.
—Tus versos fecundaron algunos corazones, Solón —tomó la palabra Nicias—. En tu ausencia, estos jóvenes acudieron furtivos al pórtico de tu hogar, en la noche, a regarlo de laureles. Uno de tus sirvientes me anotició del hecho y…
Solón entonces lo dejó con las palabras en la boca, azuzó con la espuela el ijar del potro y abandonó el punto para pasar revista a los hombres, cual si fuera un experimentado caudillo. Al verlo, los peltastas envararon sus cuerpos y le presentaron saludos y reverencias, proclamando a destiempo: «¡Salve, Solón!»
El medóntida les devolvió el gesto. Examinó sus posturas, sus cuerpos, sus armas. Notó también que formaban en torno a la osamenta sagrada de Palas. Saludó a los hombres de Hipócrates y, acto seguido, escrutó los ojos de cada uno de los jóvenes; hurgó en los sentimientos que revolvían sus corazones. Dedujo que eran en su mayoría hijos de campesinos o labriegos, pescadores y, en el mejor de los casos, hijos de acomodados comerciantes, alfareros, escultores o artistas. Pero todos ellos abrigaban el mismo furor en los ojos: miradas hartas de injusticias toleradas, de bienes arrebatados, de sufridas pérdidas cercanas… Lamentaba que sean tan pocos los que honraban su lucha, empero, un cálido regocijo se anidó en su pecho. Al tiempo advirtió que Nicias había montado el corcel de Pítaco y se sumó por detrás a su cadenciosa marcha.
—¿Esperan estos jóvenes valientes una arenga? —preguntó el medóntida.
—Ya habrá tiempo para las arengas —respondió el eumólpida—. Son todos ellos varones aptos y audaces que comprenden lo urgente de la discreción.
Solón asintió sin apartar la vista de los jóvenes, y preguntó:
—¿Dónde está Drópides?
—Desviando la atención de los eupátridas, por supuesto. Aún creen que el eolio Pítaco merodea por algún rincón del Ática.
—¿Y qué hay de los niños?
—Ávidos de gloria. Esperando su momento.
—…¿Hipócrates?
—Amonestado por los ancianos: pena leve por negligencia indeterminada. Ya saldó su multa. Aguarda en su casa el comienzo de la marcha, no sea que alguna de esas viejas serpientes aún le esté echando el ojo.
—Bien —volvió a asentir Solón—. Confío en que los preparativos de Anacarsis ya están listos para la gesta.
—Es un bárbaro peculiar y algo irritable, pero no conozco manos más ágiles que las suyas —admitió Nicias.
—Cuéntame el resultado de las negociaciones con nuestros posibles aliados.
—Susarión y los suyos ya dieron su palabra, aunque no me fío de ellos, porque a nadie juran lealtad, excepto a su extraño dios Momo. No son hombres de guerra. Se asemejan más a bestias bárbaras que se alimentan del escarnio y de yambos agresivos. De no haber sido por el ingenio de Anacarsis no habríamos doblegado su voluntad. Drópides, en cambio, ha ganado el favor de Zeuxipo y sus hombres, aunque sean apenas una sombra de su antiguo poderío. Sus corazones se alimentan del odio y el rencor hacia Teágenes. Nicandro se encarga de ellos.
—Es mejor que nada, amigo mío. Te aseguro que los dioses… Los Hados… están soplando a nuestro favor.
Nicias percibió en el tono de esas palabras un entusiasmo sombrío.
—A tal propósito, Solón… cuéntame ahora tú qué ha sucedido en tu travesía. ¿Qué es este flamante brillo que veo brotándote del pecho? ¿Es aquél —dijo dirigiendo su mirada a la figura del anciano de oscuro manto— el adivino a quien señalaban los versos? No me atreví a sostenerle la mirada. Pues sentí una sombra avanzar sobre mí, devorando uno a uno mis pensamientos…
—Los augurios fueron correctos, amigo mío. He atestiguado estupendos prodigios de los que, con seguridad, luego te hablaré. Los dioses nos favorecen, te digo. Y te lo debo a tí. Mañana camina con ese varón sagrado hasta la pólis. Déjalo andar por donde le plazca: él sabrá qué hacer.
—Eso no será posible, Solón. Mis superiores, demás sacerdotes y hierofantes, incluido el viejo Calias, ya esperan mis oficios en Eleusis. Esta misma noche deben iniciarse los ritos de primavera; no puedo dilatar más ese asunto.
Un breve instante Solón miró la hierba, meditativo, y exaló por la nariz.
—Hubiese deseado que tú, siendo de linaje sagrado, ingresaras con el purificador en la Acrópolis. El anciano Mirón se mostrará celoso de su presencia.
—Autorizaré una embajada por si acaso. Pero tanto tú como yo consideramos que el origen de la impureza de Atenas tiene más visos políticos que sagrados. Y, según razonamos con Drópides, patrocinado por él tendrá menos atenuantes para ingresar al Areópago. Por cierto —añadió—, el códrida te espera en su hogar.
Solón le acarició el cuello y la mejilla en tácito acuerdo.
—Tú ya has hecho demasiado, leal amigo. Y siempre me aconsejas con acierto. Dejemos entonces que la agudeza de Drópides se ocupe de ese asunto. Y dile… que me verá muy pronto.
Tal pronunció Solón y fustigó el corcel, y ya se disponía a moverse.
—¿Qué harás ahora? —preguntó entonces Nicias.
—Encender algunos corazones.
Le respondió con un destello de esperanza en la mirada y una cómplice sonrisa en las comisuras, y se dirigió hacia los hombres de Hipócrates. A uno de ellos les solicitó una lanza. La asió por la mitad y la sostuvo en ristre por encima de su cabeza, sin quitar la vista de sus jóvenes guerreros partidarios.
—Jóvenes valerosos… ¡Ah, los renegados de Atenas! —exclamó sonriente, contagiándoles las sonrisas—. Algunos hombres se jactan de sus gestas individuales. Yo, en cambio, me enorgullezco de cada uno de los que me acompañan. Miro a través de ustedes y veo hijos de campesinos y labriegos, cuyas manos sangran de recolectar cizaña. Veo hijos de alfareros, escultores, artistas… que pasan horas de agobio en los talleres, dando forma a las riquezas de los poderosos, embelleciendo sus mansiones a cambio de un mísero puñado de granos. Veo hijos de pastores y pescadores cansados de alimentar el estómago de la bestia que los oprime. Veo hijos de justos comerciantes, cuyas arcas se equiparan a las de los nobles, quienes celosos sofocan su voz en las asambleas de la pólis. Pero, lo que es más valioso, veo futuro. Porque pese a nuestras varias circunstancias, veo el mismo furor ardiendo en sus ojos; miradas hartas de injusticias toleradas, de bienes arrebatados, de penas y luto en mor de sus familiares… Algunos, tal vez, arrojados a la infausta esclavitud, sirviendo en sus residencias o vendidos a tierras tan alejadas de la Patria. Mi alma se conmisera de todos sus infortunios, pues, tal como ustedes, yo también fui silenciado… y sufrí, hasta este día, los males decretados por la ruin avaricia. Mi corazón se lamenta de que sean tan pocos quienes honran esta loable lucha. Pero esta lucha no es mía, sino nuestra: la de los justos y valerosos que aún quedamos de pie en Atenas. Y un cálido regocijo enaltece mi pecho, como una flama, al reconocer que cada uno de ustedes vale lo que cientos de atenienses cobardes, atrapados en necias esperanzas mientras la patria se desangra… Por eso, valientes, les extiendo mi gratitud.
Percibió Sólon cómo sus palabras elocuentes y honestas convertían ojos lacrimosos de angustia en indómita furia, voces silenciadas en incontenibles gritos bregando por escapar del pecho, manos temblorosas en apretados puños ávidos de sangre, dientes de becerro en colmillos de fieras temerarias…
Y su arenga continuaba:
—He viajado hasta los confines del mundo griego a buscar al varón divino que purgará nuestra pólis de todos sus males. Y aquí, ahora, por fuera de las murallas, al amparo de Palas Atena, nuestra diosa protectora, yo les digo con certeza que la venerable, augusta hija —dijo señalando a la osamenta sagrada—, a quien prefiere el poderoso Zeus entre todos sus vástagos, vela por nuestra gesta y por nuestro hado; pues es justa y sabia, y, sobre todo… ¡aguerrida! ¡Dejen sus pechos henchirse con los dones de su gracia, aborrezcan el miedo y les garantizo que mañana Helios los saludará como héroes!
Un rugido rodó por la garganta de uno de los mancebos y, como leones de una temible manada, muchos lo imitaron. Solón se precipitó en blandir la lanza y gritar por sobre ellos y, al verlo, fueron acallando sus gritos.
—Discreción, mis amigos —les ordenó el medóntida sin atenuar la sonrisa de su rostro—. No despertemos a la bestia antes de tiempo. Dejémosla dormitar… en su palacio regado de hombres petrificados… Y como el ágil Perseo, adentrémonos en territorio de Gorgonas ¡y cortemos la cabeza de Medusa!
Al decir eso, se acercó Sólón al muchacho que gritó el primero para interrogarlo.
—¿Cuál es tu nombre, valiente hijo de Atenas? —dijo habiendo apeado del potro y tomándolo del hombro con la diestra.
—Aristodemo, hijo de Hermolao, señor.
—¡Ah! ¿El mismo Hermolao quien honró la labor de Euforión, mi padre difunto, en las delegaciones del barrio del Cerámico?
El joven asintió con los ojos muy abiertos y humedecidos; Solón sospechó que Hermolao ya no contaba entre los mortales.
—¡Qué sangre virtuosa irriga tus venas! Estoy seguro, Aristodemo, que la belleza de tu nombre concierta con la belleza de tus hazañas —le habló con una penetrante mirada, agarrándolo por su improvisado linotórax de cuero y modestos tachones de bronce, palmándole el hombro con firmeza. Juzgó que ese valiente era aún muy joven para morir.
Volvió a montar el potro, impetuoso, para volver a hablarles de esta suerte:
—Como Aristodemo, abracen el sentimiento que corroe sus entrañas; elévense en él hasta tornarse brío que recubra sus mientes… Porque ésa es la voz de la razón y la justicia. Sean como el sabio que comprende cuándo contener sus pasiones y cuándo desatarlas: en sus pechos contengan el grito de Kratos… y desatemos las Furias en la hora propicia.
Abrupto y proceloso viento elevóse de la tierra, y cualquier palabra proferida demás se hubiese disipado en el Éter con la rezagada brisa invernal. Las copas danzantes de los árboles frotaron sus follajes anunciando la última lluvia de la estación. No hubo sacrificios, no hubo convite. Marcháronse todos a sus hogares con la llama en ascuas, el pecho henchido de justicia. Esa noche, fúlgidas nubes se cernieron sobre Atenas y se precipitó una densa y aplomada lluvia, como si el poderoso hijo de Crono anunciara la purificación venidera. Los sabios evadieron las intrigas por última vez y buscaron entregarse al apacible sueño. Epiménides, por su parte, se refugió en el aprisco del escita, entre pajares y animales inquietos. Posó doce cuencos a su alrededor, los hizo humar, y en la pezuña de buey quemó otras hierbas y pociones. Por primera vez regresado de su atávico sueño, ingirió una preparación herbácea: quizás, la justa proporción entre malva y asfódelo.
III
La clara palidez venció a la monótona noche para traer consigo un cielo abierto entre nubes dispersas y oscilantes. Los prados y montes florecientes ya volcaban indicios primaverales por todas las rutas que conducían a la pólis; donde la tierra húmeda, las charcas estancas y la piedra mojada acicateaban el peculiar aroma de la estación. Los ríos ensanchaban su cauce con el deshielo, y polícromas aves, anfibios e insectos decoraban el paisaje sonoro. Gorjeaba entre los ramajes el estornino de pecho purpúreo, presto a abandonar su morada invernal y retornar a los inhóspitos bosques de Europa, dejando el nido en las riberas merced al alción de bermejo plumaje y melodioso trino.
En unas costas desoladas de Ática estaban Pítaco y Solón, con Helios al oblicuo y el monte Egaleo a sus espaldas. Habíanse desviado de las riberas del Cefiso que se inclinaba curso a su boca y, ahora, frente a sus ojos asomaban sobre el horizonte del golfo los múltiples tonos verdosos de los escarpados picos de Salamina.
—La hazaña que estás a punto de emprender es digna de encomio, digna del valor de los Héroes. Sabes a qué peligros te expones, ¿verdad? —habló Solón sobre su montura, dominando sus inquietudes y arrugando las cejas de forma involuntaria.
Antes de responderle, el mitilenio se apeó de Tabiti, la hermosa yegua escita, le retiró la brida y la embocadura y la mimó un rato en el morro, pues en este tiempo había estrechado fuertes lazos con el animal; admiraba su nobleza.
—La experiencia me respalda: he tratado antes con tiranos —aseguró a Solón—. Si así quieres verlo, en estos tiempos convivo con uno allá en mi patria; ni siquiera el ostentoso Mírsilo se resiste a mis encantos…
Tal dijo sonriente, y entrambos se pusieron a verificar y afirmar las amarras de la balsa que confeccionó con presteza la muy hábil mano de Anacarsis.
—¿Estás preparado para esto? —volvió a hablarle el medóntida—. ¿Crees en tu corazón que tendremos éxito?
—Lo fácil es fracasar, Solón. Pues el fracaso nos es costumbre a todos los hombres. En cambio, para el éxito nunca nadie está preparado.
—De ser así, Atenas estará en perpetua deuda contigo.
—Lo hago también por Mitilene. Tengo la certeza de que tus proyectos llevarán Atenas a buen puerto. Y pronto será lumbre en tierra firme a todos los griegos. En mi patria, estimo, vendrá un tiempo en que un tirano será necesario para apaciguar y poner coto a las obscenidades de los aristócratas. Yo te he enseñado todo cuanto sé sobre combate y estrategia. Sería conveniente que tú, entonces, me enseñes todo cuanto sabes sobre leyes y metros poéticos. Alceo y Safo calan hondo en los eolios, que mucho gustan de la poesía.
—Será un honor para mí, y mi alma estará gozosa de hacerlo.
Así hablaban ambos omitiendo una espinosa y pujante inquietud: existía la remota posibilidad de que fuera ésta su última plática. Iban reforzando los últimos nudos de sogas y raíces a la balsa, cuando, en aquella bahía observaron a un humilde pescador ático encallando su modesta nave en las orillas y recogiendo sus redes; retornaba de la mar con el fruto de sus exitosos lances. Al verlo pasar, Solón, rememorando aquél suceso, preguntó al mitilenio:
—¿Pretendes con este favor, amigo mío, limpiar alguna mancha de tu pasado?
Aludía a aquél asunto que había puesto en juicio su honor, a la oprobiosa acusación de Alceo en la asamblea de Mitilene. Pítaco observó marchar al pescador hasta perderlo de vista. Miró a Solón, le sonrió y, jactándose de su espíritu valeroso y de sus agudas ocurrencias, esto se limitó a decirle:
—Supongo que, por ahora, ya me aburrí de las leyes.
No mediaron más palabra entre ellos, tan sólo bastó una centelleante mirada que suscitaba mutuas y admirables pasiones. Pítaco se internó en la mar de inusual calma, arrastrando tras de sí la balsa flotante, y Solón intentó no perderlo de vista hasta verlo encauzar su rumbo.
Ya ninguna nave mercante se adentraba en esas aguas sin ley que mediaban entre el Ática y Salamina, pues, precavidas, atracaban antes en Falero o en las marismas del Pireo. Pítaco se aferró a los remos adosados a los maderos y empeñó el músculo virando en el estrecho de Psitalea, el desolado islote que separaba ambos territorios. Allí se detuvo un instante, se aferró al mástil de un corroído navío caído en zozobra, varado por el lecho rocoso. Lo escaló con el vigor de sus brazos y enlazó en las abatidas jarcias el odre requisado a Safo años atrás. De un salto retornó a la balsa y por esas costas navegó incansable, enderezando rumbo hacia Salamina, combatiendo las fatigas que daban las agitadas olas, hasta divisar sobre el horizonte la gran empalizada en la playa.
Su osadía no fue inadvertida por aquellos que moraban del otro lado, por lo que comenzaron a elevar gritos de unos a otros, señalando al extraño náufrago que provenía de la mar esforzándose por no ceder a sus inclemencias. Ni bien el oleaje lo arrastraba a su merced acercándolo a la bahía salaminia, cada vez eran más quienes se congregaban al punto esperándolo venir.
Se arrojó de la balsa ni bien alcanzó las rompientes orillas y algunos hombres se internaron en las aguas para arrastrarlo sin cuidado y por la espalda hasta las arenas. El exhausto y empapado cuerpo de Pítaco se tumbó de cara al sol y así permaneció un tiempo, intentando recobrar su hálito.
—¿Ateniense? —le interrogó uno de los presentes.
El mitilenio expulsó los resabios de arena y agua salina del interior de su boca y garganta antes de responderle en perfecto ático:
—¡Piedad, megarenses! —les imploró, exagerando el acento—. ¡Soy tracio de nacimiento!
—Es cierto —dijo otro, puesto en cuclillas y examinándolo—, pareces tracio… pero tu lengua te delata. ¡Pues suenas a mis oídos como un perfecto ateniense!
Acto seguido se irguió, le oprimió el hombro con la suela de su bota y con una malévola sonrisa lo pateó hasta girarlo sobre su eje, haciéndolo morder la arena.
Soportó Pítaco aquella humillación que hizo romper en risas a los congregados. En ese instante surgió por detrás de la empalizada una guarnición de celadores megarenses que habían sido notificados de la situación. De la quincena de guardias, todos armados y vistiendo brillantes panoplias decoradas con verdes cintas y ribetes, remitentes al estandarte de Mégara, se separó uno de ellos con intención de increpar al intruso. Se acercó a él, desenvainó el xifós y lo señaló, a la vez que exclamó con aires socarrones:
—¡Oh, amigos! ¡No se ve a menudo pez tan extraño como éste!
Mientras todos reían, el guardia, que portaba un yelmo corintio de verdes crines que exacerbaba sus ojos desorbitados y su dentadura de equino, le examinaba a punta de espada por sobre su rostro y barba. La detuvo sobre su hombro izquierdo, donde llevaba el mitilenio un búho ateniense tallado con pigmento negro sobre su piel; tal insignia se la había grabado el escita semanas atrás, valiéndose de las artes de su lejana tierra.
—¿Esclavo? —preguntó el celador megarense sin dejar de hostigarle con la hoja.
El mitilenio se esforzó para erguirse de rodillas y elevó su empapado rostro, todo cubierto parcialmente de arena.
—Es una distinción… —le corrigió.
—¿Distinción de honor? —inquirió el vigilante.
—«Lealtad eterna a la gloria de Atenas» —dijo Pítaco, asintiendo con la cabeza.
—¿Te la otorgaron los altos mandos atenienses?
El mitilenio asintió una vez más, intentando recuperar su aliento, mientras escuchaba a los otros reír con notas de desprecio y protervia.
—¿Sabes lo que hacemos aquí con los atenienses que juran lealtad eterna a su patria?… Les vertemos un crisol entero de metal fundido por la garganta.
Ante la amenaza, el mitilenio se arrancó un cordel que llevaba en la muñeca y que enlazaba un filoso canto de obsidiana. Lo tomó con el puño derecho y procedió a lacerarse la piel a sí mismo justo por encima del búho pigmentado, masticando el agudo dolor que le penetraba hasta helarle los nervios. Profusa sangre comenzó a brotar de la herida, colándose entre sus dedos y goteando impiadosa sobre la blanca arena. Los megarenses observaban consternados y arrobados tan insólita escena. Al culminar, con su hombro en carne viva, Pítaco se echó hacia atrás y extendió su pierna defectuosa, la izquierda, falta de pedazos de carne, donde llevaba esa cicatriz espeluznante que lo hacía cojear.
—Ésto… es lo que los atenienses me han otorgado —pronunció entre dientes.
—¡Es un desertor! —gritó uno de los de atrás.
—Desertor o esclavo, sigue siendo ateniense. Y, como tal, es un traidor —habló el jefe de la guardia, mientras uno de sus lacayos, con una pérfida sonrisa, ya le aprontaba un garrote de hierro con un tizón candente en el extremo—. ¿Tienes algunas palabras finales antes que te envíe a cruzar el río Estigia?
—Llevo por nombre Cleónimo —dijo Pítaco—, y si uno solo de ustedes se jacta de prudente y de buen servidor de su patria, prestará oído a mis palabras. —Les lanzó una penetrante mirada en una breve pausa—. Mis padres eran tracios y fui criado por un noble ateniense que, valiéndose de un oráculo, me salvó de la muerte durante el saqueo de Eno. Mi padre putativo fue uno de los muchos ejecutados por ser partidario de Cilón, quien supo ser yerno de Teágenes, después de la fallida conjura. Para enmendar mis hados, crecí y destaqué como caudillo en la guerra de Sigeo y en Egina, por lo que se me otorgaron plenos derechos y condecoraciones. En muchas ocasiones integré codo a codo la mesa del banquete de los miembros de más noble casta; esos opulentos que decretan el devenir de la pólis. Pero fui traicionado en una sucia jugada política por un rico y detestable eupátrida, que me condenó a servir como esclavo en minas y tierras de su propiedad. Llevo meses urdiendo esta huida. No creo que haya vivido hombre que después de exponer toda su vida en aras del valor y del buen honor, cosechando una gloria tras otra para su patria adoptiva, sea capaz de soportar vejación semejante.
—Es una historia conmovedora —dijo el jefe megarense con alevoso sarcasmo—. Si quieres te daré unas cosquillas antes de derretirte las entrañas.
—Traigo conmigo información de urgente e incalculable valor que será muy provechosa a los intereses de Teágenes de Mégara —dijo Pítaco con enaltecida voz, haciendo caso omiso de las burlas.
—Ah, ¿y qué información traes, entonces, que me haga cambiar de parecer?
—No la pienso compartir contigo, celador. Por desgracia para tí, es información muy valiosa y reservada. Y por mucho que ahora me tengas a tu merced, ni tu rango ni el de otro aquí presente se equipara siquiera con el mío.
—¡Insolente! —Exclamó el megarense prorrumpiendo en furia, propinándole un inusitado y certero puñetazo en el pómulo, que le hizo girar todo el cuello.
—No cambia nada —persistió Pítaco, volteando y hallando el equilibrio sobre sus rodillas mientras hilos de sangre y saliva le caían de los labios—. Sólo hablaré cuando traigas a tu rey ante mí. Después de escuchar lo que tengo que decirle, tu soberano será quien me juzgue y decida mi destino. Tal vez entonces puedas desquitarte conmigo, celador… o tal vez —delineó una temeraria sonrisa— tenga en el banquete tu cabeza entre mis muslos.
Así habló el mitilenio, valiente, desafiante y soez, haciendo de su estado vulnerable una fortaleza, aventajándole de mente aún desde su indefensión. Descontento, y ante sus subordinados presentes, el jefe de la guarnición megarense no tuvo más remedio que aceptar la propuesta, pero decidió desquitarse por el momento hundiéndole el puño en la sien con más violencia que antes, tumbándolo en la arena y dejándolo aturdido, al borde del desmayo.
—Se verá si Teágenes te concede más piedad que ésta —habló entre dientes el celador, encolerizado y muy próximo a su oído, mientras le retorcía los negros cabellos por encima y, con la otra mano, los testículos por debajo.
Dolorido y abrumado por el golpe, Pítaco sintió cómo era elevado del suelo, amarrado a la grupa de un caballo y conducido más allá de la amenazante empalizada. Entreabrió los ojos y constató los desmanes de la devastación megarense. Lo que antes había sido un enclave portuario ateniense era ahora un lúgubre paraje de tiendas de campaña alzadas entre túmulos de escombros quemados por el hollín y tocones consumidos hasta el carbón. Algunas picas sobresalían entre las demás exhibiendo aún restos esqueléticos de cuerpos empalados en la cima. Los árboles remanentes no eran más que figuras famélicas e inertes, desprovistas de follaje y de cuyas ramas se improvisaron horcas para otros desdichados. Más pedazos cadavéricos yacían despilfarrados por todo el desolado paisaje, profanados, desprovistos sin empacho de entierro ritual, y ya de largo devorados hasta el hueso limpio; los imaginaba siendo antes disputados entre perros y cuervos. Toda aquella hiriente y arrasada costa, que daba de frente al Ática, se pretendía un pávido mensaje de escarmiento a todos los atenienses. En su mente visualizó casas, árboles, esquinas… de lo que alguna vez fue un barrio pletórico de vida, sin murallas, rebosante de follajes, niños con nítidas sonrisas de dientes de leche correteando entre las calles; creyó reconocer los rasgos faciales de Solón en uno de ellos.
Le pusieron grilletes y cadenas en ambas manos y piernas y una mordaza que le comprimía la quijada. Oyó, a duras penas, que sería trasladado a las ruinas del megarón, aunque no vio durante el trayecto vestigio alguno de antigua presencia aquea o de los caminos que conducían a las ruinas palaciegas de Kanákia. Ya alcanzada la cima de un monte, observó a un costado el golfo interno de Salamina, que suscitó en su mente nostálgicos recuerdos del golfo de Lesbos. Sobre esas bahías internas proliferaban los nuevos asentamientos megarenses, cuyos clerucos habían fundado ahí la nueva capital de la isla, más próxima a sus territorios en el istmo. Ascendían por la colina que sombreaba esa flamante ciudad, una cresta rocosa que fungía como una acrópolis improvisada y estratégica, sobre la cual ya veía Pítaco asomar las ruinas de un antiguo megarón micénico.
Atravesaron el patio atiborrado de escombros dirigiéndose al pórtico, de cuyas dos columnas de fachada sólo quedaba la mitad de una. Lo arrastraron por el vestíbulo, donde varios haces de luz perforaban las grietas del techo develando motas de polvo en el aire, mientras daban órdenes y gritos a los pocos que ahí oficiaban. Subieron unas escaleras resquebrajadas y lo arrojaron al cabo en uno de los habitáculos del arruinado palacio. Era una sala contigua al gran ábside, quizás una antigua bodega de almacenaje. Lo encadenaron por el grillete del cuello a la base de una rancia columna de madera, cuyo pigmento rojizo se había decolorado por el paso de los siglos y que se alzaba en medio de la celda sosteniendo una gran porción de la terraza por encima.
A su lado, unos escalones idiotas llevaban a ningún sitio. En un rincón, los vestigios de un aljibe destrozado. Por delante, quizá por efecto del devastador Poseidón agitador de la tierra, uno de los cuatro muros del habitáculo había sido arrancado con violencia para sucumbir en un abismo; pues un profundo socavón delimitaba el término de su infausta morada, pero revelaba el comienzo de una esplendente vista de inusitada belleza… Acariciados por la luz vespertina veía, al frente, los inhóspitos picos ya desprovistos de nieve que se alzaban allende el golfo de Salamina; y, al Poniente, su desembocadura en el Mar Sarónico, donde las lejanas montañas broncíneas de Argólide se apoyaban diminutas sobre el violáceo y centelleante horizonte de la mar.
A su alcance le arrojaron una cílica vetusta con agua pútrida y un andrajo húmedo para que sacie su sed. Entre los encastres cuadriculados y romboidales de las labradas baldosas había restos de paja, grasa, aceite, excrementos de aves y otros desperdicios. Las columnas micénicas eran estrechas de base y anchas de capitel, como un éntasis inverso, por tanto su rango de movimiento se veía muy limitado. A su izquierda, incrustada entre las piedras del muro derrumbado se abría una ventana de jambas de madera, abarrotada por roídos tirantes. Se acercó al umbral hasta que el grillete le tironeó del pescuezo. Aún así oteó las vistas que se extendían debajo y podía estar casi seguro que figuraba todo el camino que había andado. Divisó el alargado islote de Psitalea frente a la comarca de Atenas, coronada al fondo por las cumbres del Himeto. Ansiaba la venida de la Noche; quizás así vislumbraría las luces que delaten la posición de la gran urbe del Ática. A pesar de la hostilidad y los malos tratos, ese infame cautiverio era un mirador inmejorable. Tal pensó el mitilenio y volvió a acurrucarse a la base del solitario y rancio pilar.
Alzó la vista para contemplar los frescos corruptos y destrozados que estucaban los tres muros que lo abrigaban a medias. Dos de ellos, por completo ininteligibles, apenas revelaban motivos marinos decorativos: tentáculos de pulpos, aletas y lomos de delfín entre guardas ornadas con conchas y algas, polícromos círculos y espirales. El tercero, sin embargo, ilustraba una escena de distinta naturaleza. Por debajo, entre trazos desfigurados que delineaban espigas de trigo, había talones de lo que parecían ser lobos o perros. Una andanada de saetas apuntaban a una figura en el centro del muro, donde se revelaban los cuartos traseros de una bestia. Muy separado de la figura por una curva similar al contorno de una montaña, aún flotaba entre la ruina una concentración de esbozos que, después de contemplarlos largo rato, logró dilucidar. Se trataba del abrupto morro de la bestia, que debía ostentar proporciones enormes, pues ocupaba casi todo el mural, exhibiendo dos punzantes y relucientes colmillos; y cuya cabeza se unía a los cuartos traseros por ese trazo largo y curvo que debía contornear su alto lomo y joroba. Entonces Pítaco completó con su ávida mente los pedazos faltantes del fresco: reproducía una escena de caza ritual, en donde una feroz jauría de canes abatía entre las cosechas a un gigantesco y carnoso jabalí.
Reconoció en principio el augurio favorable: famoso era el gusto de Teágenes por arrojar a sus detractores al hambre de los cerdos para que hagan de esas desdichadas carnes lo que les venga en gana. Pero de pronto se vio absorto en la contemplación de tal arte y se hundió en un pensamiento inhóspito… Pues tan vívido y rebosante de colores lo figuró, como si lo inerte recobrara toda la vitalidad de antaño. Encarnizó la concepción primigenia de aquél artista anónimo e inmortal, sin nombre ni rostro, y atravesó el tiempo de un sólo paso, como si su curso ineluctable fuese una mera ilusión de la mente. Retornó a la fuente originaria de donde brotaba todo cuanto existe; sintió cómo el pasado más pretérito aún pervive arraigado al corazón de cada mortal, y mucho se sobrecogió en ese pensamiento que hurgaba entre el asombro de lo atávico y lo inexorable.
El manto de Nýx ahogó las luces de los picos distantes y la penumbra engulló por completo las ruinas. El frío comenzaba a aterir sus huesos, el hambre a oprimir su vientre, la soledad a aturdirle, y la tiniebla reptante amenazaba con hacer mella en su espíritu inquebrantable. Por el abarrotado umbral miró allende la mar, hacia el Ática, y afiló la vista por largo tiempo. Bajo la inmensa obscuridad de la noche, atisbó de pronto una plétora de luces ambarinas y titilantes. Se manifestaban como luciérnagas y destelleaban alineadas de tal forma que parecían integrar una ignota constelación: las más grandes conformaban un cerco en torno de las más tenues. Pítaco dedujo inequívoco que eran los voraces braseros ardiendo sobre el cinturón amurallado de Atenas, abrazando las hogueras internas de la pólis.
IV
Entre esos fuegos dispersos deambulaba el errante Solón, valiéndose por loco una última vez, hallando el furtivo camino hacia la residencia de Drópides, que allí lo aguardaba. Ni muy opulenta por fuera ni muy vistosa por dentro, ingresó por el pórtico que antecedía el patio cuadrangular con cuatro estatuillas en cada vértice y un brasero ardiendo en el centro. Fragantes jardines crecían apegados a los muros de barro tejados que los separaba de las intrigas de las calles de Atenas.
—Has vuelto —pronunció el códrida, surgiendo detrás de la hoguera central del patio, regocijado por la velada presencia de su visitante.
—Y has tenido éxito —añadió, después de estrechar largo abrazo con él.
—Aún no, hermano mío —respondió Solón con voz queda y ojos chispeantes.
—Ven, vayamos dentro: hasta estas paredes pueden tener oídos —dijo Drópides tomándolo por los hombros y abriéndose paso luego entre dos pesados y labrados macetones florecidos, uno a cada lado de la puerta de ingreso a la residencia.
Se dirigieron hacia el espacioso andrón, donde los domésticos les tenían preparado un discreto e íntimo banquete, en pro que ambos puedan entregarse a la ardua plática de sus asuntos, únicamente atestiguada por las figuras heroicas pasmadas con sendo refinamiento en la superficie de los muros. Allí le habló Solón de las peripecias de sus viajes, de las voluminosas riquezas egipcias, del sueño de Cidonia, de los cretenses desvergonzados y charlatanes, de las sensuales sacerdotisas de Dictina, de los mayestáticos pavos de Babilonia, de los crípticos augurios, del funesto laberinto de cavernas y de la imposible bóveda de piedra donde Epiménides moró por tal tiempo que desafiaba la razón. Ya en sobremesa, recostados entre camastros y cojines en torno a la crátera vacía y las migajas del banquete, repasaron los planes del agón inminente, y lo que en principio era una plática sobre el amor a la patria se tornó de pronto en disquisiciones sobre los muchos costados del Amor.
—Eros deleita a los ojos e instila un amor loable y duradero, siempre que sea correspondido —opinaba Solón—. Pero Afrodita hechiza al corazón y anula el juicio por completo. ¿Acaso no cayó la inexpugnable Troya víctima de sus caprichos? ¡Y cuántos nuevos tronos serán sacudidos por sus antojos!
—¿Entonces afirmas que el amor aleja la virtud y acerca al vicio?
—Afirmo que los que aman demasiado corren serio riesgo de perderse en el torpe anhelo de satisfacer sus propias pasiones… y pronto acabarán perdiéndolo todo. ¡Ay de aquellos que aman desoyendo la voz de la razón!
—¿Y qué hay de Dionisos? —cuestionó entonces Drópides con afable faz, mientras gesticulaba a uno de los escancieros a que acuda a llenar la crátera de exquisita factura ática, toda recubierta por un cortejo de rojizas y variopintas figuras orgiásticas entregadas al frenesí báquico sobre un fondo negro.
—Dionisos incita al furor agónico y extático, propio de sátiros o verracos, y el amor se subvierte en mera pasión por los placeres carnales: es liberador, pero efímero —alegó el medóntida antes de dar un trago larguísimo hasta fondear la copa y apoyarla en la mesa—. A veces, preferible es, en nobleza y prudencia, saludar, ofrecer gratitud a los dioses y al anfitrión, y retornar al cálido lecho. También por eso prefiero decantarme por el amor que Atenea y Diké me infundieron en el pecho: es mesurado y loable. Trasciende el tiempo. El amor por la patria abraza a todos quienes están bien dispuestos a habitarla, se extiende más allá de la carne y de las íntimas pasiones, y permite que todo lo bueno fluya dentro de la pólis —tal diciendo intentó retomar el eje de la discusión.
—¿Recuerdas lo primero que me dijiste sobre el Amor? —preguntó el códrida sin ceder a su tentativa, desviando levemente el ameno curso de la tertulia.
—Que el Amor es una categoría exclusiva de unos pocos dichosos, porque suele eludir a quienes lo desean y poseer a los que andan desprevenidos.
—¿Y cómo te sentías tú entonces?
—En principio creí que contaba entre esos pocos dichosos. El tiempo finalmente me reveló que era uno más de tantos que andan desprevenidos…
—Y tu corazón ha cerrado esa puerta. Razón por la cual te volcaste al comercio, a la mar traicionera y a la aventura del conocimiento… En parte, para ganarte mi estima.
—Estimo que aprendí a renunciar a tiempo. Éramos jóvenes entonces… Yo más que tú. Pero siempre recordaré que me has consentido con mano de atleta y con dulces lecciones —se sonrojó Solón, cabizbajo y con ánimo compungido.
—Y ahora que te acercas a los cuarenta años, ¿acaso el tiempo y la experiencia no hicieron dar un giro a tu corazón?
—He invertido todo mi tiempo en servir a la pólis.
Al notar Solón que el códrida ya se disponía a hablarle, así le contuvo ese ímpetu:
—¡Pero detente, Drópides, ya no sigas! ¿Por qué buscas ahora, mientras Pítaco espera por nosotros allá en Salamina y a una noche de marchar con Ares, remover tales agridulces recuerdos? ¡Ay, recuerdos indignos, propios del tebano Edipo!… ¡Funesta revelación que me mortificó al punto de querer arrancarme la piel!…
Drópides lo dominó posándole las manos por sobre el hombro y la rodilla.
—Ambos fuimos víctimas de ese tormento. ¡Tormentos que aún padecieron los héroes de altísima gloria! Y en nada debería avergonzarnos, pues ambos fuimos hijos del Engaño. Las grandes gestas y pasiones son, a veces, hijas de un gran dolor —tal aseveró sin esquivarle la mirada. Se irguió de pronto, miró hacia el umbral y gesticuló, antes de volver a hablarle—. Sólo digo ésto, Solón: ten en cuenta que también por eso luchamos mañana.
El silencio fue quebrantado por una joven de tez pálida y trenzados cabellos que ingresó de la cocina. Llevaba ceñido a su delicada figura un peplo claro y rozagante que translucía su plena adolescencia en el albor de la madurez. Perfumadas cintas con bakkaris lidio ataviaban sus hebras y colgaban de sus codos y cintura, como si estuviera preparada para la ocasión. Sostenía contra el seno un olpe de figuras negras y fondo rojizo que representaban las gestas de Teseo en Creta, labradas y delineadas con maestría por la mano del más perito alfarero ático o corintio. Ella se prosternó con donaire ante ellos y recostó su pelo sobre uno de sus hombros. Tomó el olpe por el asa vertical y suavemente lo inclinó para escanciar el vino con la gracia de una danaide. El escote sugería sus bondades y atributos bajo la fina musculatura de su cuello, mientras ladeaba su cabeza con ternura y veía trasvasar el líquido de un recipiente a otro. Una vez culminó, miró a Solón con ojos vivaces, torció la línea de sus labios para esbozar una grácil sonrisa y retirarse después, dejando el aire impregnado de su aroma, tan vívido y juvenil.
Arrobado quedó Solón ante la solemnidad de tal escena: esa joven nada tenía de esclava, y reunía todos los discretos modales dignos de una doncella ateniense.
—Es ella… —quiso hablar… pero carecía de aliento.
—Perictíone, la menor de mis hijas —repuso el códrida con orgullosa voz.
—¡Por Afrodita, ha crecido! —exclamó Solón casi sin pensar—. Y su belleza es digna de la Ninfa más deseable —susurró, luego de razonar que, siendo Drópides varón tan agraciado, no podía esperar otra cosa de sus retoños.
—Este verano cumplirá quince años, y tengo una extensa lista de pretendientes ávidos por desposarla, ávidos de poseerla. Muchos de ellos, vástagos de opulentos eupátridas del más rancio abolengo de Atenas.
—De esto se trataba entonces —suspiró Solón, esbozando una cándida sonrisa y con cierto rubor en las mejillas—, buscabas tantearme para después seducirme…
—Verás, hermano… yo considero que el Amor es la virtud más grande de todas las que puede gozar un mortal, siempre y cuando las demás necesidades estén satisfechas. Si los dioses nos conceden el éxito en esta gesta, todas las gargantas de Atenas aclamarán a un tiempo tu nombre. Los ciudadanos saben que la casta gobernante, impelida por el miedo y la codicia, ha devenido en tiránica, pero también sabrán reconocer en Solón todas las virtudes de un recto ateniense: sabio, moderado, valeroso. Es cuando debemos anunciar en público este noble connubio, junto con lo que sabemos y nos atañe. ¡Que caigan todos esos secretos que circulan entre los Eupátridas con especial virulencia! Y que la Verdad se imponga en buena hora sobre el Engaño. Sabes que éste es el mejor camino para afianzar tu linaje. El tribunal del Tiempo decreta que una nueva Era empieza en Atenas, y tú, Solón, serás juez del cambio. Tus necesidades entonces estarán colmadas, y así como hermosa es tu mente, también deberá serlo todo lo que te rodea.
—Primero necesitamos la Victoria, Drópides. Si una cosa aprendí de Pítaco es que no es sensato conjeturar a futuro, pues el kairós es todo a lo que nos debemos aferrar.
—Un pensamiento loable —aceptó el códrida—, pero ¿qué otro momento será más propicio y fecundo que ése? Además, una vez hayas cumplido con tus oficios, y tus estupendas reformas sean ley en todo Ática, deberás ser previsor respecto a tu futuro. ¿Es insensato, entonces, el precavido?
—Pues pienso vivir tal como viví hasta hoy. Viajar quizás… Tal será mi ejemplo. Y no tengo aspiraciones de ingresar en ningún sacerdocio o de administrar los cultos, en donde pueda ella oficiar de sacerdotisa…
Respondía Solón con tono vacilante, a lo que Drópides se adelantó:
—No hablo con arreglo a las riquezas, Solón. Aunque se trate de un matrimonio político, tengo la certeza de que Perictíone complacerá tu corazón de buen grado. Toda su vida la preparé con decoro, y no quisiera dejarla en manos de alguno de esos holgazanes opulentos y oprobiosos —se forzó a sonreir—. Así tu sangre y la mía volverán a unirse. Y si los dioses les conceden la dicha de procrear, ninguna duda me cabe de que esta unión engendrará algún varón ilustre a futuro. Prométeme que lo pensarás, como el prudente ateniense que eres.
Un tácito acuerdo se forjó entre ellos a través de miradas.
—Bien —repuso el códrida conmovido y congraciado—. ¡Porque estoy dispuesto incluso a morir protegiéndote en la peligrosa gesta que se avecina en favor de esta noble unión! Los mitos nos advierten que no hay victoria posible sin el costo de la sangre. Ya hice yo cuanto pude para encauzar esta nave a próspero puerto, y creo dejarla en buenas manos…
—No —discrepó Solón—, los dioses no decretan tu sino aún. Tú debes quedarte aquí. Te encaminarás con el purificador hacia donde él lo disponga. Protégelo de los eupátridas celosos y ten a bien seguir sus prudentes instrucciones, pues es un hombre de naturaleza divina: lo vi obrar prodigios… y así convení con él.
—Así será entonces —dijo Drópides tomándolo por los hombros, con ojos luminosos e inundados de lágrimas; ora por la felicidad, ora por la incertidumbre de oscuros devenires.
—Además —suspiró Solón—, si yo caigo… y otros caen detrás mío… si tal es el costo del éxito… alguien deberá cantar sobre lo que sucedió aquí.
—No soy poeta ni rapsoda, Solón.
—Pero enseñas, Drópides. Tu don es la palabra. ¿De qué sirve la gesta épica sin nadie para narrarla?
—Te aseguro que lo pondrás tú mismo en versos. —Una lágrima se atrevió a derramarse por una de sus mejillas—. Ven, quiero mostrarte algo.
Tal dijo y lo condujo a otro gran salón atravesando el patio interno valiéndose de una lucerna. Prendió dos antorchas adosadas a los muros de la habitación, recubiertos de más frescos, toda repleta de tallas y bustos, donde ocupaba el centro una mesa colmada de rollos de papiro. Al amor de la lumbre, a un costado reverberaban los finos contornos de un extenso alijo. Drópides entonces lo abrió y extrajo de su interior muchos bultos de pieles de buey, que fue acomodando sobre la mesa. Al descubrir el contenido se esparció por toda la sala una miríada de cegadores destellos metálicos, salpicando y recubriendo muros y techumbre…
¡Tanto resplandecía esa panoplia a los ojos!
—Estaba cogiendo polvo en un templo de armas en Chipre —habló Drópides—. Según decían, perteneció a Teucro y a sus descendientes. Al hacerme con la reliquia, toda para tí la hice labrar en Quíos por las artes metalúrgicas del famosísimo Glauco, cuyos ojos y manos para la orfebrería no encuentran rival entre los helenos.
Solón tomó primero el yelmo, todo de cuero enchapado en láminas de bronce. En la cimera dos hileras de crines alternaban por igual tintes de filas blancas y cerúleas, con guardas áticas grabadas en la base y un extenso mechón al final de cada cresta, que pendía desde la nuca hasta la cintura. Ambos carrillos estaban labrados en los contornos con ornamentos de estilo ático que ascendían por todo el morrión; y del centro de la visera, fundida con el bronce descendía una barra de hierro a modo de protección nasal. Alzó después la broncínea coraza, compuesta por múltiples capas de pieles compactas y tachonada con piezas de rutilante oro. Dos espirales de excelso pulido nacían desde el centro de cada pectoral; la ventrera exhibía un torso escultórico; y a sus lados estaba toda recubierta de escamas argentinas y doradas. Tenía una sola hombrera, la izquierda, bien adosada con placas de bronce; quizás era para liberar el brazo de tiro de algún preclaro arquero de antaño. Prendía con un botón del pectoral y cubría el hombro con una cortina de cintas de cuero doble, todas cosidas y remachadas con pequeñas tachas de hierro. Una cóncava cabeza de gorgona tallada con soberbia maestría abrazaba las rodillas en el extremo superior de cada greba. Brazales, espinillas y tobilleras exhibían los mismos ornamentos del yelmo y los carrillos, y con suave piel de oso estaban recubiertos por dentro, presentando múltiples perforaciones en los bordes, por donde se entrecruzaban los tensores y los cordeles de ajuste. Tomó después la mitra, el cinturón de cuero, con una efigie del mochuelo de Palas Atena grabada en el centro de la fíbula de plata. En todo el torno del cinto pendía cosida la túnica corta, protegida por múltiples tiras de cuero lanceoladas, de idéntico arte al de la hombrera, que permitía libre movilidad a los muslos y cadera. Presentaba también un ristre para afianzar la lanza y dos vainas labradas en cada extremo: una para el xifós, otra para la daga.
Los ojos de Solón refulgían orgullo y felicidad, a la vez que Drópides lo asistía en vestir todo su cuerpo con tan perínclita armadura. A pesar del magnífico arte, la sentía ligera y equilibrada: se ceñía al detalle a su musculada figura, pues se esmeraba en conservar la recia complexión de su primera juventud.
—¡No llego a figurar cuánto has desembrazado por tan estupenda pieza!
—¡Ah, poco interesa! Digamos que sé tomar a bien los beneficios de un eupátrida.
—Y tan bien sienta a mi talla —musitó, exultante por dentro.
—Supongo que los dioses me dotaron con un ojo de sastre y el otro de armero —tal diciendo descubrió Drópides la última piel de buey, que contenía relucientes armas jamás blandidas.
Solón embrazó el cóncavo y oblongo broquel, donde su cuerpo erguido cabía de los hombros a los tobillos. Con armazón de madera y varias capas de cuero, tenía por fuera la apariencia de un escudo votivo o ritual, pues, sobre la lámina de bronce había un búho grabado en la protuberancia central, con tres alas entrelazadas a modo de trisquel. Presentaba dos escotaduras a los lados para blandir la pica y todo el río Océano pintado con espiraladas olas en los contornos. Recubierto de tersa lana, hermoso era también por dentro. Los tensores exhibían flecos dorados y estaban bellamente distribuidos por los bordes, volviéndolo muy maleable al portador. El cuerpo de la lanza era de fresno; de pulido bronce el astil; de hierro fundido la moharra y el doble filo de la espada, que no era un xifós, sino una májaira recurva, inspirada en el kopesh egipcio. La empuñadura de cedro estaba remachada de oro, con base y guardamano tallados en marfil; y la hoja tenía suficiente filo como para escindir un haz de luz, como para dividir los vientos; podía arrancar tres miembros con el ímpetu de una única tajada.
—Por Hefesto… Qué pena es… —musitaba Solón, reflexivo, admirándose en la contemplación de las armas—. Tanta hermosura, tanto esmero… puestos en el arte de tan exquisita creación —delineó una irónica sonrisa— forjado para servir a la horrible destrucción.
Se miraron un breve instante y sus ánimos no tardaron en entregarse al alborozo y a mutuas risas. Tal complicidad era muy necesaria, pues mitigaba las ansias y miedos latentes, y auscultaba la doble naturaleza del poderoso dios de la fragua.
Con renovado brío cubriendo sus mientes se sumió Solón esa noche en un dulce sueño: se vio cobijado por los resplandecientes brazos de Atenea, quien le ungía el cuerpo de ambrosía mientras le profería aladas palabras que insuflaban su espíritu con dones de gracia. Al despertar no las recordó con claridad, pero su divina presencia seguía viva, pululaba en el aire… Sólo percibía la fragancia de Perictíone en su torno. El bakkaris lidio… Una huella en su lecho aún tibia por su cuerpo desnudo; quizás la diosa la había poseído en cuerpo y forma para descender junto a él. A su lado fulguraba la soberbia panoplia. Cierto era que sentía acrecer en el pulso de su corazón una bravura inusitada. Lo embargaba una fuerza inaferrable y vigorosa, capaz de derribar de un grito las Puertas del Hades, capaz de doblegar vendavales, el curso de ríos y mares encrespados; el pecho henchido de valor, ávido de gloria, impaciente, como esperando la señal que desate su furor cual Diomedes en campo abierto troyano.
V
Menos brioso se sabía Pítaco en su cautiverio, en aquél palacio ya saqueado por los héroes, pues habían sometido su cuerpo al hambre y al trato desdeñoso. Al alba rosáceo había visto ingentes bandadas de ocas remontando vuelo desde las costas de Salamina hacia una desconocida morada. Y después volvió a cerrar sus ojos por tiempo incierto. Un vozarrón lo sustrajo de su inquieto sueño. Llegó a su escucha por tramos, como de lejos, y sofocó los cantares del día desplegándose por debajo. Provenía de un hombre de Teágenes, quien lo despertó con urgencia para después arrastrarlo por los escalones y llevarlo hacia el ruinoso salón absidal, donde más hombres aguardaban. Le amordazaron las manos por detrás, y en los barrotes de una ventana trabaron las cadenas del grillete que le oprimía el gaznate, y ahí lo dejaron sentado.
El mitilenio alzó la vista. Dilucidó primero una decena de guardias cuyas armas resonaban al paso, que iban acomodándose en torno a una mesa. Por detrás, sobre el muro, colgaba de dos ganchos una tela de pigmento verdoso con un brocatel bordado en oro en los contornos. Lucía el estandarte de Mégara en el centro: la imagen de un crinado jabalí en pose de embestida, enseñando corvos colmillos cual puñales; todo del color amarillento pálido del hueso, pero estilizada la cresta a lo largo del lomo, tal como el pecho y el pescuezo, con un refinado tinte escarlata. Detrás de la robusta mesa de cedro, en cuya superficie se posaba una copa, argénteas jarras de doble asa y algunas bandejas con vistosa cantidad de manjares y frutos, la figura de un hombre sentado de frente. Pítaco afiló la vista para examinarlo con más detalle merced a un rayo de sol que penetraba en diagonal por una grieta del techo, iluminando la mitad del yantar y la lívida faz del hombre. Blandía una mirada estridente, intempestiva, pero el mitilenio no tardó en advertir que esa inquietante calma enmascaraba una despiadada hostilidad. Sus sienes encanecidas, sus ojos negros, su talante impasible, las hojas de olivo sobre su oreja y sus brillantes vestimentas recamadas lo delataban: no podía ser otro que Teágenes, que había decidido gozar de un festín ante su hambrienta y demacrada figura.
Pítaco fue el primero en hablar.
—Tus hombres… son encantadores —profirió con voz ronca y sinuosa.
El tirano no le respondió al instante, sino que procedió a tomar algunas olivas y a masticarlas con denuedo hasta tragarlas, luego de expulsar los carozos.
—Si hay una cosa que detesto, ésa es el sarcasmo —le contestó.
Pítaco escuchó el tono nasal de su voz, que tan escalofriante sonaba al oído, y dedujo que tenía algún defecto en el habla. En concreto, notó que ese mal le afectaba el labio superior, y que lo escondía detrás de un poblado bigote.
—Empecemos de nuevo —retomó el tirano—. ¿Sabes lo que dicen de mí?
—De todo me he anoticiado antes de comparecer aquí.
Todo cuanto escuchó sobre Teágenes correspondía con el carácter de un caudillo autoritario y demagogo, y que cargaba con dos exilios a cuestas. Mucho se decía sobre las suntuosas fiestas dionisíacas que ahora ofrecía al campesinado, si bien las disfrutaba de lejos, confiriéndole gran número de ciegos aduladores. Tampoco se vanagloriaba de sus lujos en demasía ante sus súbditos; mucho menos ante su pueblo, pues pretendía pasar como uno más de la plebe. En cambio, sí se empecinaba en resaltar en público cada una de sus conquistas militares y sus reformas cívicas, y… ¡ay de aquellos que osen rebatirle!… Pues les esperaban tormentos terribles e interminables. Tales cualidades hacían de Teágenes una escultura de carne y hueso: la viva imagen de un tirano. Pero por mucho esmero que ponga en acendrar su nombre, Pítaco los conocía bien, pues éste, como tantos otros, adolecía de todos esos males y vicios de los que se perpetran en un trono por más de treinta años: único juez de sus propias causas, su auténtica locura era el poder. De una cosa sí tenía certeza: de ser Periandro Cipsélida quien tuviese frente a él, la osadía que estaba emprendiendo no le sería posible, pues, a diferencia de su vecino megarense, el corintio, además de aguerrido, labró fama de sabio en buena ley, cultivando una mente refinada; y no gozaban, hasta donde él sabía, de mutuo afecto ni cordial relación.
—Bien. Eso nos ahorra algo de tiempo —hablaba el tirano de Mégara mientras empuñaba una cuchilla y troceaba hasta el hueso los muslos de un ave asada—. ¿Sabes que los griegos se obstinan también en decir muchas mentiras?
—Quizás porque tales malas artes también las enseñan los dioses.
Pese a haber tratado antes con tiranos, de saber amoldarse a sus pensamientos, el mitilenio sabía que debía ser cauteloso en la elección de cada una de sus palabras, pues también los tenía por impredecibles. Tampoco deseaba perderse en el afán de seducir sus oídos hasta persuadirlo sin extremar el cuidado de su labia, no sea que reluzca algún atisbo que delate su nativa lengua eolia.
—¡Ah! —repuso el tirano—. ¿Te jactas entonces de saber separar la paja del trigo? Conocí hombres insensatos: incapaces de distinguir entre un perro rabioso y un lobo ávido de sangre. ¿Qué sabes tú, ateniense, de regentar un pueblo entero? ¿Qué virtudes, estimas, son las que deben prevalecer por sobre las otras?
—¿Acaso me pasarás examen, Teágenes?
—¡Me responderás! —le interpeló con un grito furioso, dando un violento azote sobre la mesa que hizo rechinar bandejas y copas—. ¡Dudo que hayas oído sobre mi patronazgo de las artes! ¡De los magníficos templos y espacios que edifiqué para mis gentes! ¡De las ricas colonias que he fundado! ¡De cómo unifiqué un estado dividido y alcé uno de los bastiones más prósperos de toda la Hélade! —Abrupto, morigeró un tanto su tono—. Dudo que un ateniense, esos que exornan sus bocas con palabras virtuosas y ni siquiera se dominan a sí mismos, sospeche apenas cuánto empeño precisan hazañas como las mías.
Sin pensarlo por demás el mitilenio cedió a su imperativo mandato; intuía que hombres como éste valoraban la honestidad y la sumisión de los suyos, aunque todo ello era lo que daba pábulo a una corrosiva avaricia.
—Ponderaría la fortaleza para imponer el rigor de mi aliento ante súbditos y rivales; determinación para actuar con presteza y urgencia según requiera la ocasión; justicia y honestidad para que mis gentes confíen en mi juicio y voluntad; templanza y elocuencia para que mi lengua nunca se adelante a mi mente.
—¡Ah! Todas ellas vienen con un alto costo —respondió el tirano, que parecía satisfecho con su respuesta, y procedió a devorar algunos trozos de carne.
—¿Ya sabes por qué estoy aquí? ¿Ningún oráculo te vaticinó mi llegada? —aprovechó para hablar el valiente mitilenio, buscando jugar con su mente.
—No olvides el ocio; también es una virtud, si sabes aprovecharlo. —Hablaba el tirano mientras masticaba y deglutía, ignorando con dolo su pregunta, pues creía aventajarlo en todo aspecto: ostentaba dominio absoluto de la situación—. El ocio es el trofeo del que pueden gozar hombres tan diligentes como yo; un dulce escape de los rutinarios deberes. En mi caso —continuó—, solía gozar en mi juventud de estupendas partidas de caza, pero, ya adulto, encontré mi goce en las carreras de carros. Te narraré una breve historia que quizás arroje luz sobre tus pensamientos; podrás juzgar por tí mismo cuántas de tus virtudes dispongo.
Tragó su comida, se relamió, empapó sus labios de vino y los secó con una hogaza de pan, antes de comenzar el relato:
—Llegó en una ocasión a mis tierras un joven forastero de Tasos. Decía ser un excelso domador y auriga, pero sus gentes, azotadas por la hambruna y por los asiduos saqueos que sufrían de los bárbaros tracios, apenas podían alimentar a sus hijos. Nada quedaba para sus caballos, que hambreaban hasta morir o sus dueños se obligaban a venderlos. Después de oír acerca de mi ávida afición vino el joven a mí, buscando patrocinio para su loable empresa: deseaba alzarse con la gloria y los laureles en las Olimpíadas y así enderezar el hado de su pueblo, dándole fama y prestigio. Yo entonces lo vestí, lo alimenté, le otorgué un techo, le dí a elegir su biga entre mis mejores corceles, lo entrené y le hice construir a su talla un carro bien ornado y equilibrado, hasta que llegó el tiempo de partir hacia Élide. La Tregua Olímpica ya se había decretado y todos los jóvenes atletas emprendían su viaje desde los confines del mundo heleno en pos de presentarse a los entrenamientos preliminares. Pero el joven auriga de Tasos aún no decidía qué caballos llevar consigo. A ésto yo, que tenía otros asuntos urgentes que atender en Tripodisco, así le dije: «De todos los que tengo, escoge los diez potros que juzgues más mansos y vigorosos y parte mañana mismo. En el camino comprobarás cuáles te demuestran más lealtad. Yo acudiré luego al comienzo de las competiciones». Así partió junto a sus hermanos y mis caballos a la sagrada Élide, pero al cabo de unos días regresó con el rostro anegado de lágrimas, como si algo terrible le hubiese sucedido. Alegaron ser emboscados por bandidos en Arcadia que arrebataron sus corceles. Lo alenté entonces a no afligirse, pues no todo estaba perdido, y le encomendé mantener la calma y regresar al cabo de tres días. Al tercer día volvió conmigo y grata fue su sorpresa al ver un grupo de hombres apresados. Al confirmarme que éstos eran los bandidos, ahí mismo los arrojé al foso: los destiné a saciar el hambre de mis cerdos. Luego dirigí al joven hacia mis establos. Allí, le dije, estaban los diez caballos que confisqué de los bandidos, y le mandé verificar si eran los mismos que había escogido. Me señaló entonces uno de los corceles que sobresalía en porte y vigor sobre los otros, y reveló que de haberlo visto antes lo hubiera llevado consigo. «Es cierto —le dije—, pues éste es Láquesis, mi corcel personal. De haber sacado provecho de la situación para quedártelo, tu cuerpo y el de tus hermanos ya serían carne para mis cerdos. Ahora vete, campeón: tu honestidad y la justicia de tu corazón te han salvado». Ese joven de Tasos era Leneo, el domador de potros. Quizás te suene su nombre, pues ese año se consagró campeón en los carros y retornó triunfante a su tierra; donde a él glorifican y a mí me tienen por benefactor de su patria. Dime ahora, ateniense, ¿cuántas de tus virtudes has contado en mi relato?
Pítaco lo escuchó atento, pero cada vez que el tirano, imbuido de su perorata, desviaba la mirada —ora para sazonar y degustar sus manjares, ora para contemplar su reflejo en la plata de su copa y cuchillería—, no pudo evitar dirigir sus ojos hacia los hombres formados a su espalda. A pesar de diferir en talla y en apariencia, seis de los doce guardias tenían en común conductas extraordinarias; mantenían un temperamento inusual, inquietante: respiraban algo exasperados, como bufando, y tenían los ojos del color del oro, aunque opacos de brillo e irrigados de sangre. A su vez, asimiló las advertencias encubiertas en el relato del soberano: comprobó que su mano no temblaba para asesinar aún en tiempos de Tregua Olímpica, y que, sobre todo, valoraba la honestidad de los suyos.
—Supongo que no sobra ni falta ninguna —le respondió según lo que quería oír.
—Ah, eres complaciente. En tanto al ocio y a mi afición por los caballos —repuso con tono calmo e intimidante—, es justo que sepas que hoy, después de arduos días de incesante trabajo, pensaba darme a esos placeres. Pensaba dirigirme a un campo cercano a examinar unos ejemplares recién llegados de Tesalia que, según me han dicho, son magníficos… «Tercos como centauros y veloces como el Zéfiro». —Intentó delinear una sonrisa en su pétreo semblante—. En cambio, desperté con la noticia de que un desertor ateniense y renegado, por nombre Cleónimo, llegó a mis costas con un urgente mensaje. Como buen entendedor que pareces ser, te pregunto —una última vez se relamió, se irguió sobre sus pies y su tono quebró en repentina cólera— ¡¿qué cuernos hago aquí?!
Tal gritó enardecido y azotó la mesa, clavando después en su superficie la impiadosa cuchilla. Algunas bandejas llenas de frutos cayeron al suelo, provocando un metálico estrépito que resonó por cada recodo de las ruinas palaciegas, y en los ojos negros del tirano ardía el más voraz de los rencores.
—Puedes amedrentarme como quieras, Teágenes —se pronunció el coraje del mitilenio—, pero sé que tu tiranía es vulnerable; que cargas dos exilios a cuestas; que tu trono vacila como el de un rey borracho; que de un tiempo a aquí no has conseguido nuevas conquistas; que hace pocos años sufriste un duro azote al perder veinte barcos y quinientos hombres en Perinto ante los jonios de Samos; que todas las noches te acuestas sopesando de qué lado vendrá el puñal… Si amanecerás con la urgencia de sofocar revueltas. Impelidas quizá por la mano oculta de alguno de esos aristócratas con quienes compartiste banquete apenas horas atrás… ¿Acaso no se te escaparon muchos de esos que hubieses preferido muertos?
El tirano brincó sobre la mesa y le acometió con intenciones de estrangularlo, como se abalanza el temible león contra la gacela indefensa y herida, pero Pítaco detuvo esos ánimos asesinos extendiendo su meditado discurso:
—¡Pero estoy aquí en favor de evitar tales desmanes y ahorrarte los males tragos! Estoy aquí para que corones la obra de tus años conquistando la novia más deseable de todas: la atormentada y seductora Atenas, que tanto vitupero a ambos nos causó. ¡Aquí tienes mi honestidad! —espetó—. ¿Cuánta eres capaz de soportar, Teágenes? ¿No es ésa la virtud que ponderas por encima de todas?
El tirano entonces le soltó el cuello. Pítaco recorrió con su ojo cada arruga de su rostro desencajado, las venas hinchadas en sus ojeras, los restos de carne incrustados entre sus dientes torcidos y afilados. Oyó su respiración jadeante y dilucidó también sus pasmosas cicatrices: una partiendo su labio superior, detrás del aplastado e irregular bigote; la otra en su oreja, cercenada ésta por la punta y cocida a la piel de su cabeza. El megarense escarmentó, atemperó su enfado por fuera, y así le inquirió, con ojos parecidos a la noche:
—Nada escapa a estos ojos y a estos oídos, desertor: mis informantes pueden haber estado muy cerca tuyo. Si tan ilustre eres, ¿por qué nunca oí de tí y de las hazañas que te arrogas?
—¡Oh, si el general Frinón viviera, mentor mío, mortífero como pocos, tan gozoso te hablaría de mi coraje! Pero fue asesinado a traición por un bárbaro eolio en singular combate… —Le dolió hasta la última fibra del alma pronunciar esas palabras, pero tal perjura era imperiosa en favor de confundir su mente y despejar toda sospecha—. Es como si toda mi existencia fuera condenada de antemano al ostracismo, al menosprecio, sin importar cuánto valor exponga… Bien sabes que los atenienses recelan de enaltecer a uno de sangre tracia a la par con los suyos. Además, mi padre adoptivo, Aristolaides, fue un buen hombre de Cilón, y, como todos sus partidarios, sometidos a juicio y ejecutados como perros. Y ese es un asunto que los atenienses desean olvidar por completo; incluso legislaron para tal fin. Comprendí entonces que estaba destinado a regresar aquí, o a algún sitio donde mi voz y mis obras puedan pronunciarse libres de censura, bien lejos de la odiosa ley del silencio que impera en Atenas…
—¡Ten cuidado con cada palabra que profieres! —Le advirtió, furioso—. ¡Tengo una hija viuda y más de trescientos hombres muertos por ese viejo asunto!
—Bien enterado estoy de eso y de todos los males que acarreó tal suceso. —Pítaco carraspeó y prosiguió—. Integré algún tiempo el banquete de los atenienses más poderosos, pero incurrieron en hablar demasiado en mi presencia: me revelaron secretos muy delicados, secretos dignos de los dioses, vedados a los míseros mortales. Por lo que te propongo que hablemos como hombres: voz a voz, de caudillo a caudillo.
El rostro del tirano ensombreció de repente, como si algún asunto le perturbase. Se alejó entonces de él, acercóse a los extraños hombres que lo secundaban y les dio la tajante orden de abandonar el salón. Una vez retirados, ya los dos en abrumadora confidencia, Teágenes le hizo esta amenaza:
—Te daré una única oportunidad para hablar; la aprovecharás si eres sensato. De lo contrario tengo algo muy especial preparado para tí —notábase en su severa y corrosiva mirada que jamás afirmó algo con tanta certeza… y con tanto deleite.
En ese breve instante sintió Pítaco avivarse y bullir algo en su torno; afloró el kairós invisible, se lanzó a su captura y así habló, poniendo en marcha el agón:
—La tentativa de Cilón dejó en Atenas una mácula imperecedera. Al cortarse la cuerda de estambre y desatarse la masacre, fue capturado en el Santuario de las Euménides y puesto en prisión, mientras los jueces y arcontes debatían qué penas caerían sobre él. Fue entonces sometido a confesión bajo tortura por mano de Megacles, arconte al tiempo de la conjura. Muchos nobles vociferaban acerca de las palabras que profirió impelido por su mano. Y resultó que su intención de imponer una tiranía era la menor de las verdades. En vistas de conservar su vida, Cilón, en calidad de arrepentido y suplicante, prometió confesarlo todo ante un tribunal. Pero antes que eso ocurra Megacles actuó por sus propios medios: robó sus secretos, hizo cavar una fosa común en Falero y ahí los ejecutó a todos. Así el juicio pasó a él: Mirón de Flia lo acusó de sacrilegio, decretó su exilio y el de todo el clan alcmeónida. Pocos años después Dracón legisló para que cunda el miedo y el silencio marcial en toda la pólis. Pero de los rescoldos del suceso se esparcieron sus secretos como chispas susurrantes: aquellos que sabían demasiado fueron muertos. Tengo a bien saber que Megacles contactó contigo desde su destierro en Málide, y te ofreció una enmarañada versión de los hechos, mezclando verdades con mentiras, por lo que has hecho bien en mandarlo asesinar.
—¿Cómo puedes tú afirmar si fue mi mano la que operó detrás del magnicidio?
—Lo deduzco, pues yo hubiese obrado de igual forma: soy hombre de órdenes, Teágenes. Comandé mercenarios. Dirigí expediciones. Sé leer tras los ojos de mis súbditos. Tal como tú. Pero no te turbes: nadie siquiera lo sospecha. De todos modos, era un eupátrida que arrastraba una mancha en su linaje…
—Aún no dices nada que me concierna —pronunció el tirano con voz flemática y metálica—. Cilón hubiera tenido éxito de no haber malinterpretado el oráculo de la pitia de Delfos; pues confundió las dipolias, las fiestas de Zeus Políada, con las diasias en honor a Zeus Miliquio. ¡Pero ese ya es un asunto perimido y enterrado!
—Y la pitia también le reveló la existencia de la estela de piedra en posesión de Lidia, muy cerca de Sigeo. Fue entonces que conocí de los labios trémulos de muchos nobles atenienses los relatos sobre la sustancia prohibida. Sí… Lo sé.
—No sé a qué te refieres —se apresuró a interrumpirlo.
—No me tomes por necio, Teágenes. Me refiero al mineral de divino género, la magia antigua sólo conocida y custodiada por la Hermandad del Trípode, surgida en torno a la reliquia misteriosa emergida de la mar y que suscitó larga y dolorosa guerra entre cosios y milesios. Y, mal que te pese, quizás, las confesiones de Cilón te involucraron a tí, a Cípselo de Corinto, el hijo de Eetión, a Trasíbulo de Mileto, el quirómaca, y a Ortágoras de Sición. Y sé que ese trípode, por orden de la pitia, recayó en manos de un ilustre y rico milesio: Tales, que viaja por muchos reinos, pero cuyo paradero es desconocido.
La faz del tirano palideció, como horrorizado. Los párpados se plegaron bajo sus gruesas cejas: los ojos se le abrieron como platos y sus férreas mandíbulas rumiaban furia y sorpresa. Intentó al instante reprimir sus oscuros pensamientos.
—De existir tal cosa, ¿por qué crees que lo compartiría contigo?
—Porque tengo respuestas a lo que buscas. Sé dónde hallar el místico elemento: el Oricalco. Lo he visto. Lo sostuve con mis propias manos en su forma más pura y polvorosa: de día brilla más que el sol, reluce colores nunca antes vistos o nombrados, y se torna de repente más oscuro que el bitumen, como la noche profunda de un bosque sin luna… Serví siete años en Sigeo al mando de Megacles, tomando parte activa en la política colonial que impulsaron los Filaidas, dueños de cuadrigas. En un odre lo hallé, requisado a sacerdotes lidios de Apolo mientras yo oficiaba en calidad de explorador. Por lo que pude averiguar, provino de Egipto, el país que custodia todos los secretos de antaño, y fue arrebatado a unos bandidos en Arabia por un mercenario lesbio, por nombre Antiménidas, hoy exiliado.
—A mi juicio no pareces tan necio como para pretender que me trague sin más tus palabras… Las palabras son hojas crespas que se van con el soplo del viento. Si ningún hecho las sostiene, ¿cómo tomarlas por ciertas?
—No esperaba menos de vos —dijo delineando una sonrisa y brillándole el ojo: el pez se hallaba pronto a morder el señuelo—. En mi penoso cruce por mar hacia aquí tomé ciertas precauciones para no ser esquilado por los adorables hombres que te sirven. Frente al islote de Psitalea se alza un peñasco rocoso y estéril cercado por escarpadas piedras que baten la furia de las olas. Mora en esas costas un navío hace tiempo zozobrado y abatido por la fuerza del oleaje, cuyo mástil sobresale de la mar y se inclina sobre el desolado peñasco. Bien acordonado a la primer tabla de jarcia enlacé a una cinta rojiza el odre del cual hablo; ahí pende todavía mecido por el viento. Mándalo a confiscar ahora mismo: tendrás en tus manos la prueba infalible de mis palabras.
Tal dijo y el tirano puso la faz torva, como si una alarmante corazonada le invadiera el pecho, y se retiró abrupto de la sala. Impartió a sus comandados la orden de partir inmediatamente por el objeto y les prohibió mirar en su interior. Volvió al rato. Su avejentado rostro revelaba la pugna que se libraba en sus mientes; sopesaba tanto el pasmo como la incredulidad.
—¡Ah, tiempo… preciado tiempo! ¡Que se escurre entre los dedos y aletarga las horas del día temprano! ¡Tengo a mis cerdos impacientes y hambrientos! —declamaba, altivo y agitando las manos al ingresar por el pórtico del derruido salón.
Se detuvo ante la mesa y se inclinó para apoyarse. Gesticuló olfatear el aire mientras la examinaba, hundiendo la cabeza entre sus hombros. Extendió la derecha para tomar por el hueso un colgante menudo de carne, lo desgarró con las muelas, lo masticó y lo arrojó vehemente al suelo después de escupirlo esgrimiendo una mueca desdeñosa, como si algo no fuera de su agrado. Se mojó las manos y las frotó con el pan antes de volverse hacia Pítaco. Se le acercó con pasos lentos y le husmeó como un perro, tal como lo había hecho con los alimentos instantes atrás. Le inspeccionó el hombro izquierdo, todo lacerado por el filo de obsidiana, por donde aún había irreconocibles trazas de pigmento oscuro. Con despiadado ímpetu le retorció el brazo hasta que una fétida y viscosa hiel rezumó de las múltiples incisiones. El mitilenio no pudo evitar estremecerse, gimiendo ante el agudo dolor infligido. Teágenes le soltó entonces el brazo y se irguió.
—Retomemos nuestros asuntos —dijo fingiendo serenidad—. Dices cargar sobre tí una historia de traiciones y vejaciones.
—Si es que deseas detenerte en tales menudencias —se esforzó en pronunciar.
—¡Oh, por supuesto! —reivindicó el tirano con ponzoñoso sosiego—. Adelante —dijo—, los dioses saben que tal cosa me complacerá largamente.
Volvió entonces a ocupar su trono al centro de la mesa de cedro. Pítaco entonces se dispuso a hablar, aún ardiéndole el rencor en la brasa de sus ojos, rechinando las muelas y afiebrado del dolor… «Esto es bueno», pensó. Se aferraría a este suplicio en favor de revestir de rabia cada palabra que profiera en adelante.
—Como ya debes saberlo tú, Teágenes, que te arrogas conocer todo lo relevante que acontezca en las patrias griegas, la administración de las tierras se ha vuelto un asunto muy delicado en todo el Ática. Entre las voraces políticas que emprendieron los eupátridas para adueñarse de cada parcela del territorio, yo mismo fui otra víctima del pozo insaciable de su codicia. Después de combatir con fiereza y de ganarme en buena ley mi residencia, mis condecoraciones, mis alabanzas y epinicios, cuando la guerra no requería de mi vigoroso espíritu en otras tierras, gozaba yo de los plenos derechos de un meteco. Pagaba un impuesto de residencia habitando la casa de un viejo noble. Ni bien éste enfermó, otra facción ateniense, una fratría partidaria de políticas despiadadas contra los extranjeros, aprovechó la situación para desquitarse conmigo acusándome de deudas al erario público. Hacía tiempo me había visto yo obligado a hacer tratos con un grupo de taimados eupátridas que, alegando cosechas insuficientes, ya habían confiscado uno a uno a todos los jornaleros y aparceros de mi antiguo arrendador. En virtud de cesar tal hostigamiento elevé la propuesta de oficiar como próxeno en alguna colonia de Tracia, pero nada les detenía el apetito de verme revolcado en estiércol, pues me arremetieron con impuestos cada vez más feroces, llegando incluso a confiscar los corceles que yo mismo había costeado. Cuando se atrevieron a requisar la última de las propiedades de mi arrendador me resistí al arresto: luché con ímpetu homicida y herí de muerte a tres de sus lacayos, meros perros pulgosos, pero me atrofiaron ésta pierna en el fragor del hecho. Ya ante el tribunal me declararon en desacato a la justicia en vulneración de sus estúpidas leyes. Pero en lugar de ejecutarme, tal como yo invoqué según el código de Dracón, decretaron que debía servir a mi acusador por temporadas, en calidad de esclavo en sus tierras y en las minas de Laurión… Pues no les complacía en el ánimo darme el honor de morir con mi palabra, sino verme sumido en la humillación más nefasta que un hombre pueda soportar… El resto de la historia ya la conoces, tal lo dicho por tus hombres: pasé casi dos años penando la sumisión y meditando mis posibilidades, hasta urdir la huida de tal atroz y aborrecible destino…
Tal relato le ofreció Pítaco y el tirano permaneció impertérrito: lo escuchó extremando su atención mientras revolvía el vino en su copa, buscando acaso remarcar inconsistencias en su relato, inconsistencias que no era capaz de señalar.
—Muy bien conozco la situación en Atenas —se ufanó—. Es la que sufren esos necios que se pierden enarbolando discursos con bellas palabras, pero ignoran que el poder no se vale de versos, sino de actos. ¿Qué clase de justicia es esa que alcanza a todos sus miembros por igual, teniendo unos más mérito que otros? Tal cosa es un regalo detestable, un mero privilegio infundado. Porque desconocen la parte más visceral de la naturaleza de los mortales: el poder no se comparte entre partes desiguales. Y mientras ellos debaten al calor del banquete se les olvida el pueblo. Con ese tino sólo conseguirán una revuelta civil de la que surgirá el próximo tirano. La justicia más efectiva, digo yo, es la que decreta aquél cuyos actos se elevan en grandeza por sobre los del resto.
Teágenes parecía obstinarse en probar su punto, a lo que Pítaco aprovechó esta leve dispersión de su mente, replicándole:
—La guerra no es mi única escuela, Teágenes. Fui educado entre los atenienses más ilustres. Ya tendremos tiempo suficiente para intercambiar mutuas disquisiciones respecto a la naturaleza del poder y la justicia.
—¡La única justicia legítima es la del más fuerte! —asertó el tirano con aplomo, interrumpiéndolo—. ¿No es esa, acaso, la esencia de la justicia? Míralo de este modo: mal que te pese, los atenienses, en su ley, sea ésta vetusta o deficiente, te demostraron que son más fuertes que tú.
—Los atenienses me subestimaron —replicó el mitilenio con tono angustiante; se aferraba al sentimiento previo a la muerte de Frinón—. ¡Solamente los dioses conocen la implacable determinación del anhelo que ahora embarga mis mientes!
—Y ahora tu único ímpetu es hacerles tragar el error que cometieron al permitirte conservar tu hálito de vida —dedujo el tirano.
Al verlo satisfecho con sus respuestas, Pítaco delineó una sonrisa con sus labios partidos, dotó a su semblante de un aire infame.
—Quiero verlos vomitar todos mis tormentos, hasta la última sangre —aseveró.
Teágenes lo examinó durante un tiempo; aquella fue una pausa de naturaleza demasiado extensa. Miró después la copa de plata, todavía repleta de dulce y rojizo vino que mecía entre sus gordos dedos.
—Pasemos a lo que nos interesa —dijo en un intento de restar importancia a los secretos previos, y mediante un extenso sorbo pareció tragar consigo todas sus sospechas, o tal cosa deseó interpretar el paciente mitilenio. Al culminar, repuso el tirano— Hablaste de conquistar… una novia deseable… y caprichosa.
Pítaco advirtió el desprecio y la tirria que resbaló por su lengua doria.
—Aquí es donde el asunto se torna interesante, porque una cosa más te diré —dijo y agravó tanto su mirada como la voz de su pecho, adentrándose de lleno en el punto más delicado de la gesta—. Este año, instigados por uno de sus augures y en obediencia de éste, los atenienses decretaron un cambio en el calendario de los cultos: las tesmoforias y las targelias se funden en una única festividad, a la que ahora mismo se está dando curso. Con la llegada de la primavera, las mujeres de Atenas abandonan sus hogares durante tres días para entregarse a la adoración de las diosas que bendicen la estación: Démeter y Perséfone. Excluyen a las vírgenes, a las mujeres no desposadas, a las viudas y a aquellas que por viejas ya no tienen la dicha de concebir, quedando sólo relegada esta fiesta a las esposas de los eupátridas y nobles de más rancio linaje, a quienes han dado hijos recientes; todas dirigidas por la basilinna Agarista, esposa del arconte basileus, quien oficia de sacerdotisa. Poco conocemos los hombres de este culto que es exclusivo de las féminas. Tan sólo sabemos que se abstienen previamente de todo contacto carnal con sus esposos… que se reúnen el primer día en las afueras de la pólis, en las laderas del monte Licabeto. Se entregan a la añoranza por sus hijos mientras sólo se permiten ingerir granadas… así, entonces, se funden con la angustia de la diosa que anhela el retorno de la hija. Proseguirán su camino hasta Eleusis, desperdigando en el trayecto semillas del fruto sagrado mordido por Perséfone. Cada una ofrecerá en sacrificio un cerdo recién nacido; exhumarán los restos viejos e inhumarán los nuevos, renovando el ciclo de la tierra y propiciando tanto la fecundidad de los suelos como la de ellas mismas. Finalmente culminarán las fiestas entregándose extáticas a la veneración de la kalligenía, la diosa de bello nacimiento. Todo ocurrirá muy cerca del Santuario de Eleusis, el sitio sagrado por excelencia donde moran las diosas.
Teágenes lo escuchó, se reservó un silencio antes de erguirse para dar voz a sus pensamientos, y así procedió a interrogarlo:
—¿Cómo tú, esclavo y criminal, condenado y excluido por la fuerza de la pólis… has conseguido obtener esta… delicada… información?
—No soy un criminal, soy un fugitivo. Pero antes fui ciudadano ilustre de plenos derechos. Como te dije… pené mis últimos meses en las minas al servicio de un eupátrida detestable: Querofonte, el Licómida. Y no olvides que, además de guerrero, explorador y comandante de mercenarios, sé arreglármelas como espía: no necesité más que un par de lacayos y dos o tres cocineros de hacienda…
El tirano parecía ya impacientarse con cada respuesta que le ofrecía su prisionero, pues no esgrimía mella alguna en su acorde relato, el cual iba cobrando forma en su mente, como un poema o un fresco que rellenaba cada vacío o cada brecha con pinceladas o versos certeros que permitían vislumbrar la obra completa. Era, al cabo, una pugna de voluntades férreas y vehementes, una batalla que se libraba entre la mente de ambos. La cual, desde el principio, Pítaco se había esmerado en torcer hacia ese terreno inasible, donde pretendía llevar la ventaja. Tal cosa le era favorable, pues reconocía ahora que todas sus experiencias pasadas, recientes o remotas, habían fungido en su inquebrantable espíritu como un mero entrenamiento para afrontar, al fin, esta prueba crítica, definitiva, irreversible.
—¿Qué es, en concreto, lo que me estás sugiriendo, desertor? —deslizó el tirano entre dientes, buscando que el prisionero confirme sus propias sospechas.
—Entrada la plenitud de esta noche, dirígete a la bahía de Eleusis: ahí las tendrás a todas reunidas… Las mujeres más ricas y prominentes de Atenas… Elevando las últimas plegarias al alba. ¡Captura a esas nobles féminas y que ni una se te escape! Y, cuando las tengas en tu poder, serás tú, Teágenes, quien imponga las condiciones de negociación… ¡Atenas sangrará!
Al oírlo, el tirano se volvió, dándole la espalda por primera vez. Se sumió en reflexiones. Zurcía en su mente las implicancias de la seductora propuesta del fugitivo que había llegado a sus tierras. Sus manos impacientes se agitaban una y otra vez, y terminaron por cerrarse conformando un puño apretado. Sin siquiera girarse, más serenado, pronunció:
—Considerando el espinoso asunto que esto involucra, estimo que deberé anoticiar a mis aliados y tratar esta situación en asamblea cerrada.
«¿…aliados?», pensó Pítaco. Tan sólo venía a su mente Trasíbulo, el viejo tirano milesio, el quirómaca, el implacable, el pulcro arquitecto… o quizás algún regente menor de Eubea o de Tasos —según le había revelado—, de Tegea en Arcadia, o, menos probable, algún oikistés de las muchas colonias megarenses desperdigadas por Sicilia o por el mar de Propontis… pero eran todas tierras muy lejanas. Temeroso, se obligó a creer que Periandro de Corinto no contaba entre sus aliados… «¡Ay, los dioses no lo quieran!» Pues, podría tener al hijo de Cípselo allí en lo que dura un día al raudo galope… Tal cosa sería harto funesta: Periandro ya conocía bien a Pítaco. Quizás se refería a algún aliado de la tiranía que inició Ortágoras en Sición, entre cuyos hijos aún se debatían el poder después de la muerte de Deifontes, su sucesor; oyó que un tal Clístenes ahora regentaba aquella pólis doria emplazada más allá de la región de Corintia.
Algo más funesto llegó incluso a pensar: «¿se refiere entonces a otros miembros de la Hermandad del Trípode? ¿Qué rostros invisibles, de hombres con seguridad en extremo ricos y poderosos, la conformaban?»
Pese al frío de la temprana estación, algunas gotas de sudor comenzaron a brotar por la frente y las sienes de Pítaco. Tal vez era la fiebre que lo azotaba, tal vez el pavor que su ánimo se esmeraba en ocultar y que así se manifestaba. Sin embargo, dominó las revoltosas aguas de su alma y volvió a pronunciarse con astucia:
—¡El tiempo apremia, Teágenes! ¡Recuerda: determinación! —se impuso con un gruñido—. Tendrás después tiempo de sobra para reunirte a deliberar con tus aliados. Las horas se consumen mientras aquí hablamos. Si prestas atención, no verás desde aquí ningún fuego nocturno encenderse en Atenas, pues así lo exige esta celebración. El kairós bulle a tu alrededor… ¡Esta misma noche es cuando debes dar el golpe de gracia! ¡No habrá oportunidad más provechosa que ésta!
—¿Y pretendes que incurra en el mismo error dos veces? —espetó el tirano, renuente, volviéndose hacia él y prorrumpiendo en furia.
—¿Quisieras ser recordado como el discreto tirano aficionado a los caballos? ¿O como el intachable y vigoroso caudillo a quien ni la vejez privó de conseguir su triunfo más memorioso? ¿Acaso equiparas la conquista de una tierra lejana, sojuzgada e infestada por los bárbaros, a la conquista de una prolífera pólis bien murada, por donde Teseo, Pandión, Menesteo, Cástor, Pólux y otros tantos ínclitos héroes dejaron huella de sus proezas? Si logras la hazaña que ahora te traigo servida a tus pies, ninguno de esos megarenses que meditaron algún día sublevarse en tu contra tendrá una mínima oportunidad. ¡Serás el caudillo más afamado y tus gentes te aclamarán como nunca antes! ¡O será que temes la furia de un grupúsculo de mujeres danzantes! ¿Es acaso la insensatez o la cobardía lo que te detiene? —Ahora agravó su voz—. He venido aquí… Te he abierto las trancas del redil… donde pacen desprevenidas las ovejas más blancas y carnosas del pastor… ¿Dejarás al lobo astuto morirse de hambre con la sangre en el ojo?
Aunque quiso reír a carcajadas ante esa desafiante sentencia, Teágenes apenas se inmutó. Delineó tan sólo una fina sonrisa y así le dijo:
—Creo que los dioses te han sorbido el seso, desertor. ¿De veras crees que me internaré yo mismo en esa noche sombría? ¿Me crees acaso tan estúpido?
Pítaco intentó ocultar su impotencia haciendo asomar una mueca de enfado en su magullado rostro. De todos modos, tal respuesta era harto previsible, pues ya la habían considerado él y las demás mentes ingeniosas que tramaron el agón.
—¡O estoy demasiado loco o demasiado cuerdo de venganza y justicia! —bufó el valiente mitilenio agitando su cuerpo y haciendo sonar las cadenas tras su espalda—. ¡Tú decides!… ¿Cuántas pruebas de mi buena voluntad serán suficientes para satisfacerte, implacable Teágenes?
El tirano cavilaba en sus mientes, como rehúso a darle crédito. Al cabo le lanzó una mirada fulminante que perforó el espeso aire, dando ésta voz a sus pensamientos:
—O los dioses te trastornaron la mente, desertor… o eres el hombre mas valientemente estúpido que he conocido.
—Tengo una ventaja —le respondió Pítaco—: yo ya no temo a la muerte, tirano. Muchas veces he muerto ya. Y he renacido. Estos ojos miraron directamente al rostro famélico y aterrador de la negra Ker, pues es para mí una vieja conocida. Me interné en batalla con los perros y los corceles del mismísimo Hades… ¡Morir aquí o allá, qué mas da!… Desángrame ahora mismo si eso deseas, pero los secretos de la fuente de Oricalco morirán conmigo, porque no pienso decirte nada más. ¡Mírame! —le increpó, exasperado—. Mi palabra es ahora todo lo que tengo, y pondero que me des crédito a que insultes mi prudencia y mi buena voluntad… ¡Oh, tántas fatigas ya soporté para venir a tolerar también tus injurias! Tanto he calculado y apurado las horas de mi huida para comparecer ante tí en este preciso día… ¡y ni siquiera eres capaz de valorar esta esforzada hazaña!
Pítaco escupió al suelo manifestando su enojo; había trazas de sangre en su saliva.
El tirano retiró la cuchilla clavada en la mesa de cedro. La empuñó. Se acercó a él con lerdos pasos y le aproximó el rostro. Blandiendo la hoja comenzó a recorrerle cada rasgo de su demacrada faz. Sin quitarle la mirada, la desplazó después hasta las heridas de su hombro izquierdo. Con la daga rozó su piel hasta untarla de sangre, para luego probarla, deslizando el metal por su lengua. Tal gesto heló los nervios de Pítaco, y Teágenes, escudriñándolo con ojo impiadoso, le habló cascando el tono de su voz y elevándole la quijada con la aguda punta del arma:
—Viéndote bien, te reconozco sensato… algo insolente… y salvajemente vituperado. Pero la necesidad, a veces, oculta un rostro herético.
—No soy un hereje, Teágenes. Soy hijo de Kairós, el rigor del momento, y tomarlo por delante… ¡ése es mi arte! —murmuró Pítaco sin dejarse amedrentar.
—Y como sensato te reconozco… —el tirano retomó su amenaza— y como sé mirar tras los ojos de todo hombre sujeto a mi servicio… afirmo con certeza que deseas algo a cambio, ¿o me equivoco, desertor?
—Al fin los dioses te hicieron recobrar la cordura. Te diré cómo lo medité. Mientras tú negocias con los atenienses la liberación de sus mujeres, primero, ¡libérame de estas malditas cadenas!… Aliméntame con caros festines y comprueba mi destreza; verás que esta leve cojera no me impide mandar ni dirigir. Otórgame una hueste de hombres feroces, más numerosa aún que la que otorgaste a Cilón. Sería conveniente entonces que te reúnas con tus aliados y les notifiques esta causa. Los magistrados atenienses estarán tan sumidos en el horror del cautiverio de sus mujeres que no atenderán otros asuntos. Yo desembarcaré por el cabo Sunión con esa hueste jamás contemplada antes en el Ática; megarenses, milesios, tracios, bizantinos, sículos… Cosecharé las lealtades de los campesinos hartos de los abusos de los eupátridas, pues bien conozco todos sus incordios: sé como movilizar sus corazones… Y te aseguro que, en un sólo mes, los que habitan las montañas, los de las llanuras, los de las costas… todos me seguirán. Y una vez haya vulnerado las murallas por la fuerza, en asamblea pública reclamaremos a una voz el pago del rescate que tú establezcas. Muchos contra pocos, la fuerza incontenible de las hordas en tropel empujarán a los arcontes a ceder a la decisión o caer bajo nuestras armas. El pueblo crispado reaccionará al problema que nosotros mismos le hemos creado. Y nosotros mismos les ofreceremos la solución. Entonces tú sugerirás que yo, Cleónimo, el intachable caudillo nacido en Tracia y ateniense por derecho propio, me convierta en el único soberano de Atenas. Y cuando todo el mando recaiga en estas manos, no tendrán más opción que negociar conmigo… o perecer. Y después —Pítaco fijó su mirada en la del tirano, como bien sabía hacer, impidiéndole voltear—, cuando tenga a toda Atenas comiendo de la palma de mi mano, tú y yo… y quienes sean los demás integrantes de esa antigua hermandad… procederemos a intercambiar nuestros caros secretos. Es un trato justo, ¿no crees?
Teágenes lo escuchó, daga en mano, sin dejar de escrutarlo con extrema minucia. Se permitió una breve pausa de reflexión, antes de hablarle así:
—Sin oráculo al que obedecer… sin previas amenazas… sin premeditados sacrificios… ¿no temes acaso las funestas represalias de los dioses inmortales?
—Los dioses ya condenaron a Atenas mucho antes que yo nazca. Si es que aún habitan ahí, la convirtieron en un burlesco patio de ensayo, de prácticas opresivas y denostables. Dime, soberano, ¿tembló acaso tu mano ante los dioses cuando decretaste la cruel suerte de esos diez hombres durante la Tregua Sagrada?
—Esos hombres eran bandidos excecrables.
—Conozco la naturaleza de los dioses, Teágenes, ¡los he visto!… Los vi elevarse de la noche, dispersar la niebla de la mañana y derramar bendiciones sobre campos florecidos, tan vastos como para alimentar reinos enteros; y los vi también regodearse en el último lamento de un niño moribundo. Ellos otorgan y quitan, otorgan y quitan, como un juego retorcido. A mí todo me fue arrebatado por los hombres, pero sé que pronto los dioses proveerán, porque aún los honro y los venero. Asistí a sus asambleas, me interné en la gruta de las Greyas, y de esto me advirtieron: «¡Los altos dioses aborrecen al débil y favorecen al que persevera!». Llegó mi hora. Y de una cosa tengo más certeza: secretos más valiosos tengo aún por develar, secretos que moran detrás de esa única sustancia: el oricalco.
Otra vez la faz del tirano se estremeció del pasmo al escuchar la palabra, pero de inmediato reprimió esos pensamientos. Se irguió entonces para contestarle:
—Tendrás tus razones para hablar de esta suerte. Pero ignoras que, cuando eres padre de un pueblo entero, es imperioso que sus gentes tengan a bien adorar a sus dioses y establecer los cultos según sus designios. No hay pueblo que prospere bajo la vista de los dioses del cielo si no se atiene al camino que éstos les revelaron y demarcaron. Al menos así lo creen y eso es lo único que interesa. No hay tirano sin su pueblo así como no hay pueblo sin sus dioses.
—Veo que tu perpetuidad en el trono no obedece a un mero antojo de los Inmortales, sino a tu destreza de mente. Tú, como el buen arriero, sabes llevar bien a tu pueblo. Yo, como mortal, reconozco el horror de ese vacío y lo que supone para la masa de mortales. Pero si ese asunto aún te turba las mientes, te complacerás al escuchar que también tramé ingenios para resolverlo.
—Adelante —cedió el tirano, que comenzó a dar cortos pasos en su torno.
—Considerarás conveniente y sensato reservar una buena ración de oro y plata para ofrendar a la pitia en Delfos. Así, mientras los atenienses estén sumidos en el caos de la revuelta, haremos que el Oráculo de la casa sagrada de Apolo me declare la purga del miasma infecto que dejó Cilón y el juicio a los alcmeónidas. ¡Tanto preferirán sus residentes el mando de un sólo tirano, justo y popular, al de trescientos tiranos a la vez, todos ufanos de sus estirpes y bien conocidos por su avaricia! Ese mundo ha caducado. ¿No es así como tú mismo te consolidaste en el trono? ¿No apoya Delfos desde hace años las incursiones de las tiranías? ¿No fue así cómo se hizo con el poder el glorioso Cípselo de Corinto, de quien tengo a bien saber que fue tu aliado? ¿No lo consiguió del mismo modo Trasíbulo de Mileto, quien aún impera con plena sabiduría en esa pólis, la más rica de toda Jonia?
—¡Olvidas que esos hombres son naturales de su pólis! ¿Cómo crees que recibirán los atenienses la noticia de que un caudillo de sangre tracia los gobierne?
—¿Y qué hay de Procles de Epidauro, de quien Periandro de Corinto es legítimo yerno? ¿No es acaso, el próspero tirano de Epidauro, argivo de nacimiento y descendiente del afamado Feidón de Argos, el Heráclida que doblegó en su tiempo a todos los pueblos del Peloponeso, incluidos los feroces espartanos?
—¡Procles, al menos, comparte su misma lengua!
—Que yo haya nacido en Tracia es un mero accidente. Los atenienses siempre me reconocieron uno más de ellos, pues no tengo nada de tracio en mi lengua o en mi mente. Además, será una suerte que aún queden muchas vírgenes de vena noble por desposar, ¿no crees? Seré benévolo con las políticas hacia los extranjeros. Y no seré tan insensato como Cilón al declarar la abolición de las instituciones. Tampoco segregaré los clanes, pero sí las clases: estableceré en Atenas una timocracia. Sus instituciones, entonces, sólo a mí deberán rendir cuentas, que me reservaré el Tesoro y todo el cuerpo militar de la pólis.
Viéndose otra vez rebatido por la aguda mente que ostentaba su prisionero, el tirano pasó a otro asunto que parecía inquietarlo.
—Hay en Atenas un… hombrecillo… un piojoso comerciante y poeta de linaje menor, cuya especial fama de sabio se esparce entre los helenos. Un… medóntida.
—Te refieres a Solón, el hijo de Euforión —Pítaco agravó su faz.
Teágenes chasqueó sus dedos, diciendo:
—Sí, ese mismo: ¡Solón!…
Tanto desagradó a Pítaco oír el nombre de su amigo puesto en las fauces de esa bestia indómita, sanguinaria e insensible, que un escalofrío le bajó por la espina…
—Dicen que este tal Solón es el único ateniense digno de ser oído —repuso el tirano—, que legisló con acierto y justicia, que fue muy aclamado. Dicen que si los dioses le dan valor, será él quien revierta el curso pestilente de su pólis, y que su voz se esparcirá y resonará pronto por todo el ancho Egeo…
«¡Será Solón el que te entierre, verraco profano e insolente!», tal gritó Pítaco hacia sus adentros, pero se serenó en pos de responder según requería la ocasión:
—Entonces te digo que no llevas todos tus registros al día, Teágenes. Porque el pobre Solón fue remitido hace tiempo de sus cargos y funciones, pues los dioses le arrebataron el juicio por completo. Yace ahora mismo consumiéndose en la locura, mientras los médicos le recetan eléboro de Anticira. Es información de público conocimiento: si es que aún no lo hizo, llegará pronto a tus oídos. Los dioses obran de forma misteriosa, ¿no lo crees?
Al oírlo, el tirano detuvo sus pasos impacientes y vacilantes, y, tras sopesar todo cuanto Pítaco le iba revelando, así se lo reconoció:
—Admito que toda tu estrategia es osada y sagaz, desertor… pero estás olvidando una cosa: ya lo intenté una vez.
—Y te diré exactamente por qué has fracasado: de sur a norte, como yo te digo, esa es la manera correcta de acorralar y someter Atenas. Además, en tiempos de Cilón, no había tanta crispación como la hay hoy entre sus gentes. Tanto tú como yo conocemos al detalle lo que acontece: los démos son un hervidero de faenas y rencores. Sus residentes sólo esperan la excusa de gracia para levantarse en armas contra el poder. Esperan al caudillo con el ingente coraje para liberarlos de sus interminables fatigas. Yo soy ese caudillo, el azote de esos eupátridas taimados y detestables. Y tampoco dudes que los valerosos guerreros atenienses que, reconociendo mi valía, me juraron alguna vez lealtad, se unirán también a mi causa. ¿Consideras a esta estrategia lo suficientemente presta y sagaz, o deseas volver a confiar en algún oráculo ambiguo y oscuro?
Teágenes escarmentó un tanto en sus mientes, antes de volver a hablarle:
—Suponiendo entonces que los dioses te concedan la victoria en tu cometido… ¿Qué trato considerarías justo respecto a la liberación de sus mujeres?
—Como soy generoso, esa decisión te la dejo toda a tí. Hazte con todo el oro del Tesoro si así lo deseas… Complácete y deléitate con una de ellas por cada noche del año… o pásalas a todas por el cuchillo. No me incumbe en absoluto.
—¡Ah! —Los ojos del tirano brillaron—. No tienes piedad, desertor…
—No la tuvieron conmigo —pronunció entre dientes.
Entre tanto así debatían todo esto, ingresaron dos hombres a la sala, esos mismos que el tirano había mandado recuperar el odre. Se pronunciaron bajo el agrietado dintel de piedra del pórtico, al unísono grito: «¡Salve, Teágenes glorioso!»
De inmediato el tirano se les acercó con pasos muy acelerados. Al ver el odre pendiendo de la bandolera de uno de ellos, lo arrebató y lo posó de inmediato sobre la robusta mesa de cedro. Sin quitar la vista del objeto, agachó la cabeza y lo rozó con sus mejillas buscando impregnarse de su fragancia. Se ocultó detrás de jarras y bandejas para verter todo el polvo sobre la superficie de cedro. Se echó hacia atrás, con los ojos negros iluminados por el fúlgido elemento, quizás invadido por el asombro, o acaso por el espanto. Echó una abrupta carcajada, como fuera de quicio —una actitud extraña para un hombre que apenas esgrimía gestos en su pétreo semblante—, y procedió a azotar el pico del odre algunas veces contra la mesa maciza, verificando la minúscula proporción remanente de la polvorienta sustancia. Al comprobarlo, gritó enardecido—: ¡¿Es todo?!
—Todo cuanto ha quedado —se limitó a responder Pítaco.
—¡¿Qué significa eso?!
—No había mucho más cuando lo encontré. Los sacerdotes lidios lo abrieron para arrojarlo al viento, ¡parecían despavoridos! Tenían la sustancia por sagrada y me advirtieron de sus efectos. Suministré a algunos prisioneros de guerra distintas cantidades… con resultados escalofriantes… todos atentaron contra sí mismos, pero… ¡contemplé actos atroces y misteriosos que jamás podré erradicar de mi mente! —tal le dijo, rememorando las sentidas confesiones de Safo.
—¡Estúpido! ¡¿Crees que esto es un juego?! —rebuznó el tirano.
—¡Pero no desesperes, Teágenes! Lo hallé una vez… Puedo hacerlo de nuevo… si cuento con la solícita cantidad de hombres y recursos: ¡éste es nuestro trato! ¡Espero que sea ésta la prueba que legitime mi buena voluntad!…
El tirano se volvió un cúmulo de berrinches y rabietas. Con la cuchilla alineó los restos de la misteriosa sustancia, como si se abstuviera de tocarla con los dedos y volvió a escurrirla dentro del odre. Al cabo giró su cuello, un brillo celoso y asesino le recorrió el ojo, y así se dirigió a sus dos lacayos:
—¿Han mirado su contenido? —les inquirió, con ánimo inquieto.
—¡No, señor! —respondió el primero con denuedo.
—N-no… ¡…se-señor! —vaciló un tanto el segundo.
Teágenes se acercó entonces a inspeccionarlos a ambos. Un leve revoleo de ojos en la mirada ausente del de la izquierda fue suficiente para zanjar su suerte.
—¿Has contemplado alguna vez a un hombre relegado a la obediencia ciega? —tal dijo a Pítaco, mirándolo de costado.
Éste comprendió que tal pregunta no requería respuesta. Dedujo, por su depravado semblante, que era una invitación a contemplar algún excitante espectáculo.
Y al grito de «¡Limos, ven aquí! ¡Te ordeno venir conmigo!» se apareció un hombre armado por entre las jambas de madera del pórtico, acudiendo al llamado de su amo. Ni bien el tirano le dio la tajante orden de decapitar al hombre sospechoso de desobedecer su mandato, Pítaco apenas tuvo tiempo de pestañear. Una certera tajada sofocó aquél súbito grito de terror. La cabeza del lacayo se le desprendió del cuerpo y giró a través del aire hasta caer al suelo. Rodó algunas veces yendo a parar muy cerca de la ubicación de Pítaco, que atisbó el horror del último latido petrificado en esa mueca grotesca. El cuerpo inerte resonó desplomándose contra el piso del salón, ya regándose de negras charcas de sangre.
El mitilenio reconoció que aquél verdugo era uno de esos hombres de inquietante conducta, de esos que bufaban levemente, de ojos dorados y opacos y que parecían sumidos en un trance, carentes de juicio o de espíritu. Pese a comprender que esa muerte absurda, tan insignificante para el tirano, consistía en ser una amenaza a su prisionero, pues le ilustró el cruel hado que sufrían aquellos que traicionaban su confianza, a Pítaco se le estremeció el corazón al percibir que algo de muy oscura naturaleza ocurría con esos ‘cabezas muertas’… como si algo indecible, algún ominoso secreto o un funesto maleficio, los consumiera por dentro.
Tras ordenarle limpiar todo aquél desastre y retirar el cuerpo sin vida, Teágenes despachó al lacayo restante, azorado éste del miedo, y le mandó llamar a seis de sus hombres. Ni bien éstos ingresaron al salón, Pítaco los supo hoplitas, quizás generales que integraban su consejo de guerra. Teágenes se dirigió a él y, con su habitual tono nasal, calmo e intimidante, le hizo esta última advertencia:
—Te diré lo que sucederá, mi… querido desertor y consejero. Tú permanecerás aquí, bien postrado y aferrado a los grilletes de estos muros. Gozarás de mi compañía y la de mis hombres más aptos y tenaces, a quienes juzgaste antes tan… adorables. Esperaremos juntos. Esas cadenas que cargas te roerán la piel hasta que mis hombres secuestren y me entreguen en mano a las mujeres más nobles de Atenas, según tú dices. Y sólo cuando éstos ojos las contemplen en su entereza… cuando recorran sus cuellos y bustos… sus curvas… cuando me impregne del perfume de esas zorras de realeza… y cuando en éstos oídos resuenen sus gargantas gimientes… ni bien éstos dedos se hundan en la raja húmeda que les divide las piernas… Sólo entonces… tendrás tus miembros libres de cadenas. Será esa la última prueba que legitime tu buena voluntad. Tal es la decisión que pluga mi ánimo. ¿Soy o no soy un soberano magnánimo… Cleónimo?
Era la primera vez que lo llamaba por su nombre. Ninguna impresión sugería su rostro, pero Pítaco notó cómo pronunciaba cada una de esas palabras con exacerbado deleite y protervia. Sin dudas, la sola idea lo enardecía por dentro.
—¡Ah, tanto añoraba una buena asamblea con rectos generales y estrategas! —exclamó el mitilenio mirando a los rostros de aquellos hoplitas, en un intento de aplacar los sentimientos de desdén que se revolvían por su estómago.
Los recaudos que el tirano estipuló no le eran muy favorables, pero Pítaco se entregó a la tesitura del momento, pues ya había conseguido dar el primer paso de la meditada gesta, agotando casi todas las añagazas de su ávida mente, y su valeroso espíritu decidió bailar al son de su impiadoso compás.
—Bien —sentenció entonces Teágenes—. ¿Cuántas nobles esposas atenienses dices que me encontraré en esa playa?
—Te diré todo cuanto precisas saber, pero antes… —Pítaco, que al final de su discurso ya lo invadía una tos cansina y enfermiza, le señaló con la mirada la carne viva de su hombro— …no querrás hallarme muerto por la mañana.
Así solicitó de él las medicinas adecuadas para tratar las heridas que escocían su carne. Al cabo, un megarense andrajoso que hacíase pasar por médico le aprontó hierbas y bálsamos, y, en cuanto a aplacar su hambre, el tirano dispuso que uno de sus lacayos recoja las sobras de comida desperdigada por el suelo para ofrecérsela, aún tiznada con rastros de sangre.
Durante las próximas horas, pasaron a tratar en consejo los recursos que precisaban para la incursión en Eleusis y el rapto de las mujeres atenienses. Sopesaron todas las posibilidades de la estrategia de asalto. La hora adecuada, el sitio de atraque, el tipo y número de naves a tripular, la cantidad de hombres necesarios y la jerarquía de las tropas. Todo esto era lo que convinieron en asamblea, lo cual suponía gastos mínimos al tirano; empero, fue lo que juzgaron suficiente para rodear y capturar un grupo, según lo revelado por el prisionero, de apenas más de un centenar de mujeres sumidas en adoración, inermes y desprevenidas.
Lo que restó del día, Teagenes hizo reunir doscientos cincuenta hombres a su servicio; los mandó llamar desde toda Salamina y desde las costas de Megáride, todos jóvenes zagales y celadores aptos para oficiar como remeros o infantería ligera. Hizo vaciar buena parte de las armerías y almacenes para abastecerse de armas, corazas y peltas. Puso al mando de la operación a cincuenta hoplitas de su guardia personal, instruidos aunque de rango menor, pues, reservando sus sospechas, no deseaba enviar a sus mejores hombres a una trampa. Designó tan sólo un estado mayor integrado por un navarca de su confianza y diez estrategas de mando, que solían oficiar como epíbatas en sus campañas por mar. Estos epíbatas tripularían los dos birremes de escolta, que quedarían anclados en la bahía, mientras que dos galeras mercantes, aptas para llevar cargamentos muy pesados, atracarían cerca del sitio y trasladarían al grueso de los infantes.
Al caer el velo de Nýx, Pítaco fue llevado a la celda contigua, aquella de los frescos rotos. Volvieron a encadenarlo a la base del solitario pilar central envuelto por el abismo. Miró a la vasta noche por la pequeña abertura, hacia Atenas, y vislumbró cómo en la lejanía, uno a uno, los fuegos de los braseros se iban apagando.
VI
Tal era la acción de los jóvenes de Solón, que sofocaban todas las antorchas a la vez que iban abandonando la sórdida quietud de la pólis, todos bien organizados y con premeditado sigilo. Uno a uno iban saliendo por la puerta de la Vía Sacra, internándose en la oscura y larga noche que tenían por delante. Mantenían sus vibrantes corazones marchando muy cerca del enlozado camino por donde dos veces al año se emprendían sagradas procesiones hacia Eleusis. Avanzaron hasta el punto de reunión en un puerto de montaña a espaldas del monte Egaleo. Desde allí tenían vista del lejano santuario de titilantes fuegos y, extendiéndose más acá, como una gran medialuna, la diáfana claridad de las estrellas iluminaba toda la bahía de Eleusis, revelando el cabrilleo de las innúmeras olas. Una vez contaron que no falte ninguno, repasaron por última vez los planes de la conjura y se empeñaron en retomar la marcha cual lobos lanzados a la cacería nocturna.
Solón iba por delante revestido con la rutilante panoplia de Teucro. Por detrás le seguían Hipócrates, Aniceto y Demetrio, quienes organizaron el batallón de ochentaiún jóvenes en tres tropas de veintisiete. Así marchaban todos, ávidos de gloria, hasta que oyeron retumbar una voz seca y varonil que surgió de la vasta oscuridad que tenían de frente y que sofocó por un instante los cantares de la noche:
—¡Detengan la marcha! —se pronunció.
Los hombres detuvieron abruptos la marcha. Vieron asomar por un costado del sendero lo que parecían ser siluetas de centauros blandiendo sus lanzas en ristre. El relinche de los caballos y el chasquido de las espuelas reveló que se trataba de diez ágiles jinetes que se apresuraron en bloquearles el paso.
—¡¿Quién osa detener la marcha de estos hombres justos y valientes?! —quebró el silencio Solón con un agudo grito en dirección a las amenazantes siluetas.
—¡El loco medóntida! —exclamó la voz—. ¡Ah! Y, por supuesto… ¡Hipócrates! —añadió, acercándose hasta una proximidad tal que el resplandor del novilunio por fin reveló sus inequívocas y nobilísimas facciones.
El jinete era Alcmeón, el hijo de Megacles, quien, desde aquel día, se reservó sus sospechas respecto a las acciones de Hipócrates en tanto a la operación de dar captura al mitilenio. Después, no habiendo hallado satisfacción con la tibia sentencia y la multa que el neleida debió pagar a los eupátridas, había decidido mandar espiar sus pasos en pos que se le notifique de cualquier movimiento.
—¡Alcmeónida, el vigilante en la noche! Es una noche bellísima para estirar las piernas, ¿no crees? —le replicó Hipócrates; buscó provocarlo.
—¿Cómo te atreves a hablarme tan petulante, neleida? —refunfuñó Alcmeón con ojos llameantes—. ¡Te diriges a un hombre que te supera por mucho en sangre y en acres de tierra! ¿O es que perdiste el juicio por completo como éste que te secunda?
—Si tu familia aún conserva ese privilegio es porque Solón les concedió el retorno bajo el amparo de la amnistía —le contestó, sereno, el neleida.
Alcmeón se tomó una pausa, intentó comprender lo que sucedía.
—¿Acaso esconden a ese intruso eolio entre ustedes? —espetó.
—Yo no lo veo por aquí —respondió Hipócrates—. Revisa, si quieres, a cada uno de mis ochenta valientes.
La voz y el semblante de Alcmeón se tornaron impacientes. Puso una mueca desafiante y esto pronunció:
—¿Adónde creen dirigirse? ¿Qué es lo que urden estos hombres en mitad de la noche y a espaldas de la ley? ¡Responderán ante el poder altitonante de Atenas, al cual sirvo, y a cada uno de ustedes los avasallará por esta flagrante afrenta!
—¡No tenemos tiempo para esta clase de demoras, prudente Alcmeón! —interrumpió Solón—. Procede, con la primera luz de Helios, a hacer tus delaciones si eso anima tu noble corazón. Pero, ahora… ¡por Atenea, apártate y déjanos retomar nuestra marcha! Te aseguro que, de tomar tal decisión, la gloriosísima diosa derramará años de bendiciones sobre toda tu familia. ¡Y llegará el día en que nuestras obras y nuestras palabras nos encontrarán unidos, bien dispuestos a luchar juntos por Atenas, la sagrada pólis que hoy habitamos a la sombra de un reducto de codiciosos que la tienen secuestrada!
Alcmeón lo escuchó y, aún confundido, fue incapaz de percibir algún atisbo de amenaza en el tono de su discurso, sino que parecía, a clara voz, una súplica. Se deslumbró un instante contemplando la espléndida armadura que vestía; nunca había visto una pieza de metales de tan magistral ensamble. Comprendió al fin que nada de cierto había en la escandalosa locura que decían consumirlo y turbarle el juicio, sino que quizás todavía le latía en el pecho un corazón ateniense, valiente y orgulloso. Volteó hacia sus hombres buscando respuestas, pero sólo halló silencio y rostros que reflejaban su propia incertidumbre.
—Solón está en lo cierto —Hipócrates rompió su reflexión—, y te aseguro que su palabra se cumplirá. Ahora mismo no hay nada que tu ánimo y el de tus hombres puedan hacer contra el de los nuestros. Tal vez quieran unirse… Y si no… ¡Apártate, Alcmeón! —le ordenó—. ¡O verás qué tan dispuestos estamos en nuestro cometido! ¡Qué tanta furia y bravura alberga el corazón de estos jóvenes valerosos!
Las armas de todos los jóvenes resonaron a un tiempo.
Ante la amenaza, el hijo de Megacles comenzó a dar volteretas sobre su raudo corcel, tan inquieto éste como su auriga. Ambos bufaban en un desfile que ilustraba las cavilaciones que revolvían sus mientes. Se detuvo finalmente dándoles la espalda, con la mirada dirigida al oscuro sendero que conducía al santuario.
—Se dirigen hacia la Sagrada Eleusis —musitó.
Zurcía en su mente los hechos recientes. En concreto, el alboroto causado por el poema elegíaco de Solón que exhortaba a luchar por Salamina. Al caer en cuenta de lo que estaba por acontecer se volteó hacia ellos. Delineó una altiva sonrisa en su rostro y así se pronunció entonces:
—¡Hipócrates! ¿No eres tú, strategos, ese afamado orador de profesión que todos tanto admiran? ¿No dicen que tu lengua posee el don de la elocuencia y que es capaz de conmover el corazón del más duro de los hombres? Sin embargo, pocas fueron las veces que te escuché disertar… ¡Ea, convénceme entonces, rétor! ¡Profiere uno de tus fecundos discursos que endulcen mis oídos y me convenza de esta gesta! ¡Intenta doblegar mi voluntad así cotejo a quien debo seguir!…
Hipócrates, invadido por el disgusto de advertir cómo el eupátrida medía a los hombres como si obedecieran a un mero juego de favores y pruebas de servilismo, dio un paso al frente y, frunciendo el ceño, así le habló:
—Esta vez, Alcmeón, no hay discurso que lo valga. Indaga en tu propio corazón la respuesta. ¿A quién eres verdaderamente leal? ¿A Atenas? ¿A los eupátridas? ¿A tu padre? ¿A tus hombres? ¿A tí mismo?… Hurga hasta lo más profundo de tu alma. Ahí encontrarás qué clase y qué calidad de lealtad posees. Y quizás también comprendas que ni la justicia ni el honor ni la verdad son hijas de la ley de los hombres, sino dones y fines del espíritu. Virtudes que cada hombre debe cultivar por sí solo. A veces, tan sólo basta con que el deseo se vuelva una flama inextinguible que arda de sólo verla pasar. Ahora… apártate. Y cuando al fin encuentres tu espíritu, tal vez, juzgues prudente traer a tus hombres contigo. ¡Leso! ¡Foco! ¡Carmo!… —Dirigió el saludo a los hombres detrás, quienes eran, también para él, viejos compañeros de campaña.
Éstos asintieron levemente a la manera ática, en señal de honor y respeto.
Y tal diciendo, Hipócrates, junto a Solón y sus jóvenes, se abrieron paso entre ellos para reanudar la marcha, dejando a Alcmeón petrificado, con una mueca de tirria en el semblante y un agudo dilema mordiéndole el corazón.
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