I
A pesar del alboroto y del palpitante estado de inquietud al que se arrojaban a vivir sus residentes, Atenas brindaba cobijo a su manera. Helios parecía otorgar un fulgor distintivo a esa pólis. Todo era pasible de comerciarse o de someterse a juicio y, muchas veces, los ciudadanos resolvían los litigios de manera particular, a escondidas de la ley altitonante, mediante el trueque de favores, pertenencias o mercancías. Pítaco se dirigió a la última plaza pública que se hallaba cerca de la Puerta de Codro; algunos comerciantes le habían indicado su ubicación. En uno de los vértices de la muralla se sentó a meditar sus posibilidades, esperando el avance de las sombras.
A la hora indicada cruzó el pórtico grandioso. Dejó atrás las fortificadas murallas y emprendió su camino hacia el Levante, en dirección al río Cefiso. Atravesó algunos acres de tierra de cultivo —los atenienses intentaban aprovechar cada superficie de suelo, por más mínima o yerma que fuese— hasta llegar a la vera de un prístino arroyo. Un largo trecho recorrió por las orillas, siguiendo la dirección contraria a la corriente. Lo que alrededor era un prado se tornó, de pronto, un campo de arbustos frondosos y, después, un bosquecillo de abetos y alerces que crecían desde el bajío. Al tiempo divisó en la lejanía una tienda ataviada a dos viejos troncos de olivo y se dirigió hacia ese peculiar asentamiento. Dos hermosas yeguas se hallaban pastando y amarradas al lado de un palomar. También un hato de ovejas y cabras rumiaban en un aprisco, junto a algunas aves de corral. El refugio, a pesar de ser un espacio de amplitud generosa, estaba atiborrado de guijarros, enormes pilas de pieles curtidas, sacos de lana, herramientas, mecanismos extraños y numerosos objetos de uso cotidiano de muy poca valía, pues la mayoría se encontraban averiados o desarticulados. Hurgó algún tiempo por allí, cuando un vocejón sorprendió a Pítaco por sus espaldas.
—¡Y con el cese de las lluvias, un visitante me han enviado los dioses felices!… —Tal exclamó un hombre misterioso, con una voz áspera, robusta, y un acento rarísimo.
Pítaco volteó en prisa hacia él. Tomó su daga y lo contempló un momento. El sol vespertino iluminaba toda la mitad del cuerpo de aquel hombre. Lo primero que notó fue su completa desnudez, aun en pleno invierno. Era alto y enjuto, pero de brazos y piernas largos y fornidos. Algunas elaboradas imágenes grabadas con pigmentos, por sobre todo de coloración oscura, las llevaba adheridas en la piel. Éstas descendían por el costado de su cuello hasta uno de sus antebrazos. Otro elaborado diseño ascendía desde el tobillo opuesto por una de sus pantorrillas; y un último grabado en espiral le decoraba el redor de la tetilla derecha. Parecían representar fauna y flora de alguna región, pues se distinguían ciervos con cornamenta, caballos galopantes, mantícoras y grifos alados, puntas de flecha, alerces y pétalos, todos rodeados de intrincados trazados abstractos. Por un momento, pensó en el viejo Zalmoxis, pero esos diseños, ciertamente, en nada se asemejaban a los extraños glifos estampados en la piel del anciano. Pítaco notó sus ojos de un intenso verde claro y sus abundantes cabellos rubicundos. El hombre caminó hacia su tienda con aires despreocupados y sobre su cabellera mojada comenzó a frotar un sudario, pues parecía provenir del río.
—¡Soy Pítaco de Mitilene! —espetó, amedrentado por aquél bárbaro desvergonzado y extravagante—. ¡Las palabras de Solón me guiaron hasta esta morada!… ¿Quién eres tú, forastero? ¿Dónde tienes la estirpe?
—¡O’, canta tu nombre en mis oídos, Pítaco de Mitilene! Perfecto octasílabo. ¡Como el mío! Soy Anacarsis de Escitia. Más allá de los Cárpatos y de las Puertas Caspias… de las distantes y frías estepas provengo… del mar de hierba… ¡Hijo del rey Gnouros! ¡O’ sí! ¿Sorprendido? ¡Soy un príncipe! O, al menos, lo era… ¡Hasta que mi taimado hermano se precipitó en ocupar su lugar!… Ahora, él vive rodeado de honores que no merece y de lujos que no necesita… Rodeado… ¡de ignorancia!… Todo lo que no es mi hermano… ¡Ése soy yo, Pítaco de Mitilene!
—¿Qué eres tú, Anacarsis, y qué haces en Atenas? —Pítaco lo perseguía con la mirada, observándolo moverse con presteza por dentro del refugio. Sus movimientos se revelaban menos intimidantes que su aspecto, pues parecía omitir el hecho de que el mitilenio empuñaba la daga punzante.
—¡O’ Atenas Atenas, adoro esta tierra risible! ¡Donde el sabio habla y el necio decide! ¡Yo, por mi parte, vivo como el viento! ¡Qué vibrante momento para estar vivo! ¡Soy un meteco, la casta más privilegiada de Atenas! ¡Libre de obligaciones políticas! ¡Libre de honrar los absurdos contratos cívicos! ¡Libre de cubrir mi hermoso cuerpo con vestimentas! Me interno desnudo en los bosques persiguiendo a las Ninfas y en el río nado junto a las Náyades, buscando superar cualquier prueba a la que sometan mi cuerpo… Sabrás, Pítaco, como buen griego que seguramente eres, que el balance entre la mente y el cuerpo fortalece al alma.
Si bien con inusitada indulgencia y algunos visos de sarcasmo, aquél hombre respondía con denodado aplomo, como muy seguro de sí mismo, mientras adobaba el pienso de sus animales. Llevaba un espíritu enérgico, y del brillo de sus ojos parecía emanar una aguda inteligencia.
—El que se denomina a sí mismo ‘buen griego’ tiende a buscar el equilibrio en la belleza. —Quiso corregirlo y, de inmediato, continuó su interrogatorio—. ¿Cómo un escita ha terminado siendo meteco en Atenas? No estaba yo al tanto de que tu gente se asiente en patria alguna…
—¡Ah, “tu gente”, por supuesto! Para ustedes, los griegos, somos los ‘bárbaros itinerantes y ecuestres de las estepas infecundas; que beben su licor del cráneo disecado de sus enemigos’… —decía imitando deliberadamente el acento de los atenienses—. Hay muchas cosas que nunca entenderían de nuestra gente. Pero, como ya te he dicho, ¡soy un desertor!… El hijo bastardo de un rey escita con una concubina griega. He presenciado el asedio al corazón de Asiria… ¡O’ la magnífica Nínive de las Cien Puertas! El bastión opulento que quiso albergar todos los conocimientos del mundo y arrebatar los misterios de los dioses antiguos… ¡He atestiguado la caída de un gran imperio! Y doce años anduve errante por el mundo heleno, hasta que Atenas me acuñó en su seno… Pero… ¿quién sabe? ¡Sólo estoy aquí de paso, Pítaco!… Pues poseo una serie de habilidades únicas: ofrezco servicios que ningún ateniense, en su claustro de mármol, sea cual fuera su verborrea de nobleza, nunca podría ofrecer…
—Asumo que nadie supera tu franqueza y la osadía de tu labia. Cuesta creer que sigas vivo en Atenas, donde la lengua parece tener un coste muy alto. Ahora puedo comprender por qué Solón ha perdido el juicio. ¿Qué ofreces además, escita?… ¿Eres un hombre de guerra o, tal vez, un poeta errabundo?
—¡Ah, nada de eso!… ¡Los tiempos de guerra han terminado para mí!… Murieron con mi tierna y bárbara juventud —relució su sarcasmo—. Ahora me atañen los asuntos del transitar de la vida, más que de la muerte. Pronto, Nýx se alzará en todo su esplendor. Si buscas refugio y comida, aquí hallarás suficiente. ¡Ven, Pítaco de Mitilene! Échame una de tus fuertes manos… Él no tardará en llegar. —Decía mientras intentaba mover un pesado caldero de bronce.
—Lo haré —respondió Pítaco y envainó la daga— en virtud de que contengas tu lengua por un momento… y en tanto cubras tus vergüenzas.
—¡Ah, griegos! Siempre tan quisquillosos y selectivos con sus pudores —reía Anacarsis mientras se ceñía sobre el cuerpo un desarrapado quitón.
Entrambos posicionaron el caldero sobre los rescoldos de leños consumidos que aun humeaban dócilmente. El escita ubicó tres taburetes a su alrededor y le arrojó a Pítaco un extenso tejido de textiles. Le indicó que sostenga firme su extremo en dirección a los leños, mientras él se ubicó lejos, detrás de un saco de injertos de cueros muy bien cocidos y de lo que parecía ser la mitad de un timonel enterrado. Accionó dos manivelas. La primera hinchó aquél saco de cuero que aumentó unas diez veces su tamaño. Luego, con sus fuertes brazos accionó la segunda palanca. Como los vientos que sopla Bóreas abrupto, un gran torrente de aire comenzó a discurrir por aquél tracto de textiles, que se infló como lo hace una serpiente amenazante. Como por arte de magias oscuras, el fuego chispeó desde las brasas y comenzó a arder con gran voracidad.
—¡Eureka! —Exclamó Anacarsis, quizás con algo de sarcasmo.
—No pierdes tiempo encendiendo tu fuego. Lo admito, tienes un fuelle ingenioso —dijo el de Mitilene, intentando enmascarar su sorpresa.
—¡Ah, El Hálito del Grifo! ¡Sólo es una de mis tantas maravillas! —Se jactaba el escita, mientras alimentaba la hoguera con leños resecos bien apilados—. Somos más que una casta de bárbaros ecuestres, Pítaco. Llevar una vida nómada suele estimular a la mente inquieta. ¡La naturaleza es proveedora insaciable de inspiración! Improvisamos prodigios con sus dones cuando la necesidad lo requiere. Te sorprenderá saber todo lo que puedes hacer con sólo agujas de hueso, raíces extensas, resinas y algunos cueros y telares…
—Veo que no reniegas de tu estirpe. Te sorprenderá saber que, en mi patria, un grupo de forajidos también me han juzgado ‘bárbaro’. Soy tracio de ascendencia. Tampoco reniego, pero no dejo que eso me defina.
—¡Ah, tracio! ¡Eso nos hace primos, ¿verdad?! —rió el escita y añadió—: ¡Ah, esos poetas, estadistas, arcontes, basileis…! ¿Qué saben ellos de lo que se oculta más allá de sus narices, allende los muros de sus residencias?
Pítaco se limitó a dirigir al vacío una mirada afilada, cargada de esos silencios que enmascaran duras invectivas.
—Puedo ver que te abstienes de hablar mal incluso de aquellos que te consideran su enemigo. Tal virtud puede considerarse tanto prudente… ¡como insensata! —Le dijo Anacarsis, haciéndolo cómplice de su sonrisa.
—Asumo que tú no sabes mucho de callar —le contestó Pítaco y continuó su interrogatorio—. ¿Qué otras labores desempeñas en esta majada, escita? ¿Te ganas el pan como curtidor de pieles? ¿Cardador de lana? ¿Constructor de fuelles, yunques, arados, batanes, azuelas, anclas, tornos, prensas? —decía el mitilenio, señalando con la mirada cada uno de los objetos desperdigados por su choza.
—También monturas, arcos compuestos, cría de palomas, caballos…. ¡O’, no toques eso! —se interrumpió a sí mismo el escita al observar a Pítaco tomar un objeto con sus manos.
Pítaco hizo caso omiso a su petición y le ganó la pugna con la mirada: le dio a entender que estaba harto de escucharlo de todas formas. Observó el artilugio con extrañeza y puso un rictus confuso. Se trataba de una especie de quimera, entre grifo y esfinge, tallada en bronce y madera. Desde su horrenda cabeza, labrada de forma tosca en la parte inferior, ascendían unas alas broncíneas que se adosaban a un cuerno hueco de madera pulimentada. Pítaco inclinó un tanto el objeto y de su morro, semejante al pico de un ave, por su propio peso emergió una lengua filosa, también de bronce. Del surco cóncavo que la dividía fluyó un pequeño caudal de agua pútrida que goteó hacia el suelo. Era un mecanismo extraño, vetusto y, si bien ingenioso, algo estrafalario, hilarante.
—Es un ritón… Aún no está… terminado… —Vaciló en decirle Anacarsis.
—¿Qué utilidad le encuentras a esto? —cuestionó el mitilenio.
—¡Ah! ¡Se te ha ido todo lo tracio!… Siempre ustedes, los griegos, buscando la utilidad y el significado de las cosas… —Le retiró el objeto de la mano y volvió a depositarlo en su sitio—. No todo es así, ¿sabes? Dime, Pítaco… ¿cuál es el significado de una flor germinada? ¿Cuál es la utilidad de un atardecer de áureas nubes? ¿Qué significa la mar inmensa?… ¿No pueden simplemente darse al asombro y a la contemplación cuando atestiguan algo hermoso?
Pítaco reconoció su rubor y le sonrió. A través de la chanza había tocado al genio en su orgullo. Y así le habló:
—Llevas razón. Excusa mis modales: debe ser lo tracio —enfatizó con aire socarrón—. Entonces… construyes “cosas”…
—Soy algo más que eso, Pítaco. ¡Resuelvo problemas, perfecciono mecanismos! —Volvió a desbocar sus pasionales peroratas—. ¡Soy la herramienta hecha carne, mente y alma! ¡Soy el artista que no trabaja, pero que hace trabajar al resto! Como el pintor ilustre que decora una hermosa vasija o el fresco de un templo con luctuosas escenas de la guerra, pero que jamás la ha padecido en su carne… Muchos nobles acuden aquí para solicitar mis servicios. Mis ingenios y prodigios mueven las aspas de los mejores talleres de alfarería, así como toda granja, establo, herrería y astillero que prospera sobre esta tierra… ¡Soy el secreto de la prosperidad de Atenas! Pero no son los dracmas mi moneda de cambio, sólo pido en permuta algo muy sencillo: amistad y simpatía.
—Todo depende de cómo definas ‘prosperidad’, escita. ¿Se considera próspera una pólis cuando el grueso de sus moradores lleva un pasar adverso? ¿Cuando el rico, por derecho sanguíneo, se vale del sudor del pobre para engrosar sus arcas, detenta de las tierras y los bienes a su antojo, no escucha los lamentos de los oprimidos ni sabe de sus incordios? No es esa una prosperidad deseable, sino una flor venenosa, la bonanza enmascarada de un pueblo donde el poderoso acciona en aras de su propio beneficio, amparado por leyes hechas a su medida, que avivan la codicia, la ostentación, la injusticia… La buena prosperidad, en cambio, es la fuerza de la comunión, donde cada quien comprende su condición y exprime su riqueza en aras de un bien mayor, que a todos alcance y a todos retribuya según sus esfuerzos y virtudes. Indiferente al caso, por mi parte, tiendo a hacer amigos en la prosperidad y a probarlos en la adversidad.
—O’ Pítaco, bárbaro o no… ¿quién dudaría de tu aguda sagacidad? ¡Eso nos convierte en hombres peligrosos! —asertó Anacarsis.
II
El arrullo en el palomar llenaba la quietud del crepúsculo. Salpicada por las luciérnagas, la noche se había venido sobre ellos, como si la titánide Asteria los cubriese de pronto con su cuerpo arqueado y etéreo. En pose oblicua ya se alzaba Orión por el horizonte junto a Sirio, su can brillante, y el plenilunio resplandecía como un medallón de oro pendiendo en el centro de la bóveda celeste, altísima, inabarcable. Ellos entonces ocuparon los taburetes y se congregaron en torno a la hoguera incansable. Pítaco soportaba a Anacarsis silbando molestas melodías cuando, de repente, fueron sorprendidos por una voz aguda, muy familiar…
—¡Cleónimo de Tebas!
Tal exclamando se apareció Solón desde la penumbra. Pítaco lo inspeccionó, perplejo. El ateniense se aproximó a él y lo asió por el hombro derecho.
—Debes estar… confundido… —Musitó el mitilenio.
—¡Oh, creo que el confundido eres tú, Pítaco de Mitilene! —Le replicó Solón, que lanzó cómplices miradas con Anacarsis y ambos cedieron a las risas. Pítaco se irguió y procedió a entrecruzar los antebrazos con su viejo amigo. Ambos conmovieron sus almas con el encuentro. Finalmente, el mitilenio preguntó:
—¿De qué se trató todo aquello, Solón?
—Ah, sólo estoy saboteando las leyes de mi Patria.
—Irónicas palabras para un hombre de leyes…
—¡Conviene tanto a un magistrado hacerse el desentendido, como a un sabio mostrarse deslucido! —acotó el escita en tal exclamación.
—Cuando la ley es despótica, obedecerla no es digno del prudente —le siguió Solón—. Las leyes de Dracón lejos están de exhortar la belleza y no suponen más que un reguero de sangre. Muchas veces señalé sus puntos ciegos e incoherencias —hablaba meditante y sosegado, caminando por la tienda—, pero los atenienses no tienen la voluntad de escucharme; es tan inútil como intentar extraer aceite de las piedras. Conozco muy bien a mis compatriotas, Pítaco: prefieren escuchar a un loco antes que a un sabio. Por eso me volví un espejo de sus insensateces. Así, por mi linaje Medóntida, la ley me juzgará inimputable. Rápidamente se esparce el rumor de ‘la locura de Solón’, y cada vez son más los que acuden a escucharme. ¡Y muy pronto lo harán en cantidad! Será una asamblea para el recuerdo… Este hombre intachable —se refirió a Anacarsis— me ayuda a componer mis versos. No siempre coinciden nuestras opiniones y perspectivas, pero esa es precisamente la esencia… la piedra angular que edifica una sólida amistad; la vuelve diáfana, fructífera. —El ateniense contuvo su aliento, suspiró, sonrió agraciado y sus ojos volvieron a brillar como antes—. Estos días me hallan entre compatriotas indolentes y allegados ilustres —admitió—. ¡Oh Pítaco, paciente mitilenio, cuánto ansiaba tu llegada! ¡Que a los dioses les plazca verte recuperado! ¿Cómo han sido, hasta hoy, tus andanzas en Atenas?
Pítaco vaciló antes de responder:
—Echo de menos a mis perros… y a mi caballo.
—¡Ah, puedo ofrecerte una de mis yeguas! —sugirió el escita a viva voz—. Sólo te impongo una condición: no la uses para guerrear. Cinco generaciones llevo criando estos caballos. No son bestias ordinarias… ¡Por sus venas corre la sangre pura de Escitia! Una vez que la montes, sabrás a lo que me refiero.
—Aprecio tu propuesta, Anacarsis. Pero, por lo que dices, no creo poder costearla.
—¡Ah! ¿Qué modestia es esa que te arrogas, mi tracio amigo? Ya te he dicho que no me interesan los dracmas. ¡Y los dioses siempre proveen al buen viajero! En tanto respetes mis condiciones podrás disponer de su ijar y su grupa por cuanto tiempo te plazca.
Pítaco asintió con su cabeza y su corazón se complació.
—Veo que ambos ya han confraternado… ¡y mi corazón se regocija en el pecho! —dijo Solón, y dirigióse al escita—: ¿Cómo están mis palomas, Anacarsis?
—Gordas, revoltosas, y a veces algo líquidas. —El escita arrugó la nariz en un gesto jocoso.
El ateniense sonrió, le dedicó gratitud y, luego, habló a Pítaco:
—Dime, carísimo mitilenio, ¿cuántos días ya llevas contados en mi Patria?
—¿Los suficientes?… —le respondió con su estilo parco y austero.
—Confío en tus ojos y en tu juicio prudente, Pítaco. Sé que Atenas te ha mostrado tanto sus luces como sus sombras. ¿Qué voluntad te conduce hasta aquí?
—A decir verdad, Solón, mi presencia en Atenas obedece a un Oráculo —de forma súbita, el tono de su voz se tornó severo.
—Ah, estupendo… —el rostro de Solón pareció iluminarse—. ¿La casa sagrada de qué dios, en concreto, visitaste que te condujo hasta aquí?
—No es precisamente un templo de lujos cuantiosos, ni de mármoles pulimentados, ni de tesoros edificados. De hecho, es algo harto distinto… Sigo los designios de un eremita que parece custodiar caros misterios. Necesitarás, para eso, prestar tus oídos a mi historia.
—¡O’ por supuesto! —exclamó Anacarsis mientras iba apurando el vino—. ¡Estas extensas noches de invierno nos dan tiempo al reposo y al gusto de buenos relatos! Conversen con gracia, entonces, ustedes sus asuntos de griegos. Yo estaré cerca, presto a saciar nuestras barrigas. —Tal habló el escita y se dispuso al horno, no sin antes, entre todos, ofrendar libación a los dioses.
—¡Ea, Pítaco, si tres oídos los dioses me hubiesen dado, con los tres te escucharía! —alegó Solón; y Pítaco, al son del fuego crepitante, comenzó su relato:
—Un año había ya transcurrido desde la celebración de mi boda cuando pude volver a tantear mis pasos. Hasta hoy, Irana regocija mis días con su ardoroso corazón, con sus virtudes serenas, con su entera dedicación. Gran parte de su alma se ha encomendado a Ártemis, pues ha sido bendecida en un encuentro sagrado con la diosa. Tal devoción lleva ella en su pecho con discreta austeridad, pues con un hermoso retoño, a la vez, nos bendijo la blanca Ilitía: Tirreo, fruto de nuestro amor, lleva él por nombre y aún andaba a rastras por la casa cuando zarpé hacia Atenas. Ni bien mi pierna recobró parte de su brío, solía yo entregarme a incesantes caminatas por la tonante Mitilene. Deseaba con fervor alcanzar una cima muy onerosa en el boscoso corazón de Lesbos, donde me topé una vez con lo sagrado, pero los dioses aún no decretaban el momento indicado.
»Mientras tanto, de buenas amistades me he rodeado: Tersites me acompaña por fuera de los asuntos de Estado; el joven Helánico, de noble abolengo, se ha ganado mi estima con sus consejos prudentes; y Lirceo, por su parte, envejece aún oficiando como interventor en la asamblea legislativa. Ejerzo yo, desde entonces y a mucha honra, tareas de supervisión de las leyes comerciales: aquellos litigios portuarios en los que nadie desea meter sus narices. Aunque son los asuntos de guerra por los que soy más consultado, pues mi hazaña en Sigeo aún perdura en las mientes de mis compatriotas y magistrados. Mírsilo ha afianzado su posición: habiéndose nombrado arconte vitalicio, administra las riquezas y los tributos de las colonias, y decreta sentencia sobre toda decisión cabal que atañe a Mitilene. Otras revueltas se han suscitado desde entonces, pero el arconte se ha encargado de silenciar toda voz disidente; y aún algunos lo califican de ‘tirano’.
»Así pasé los días agitados de mi pólis, cuando el último verano bajo Helios fulgurante, los dioses pusieron en mi corazón el ingente coraje para alcanzar aquella cima. Un día soleado cabalgué hasta la sagrada Pyrra, que florece a pocas leguas del gran Santuario de Messon, suelo neutro donde se alza un templo común a todas las póleis lesbias. Así como Delfos es ombligo del mundo heleno, lo es ese opulento templo panlesbio. Mitilene, Éreso, Hiera, Metymna y Antisa, cuna de Terpandro, ahí destinan una décima de sus arcas una vez al año. Allí dejé mi montura al cuidado de mis paisanos, presenté ofrendas y honores a los dioses protectores, y con un bastón emprendí mi ascenso. Una noche pasé en los prados, deseando dar reposo a mis miembros agobiados, buscando la inspiración de los dioses nocturnos, que solían también enviarme sus presagios. Ni bien la pesadumbre oprimió mis párpados, ellos me infundieron un primer ensueño.
»Veo oscuro… azulado. La luna llena. Me hallo de pronto en una noche muy parecida, a la vera de un lago, observando sus aguas serenas. Sobre las ondas riela el resplandor de la luna, producidas por el batir de las alas de un cisne. En el centro del estanque se posaba majestuoso y lejano. Contemplé el ave un instante y noté que llevaba tantas plumas blancas como negras. Al elevarse en vuelo rampante, el lago se evaporó desde abajo, y aquello ya no era un cisne, sino un cuervo. Como si mi cuerpo allí no se hallara, seguí su vuelo hasta posarse sobre una estela de piedra. El ave graznó. Debajo de sus uñas rapaces, había una escena tallada sobre la piedra. Un gigante oprimía bajo sus pies a un batallón completo de hombres. Tenía aquél un sólo ojo, cien brazos y en cada uno una lanza. De cada astil salían, a su vez, diez picas y ni un sólo hombre escapaba de ser atravesado por el pecho o por la espalda. A lo lejos ardían sus ciudades. Los rostros desfigurados agonizaban. Espantados, hombres, mujeres y niños gemían del dolor y hasta pude yo escuchar sus alaridos luctuosos…
»La mañana siguiente reanudé mi escalada, pues el valor aún revestía mis mientes. Al costado del camino y a la sombra de un álamo divisé a un hombre que me observaba suspicaz. En una mano llevaba un odre de vino y con la otra tañía una lira. Le cubría el rostro un sombrero de campesino, mascaba una espiga de trigo y lo sentía censurarme de lejos con la mirada. Con crueles palabras y yambos comenzó a imprecarme, burlándose de mi andar tosco y de mi rudimentario bastón. Producto de su borrachera, las vocales se balanceaban por sus labios, pero reconocí su aguda voz cantante, su lengua de doble filo. Se trataba de Alceo, aquél poeta pendenciero que has conocido, pero, ahora, una poblada barba blonda le cubría los pómulos y labios: su aspecto era harto distinto. En el pasado, con los de su sangre guerreamos como pares por la pólis, pero también tuvimos un enredo en común: todos dimos con un anciano ermitaño que moraba en esas cumbres montaraces. Hacíase llamar aquél Zalmoxis, tal nombre aún muy venerado en Dacia, y decíase depositario de los líricos misterios de Orfeo.
»Con palabras increpé entonces a mi compatriota exiliado, pues muy imprudente era la osadía de volver a poner sus pies en Lesbos. Luego de reír a carcajadas, como fuera de quicio, profirió que su sangre no podía ser derramada en Pyrra, y que si tal cosa ocurriese, Mitilene pagaría el crimen. Fueron mis propios perros quienes, al verlo acercarse a mí, se ocuparon de censurar su lengua de víbora. Sin ánimo de azuzarlos, se abalanzaron con fiereza sobre aquél y lo arrastraron por el suelo. Yo mismo les ordené que regresen a mis faldas. A rastras, con su alma ensoberbecida, más hostilidades escupió Alceo; pues, a sus ojos no soy más que un delator tracio que lo condenó al destierro. Y otra vez advertí en su corazón una antigua avaricia, la misma que antepuso a los intereses de su patria y con la que sentenció su propio exilio; la misma que condujo a Ciquis a la horca. Alegó saber cuáles eran mis intenciones allí, que el viejo no se dejaría ver si no quiere ser visto, que él mismo lo había buscado y, al final, dijo haberle dado muerte. La mentira brillaba tras sus ojos, pues no me juzgaba digno de conocer los secretos del místico eremita. Un tanto vacilé en mi reacción, mi mente se debatía entre una y otra dirección: viendo a mi compatriota, una vez todo rodeado de laureles y pródigo de opulencias, retorciéndose ahora en sus miserias, decidí seguir mi camino. Lo dejé tendido, tragando el veneno de escorpión que supuraba de sus propias palabras, pues ya no tenía aquél dominio sobre sus mientes ni albergaba algún brío en sus miembros. Mis canes ya habían actuado por mí. Comprendí que la grandeza del prudente reside en la mesura. Que no es sabio quien no recibe injurias, ofensas y heridas, sino quien es capaz de sobrellevarlas sin verse afectado. Ahí encuentra el sabio su tesitura: se vuelve invulnerable. Quien no cede a los excesos preserva la integridad del espíritu. Y el espíritu que no tiende a la justicia, a lo frugal, que fácilmente cede a las pasiones, corre riesgo de corromper, incluso, los placeres y deleites que proveen los dioses felices.
»Ese mismo atardecer, después de mucho errar, perseguí la embelesada canción del ruiseñor, acorde al mito, hasta dar con el cenotafio de Orfeo, donde moraba el viejo Zalmoxis. Kýnos y Diógos se me echaron a los pies, rehusando su ingreso y gimoteando como cachorros reprendidos, pues natural es de las fieras percibir aquellos umbrales liminares, ocultos al ojo del hombre vulgar y profano. En soledad entonces ingresé por el recinto umbrío. Hurgué algún tiempo, pero nadie me recibió allí. ¿Sería cierto? ¿Alceo había dado muerte al anciano? La tea que portaba sólo iluminaba una niebla espesa, insoportable a los ojos; pero más terrible aún fue lo que me invadió el alma de repente: un miedo desconocido, de orden muy distinto al que uno padece en vísperas de la luctuosa batalla, un temor sagrado; y raudo huí de allí hasta internarme en la negra noche del prado. Sobre una roca levanté un refugio modesto que me protegía de los démones y bestias y, junto a mis perros, ahí yací esperando la Aurora. Sumido en el reino de los óniros, un segundo sueño me infundieron los durmientes.
»De nuevo me hallaba frente a esa estela de piedra, en la noche solitaria, observando esas luctuosas escenas sanguinolientas. Sobre ella ya no se posaba aquél cuervo negro, sino Palas Atenea, la ojizarca, habiendo adoptado su forma de lechuza. Giró su pescuezo y se remontó al negro cielo. Dirigióse a un lejano horizonte, una tierra cubierta por una densa niebla y fúlgidos relámpagos. Como una flecha, atravesó las nubes y buscó dar caza a una gran serpiente que reposaba allí abajo, entre las llamas, enroscada sobre su cuerpo ensortijado. El ave y el reptil entablaron una batalla formidable, pero fue la serpiente quien abrió sus enormes fauces dentadas y la tragó de un sólo bocado.
»Agitado en mi pecho desperté del pernicioso ensueño, sopesando en mis mientes presagios funestos. El terror sagrado había agostado todo resquicio de valor y, al despuntar la Aurora, emprendí entonces, vencido, el retorno a mi patria. Allí me recibieron mis compañías con gran alborozo, mientras yo intentaba contener el negro tormento que cernía mi corazón. Celebramos aquella noche la apertura de las Afrodisias, pues es de las fiestas una de las más eminentes en mi suelo. Pero en los últimos dos años, Mitilene se ha convertido en las lágrimas de Safo, que ya no hace danzar a las flores con sus cantos; y un espíritu agridulce acosa a mis hermanos de patria. Y así transcurrió la semana de fiestas, de cándidas veladas, hasta que los óniros nuevamente se sumieron sobre mi tálamo nupcial.
»Contemplaba yo de nuevo al gran reptil, rodeado por llamas y tormentas distantes. Advirtió mi presencia y se preparó para atacar. Como enviado por Zeus, un fúlgido rayo le alcanzó el cuerpo, calcinó muchas de sus escamas y sus terribles fauces se abrieron del dolor. Como regurgitada violentamente desde su vientre, surgió un ave majestuosa, de plumas doradas y con cabeza de águila. El monstruo debilitado le presentó batalla, pero el ave le arrancó ambos ojos y, con picotazos certeros, le fue hiriendo la carne. Le hundió las garras rapaces en su lomo jaspeado y se remontó a los cielos oscuros, cargando al monstruo moribundo en medio de una lluvia de cenizas. La tierra comenzó a sacudirse y agrietarse. A punto estuve de sucumbir en el abismo del Érebo, cuando la mano blanca de alguna diosa me sostuvo por detrás y me sustrajo de aquél sueño inclemente.
»Se trataba de Irana. Mis ánimos agitados no habían sido desapercibidos por ella. Dos años habían transcurrido desde su epifanía, y ella misma me inspiró a concluir mi tarea, interpretando tales augurios como favorables. Mientras Mitilene celebraba las ceremonias de clausura a las fiestas de Afrodita, dejé a mis perros en palacio, esperando al pie del pórtico y, una última vez, en soledad y en la noche, me dirigí hacia el cenotafio de Orfeo. Ni siquiera una tea llevé conmigo esta vez. Deposité mis armas en el suelo y así ingresé en recinto sagrado. Recordé que el eremita carecía de vista, por lo que aprovechaba la ventaja de la oscuridad, y que era yo quien me hallaba en su elemento… «¡Muéstrate, oh Zalmoxis, influjo de ensueños! ¡Que bien ignora el mortal incauto la mano tremenda de los Inmortales! ¡Ellos son quienes me hincharon de valor esta vez! ¡Y aquí me tienes, a tientas, inmerso en tinieblas, con mis ojos bien abiertos y mis manos vacías! ¡Y si eres tú la voz de Orfeo, darás respuesta a las intrigas que a mi alma hostigan!»
»Tales palabras pronunció mi ánimo y, al instante, atisbé un súbito fuego chispear en un corredor. Hacia allí me dirigí cauteloso y un nuevo fuego iluminó, fugaz, otro recinto. Después, otro más… Una lira comenzaba a sonar omnipresente hasta que sentí el vibrar de las cuerdas atravesándome el pecho, rebotando desde todas direcciones. Tal melodía inmortal aún resuena en mis mientes, ufana de gloria y belleza y, a la vez, de pulso inquietante… Paralizado en mis huesos, apenas mis manos podía yo atisbar, sintiendo un abismo separar al anciano de mi presencia. Ahí mismo, al son de la lira, profirió su primer oráculo…
«Cuando las lluvias den tregua
Y el alción remonte su vuelo
Te verá llegar la tierra de Teseo»
—Los días del alción —musitó Solón, con semblante de asombro.
Pítaco asintió y prosiguió su relato.
—Mi cuerpo trémulo se postró en el suelo. Aunque me hallaba en tinieblas, sus palabras sonaron muy cercanas al pliegue de mis oídos… «Tú, hombre del kairós… Tu oráculo ha sido proferido… Lo que juzgues propicio de este sagrado recinto, tómalo y regresa a tu mundo, de donde has venido… pero no censures tus oídos ni, de ahora en más, te atrevas a mirar atrás»…
»Recordé el destino de Orfeo. Miré a mi alrededor, aun suponiendo lo absurdo de mi acción. Los lejanos focos flamígeros sólo permitían vislumbrar, muy tenues, dos pequeñas ánforas selladas y la piel de oso que ahora llevo conmigo. Con mis manos y rodillas temblorosas, posadas sobre el lecho rocoso, me arrastré, tomé los objetos y huí de esa recámara. Emprendí el retorno escabroso sin atreverme a mirar atrás, perseguido por la música y atisbando los fuegos distantes, mientras el anciano profería un último oráculo. Aún recuerdo esas palabras, acertijo indescifrable, resonando en mis mientes y acosando mis sueños, una y otra vez…
Pítaco elevó la mirada y observó el rostro perplejo de Solón.
—¿Qué palabras profirió aquella voz? —inquirió, ansioso, el ateniense.
Pítaco cerró sus ojos y, como inspirado por algún dios, liberó esas palabras.
—«Escondido yace el durmiente Radamantis. Perdido en ensueños, inmerso en el claustro. Malva y asfódelo ofrendarás al letargo. Emprende el camino umbroso y opalino, nadando por cauces terribles y menguantes. Implora el favor divino del Oso. Doscientos ojos mirarán en esa dirección. Emula el vuelo de Ícaro: sabio será quien lo logre… ¡Oh, Orfeo, oscuro es el vacío ominoso! Figura el acceso a la piedra. Enciende el fuego tremolante. Sigue el camino incesante. Toma los atajos luminosos. Ordena la palabra omnisciente. Sembrarás, por fin, la simiente».
—¡Ah! Jamás había oído metro tan peculiar… ¿A qué estimas que refieran sus palabras? ¿Profecía o, quizá, designio sagrado? —Inmediatamente, Solón tomó el zurrón que traía colgado, y de su interior extrajo un papiro virgen y un estilete, con el que comenzó a transcribir el enigma.
—Es absurdo —le respondió Pítaco—. Quizás sean palabras vanas y retorcidas con las que el viejo buscaba amedrentarme.
—Radamantis… Ícaro… a Creta me remite… —Musitaba Solón dando voz a sus pensamientos—. ¿Qué contenían esas ánforas selladas que tomaste?
—Estimo que alguna clase de preparación herbácea.
—¿Malva y asfódelo, tal vez?…
—No puedo confirmarlo. No me he atrevido a romper el sello.
—Tu historia es inspiradora, Pítaco. Ya te hemos escuchado lo suficiente. Estimo que detrás de tales galimatías los dioses saben encriptar sus verdades. Dejemos que ellos, con el tiempo, nos alumbren la razón o nos condenen a la odiosa ignorancia. Mientras tanto, cuéntame qué proezas deseas conseguir en mi tierra.
—Como te lo prometí años atrás: arrebatar Salamina de los megarenses y devolverla a Atenas. Indagar en los propósitos secretos de Teágenes y su hermandad, esa que trajo duelo y peste a tu patria, y, si los dioses nos acompañan, asestar el golpe decisivo a su tiranía.
—¡Oh Pítaco, osado eres! Es un plan ambicioso, pero no puedes llamar a la guerra… Tú, un eolio cojo y anónimo, ¿cómo tramas llevar a cabo tal acción, cuando sabes que el asunto de armas en Salamina ha sido vetado por ley?
—Te confieso, Solón, que traigo a Atenas más preguntas que respuestas. Pero me entrego al kairós. Y, aunque la ley sea ahora asunto de mi competencia y mi cuerpo me lo impida, no olvides que, en mi mente, aún soy hombre de guerra. Pero para conocer mis ventajas, primero debo comprender mi entorno.
—¿Acaso dispones ventajas en tales condiciones? —incrédulo, cuestionó Solón.
—El anonimato. Esa es una ventaja, si sabes cómo emplearla —señaló Pítaco, y Solón, con rostro adusto, meditaba tal respuesta—. Ea, mejor será que, ahora, tú me cuentes entonces todo lo que concierne a esta pólis. ¿Qué clase de plaga es la que dices que hostiga a tu tierra, que te mueve a obrar con tales subterfugios?
—Tal respuesta difiere según el estrato político del cual se contemple el asunto. Por desgracia… ¿o acaso por fortuna?… yo busco mediar entre todas las castas. Los terratenientes antaños del Ática, los eupátridas, un selecto y reducido grupo de nobles, son quienes detentan el poder y administran el uso de las tierras. Ellos concentran y devoran todos los bienes que se producen; y al pueblo, cual perros hambrientos, sólo arrojan mendrugos y migajas… Mientras tanto, en los démoi, el número de gentes no hace más que crecer. Y el recurso de las tierras ya no es sólo un bien escaso, sino insuficiente. El código de Dracón es el arma que permite paliar semejante depredación, pues, aunque algunos endilguen a la peste sus cosechas malogradas, que sus hijos nazcan deformes, que se horroricen con visiones y augurios funestos, la auténtica plaga que cunde en Atenas es el miedo.
—¿Qué es entonces lo que impide a los magistrados reformar un sistema político tan mezquino y perfectible, que sólo genera hambre y servidumbre?
—En rigor de verdad, acaecen dos sistemas políticos en simultáneo: el aparente, visible y pragmático; y el real, oculto y calculador. Comenzaré por describir el primero. Al empezar el año nuevo, en el santuario de Teseo los ciudadanos elegimos a los nueve más altos magistrados que ocuparán sus funciones hasta la próxima elección. Lo que en principio eran diez años en cada magistratura, hoy se reduce a uno. Se sortean entonces los altos legisladores, los tesmótetas, que son seis, y los arcontes, que son tres. En concreto: el arconte basileus, quien decreta el calendario de los cultos y administra las ceremonias de los dioses; el arconte polemarco, destinado al ejército, a formar nuevos hoplitas y a solventar los asuntos de guerra; y el arconte epónimo, que rige sobre los demás y coteja todo asunto de administración pública y cívica. Éste, como autoridad máxima y a diferencia de los anteriores, es el único que carece de un consejo para llevar a cabo sus decisiones. Pero esto es sólo una máscara, pues, a la par rigen los areopagitas, el Consejo del Areópago, el tribunal supremo. ¡El auténtico poder de Atenas! Quienes dictaron y consintieron las leyes de Dracón. Integrado por los jefes de las fratrías, es el órgano político más corrompido, pues ponen y deponen arcontes a su antojo, conspiran en la sombra y viven abocados al cálculo político, al soborno, a la influencia, a la usura… ¡Se dicen descendientes de héroes y semidioses, pero actúan como lobos rapaces, prostitutas o reptiles babeantes disfrazados de hombres!… Con mis propios ojos los he visto, una vez alcancé los treinta años y ejercí como legislador y tesmóteta, dándose ellos suntuosos banquetes en sus mansiones… ¡Se inducen al vómito sólo para continuar impunes con su voraz glotonería, mientras el hambre oprime los vientres y el frío congela las manos de la muchedumbre!… Pero ellos, en cambio, una vez amañan los sorteos en las apaturias, las fiestas de las fratrías, reptan como serpientes y esparcen su ponzoña en todo asunto político que les convenga. Sospecho que en esos círculos se pergeñan los futuros arcontes y los cargos más ostentosos, como los pritanos, los tamías, los éfetas, los sicofantes y los altos jueces. Pues, sobre ellos nunca caen cargos de alta traición ni la ley que rige sobre el resto de los ciudadanos.
—¿Cual es el sustento de tus conjeturas, Solón? —inquirió Pítaco.
—Es, a la vez, osado y sencillo. He descubierto que desde los negros días de Cilón, los rumores de la peste y, en concreto, desde que impera el código dracónico, muchas de esas familias se han enriquecido espléndidamente. Lograron controlar las rentas y el erario público endeudando de forma sistemática a todo campesino, aparcero, jornalero, meteco o artesano que habitan los démoi. Conociendo la situación de las tierras y la población creciente, ellos endulzan sus oídos con falsas promesas y palabras falaces, obligándoles a celebrar contratos viciados. Sólo basta una sucesión de tres cosechas deficientes para que sus cuerpos sean garantía de pago: esclavitud por deudas. Después el mismo terreno será préstamo de nuevos necesitados, que ni siquiera pueden costear una pareja de asnos, destinados a caer en la misma trampa, una y otra vez… Así, estos usureros sacan provecho de este círculo de vicios y sus arcas se tornan cada vez más robustas. Atenas, entonces, es hoy suelo de cobardes y de idiotés, que no desean involucrarse en la cosa pública de la pólis, pues el miedo a transgredir la ley los mueve a velar por sus propios asuntos e intereses. Y ese miedo maquilla el descontento civil con una infame desidia… Verás ahora, Pítaco, por qué nadie se atreve a reformar un sistema político tan mezquino y perfectible.
Pítaco lo escuchó atento y reservó sus pensamientos por un momento. En sus mientes meditaba que tales males eran muy similares a los que aquejaban a su natal Mitilene. El sistema que describía Solón no era muy sofisticado, pero no era refinamiento lo que perseguían aquellos que lo impelían, sino eficacia. La atribulada Atenas era, sin dudas, suelo idóneo para aquilatar tales espurios métodos.
—Bajo estas circunstancias, ¿no consideras que la ley despótica, en manos de pocos notables y poderosos, debería afrontarse del mismo modo? Siendo de linaje noble, ¿qué te detiene de formar un partido único que garantice tu ascenso al poder? ¿No sería ese, ilustre Solón, el camino legítimo para imponer tus reformas? ¿No sería preferible el gobierno de un tirano que el de muchos a la vez?
—Si yo simplemente impongo mis reformas, Pítaco, ¿en qué sería diferente del tirano que gobierna sobre esclavos? Me rehúso a tal cosa, así como se rehúsa el labrador a cosechar cizaña. Cualquier tirano puede obligar a sus esclavos a entonar himnos de libertad, pero ¿sería esa una libertad deseable o, acaso, impostada? Yo sólo intento que las leyes ordenen la vida de los hombres en la pólis; y si tan solo uno de ellos se impone por sobre ellas, éstas carecerán de validez. Mis leyes serán, para el hombre libre, una puerta al camino de la mesura, que tiende a cultivar la justicia, la virtud, la belleza. Toda reforma que Atenas necesita de manera imperiosa ya la he meditado en mi mente… ¡no una, sino muchas veces! Las he puesto por escrito una y otra vez, pero mientras sean estas las circunstancias, nunca volverán a otorgarme un alto cargo. Porque han comprobado que no todos somos sobornables. No me juzgan digno de confianza, sino una amenaza. Bien saben ellos que no es el poder ni la ambición lo que mueve a Solón, sino mis férreas implicancias en los juramentos de Diké. ¡Y si por caso no tuvieran brazos, con los dientes se aferrarán a sus tronos de mármol!… Empero, aún no pueden dilapidar el prestigio que coseché en mis años como legislador. Sólo y a través de alguna hazaña encomiable, un agón digno de los héroes y del infatigable clamor de toda la pólis, algo que escape a su control, podría cambiar esa suerte. Para eso estoy trabajando en mi poema.
—En ningún punto carecen de encomio, Solón, tu razonamiento y tus aspiraciones. Pero, por mi parte, he librado una vida en los frentes de guerra. Dirigí a mi batallón de hoplitas en tierras extrañas. Por igual combatí griegos, cimerios, lidios, bandidos… He recibido órdenes y también las he dado. Muchos hombres han muerto. Algunos por mi propia negligencia… Otros fueron el coste necesario de toda victoria. He visto buenos hombres, tenaces como pocos, caer en la detestable batalla. Y a tantos otros yo mismo los privé de la vida. A veces Ares me henchía el pecho de valor. Otras, sentí a las pavorosas Keres exalándome en la cerviz su aliento pestífero. Contemplé a las Parcas directo a los ojos… y otras tantas me escabullí de sus gélidas zarpas como huesos. Mi experiencia mucho me ha enseñado sobre la naturaleza inherente a los míseros mortales. Y esto te aseguro: cuando los hados se definen adversos, indefectiblemente, todos se aferrarán a una esperanza. Los apremiará la necesidad de mirar a un hombre, lo elevarán sobre sus hombros y en él verterán tanto sus anhelos y sus miedos. Porque lo verán más allá de la carne, harán de él un signo, un ídolo humano, un modelo de guía que se ajuste a los deseos de sus propios corazones. La pregunta que debemos hacernos es: ¿cuántos son los hombres dispuestos a cargar con ese peso?
En este punto, Solón comprendió que tal pregunta no necesitaba respuesta.
—Somos los hombres lo que han hecho de nosotros. —Fueron las palabras que reflexionó. [παν εστι ανθροπος συμφορα]
Después de dejarlo meditar un momento, Pítaco volvió a tomar la palabra:
—Dime, Solón, ¿acaso eres el único hombre osado y loable en Atenas? Habiendo destacado primero como comerciante y luego como legislador, ¿cuántos aliados has cosechado en este trasunto círculo de perversiones?
—Además de Anacarsis, a quien otorgué su derecho como meteco, muchas amistades he conservado. Pero pocas ocupan los altos cargos del poder. Nicias, mi primer confidente, tercero en la línea de los Eumólpidas, es uno de ellos. Ejerce como emisario de Atenas en el Santuario de Eleusis. Allí donde, anualmente, se celebran los misterios de Démeter y Perséfone. Como consejero de Mirón, hoy arconte basileus, a él atañe todo lo que involucra a lo sagrado y al culto de los dioses. El ilustre Drópides, preceptor y eupátrida, es mi único hombre de confianza en el Consejo de los areopagitas. En su juventud ofició como polemarco, y hoy gusta de dirigir la paideia de los hijos de los notables. Él es quien, siguiendo una de mis leyes, llevó a cabo la tarea de compilar y poner por escrito los cantos homéricos que hoy imparte a los niños nobles de Atenas… ¡Ah, tanto vigor y entusiasmo demuestran que me atrevo a afirmar que los niños son hoy mis únicos aliados! Pues esa ley, la cual denominé Psicagogia, ha gestado un gran cambio en la pólis. Henchidos de valor, ávidos de gloria, crecen nuestros niños alentados por las hazañas de los héroes, y así lo manifiestan en sus juegos y en sus corazones. Son los niños, mas no sus padres, quienes abrigan el futuro de Atenas en sus manos… ¡Incluso la basilinna Agarista y otras mujeres de familia ilustre me inspiran más coraje que sus cobardes esposos! Fácilmente puedes comprobarlo si paras tus orejas algunos minutos en el ágora, ante el acalorado chismorreo de las mujeres libres de Atenas…
—¿Qué hay de Alcmeón, el eupátrida, y de Hipócrates, el rétor?
—Alcmeón reside en la región de Paralia. Está librando su propia guerra política, purgándose de las funestas acusaciones que persiguieron a su difunto padre. Es un excelso auriga, con mucho el mejor de Atenas y, tal parece, aprendió también las artes de la demagogia, pues se anunció públicamente como sucesor de Frinón en ocasión de sus funerales. Proclamó que se coronará campeón en las próximas Olimpíadas; que si no lo hace en las luchas lo hará en los carros, y que traerá los laureles a Atenas, regalándole nueva fama y prestigio, cesando así la sequía de campeonatos atenienses de los últimos años en la sagrada Élide. Es una jugada audaz, pues es justo lo que el vulgo necesita: una máscara de orgullo y esparcimiento. Junto a él, en materia de guerra, Hipócrates fue uno de los estrategos más cercanos a Megacles. Mis padres, como sabes, fueron muertos cual tantos otros en la conjura de Cilón. Yo entonces pasé a criarme en la casa de un tío de mi madre, medóntida como mi padre difunto y que no tuvo varón por linaje. De sus hijas, la menor fue destinada a Braurón a casar con Hipócrates. Si bien de espíritu reservado, Hipócrates ha labrado fama de prudente y nunca ha doblegado su juramento al buen servicio de la pólis. De muy joven integró las falanges hoplíticas, después las dirigió, y siempre salió airoso y aclamado. En ausencia de Frinón, quien era su primer confidente, llena sus días en compañía de Demetrio, Aniceto y Nicandro, todos fieros guerreros que hoy se reparten oficios como celadores del sistema punitivo de Atenas. Fue Hipócrates, de hecho, quien tomó una decisión misteriosa respecto a mí. Siendo yo aún joven, como cualquier ateniense, integré las filas de algunos frentes de batalla. La noche anterior a zarpar hacia la guerra de Egina, él manifestó al Consejo de guerra que yo sea relevado y apartado de las fuerzas bélicas del Estado, aludiendo que sólo sería un estorbo para los hombres en batalla. Tal decreto lo sentí como un insulto a mi honor, a mi orgulloso corazón ateniense. La guerra contra Egina resultó en desastre para Atenas. Desde entonces, nuestra relación familiar es fría y distante.
—De todo mal deviene algún bien, Solón. Pues otorgaste algunas buenas leyes a tu patria. Ah, Hipócrates —suspiró el mitilenio— …esta mañana conocí a su hijo Pisístrato.
—¡Ah, un niño tan encantador como revoltoso! Según me ha dicho Drópides, su preceptor, destaca por mucho entre sus alumnos. Tanto en pertinacia, en astucia y en el sentido de justicia. Pocos niños poseen futuro tan brillante como el suyo.
—Has hablado sabiamente, Solón. Asumo que para concretar nuestros planes debemos encomendarnos a la inspiración… —Pítaco apenas tuvo oportunidad de formular su sentencia, pues Anacarsis interrumpió toda cavilación.
—¡O’ atribulados e inspirados varones! ¡Amigos míos!… Inspiración… es lo que los dioses ctónicos proveen en abundancia.
Y diciendo esto surgió entre ellos el escita, que comenzó a entonar cánticos en una lengua incógnita a oídos de sus contertulios helenos:
«Krivit Api, krivito Oitosyros, krivit Tabiti
Ak’klan tep liepe liiman huria, ohm
Ahma neshuma teprukupi hunda, ohm
Himon tep kanavo herda senek, ohm»…
Tal profería Anacarsis desnudándose el torso y estirando sus brazos, exhibiendo los enigmáticos diseños que estampaban su piel. A la vez empuñó unas hábiles tenazas y del corazón del caldero retiró un crisol ardiente, que apoyó en el suelo y taponó con una roca. En su interior había arrojado lo que parecían ser semillas y yemas florecidas que, previamente, con sus ágiles dedos había separado de un racimo de cáñamo que portaba en sus manos. Un viscoso líquido también vertió sobre las llamas. Otro sorbo derramó en el recipiente y un tremendo vapor comenzaba a rodearles de tobillos a cabeza. Mientras las yemas humeaban consumidas por el fuego, al tiempo destapó el crisol fulgurante. En el hervor del aceite, las semillas iban reventando con estrépito y esparcían en redor de los cuerpos un vaho de cálido y agudo dulzor que les humedecía el rostro.
—¿Acaso eres también sacerdote, escita? —le preguntó Pítaco, que lo observaba sonriendo de medio lado y brillando en su ojo un destello jocoso.
—Sólo hasta donde me consideres perezoso, ignorante y corrupto —tal respuesta le dio, casi sin interrumpir sus inspirados cánticos.
Una vez culminó su invocación, expiró y así habló a sus huéspedes:
—¡Ah, el sabor de la propia cosecha! Viejos hábitos, amigos míos. ¡Acepten de buen grado estas cortesías! ¡Coman y beban hasta saciarse, bajo este numinoso manto de amparo divino!
Así decía mientras servía raciones equitativas para todos. Con dulce vino, frutos secos macerados, requesones y manjares de río bien sazonados los agasajó; y todos se deleitaron en yantar hasta saciarse. Los cantos de la noche, hasta el arrullo de las palomas, se tornaron de pronto muy gustosos al oído. Al calor de Hefesto congregados todos distinguían los múltiples sabores que se revolvían por sus lenguas y paladares. Satisfechas las almas de comida y bebida, los ojos chispeaban, y el candente resplandor de la hoguera con suavidad les acariciaba la frente y las mejillas. La brisa nocturna de invierno permeaba los pliegues de sus ropajes y soplaba dócil, colándose en redor de sus cuellos.
Merced al rocío de inspiración los hombres entonces se sumieron en la fragua de sus planes. Cotejaron todos los recursos que disponían a su alcance y mucho examinaron, una por una, sus limitadas posibilidades. Ninguna descartaron o tomaron a la ligera…
¿Cómo lograrían incursionar en Salamina? ¿Cómo evitarían la condena de la rigurosa ley ateniense? ¿Qué clase de ardid les garantizaría el éxito rotundo? ¿Cual sería el límite de sus conjuras? ¿Acaso Salamina, el puerto de Nisea o la propia Mégara?
Todo esto meditaban. Algunas horas ocuparon analizando tales asuntos, hasta que desde un alto abeto oyeron descender por tercera vez el canto del búho. Entonces Solón se irguió entre sus amigos y así les habló:
—El día que siga a la luna nueva congregaré a los ciudadanos de Atenas y conocerán la voluntad de mis versos. Aún nos sobrarán algunas semanas hasta el asomo de la primavera. Hasta entonces aquí permanecerás, Pítaco. Atenas no es sitio seguro para mitilenios anónimos, menos lo será para tí. Aunque no encuentre faltas, no mostrará clemencia. Nuestros próximos encuentros serán esporádicos: cuidaremos nuestras formas. Mientras tanto Nicias, mi confidente, les traerá provisiones.
—Que Hermes te guíe y que Morfeo te alcance apaciguado. —Dijo Pítaco devolviéndole una mirada colmada de admiración, y añadió—: Pero antes que marches, Solón, sabrás… Que, ese mismo día, las murallas de Atenas me verán regresar. Pues aún tengo un asunto pendiente. Ni bien posé mis pies en esta pólis, sólo hay un sitio que ansío visitar.
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