Libro III: «Katábasis»; (I) «Un segundo aliento»

Libro III: «Katábasis»; (I) «Un segundo aliento»

Alkaios Gaelli

17/03/2025

I

Y las estaciones abrían y cerraban sus ciclos. Una y otra vez. Y otra más. Tanto arriba como abajo se manifestaban los fenómenos que rigen la vida de los hombres. Alternaron vientos cálidos y heladas. Los tiempos de siembra y cosecha. Los árboles de follajes desnudos volvieron a arroparse de brotes. Los cauces ensancharon su curso merced al deshielo en las altas cumbres. Las aves desataron sus cromáticas sinfonías y luego abandonaron los prados. Retornaron las fieras a los cubiles habiendo saciado el hambre del vientre. Y las pasiones de los mortales permanecían siendo las mismas. Todo esto acontecía en las tierras helenas, en los altiplanos focios y beocios, en los valles anchurosos, en las costas peninsulares del Peloponeso y en las colinas escarpadas que decoran el Egeo, como también en la abrupta Siracusa del Mediterráneo, que ahora se hallaba sumida en el suave soplo invernal.

Se llegaba a ella tras atracar en el islote de Ortigia, cuyas rocas son cobijo de miles de gaviotas, y fue sede fundante de la incipiente pólis de Siracusa. Allí junto al mar, manaban las aguas dulces y milagrosas de la fuente de Aretusa, quien alguna vez fue ninfa de verdes cabellos. Luego se navegaba a través de un vado hasta posar firmes pies en la gran Sicilia, suelo de numerosas colonias helenas, y desde allí se extendía la próspera ciudad portuaria, consagrada a Ártemis por colonos corintios, libre del acoso de los vientos y siempre rebosante de gente en sus fragorosos mercados. Desde el norte coronaba el paisaje la cumbre del Etna, la montaña rugiente, en cuyas entrañas remotas poseía Hefesto su fragua divina, asistido por Cíclopes y Gigantes que mantenían encerrado al monstruoso Tifón. En ocasiones, cada algunos decenios, Tifón despertaba. Sus rugidos eran tan estruendosos que sacudían la tierra inmensa, rebalsando la fragua que hervía desde los profundos abismos. Lanzaba al cielo nubes negras y ascuas chispeantes, vomitando rocas arrancadas de su seno; y pese a los ríos de fuego que supuraban derramados desde sus fauces, el patizambo dios de la metalurgia mantenía a salvo a todos aquellos habitando bajo su vista, en Hímera, en Acragas o en Siracusa, donde las aguas diáfanas del Mediterráneo y el sol indestructible solían brillar con magnífico esplendor.

Tierras adentro, en los altos pastizales, había una casa de adobe y madera, muy bien cimentada. En su torno se extendía un anchuroso viñedo. Se llegaba a ella desde las costas cristalinas del puerto ya distante, siguiendo un largo camino de olmos que se adentraba hasta el fecundo corazón de Sicilia. Allí, muy cerca de un bosque de almácigos, donde las condiciones eran propicias para el florecer de las parras, los pámpanos y sarmientos, se hallaba la finca. En otro tiempo había pertenecido a Tisias, un famoso poeta y corego que brillaba en Sicilia en aquellos días, pero ahora habitaban ese hogar Safo y el resto de su familia. Tiempo atrás, enterado que la poetisa lesbia de gran renombre llegaba a las costas de Siracusa, forzada al exilio político, Tisias acudió a su encuentro, ávido y curioso por conocer a la lírica ilustre. Éste la convocó como hetaira a un banquete de ciudadanos acaudalados y, aún con el alma en pena, Safo evocó los melodiosos cantos que le inspiraban las Musas. Tisias no tardó en ser seducido por la belleza de su voz alada, tonante de escalas y texturas jamás oídas, que le sonaban tan exóticas como entrañables. Conmovido de buen gusto por el arte divino que manaba de sus odas y melismas, capaces de desgarrar el corazón de los dioses, le cedió su hogar a cambio de un tributo anual por trabajar la viña, pues un rico futuro le esperaba a aquél oficiando en la pólis de Hímera como maestro de corales.

Muchas penurias había soportado la poetisa a la vez que su familia, que ahora habitaban ese viñedo. Instruidos por su padre en el arte del cultivo de la vid, supieron hacer prosperar la hacienda; y ya para la tercer cosecha pudieron pagar los favores de algunos siervos, zagales autóctonos de la isla, que allí ejercían labores para ellos. Caraxos, el mayor de los tres hermanos varones, conocía muy bien ciertas rutas marítimas, que tanto había transitado junto a su padre, y ya se aventuraba a la mar comerciando los vinos más dulces y añejos de su terruño. Láriko y Eurigio, los hermanos menores, pasaban la mayoría del tiempo en el viñedo, inspeccionando los tiempos de vendimia, el crecimiento de las parras, el florecer de los pámpanos prontos a madurar sus jugosos racimos y algunas veces al año acudían a los mercados de Siracusa con grandes ánforas de su producción, percibiendo gratas ganancias. Por su parte, Safo, la mayor de los hermanos, pasó a desempeñar las labores de su difunto padre, pues ninguno era más apto que ella para dirigir los negocios. Sólo una mente tan refinada e inteligente como la suya era capaz de zanjar imponderables surgidos de los procesos de labranza y de los tratados comerciales. Mucho delegaban en ella las decisiones cabales del viñedo y así llevaba Safo, junto al cuidado de su madre Clías, el próspero curso de aquella hacienda.

Cruzando un jardín de rosales, a medio construir tenía ella un santuario de columnas de piedra, bien techado, detrás de la casa de adobe y madera. Ahí concurría las noches más esplendentes, aquellas que solían evocar en su alma la añoranza y la melancolía, a cantar sobre los años dorados de la juventud junto al fuego sagrado, que siempre mantenía encendido. Los días más esclarecidos llegaba a pie hasta la Roca de la Sirena, un escarpado pedregal que culminaba en una piedra abrupta, altísima, donde se azotaban y morían las borbollantes costas mediterráneas. Durante horas permanecía allí, cantando sus penas de cara al ponto infecundo, ávida de purificar la asidua nostalgia que le embargaba el espíritu. Cierto era que ese sol ya no brindaba la otrora calidez a su corazón; que las aves ya no le revelaban sus secretos sagrados; que las Musas solían ausentarse en sus noches más longevas; que las primaveras, como la estrella, se diluían fugaces y que, por más suave que fuese el invierno, lo padecía como mil tormentos agitándose en su pecho. Pues todo aquel paisaje que la rodeaba, tan ajeno a su lesbio corazón, no era más que un engañoso artificio, un capricho de las Moiras, una tierra que mantenía su cuerpo aprisionado y a sus pasiones cautivas.

Así transcurría Safo sus primeros años de exilio, hasta que aquella mañana de invierno, habiendo ya ascendido al cielo el trono de la Aurora, se desveló con un haz de luz que penetró por la verja. Oyó el gorjeo de una pareja de alciones posada sobre el alféizar de madera y su corazón dio un vuelco, pues era el primer invierno en que esas aves preciosas visitaban su lejana morada. Por parte de sus siervos, le habían llegado rumores sobre el arribo a Siracusa de una joven pareja aristócrata proveniente de Lidia lejana. Bien sabía ella que no era habitual tratar con lidios en Siracusa, y menos aún con los altos miembros de su casta gobernante. Se dispuso entonces a sus labores cotidianas, aún con el corazón palpitante entre los dedos, y esperó a que los dioses le enviaran sus crípticas señales.

Cuando hallábase Helios en su máxima vertical, dos golondrinas revoloteaban por el jardín de rosales. Safo las contemplaba, confundida en sus cantos, cuando las vio emprender un vuelo repentino: se remontaron al éter hasta perderse en el cegador resplandor celeste. Un creciente murmullo comenzó a esparcirse entre los zagales del viñedo, mientras veían llegar tres carros brillantes, muy bien ornados, tirados cada uno por una cuadriga de corceles bellísimos.

Del primero descendió una joven mujer de exquisita talla. Se retiró con gracia el velo de su cabeza. Castañeó sus muñecas y el silencio reinante ya contemplaba sus encantos. En uno de sus tersos hombros, un broche de plata prendía un himatión bermejo de orlas radiantes que le cubría todo el brazo izquierdo. Los zagales fueron también deslumbrados por su diadema de oro, de la cual pendía una malaquita preciosa que decoraba el centro de su frente blanca. Una faja de cuero le cruzaba por la base del pecho sosteniendo sus senos firmes, y por debajo drapeaba su peplo rosáceo hasta una pretina que ceñía su fina cintura. Con delicados pasos se adentraba ella por el viñedo; su andar melifluo se asemejaba al de las diosas inmortales, como si la tierra besara sus pasos. Safo sintió en la piel aquella ostensible presencia y salió a su encuentro. Mucho se le estremeció el corazón al ver allí a su linda Anactoria y a sus crespas hebras danzando con la suave brisa de invierno. Algún tiempo se miraron entre ambas, consumando un encuentro inesperado, cual si fueran dos extrañas, sin poder contener las emociones latentes del pecho.

—¡Loadas sean las Musas! —Profirió finalmente la poetisa sin más demorar su sonrisa—. ¡Es tu rostro, oh Anactoria, el de cien primaveras que dan lumbre a mi corazón con mil tonos y fragancias! —Así le hablaba, entre lágrimas de goce, mientras se arrojaba la una a los brazos de la otra.

Mucho más quería ella decirle, soltar al éter mil versos y elegías, pero ciertos resabios de oprobio en su alma no se lo permitían. Aún no conocía la naturaleza de su visita, pero la mente habíase disipado para dar voz al corazón conmovido. Lo cierto era que hasta allí había llegado su otrora pupila junto a su flamante esposo, Damásenor, desde la lejana Lidia.

Safo libró a los zagales de sus labores corrientes. Les ordenó preparar la estancia y ajustarla a la comodidad de sus huéspedes. Otros, mientras tanto, acudían al mercado en virtud de no escasear en provisiones para el banquete que celebraran al caer el sol. Incluso si eso implicase contraer deudas, contrariando la opinión de su hermano Caraxos, así les ordenó Safo; pues todo debía ser perfecto, tal era su afán en complacer a los recién llegados. Durante ese tiempo, la poetisa y Anactoria se esparcían paseando por los jardines bienolientes de la villa. Las noticias no tardaron en hacerse esperar, ni bien una nodriza se acercó a Safo y le entregó un bulto envuelto de muchas mantas y telas, del cual surgían los llantos de una criatura lactante. Mucho se sorprendió Anactoria al ver a su maestra maternando a una niña de algunos meses de nacida.

—Su nombre es Clías, como su abuela —dijo Safo, con una concienzuda sonrisa, sin apartar la vista de su hija, y los oliváceos ojos de Anactoria se abrieron, encendidos como dos luceros—. Que no te sorprenda, mi adorada. Ella es fruto inocente de un amor no correspondido. En el parto, la blanca Ilitía fue benévola conmigo… ¡Oh, Anactoria radiante, cuán diferente es la vida que conocimos en Mitilene de la que se lleva en este suelo! En Siracusa, las mujeres son poco más que bienes de placer e intercambio y poco saben de gozar y celebrar sus pasiones… ¡y serán menos capaces de comprender su divina naturaleza! Sólo a aquellas de cuna noble se les concede un trato apenas digno, alzando un sumiso velo de recato y disimulo ante sus modales desabridos, petrificados… ¡Con rancios ojos, donde sólo cenizas pueden hurgar, con apuro, saben juzgarme disoluta y libertina!… Siendo la mayor de mis hermanos, con mi padre ausente y sin arraigo alguno en esta tierra, mi madre Clías me imploró en anunciarme en matrimonio con alguno de estos hombres acaudalados: sólo así podría legitimar nuestro derecho de residencia. Y en honor a su deseo, lleva su nombre.

—Sin dudas, amada maestra, ese es un mal que pervive en muchos pueblos helenos. No nos toca de cerca, pero… ¿qué es de su padre, que por aquí no lo veo?

—¡Ay, el pobre Cércilas, cuyo nombre ni quiero recordar! Jamás siquiera se enteró de tal suerte… Primero, oficié como hetaira. Después fui musa cantante de sus desfiles, veladas y simposios. Y a las pocas semanas ya me había declarado su amor. Venía él de un matrimonio frustrado y tenía tanto de gallardo como de ingenuo; pues todo lo hábil que era para los negocios, lo dilapidaba en los asuntos amorosos. Mi madre lo juzgaba candidato idóneo. Hace poco más de un año que zarpó hacia Andros, donde tenía su estirpe y su fortuna, a dar la feliz noticia de nuestra unión, pero su nave nunca llegó… Fueron tragados por la ferocidad de la mar, que sólo devolvió sus maderos. Las bodas quedaron truncas. No heredé de él ningún otro bien, más que esta semilla de vida germinando en mi vientre, retoño de hados inciertos e infelices.

Anactoria condolió las palabras de su maestra mediante el silencio y una reverencia, pero las cuitas fugaces fueron olvidadas, pues también muy feliz era aquella compañía. Safo comenzó a entonar una melodía aguda y hermosa, a la vez que mecía a su tierno retoño en brazos. Anactoria armonizó su dulce voz y así, en bello dueto, lograron sumir a la hija en un sueño muy apacible. Se esparcieron un rato más. La pupila obsequió a su maestra tres recipientes sellados de alabastro que albergaban exquisitos perfumes orientales. El primero a base de nardo fragante, con trazas de mirra y oliva, se disolvía en una primavera de nueces, algarrobas y frutales. El segundo olía como la flor de los almendros y los cerezos, brotando en el año temprano junto al pino en la ribera de la jora mitilenia. Y el tercero, a base de mirto y tomillo, se fundía con el refrescante dulzor de la menta, acicateado por una esencia de frutos cítricos. Muchísimo se complació Safo en su corazón, pues esos aromas tanto le hacían recordar su tierra tan amada y lejana.

El sol aún brillaba cuando ambas condujeron sus pasos hasta la Roca de la Sirena. Algún tiempo se admiraron allí, de cara a la mar, entonando los coros, las odas y elegías de los tiempos pasados, y mucho regocijaron sus corazones, de inspiración tan inagotable como el cielo sin fin. Ambas se besaban, el cuello, las manos, y sus cuerpos se apegaban, abrigadas del viento en amorosas disposiciones, contagiándose las sonrisas. En el silencio que sucedió a los encantos, la flamante princesa inquirió a su gloriosa maestra:

—¿Qué será de tu magisterio? ¿De tu enseñanza, tu poesía?

—Los misterios que he enseñado, querida mía, son elixires de esencia única y divina. Ustedes son el tesoro más valioso que dejé en Mitilene. Protegidas de las Musas y las Gracias, iniciadas en sus artes y seducciones, han penetrado los reinos sagrados, encontrado el rostro de los dioses, y eso les confiere un gran poder: las vuelve sabias, irresistibles. Pocos mortales pueden jactarse de esa dicha; y de esos pocos, muchos suelen caer en hýbris; pues siempre hay algún dios pernicioso que engaña, y, disfrazado, trueca la sabiduría en soberbia. Cada una de ustedes sabrá qué hacer con tales dones. —Safo hizo una pausa, dirigió una catártica mirada a su antigua novicia y liberó sus penas—: La noche anterior a que Cércilas se embarque a su repentina muerte, los dioses agonales me infundieron a través del Sueño un presagio ambiguo: me auguraron una gran fortuna a la vez que una gran desdicha. Muchas penurias ya soportaba yo en Siracusa, aquí confinada por decreto unánime de un puñado de mitilenios y corintios, y la oportunidad de este matrimonio, supuse, me traería la fortuna que me habían anunciado los inmortales. Pero cuando me llegó esa fatal noticia, aquí mismo solía venir… sopesando la idea de poner término a mi vida, a tanto derrotero de incordios, a este alma infeliz… ¿Es que acaso no bastaba sólo con mi desgracia? Por primera vez, me sentí abandonada por los dioses… ¡El llanto me empapaba entera! Sólo deseaba arrojarme a las olas incesantes de la mar… Fundirme en los eones con su inexorable rugir… Ese día, tanto era el malestar que me aquejaba que mi cuerpo se postró por sí solo, de mi vientre provino una pulsión, un hálito ajeno a mí, mis miembros se entumecieron y vomité todas mis penas y dolores… ¡Clías estaba en camino! Comprendí que la fortuna, a veces, es fruto inesperado del infortunio… Como también germina la bellísima flor, aún en picos áridos y desolados, luego de la lluvia y la tempestad furiosa… Ella fue mi fortuna, mi segundo aliento, y vio la luz del mundo durante las afrodisias, en esta tierra de tanto encanto ajeno a mi lesbio corazón…

—Los hados no han sido del todo favorables para tí, mi amada maestra, pero… ¿qué hay de Mitilene? ¿Volverás algún día? ¿Qué será de la Casa de las Servidoras de las Musas? Tengo mucho para contarte… Gorgo y Andrómeda fueron condonadas. Irana… te ha traicionado: ¡se ha unido a Pítaco! Además, Alceo…

—Bien enterada estoy de eso —Safo se apresuró a interrumpirla con un ademán—. A decir verdad, Anactoria, de no ser por Pítaco, yo no estaría aquí… Mírsilo se mordía los labios por verme condenada en la horca, padeciendo el mismo atroz tormento que sufrió mi padre. ¡Así se regocijaría en una exhibición de su nuevo y único poder!… No es mucho más lo que deseo saber por ahora, mi adorada. El día nos encuentra hoy aquí; y, al final, somos sólo mortales… Me apremia más conocer el feliz pasar de tus días actuales —le insistió con una sonrisa afable.

—Janto es mi nueva patria, maestra. ¡No hay en toda Licia ciudad más imponente! —respondía ella con trasunta emoción—. Mi esposo Damásenor, afamado y varonil caudillo, fue proclamado por el rey Aliates como Señor de esa tierra… ¡Ah, ‘Sátrapa’, más correctamente! Tal es el título que también los medos dan a sus señoríos… Y allí paso mis días palaciegos con un buen número de súbditos bien dispuestos en servirme cuando yo lo plazca. Toante, mi cuñado, ¡ay, casi tan apetecible como mi esposo!, ha desposado a mi hermana menor, la dulcísima Anágora. Por su parte, fue destinado a gobernar la satrapía de Caria desde Milassa, su capital palaciega, y también goza ella de estos mismos privilegios. Aliates Mermnada se ha revelado como un rey generoso. A la vez, un palacio tanto más hermoso nos ha obsequiado en la cetrina Sardes, opulenta capital de Lidia y encrucijada de anchos valles, con tantas habitaciones y terrazas como variedad hay de flores; pues, a esa ciudad acudimos muchas veces al año, ¡que tan bien conoces los encantos de sus fastuosas ceremonias!

Habitual era entre las alumnas de Safo que muchas provengan de casta palaciega. Por la sangre de Anactoria, y por tanto de su hermana Anágora, discurría la vena de nobleza más pura de Jonia. Nacidas ellas en Colofón, precisamente, en el santuario de Claros, fueron iluminadas por el gloriosísimo Apolo; pues, de parte de padre su linaje se remontaba al de los antiguos sacerdotes fundadores del eminente Oráculo. De parte de madre, a la vez, descendían de la aristocracia de Esmirna, cuya sangre también se diseminaba por las casas nobles de Clazómenas, de Éfeso y de Priene. Semejante abolengo las volvía apetecibles menudos de carne para cualquier varón que quiera, por sobre todo, jactarse de su alcurnia. No obstante, tales ciudades eran hoy vasallas de Sardes, la capital lidia, que grandes tributos percibía de sus arcas. Si bien no todas habían cedido el yugo por el devastador grito de la guerra, la Liga Jónica se vio forzada a negociar onerosos tratados de paz con el belicoso y prominente reino vecino. Sólo un puñado de póleis jonias permanecían gozando de plena soberanía, siendo Mileto, bajo el indoblegable puño de Trasíbulo, la más próspera de todas las remanentes.

—Los vientos soplan hoy más venturosos para tí, mi adorada. Habrás de gozar de estos días tanto como le pluga al ánimo en tu corazón. Pues la belleza eterna es privilegio que gozan los dioses felices, que al mortal sólo arrojaron lo efímero. Nunca serás más bella de lo que eres ahora, que Hebe te unge con su invisible miel como néctar y atersa tu piel y la vuelve muy deseable. Y a través de mis preceptos podrás elevarte, morder la fruta divina, saborear eso que es eterno, aunque sea por un instante. Empero, el magisterio de las pasiones conlleva un rostro oculto: o te liberas a través de ellas; o permites que te esclavicen. Es en los bordes de ese discernimiento donde toda mi enseñanza versa y reside —asertó Safo con semblante amable y con sus ojos negros apuntando al éter anchuroso.

—Tú sigues siendo joven y bella, maestra. Tu sola presencia, oh gloriosa, es una lumbre que irradia mi alma con divina inspiración. Sólo a tu luz me conozco, comprendo qué soy, qué puedo ser, y qué no. Pronto, ruego que los hados se tornen a tu favor, y que la flama en tu pecho se vuelva tan inextinguible como antes.

Safo se sonrosó y con una cándida sonrisa abrazó a su pupila.

—Los dioses decretan, querida. ¡Desdichado quien no sabe interpretar el orden sagrado! ¡Pero vamos, pues, que las Musas vuelven a convocarnos esta noche!

Se besaron otra vez, tan enamoradas como la primera, y emprendieron el retorno a la villa siguiendo el sendero que sombreaban los olmos. En el trayecto, Anactoria notó a los mismos tres varones anónimos siguiéndolas de lejos, tanto a la ida y a la vuelta, y lo comunicó a su maestra. Safo suspiró, transida, antes de despejar su inquietud.

—No te preocupes, princesa. Es una cláusula de mi destierro —le reveló—. Si bien puedo gozar de las bondades del mar, de los bosques y ríos, mis derechos aquí están limitados. Mi libertad acaba con los límites de Siracusa; tal resolvieron los mitilenios y corintios que me juzgaron. Como sabes, un fuego incesante refulge en el corazón de toda ciudad griega: el Fuego Sagrado de Hestia. Cuando un Estado decide fundar una nueva colonia, extrae una llama del Fuego Sagrado. En loor de la diosa virgen, la flama será portada sin apagarse, por mar o por tierra, bajo sol y estrellas, hasta su nueva morada. Así se procura a Hestia velar por la armonía del nuevo terruño. Los dioses tutelares pueden cambiar, pero el fuego es siempre el mismo. Siracusa es producto de una Corinto sobrepoblada; de esa tierra proceden sus fundadores. Muchas de las leyes que allí rigen, por extensión, rigen también aquí. Aquellos sin lugar en la tierra o condenados al exilio suelen establecerse aquí, en Siracusa, que es, para mí, agridulce prisión. Pero mi fuego se vio consumido en el viaje y, de esas cenizas, otro prendió en su lugar. Esta vez, quizás, la yesca es distinta.

—Oh Safo, por tu voz siento tonar una gran pena, pero aún así te veo dispuesta a tolerarlo. Pero ¿por qué han incidido esos corintios en tu condena?

—Al elegir la horca, mi padre purgó los males de mi familia. En tanto a la confiscación de nuestras tierras, se resolvió para nosotros el exilio. Si bien podría haber tenido otros destinos, un corintio en concreto exigió satisfacción. No está muy claro para mí, pero supongo que me acusó de hechicería… Meras digresiones, querida mía… —Tal lo revelado por Pítaco, Safo sopesaba en su fuero interno que esa decisión fue alentada por Hárpalo. Suspiró entonces y culminó su descargo—. De todos modos, Caraxos, varón mayor de mis hermanos, apeló en un tribunal de Siracusa para conseguirse un permiso comercial. Como mercader, de los miembros de nuestra casa, sólo a él se le permite hacerse a la mar. Así comercia nuestros vinos en dos grandes urbes de Libia: en la fenicia Cartago y en Cirene, tierra del preciado silfio; y también en la egipcia Náucratis. Aunque siempre está sujeto a los tiempos que estipula dicha ley.

Anactoria la escuchó; reservó sus silencios. Siguieron las sendas y optaron por esparcirse y deleitarse en el canto de los pájaros hasta llegar a destino.

II

A las pocas horas, en el patio interior de la hacienda, las mesas rebosaban de bandejas, cráteras, lécitos, copas y hogazas de pan de trigo y de cebada. Se exhibían toda suerte de frutos y manjares bien sazonados junto a ejemplares de vinos añejos, aceitunas de varias especies, requesones y dulce hidromiel. En su torno se ubicaron bellos camastros, de numerosos y mullidos cojines y edredones, tapizados en suaves pieles, ya de cabra, de marta o de lince, que los comensales ocuparían en la velada. Habiéndose esparcido la voz de tal celebración, un puñado de nobles y oligarcas siracusanos de la zona, curiosos de las costumbres orientales —tanto lidias, tanto lesbias—, no desearon quedarse sin su festín; por lo que se decidieron a asistir, atrayendo consigo algunos perros y a los parásitos que siempre merodean alrededor de los banquetes.

Helios ya ocultaba su luz en el horizonte y se encendía la hija plateada de la noche. En las afueras de la casa, los siervos, cocineros, ayas y zagales, retocaban la decoración final de los escenarios. Caraxos ofició la invocación a Hestia, la de inmaculadas túnicas, y a Zeus Sóter. Ingresó con el fuego sagrado y encendió las demás antorchas de las columnas del patio que iluminaron el bien dispuesto banquete. Su aclamada hermana y anfitriona de la noche acompañó la epíclesis punteando la lira y así comenzaron a recrearse a placer en común simposio.

Damásenor y Anactoria fueron agasajados con coronas de laurel. Junto a su séquito de íntimas cortesanas, la joven princesa de Licia desplegó un vistoso cortejo de danzas orientales al son del sistro y los platos. Como centro de aquél cuerpo de baile, una intrincada red de filigranas de cobre bellamente entretejidas se derramaba como un velo desde su frente; le cubría la mitad del rostro. Como guedejas se agitaban a la par con sus caderas agraciadas y, cada tanto, permitían vislumbrar el ardor de sus ojos oliváceos. De cada hombro, por donde se ataban sus vestidos, pendía una rosa abierta: la una del color del lapislázuli, mística y profunda; la otra del tono intenso y carnoso del vino. Así, pródiga de seducciones, ella tomó por las manos al bello Láriko, también iniciado en tales artes, lo coronó con laurel y lo hizo cómplice del danzante frenesí. Tal acción en nada parecía incomodar a Damásenor, que aplaudía y ovacionaba el espectáculo que los presentes tanto degustaban con los ojos. Semejante derroche inicial de sensualidad había excitado de buen grado los ánimos de los invitados.

Y así transitó la velada: entre libaciones, músicas, danzas, anécdotas, halagos y sonrisas, aunque, cierto era, se percibían más calculadas que auténticas. Algún tiempo transcurrió para que el flamante esposo de Anactoria comience a hablar con voz altitonante, exponiendo las razones de su pasar por Siracusa.

—¡Alzo mi copa, esta noche estrellada, por Heracles! —Decía aquél, ahíto de comida y con tono ufano, mientras un sirviente sostenía desde el asa un alargado lécito y escanciaba el vino canoso en su copa de plata—. Que, entre sus muchas hazañas, fue el primero de los griegos en deslumbrarse por la riqueza de Lidia. Que dejando la clava y la piel del terrible león se hizo a la rueca y a los vestidos en el gineceo del grandioso palacio de Ónfale, la reina viuda. Y que allí vivió tres años de ferviente cautiverio… ¡Por la astucia y el calor de Ónfale, que en palacio lo acogió, entre sus brazos y piernas! ¡Y por la gloria de aquél héroe que hoy habita las olímpicas moradas junto a Zeus, el padre de larga mirada!

«¡Por Heracles!» exclamaron los presentes y procedieron a vaciar sus copas. Al terminar, Damásenor continuó el sermón con varonil voz de pecho:

—Y es de esa unión que nació la sangre antigua de mi rey, Aliates, a quien sirvo y reconozco como soberano de hombres… Pues… ¡Es el propio rey de Lidia, heredero de la gloria hitita y monarca de toda la Anatolia rica, junto a su corte y sus generales, quien ha llevado cuantiosas ofrendas y tesoros al santuario de Delfos! No es de extrañar que yo, Damásenor, señor de la satrapía de Licia y afamado caudillo de huestes lidias, sea nombrado uno de sus más íntimos protectores. ¡Por Lidia y por Grecia! —Proclamó elevando su copa—. ¡Que tales ofrendas y regalos sean símbolo de unión y prosperidad entre nuestros pueblos!… ¡Porque son más las proezas que nos unen, que los mares que nos separan! ¡Por el rubio Apolo Pitio! ¡Y que sus venablos lluevan como bendiciones sobre nuestras cabezas!

«¡Por Apolo!» exclamaron también los presentes y fondearon sus copas. Por su parte, el sátrapa de Licia, fecundo en el discurso, estaba aún de pie. Tomó una jarra de vino puro y, sin rebajarlo, lo sirvió él mismo en su crátera; pues no había aún culminado sus proclamas y evocaciones.

—Y finalmente… ¡Por Dionisio, dios del vino, el dos veces nacido!… ¡Que antes de llegar a Grecia, primero, tal como el esforzado Heracles, también tuvo sus andanzas por mi tierra!… —En silencio, los comensales lo observaron fondear todo el contenido en su garganta. Al terminar, se relamió y elevó el grito extático, que todos completaron en actitud festiva—: «¡Evohé!…»

Caraxos, que ya era un varón en toda regla, el mayor de la familia, tomó la palabra, pues pretendía igualarse en voz y autoridad a su ilustre hermana.

—¡Oh Damásenor, veo que valor no te falta! Porque es un secreto a voces que el camino a Delfos se ha vuelto una empresa muy peligrosa. He oído sobre caravanas enteras de peregrinos que fueron saqueadas por bandidos cirrenses y que llegaron al santuario con las manos vacías. ¡Hubiese sido una pena que tal azote alcanzara también a tu poderosísimo rey! —Así dijo, soltando su lengua a efecto del vino, buscando exagerar sus sentencias, y a tal cosa respondióle Damásenor:

—¿No crees que de ignorar ese asunto mi rey siquiera se hubiese molestado en convocarme? —Su tono jactancioso se había vuelto sarcástico y, ahora, una sonrisa condescendiente le decoraba el rostro. Tal respuesta desató las risas entre los presentes y un leve rubor rojizo cubrió las mejillas de Caraxos.

—¡Oh, desiste, Caraxos! ¡Es el vino que habla por tí! —acotó alguna voz entre el murmullo y las carcajadas. Damásenor elevó sus brazos y se apresuró en silenciar a todos los presentes para volver a tomar la palabra.

—Ah, pero es cierto —dijo—, el joven Caraxos no se equivoca. Lidia no hace oídos sordos a tales rumores. He oído que los reyes de Egipto, que se jactan de ser el dios viviente, son inhumados en opulentas tumbas con incalculables riquezas, que superan por mil veces las arcas de cualquier pólis griega; rodeados de tesoros y secretos que sólo los dioses conocen. No es de extrañar que, en cualquier tierra asediada por el hambre aborrecible, los profanadores de tumbas estén a la orden del día, frotándose las manos… Lidia es también reino de riqueza; pues se alza a los lindes de un río de oro, el Pactolo, que canta desde la cumbre del rugiente Tmolo…

—¿Es ese el mismo río, el Pactolo, del que cantan tantos poetas? —le interrumpió un noble siracusano, ciertamente imbuido en el relato, pues tenía los ojos como dos platos, y añadió—: ¿El mismo río en cuyo cauce lavó sus manos el famoso rey Midas? ¿Ese rey de Frigia a quien los dioses bendijeron y maldijeron por igual al concederle el don de convertir en oro todo aquello que tocara con sus manos?

Disfrazando el disgusto por su interrupción, Damásenor se limitó mirar al viejo. Inclinó levemente el cuerpo y asintió con su cabeza, forzando una sonrisa en el costado de su rostro.

—Ése rey; ése río —reivindicó para retomar su discurso, abarcando a todos los comensales con una férrea mirada—. Por tanto, después de visitar Delfos, yo mismo comandé una expedición diplomática a la amurallada Cirra, que se ubica en la comarca de Crisa, y cuyo límite toca las tierras sagradas de Apolo. Una vez allí, junto a mi esposa y mis hombres, me presenté como emisario y benefactor de Lidia, y ofrendamos caros regalos y bienes de nuestras arcas. Con tal acción, Aliates magnánimo pretende suprimir los actos de latrocinio y reprender a los culpables; a espera que la concordia vuelva a imperar en suelo sagrado.

Tales palabras agradaron mucho a los comensales, que ya celebraban la aparente bonomía en sus laudatorias, pero Safo, que lo estudiaba con ojo suspicaz, percibió su enorme instrucción retórica y su hábil labia política. Si bien no muy refinados, los ritmos que marcaba su oratoria eran ciertamente infalibles, y disfrazaba sus muecas con gran encanto. Sospechaba que su descripción de tales acciones en Cirra eran la máscara de meros sobornos políticos, semilla de discordias, que permitían al reino de Lidia ganar influencia sobre aquella pólis de raigambre helena. Si tal situación escalase, se corría serio riesgo de suscitar un llamado a las armas.

Viendo que el decoro ya escaseaba en torno a las mesas y que el vino iba poniendo turbia la mente de los presentes, Safo se elevó entre todos con su brazo y su copa en alzas. Exhibiéndose ella muy distendida, con augusta elegancia, agudizó su voz para hablar:

—¡Oh Damásenor, por tu porte y carisma, y —enfatizó— por tu exquisito ojo de varón a la hora de elegir esposa, no hago mal en suponer que desempeñas tus labores con audacia! —tal enunciado motivó al sátrapa a inclinarse para tomar a Anactoria por sus vestidos, postrarla en su falda y besarla en medio del rostro, acto que festejaron al unísono los presentes. Safo sonrió y añadió—: Y además, por lo que oigo, exhibes un formidable y elocuente dominio del griego.

—El griego es mi lengua madre, poetisa. El jonio, en concreto. Fui criado en Mileto. —Le respondió con denuedo mientras masticaba su comida, luego de dedicarle un gesto de gratitud. Remojó sus dedos en un aguamanil, se frotó el pan por las comisuras, lo arrojó a los perros, y agregó—: Y muy bien conozco los amargos tragos del destierro. Por lo que me siento honrado en venir a conmiserar tu causa y abrazarla conmigo… Nuestro propio padre también fue ajusticiado por sus detractores durante las odiosas revueltas políticas del pasado. Pero hoy, Lidia, tierra de mi madre, es mi patria adoptiva. Y se me ha revelado como un suelo digno de ser amado: orgulloso, feraz, justo. Mi adorable y bellísima esposa, que de tanto elogio te ha llenado, me anotició de tu paradero. ¡No podía yo desechar la oportunidad de conocer en carne la ilustre reputación de su maestra, tan laureada de rosas y prodigios, que con sus virtudes logró moldear semejante belleza! —Ahora, tomándola por la mano, miraba a su esposa ruborizada y risueña, con el vestido adherido a su temprana figura de mujer madura, y la lujuria le embargó los ojos. Cada vez que la miraba o interactuaba con ella parecía perder el decoro y los modales—. Puedo asegurarles… que no bastarían mil vidas para que sus inagotables fuentes de seducción terminen de deleitarme…

Ahora, pensaba Safo, las circunstancias adquirían mayor coherencia: dos desertores milesios, muy leales a Aliates y de sangre jónica; ambos destinados a gobernar los territorios aledaños de sus ciudades; unidos por lazo matrimonial con la cepa noble de su pupila… Tal alianza difícilmente podría haberse consumado con sangre lidia y, lo que era más provechoso, la dulce fruta de las princesas también traía aparejado el yugo de sus ciudades al reino.

—¡Alzo mi copa, entonces, por la áurea chipriota: Afrodita! ¡Y por Eros inaferrable! ¡Que a las claras los bendijeron con tal envidiable e inigualable pasión! —Exultó la poetisa observando a su sonrojada pupila. No podía asegurarlo, pero sospechaba que la labor de su esposo consistía en indagar sobre los orígenes de su alto conocimiento e instrucción; quizás, esa fuente secreta y divina que Safo habíase jurado enterrar para siempre en los salones oscuros de su alma.

Mientras todos se esparcían a gusto, algunos besando a los suyos por sobre las mesas, otros sosteniéndoles las cabezas, Damásenor dirigió un gesto a sus escancieros. Tomó de la mano a la jocunda Anactoria, siempre presta para sus chanzas, y ambos se pararon sobre un escabel. Expectantes, ahora, los comensales los miraban desde abajo. Los siervos les alcanzaron dos ritones de marfil repletos de vino sin rebajar. Tal intención consistía en recrear una situación de sus bodas, en la que ambos compitieron por beber el vino de un sólo trago en el menor tiempo posible. Quien vaciara el cuerno el primero, se llevaría todos los clamores. Así procedieron y, para sorpresa de todos, Anactoria superó con creces a su marido, que apenas había llegado a la mitad del ritón, cuando ella elevó el suyo vacío por los aires. Se desató entre los presentes un coro de vítores festivos. La música volvió a sonar y lanzaron pétalos de las canastas de flores, que ya flotaban por aquí y por allá, bamboleando como amable lluvia de múltiples colores.

—¡Por Safo, musa de Mitilene y excelentísima simposiarca! —Exclamó Damásenor, después de felicitar a su amada con impúdicos besos—. ¡Y por mi primorosa esposa, Anactoria de Claros, que no sólo hace gala de una belleza sin par, sino también de un hígado de hierro… y entrañas de acero!

Y enfatizando aquello la abrazó por la cintura y la cargó sobre los hombros. Brincó sobre la mesa, sorteó algunos jarros y bandejas, y se la llevó a cuestas hacia una de las alcobas con el trasunto propósito de no demorarse en despojarla toda de ropas y poseerla en amor ahí mismo. Impelido por el vino, con tal acto y esa procaz sentencia final, Damásenor fue coronando la velada. No pasó mucho tiempo para que los domésticos cargasen a sus amos ebrios de vino y conducirlos a rastras hasta sus hogares.

III

Al tiempo de haberse despejado el salón, aquella noche, durante un largo rato, los trepidantes gemidos de la joven princesa jonia, diríanse insaciables, resonaron por toda la casa de adobe y madera. Ninguna habitación quedó sin enterarse de sus pasionales devaneos, pues, en la flor de su juventud, tanto quería ella gozar de su alta posición noble como de los placeres carnales de la piel y el amor. Por su parte, Safo, dominada por un repentino ardor e impedida de conciliar el sueño, esperó las altas horas de la madrugada, cuando sólo el chillido de los insectos armonizacen la quietud nocturna. Atravesó el patio y el jardín de rosales. En el camino, llamó la atención de unos zagales traviesos que gozaban espiando como fisgones por una ventana alta y estrecha hacia el tálamo de Anactoria, deslumbrándose con su desnudez. Luego dirigió sus pasos hasta el santuario de piedra y se sentó frente al fuego sagrado. Ahí mismo, como tantas otras noches, se puso a puntear su lira con delicadeza, entonando una parsimoniosa melodía. Embelesado, un viejo can se echó a un costado habiendo hallado el plácido sueño en tan cálido y ameno refugio.

Sus manos aún se movían por las cuerdas cuando, por su espalda, se apareció la esclarecida Anactoria, aún con su maquillaje corroído, sus hebras algo desgreñadas y envolviendo su desnudez con varios mantos de lana. Se hizo un lugar al lado de su maestra y le apoyó con ternura su cabeza en el hombro.

—No quisiera interrumpir tu inspiración —susurró con voz dulce y sinuosa, desperezada, perdiendo su mirada olivácea en el crepitar del fuego.

Safo sonrió y, sin dejar de puntear la lira, le respondió:

—Veo que tu insaciable inspiración fue interrumpida por un sueño abrupto.

—O bien por carne blanda… Son los efectos inevitables del vino. Suele marcar diferencia entre varones y mujeres. Si por mí fuera, podría haber poseído también al bellísimo Láriko, si su hermana me lo consintiera… —Esto le dijo, pero tal atrevimiento era de esencia jocosa, por lo que Safo se echó a reir.

—Ay, Láriko, mi benjamín… Su belleza suele traernos caros problemas… No te culpo, pues hace tiempo que ya gozas de ser una mujer en plenitud. Pero recuerda mis preceptos, querida mía…

«Sirve el primer trago por salud,

el segundo por placer,

el tercero por vergüenza,

y el cuarto por locura»

Así recitaron ambas las estrofas inmortales y algún tiempo más disfrutaron de la calma que ofrecía aquel acogedor templete. Safo tañó la última nota de la melodía. En el silencio, una súbita brisa agitó la hoguera sagrada.

—El fuego se estremece; tiembla, como tu alma —le profirió la poetisa y, acto seguido, lanzó una mirada de intriga hacia su pupila, obligándola a revelar la auténtica naturaleza de su visita. La más joven finalmente habló:

—Traigo noticias para tí.

Anactoria se irguió. Dejó asomar uno de sus pechos por la abertura de sus túnicas, mientras extraía del interior un rollo de papiro sellado en el centro por una cinta púrpura, que entregó en manos a su maestra.

—Es de Alceo —le reveló.

Por algún motivo, el corazón de Safo se le revolcó en el pecho.

—¿Lo has leído?

Anactoria negó con su cabeza hacia atrás, otorgándole cierta privacidad. Safo, en mitad de un repentino escalofrío que la recorrió hasta la punta de sus dedos, desplegó el papiro y comenzó a leer hacia sus adentros:

«Oh canta, Safo, mi corazón, sonrisa de miel,

mas no calla nunca las penas soportadas.

La nave ha zozobrado, el rumbo se ha perdido

y tres inviernos ya se vieron consumidos.

El cielo no cesa su llanto en la amable Lesbos,

pero el jacinto ya no danza bajo la lluvia,

ya no da fruto el pámpano en la estancia,

el cardo se entrelaza en el sarmiento,

y el prado una vez florido no es más que cizaña

Todo esto bien lo sé, pues una vez al año regreso

Me ampara la tregua en la sagrada Pyrra,

donde acuden las lesbias a lidiar en belleza

y a la diosa de níveos brazos reverencian

Mas yerro como un rústico en las praderas,

igual al lobo solitario que carga amargas penas

Muchas veces busco allí al viejo de la cueva,

pero los dioses dejaron apenas sus huellas;

y en estos días parece que Orfeo ya no tañe la lira.

Oh, canta para mí, sacra Safo:

¿a qué endilgan la suerte los dioses felices?

Nosotros que somos fiesta y vino,

orgullo de Mitilene, y la ciudad ya no canta…

Nosotros que de la pluma del cisne nacimos,

bendecidos por la flecha de oro del rubio Apolo,

que engendró a las Musas de las artes ilustres,

y solíamos despertar con las alondras a la par,

que no hallan hoy cálida morada para anidar.

Oh, que canten las Erinias sobre el pentílida,

y hagan caer su justicia sobre aquél traidor,

que al destierro nos condenó con argucias;

y como los Dióscuros llegamos con Antiménidas,

resistiendo tormentos, al corazón de la rica Lidia.

Y con mucha congoja recibieron ellos nuestra pena,

pues dos mil estáteras nos han prometido

si al Este marchamos contra las tropas medas

y a nuestro retorno aplacarán el corazón afligido.

Me otorgaron también una campiña de verde fulgor;

es seno de un valle y de lejos se oye un fresco rumor

Me prestan su sombra frondosos membrilleros y perales

y hasta aquí ha llegado tu linda Anactoria,

pues un rico hombre de Aliates la ha desposado

Con su rostro bellísimo seguro ya te deleitas,

y con sus ojos de oliva, y sus hebras sublimes

Me ha anoticiado que en Siracusa pasas tus días,

allí donde Arión supo entonar sus trenos,

¿es acaso tan amable como el sol de invierno?

Sabrás que aquí mantengo mi pecho bien ungido

de exquisitos aceites, abundan mozos y doncellas,

sus peplos rozagantes en torno a mí se agitan,

y mi alma siempre anda nutrida de dulce vino.

Una corona de laurel también me han regalado,

una escarcela de plata y perínclitas armas,

el marfil tan bellamente de oro remachado,

pues a veces les canto y otras tantas empuño la lanza

Oh, que canten los Hados sobre nuestro devenir,

que los sabios vendrán y sabrán también juzgar…

Ahora dejemos a los perros ladrar y a los asnos patear;

los ciervos ya no braman en el pasto, sino en la ciudad,

¿qué pueden saber ellos? Mas nuestra voz siempre será

la del león rugiente, que es soberano aún en tierra ajena,

con su gloriosa melena brillando sobre el pedregal,

como las tiaras que adornan nuestra mollera,

cantando a los vientos los tientos del corazón…

Y que sepas, por último, añorada Musa mía,

que en esta vida volveremos juntos a cantar;

pues, mientras cosecho honores entre sus filas,

muy reales son las intrigas entre los lidios de alta estirpe,

sobre esa ambrosía misteriosa y divina…

Que arroja las almas a los reinos velados,

que tuerce la voluntad del impío,

el que ignora los secretos del Amor,

la fuerza indómita y milagrosa que se padece,

y confunde a lo Sagrado con el Terror.

Cuánto desea mi corazón derretirse otra vez con tu canto;

llenarse mi olfato con tus fragancias,

mis ojos lánguidos perderse entre tus encantos…

¡Que la vergüenza no te impulse a evitarme!

¡Y que ni las Keres ni las Furias me priven de aliento

antes de tiempo!; pues ese mundo anhelado

pronto podremos palpar con las manos,

la entrañable Lesbos volverá a florecer,

y hasta entonces mi alma, junto a tu recuerdo,

pervive siempre borracha en el canto…

¡Y que no encuentre regocijo en el apacible sueño,

hasta haber hallado la gracia del metro perfecto!»

Ni bien finalizó la lectura del papiro, una brisa un tanto más procelosa sopló entre las columnas inacabadas, pero en vez de avivar las brasas, redujo las llamas sagradas a cenizas. El viejo can gruñó. ¿Había sido ese portento el susurro de algún dios?… Safo sintió miedo y frío en su corazón; y ahí estaba Anactoria, como la golondrina que viene de lejos, sobrevolando el negro tormento que cernía el alma de su maestra.

—¿Cuánto, Anactoria, sabe del asunto también tu esposo? —dijo, casi sin pensar.

—En absoluto, Safo gloriosa… Alceo me juró discreción.

—¡Y tan bien sabes perpetrar tus tretas, mi adorada! Pero escúchame lo que voy a decirte. —La hizo sentar a su lado, y la poetisa desnudóse el corazón—. Fue quizás en mi afán por enseñarles a rasgar el ominoso velo que separa lo profano de lo sagrado, que las expuse a un gran peligro… Pero yo las he instruído por años en sabio magisterio para estar protegidas y a salvo de esas fuerzas hostiles que moran las esferas sagradas. Han soportado mediante el éxtasis, el placer, el dolor y las invocaciones, eso que trasciende todo lo que vemos y tocamos; el umbral mistérico que es aquí y es allá a la vez… Y te lo aseguro: los egrégores que han conjurado no son ilusiones, sino emanaciones de una realidad muy superior, que subyace el plano terrenal de los sentidos. Se les han revelado secretos que el resto de los mortales no son dignos de conocer ni comprender, pues aún la sombra negra embarga a los corazones infecundos… ¡Un caro amuleto de protección llevan ustedes en el centro de sus almas! Y con celo deberán resguardar esa fuente. El vino ha jugado a nuestro favor esta noche… Pero debes prometerme una cosa, tierna Anactoria: nunca consientas a tu esposo ni a nadie más, sea éste varón o mujer, rey, noble o siervo, en revelar la fuente secreta de tu sabiduría. No permitas que aquél que desea descifrarte, cualquiera fuese el método o amenaza, arrebate a la fuerza el tesoro que llevas dentro tuyo… ¡Pues en la medida que algo deja de ser secreto, dejará también de ser sagrado!

—¡Pero mi esposo me ama, maestra! Con acciones y regalos lo demuestra en cada ocasión que lo amerita… ¡Nunca él me expondría a un peligro ni trazaría surcos en mi corazón con injurias o castigos! —La consternación la invadía.

—Y, por Afrodita, haces bien en amarle también; y lo amarás en tanto ese amor no infunda trastornos en tu tierno corazón. ¿Acaso no te das cuenta cuán sometido lo tienes a tus dulces hechizos? Tú, Anactoria radiante, flama de mis versos, que tan bien has aprendido: te envuelve el influjo del elemento divino… Pero escúchame ahora, porque esta será la última lección que voy a impartirte; y prométeme que a todas tus hermanas iniciadas les comunicarás lo mismo con absoluta discreción: ¡Nada escapa a la fuerza ordenadora de Ananké, la necesidad ineludible, que parió a las tres Furias y que todo lo devora! Sus preceptos, al final, se manifiestan misteriosos y terminan por imponerse. Porque incluso rigen muy por encima de los poderosísimos dioses… ¡Y por completo ha infectado la locura al corazón mortal que pretende someter las fuerzas divinas a sus caprichos! Si tal secreto llegara a manos codiciosas de los que imperan sobre los reinos del mundo, las Furias serán desatadas y una gran sombra se esparcirá sobre la tierra… ¡Oh, corazones flacos y mezquinos, que buscarán corromper lo sagrado para satisfacer deseos vanos, pueriles y profanos!… Con gran dolor y escarmiento te lo advierto, yo que tanto pené mi exilio en esta tierra lejana: yo sólo he comprendido los límites de mi corazón mortal; que no podemos someter aquello ajeno a nuestra naturaleza… ¡Que pertenece a los dioses! ¡Que se nos escapa!… Y tanto reverencia como temor le debemos… Y ruego que la sabiduría que deposité en sus corazones encuentre este mismo camino: podrán hallar la luz en las sombras, la fortuna en la desdicha, la calma en la tempestad… ¡Un segundo aliento!… ¡Sé mi aliada, oh Anactoria, de mis aprendices la primera, en revertir el curso de este hado funesto y terrible que he liberado!… Y bien grábate esto en tus mientes: tú ya no eres mi pupila, eres ahora princesa en Licia, pero, lo que es más importante, eres una Iniciada… ¡Actúa como tal y llena de orgullo este pesado corazón mío!

Se acariciaron las mejillas y se fundieron en un acalorado abrazo del que no querían librarse. La princesa entonces se marchó a su lecho conmovida en el ánimo, cavilando en su corazón las sentidas palabras de su maestra. Safo se quedó un tiempo más frente a los rescoldos del fuego sagrado, iluminada por la luna. Aquella noche, las Musas le pusieron en el pecho y la garganta un verso amargo, que así evocó:

«Se han hundido

la Luna y las Pléyades

Más de medianoche

Transcurren las horas

Y yo duermo sola, sola…»

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