Libro II: «Theamata»: (VII) “El Beso de la Serpiente”

Libro II: «Theamata»: (VII) “El Beso de la Serpiente”

I

En la cima del peñasco, algunas aves solitarias entonaban sus crípticos agüeros. Al rato emergieron entonces los tiranos del vientre de la mar y se congregaron en torno a una amplia mesa repleta de los bártulos de una ciencia que desconocían por completo. Las telas abovedadas de la tienda filtraban los dorados rayos de Helios, tornándose esmeriladas cortinas de polvareda. Tales selló la entrada a la roca y retomaron la discusión de sus asuntos.

—Hablemos sobre tus avances —en imperativo, le propuso Trasíbulo.

—Bueno, mi señor… En virtud de lo que propones, debemos repasar las tres fases de creación, a la vez que informarte sobre los resultados parciales de mis investigaciones, que muy pronto serán concluyentes. Como sabes, la esencia de este elemento radica en la sincronía habida entre los ciclos celestes y terrestres: se nutre de esas fuerzas. La gota de metal aumentará en volumen y se verterá en el receptáculo ni bien culmine el tránsito de esta fase de consolidación, que llegará a término en el próximo equinoccio. ¡Son indicios favorables! Pues la viscocidad del material es directamente proporcional a su pureza. Una vez obtenida esta aleación, deberá permanecer estacionaria hasta el solsticio ulterior, la última instancia, la cual denomino fase de depuración. Ahora mismo los resultados permanecen inciertos… Pero estimo que deberé extremar los cuidados en relación a mantener la temperatura del atanor y de la cámara, la cual mengúa según las estaciones del año; añadir los silicios y sustratos correctos en la justa medida; y así, progresivamente, la criba hará su trabajo degradando la materia y cristalizando la sustancia hasta su forma más pura: ¡Oricalco!

Periandro mediaba en la conversación como un espectador privilegiado, observando al physikós agitar sus brazos y gesticular mientras disertaba, pues muy grande era el entusiasmo que ponía en su oficio. Pero Trasíbulo, más adecuado a sus peroratas, se mostraba algo fastidiado.

—Por todos tus dioses… —Le gruñó—. Traduce tu ciencia a mis nociones de tiempo, ¿cuándo veremos el resultado de este lote de producción?

Tales tragó saliva y le contestó:

—Algo más de dos años, partiendo de este instante.

El tirano ensayó una mueca que dejaba entrever su impaciencia.

—¿Qué pasará si fracasas, como ya lo has hecho… ¡dos veces!? —enfatizó.

—Estimo que deberé emprender un nuevo viaje.

—¡Un último! —Le corrigió, amenazante, el regente de Mileto.

—Verás, Trasíbulo, algunos de los suministros que requiero son, en extremo, raros y costosos. La naturaleza no suele proveerlos en estado puro. Pero cada uno de ellos, acorde a mis conocimientos y a estos apuntes, son indispensables en el proceso. —Tales gesticuló a su sobrino y asistente, quien le entregó el rollo de papiro que había confeccionado recientemente con el catálogo de sustancias, según las indicaciones de su maestro. Tales volvió a portar el gorro con el dispositivo de vidrio fenicio. Así, con uno de sus ojos leía el papiro y con el otro miraba a los hombres—. En las Cícladas hallaré suficiente esmeril; en Fenicia podré proveerme con una buena copia de menas de pirita y cinabrio; en Egipto, tal vez, logre hacerme con suficiente cantidad de sílice y el preciado ópalo; y, finalmente, en los desiertos de Siria conseguiré dar con ese metal único que ahí llaman ‘cobre falso’. Aquí el oro, el latón, el bronce y el propio salitre de la mar pueden brindarme el resto de las sustancias que requiero. Una vez reunidos todos los suministros, comenzarán las pruebas concluyentes. Iniciaré la fase de gestación durante lo que mis sabios instructores caldeos denominan el afelio, cuando el sol se halla en su punto más distante. La fragua llameará sin alteraciones hasta el tercer día del solsticio de invierno. La materia resultante será preservada estacionaria hasta el próximo equinoccio, y daré comienzo a la fase de consolidación. El calor de la bóveda deberá ser regulada durante todo un año hasta la fase de depuración. Esta última deberá iniciarse, nuevamente, en el afelio solar, transitar los apogeos y perigeos lunares, y culminar hacia el perihelio, cuando el sol brilla intenso en su punto más cercano a nosotros. Así, el ciclo será consumado… Y, si todos los procedimientos fueron minuciosamente aplicados, sostendrás en tus manos el más puro mineral de oricalco.

Ni bien concluyó, Trasíbulo lo observó con cierta perplejidad, pues el tirano esperaba respuestas más pragmáticas, más favorables, menos tortuosas… Con una severa mirada buscó poner a prueba la palabra del físico: aún dudaba si su lengua se atrevía a callar más cosas de las que sabía. No necesitó más que gesticular para que Tales extienda su coartada:

—Por ahora, es todo cuanto podemos esperar, mi señor. Los ciclos celestes no pueden ser manipulados por meros mortales. Pues aquí lidiamos con fuerzas divinas. Tú mismo has atestiguado los efectos que éste atanor produce sobre la mar… Por supuesto —vaciló el físico—, podré hacer un intento por alternar los ciclos, aunque en el estricto reino del álgebra, nos otorga una probabilidad de éxito de una entre doce. Tal cosa no sugiero, pues decenas de años, tal vez, verán consumirse nuestras certezas. Si tan sólo poseyera esa estela en mis manos…

—¡Olvida la estela! —exclamó Trasíbulo—. Por una última vez, confiaré en tus instintos. ¡Implora a todos tus extraños dioses que te concedan la probabilidad de no fracasar! —Y diciendo esto se retiró de la tienda.

II

Periandro siguió sus pasos hasta la playa. Una vez lo alcanzó, lo suficientemente alejados de los demás hombres, así le habló:

—Estimo que me debes explicaciones, Trasíbulo. ¿Qué rayos sucede en este lugar? ¿Qué es este mineral? ¿Y qué esa estela?

—Una puerta a los dioses… a los misterios secretos… a los reinos sagrados y velados. Un enlace a los abismos aletargados del alma. Los mitos, Periandro… ¡Ellos nos cantan!… Los dioses son meros bromistas, maestros del timo, y el hombre sólo un peón, un cretino presto a sus juegos. Pero los dioses también suelen ocultar verdades entre tanto engaño y socarronería. El oricalco es el principal mineral que discurre por la sangre divina. El tesoro más celosamente ocultado a los mortales. Néctar, ambrosía, oricalco y oro componen el icor sagrado, el jugo vital que brotó de Afrodita al ser herida por la lanza de Diomedes. El Trípode Sagrado una vez formó parte del tesoro de Príamo. Se dice que Hefesto lo forjó para Helena, pero una vez saqueada Troya y quemada hasta sus cimientos, no se volvió a saber del artefacto. Algunos años atrás fue capturado por redes de pesca milesias en el mar de Cos, desatando la guerra consigo. Ésta cesó hace diez años, cuando yo mismo concurrí al Oráculo de Delfos. La sentencia fue clara: el objeto debía permanecer custodiado por Tales de Mileto. ¡El mismo Apolo Pitio lo ha confiado en nuestras manos!

—Sorprendente —dijo Periandro fingiendo cierto sarcasmo y fue al punto de su interés—. ¿Qué ventajas obtienes de esta… mística sustancia?

—¡Ah! ¡¿Ventajas?! —casi relamiéndose, Trasíbulo esgrimió una mueca condescendiente— ¡No hay quien sea capaz de ennumerar y desentrañar todos sus misterios! Pero puedo garantizarte que se trata de cosas milagrosas… ¡Tu padre y yo lo hemos visto! Se dice que es capaz de igualar a los mortales con los dioses. Aseguran que prolonga la vida, sana las heridas del cuerpo, y crea nuevos mundos conscientes en la mente. Todo radica en el alma y en la justa medida, Periandro. Pues otros aseveran que puede quebrar espíritus, arrancar el alma de los cuerpos y doblegar el juicio del más prudente. Otorga tanto bendición como maldición. Pero lo que es más cautivante… Poder, Influencia & Orden. En virtud de alcanzar tal propósito, ocho son los años que este hombre lleva trabajando bajo mi mecenazgo.

—Juzgando por lo que dices —pensaba el de Corinto—, no existe posibilidad en que mi padre haya conocido a tu hombre.

—Pero sí ha conocido y atestiguado los prodigios del Trípode. Pues Tales no es el primer hombre en manipular el artefacto. Durante la guerra teníamos a otro hombre trabajando en la Hermandad que también conocía la metalurgia y las artes sagradas de Hefesto: Aristeas, el de Proconeso. El viejo se jactaba de ser poeta; famoso por sus peanes. Finalmente nos traicionó a todos. Desapareció en lo que la noche se torna en día y nada más se supo de aquél. ¡Maláke!… ¡Por eso no confío en poetas!… Algunos aseguran que lo vieron morir en un batán, pero jamás hallaron su cuerpo. Decían que cayó «víctima de la posesión de Apolo»… Otros alegan verlo mucho después, incluso entablaron pláticas con él en distintos puntos de la Hélade. Muerto o no: se llevó los secretos del oricalco consigo.

—Asumo que este hombre era, entonces, más sabio que tu physikós.

—¡Era un poeta mediocre! Que cantaba sobre grifos, dragones y arpías que habitan más allá de los confines del Ponto y que custodian un río de oro… Pero algo lo hacía especial: estando cautivo en el reino de Lidia, fue el único entre los griegos que tuvo acceso al tesoro de los reyes Mermnadas. Muchas son las riquezas que allí se custodian. Entre tantas, una estela a la que confieren gran sacralidad. Según los lidios, fue hallada en las ruinas arrasadas de Troya, en un recinto subterráneo consagrado a la adoración de Apolo. Esculpida en el duro granito de la estela se narra la historia del Trípode Sagrado y, más aún, contiene las instrucciones y la fórmula heteróclita para su correcto funcionamiento. De alguna manera, Aristeas supo traducir todo aquello. Los secretos que robó ese mero perro y ladrón advenedizo, Tales busca descifrarlos con su ciencia.

—¿Acaso confías en este hombre? —cuestionó Periandro.

—Te sorprenderá saber que no persigo, precisamente, el éxito en la empresa de Tales. Pues las adulteraciones que ha producido son suficientes para servir a mis propósitos. En estos años, tres lotes de forja ha producido. Dos de ellas han resultado en fracaso, pues no se alcanzó la pureza suficiente, y los hombres sometidos a prueba morían como ratas, retorcidos, envenenados por la sustancia… ¡Oh, sus rostros en extrañamiento!… Pero la tercera forja arrojó resultados alentadores: de entre una centena de hombres, he podido domeñar a cinco de ellos. Asumo que ya los has conocido.

Periandro comprendió de inmediato que se trataba de los esbirros que solía llevar consigo, y no tardó en precipitarse a sus mientes una mórbida curiosidad.

—¡¿Cómo logra uno tal cosa?! —inquirió.

—No es un procedimiento realmente agradable, ni digno de observar. Pero es en este punto donde mi astucia y sagacidad entran en juego. Entre todos aquellos cuya sangre ha sido mezclada con la sustancia, he descubierto que son quienes carecen de apegos los más proclives a asimilarla. Para vaciar el alma de un cuerpo, menester es destruir sus anhelos, sus pasiones, sus vínculos, sus orgullos, sus ambiciones… Aquél quien ya nada posea, nada tendrá por qué vivir. Y en la medida que logres tal cosa su mente más aún te pertenecerá: será pasible, fértil. Visiónalo por un momento, Periandro: en nuestras manos tenemos el poder de crear un mundo en donde sólo los fuertes y los sabios prevalezcan. Donde todos los mortales, impíos y vulgares, acaten nuestro bronco mandato. Un mundo relegado a la obediencia ciega… ¡Como un oráculo absoluto, podemos decretar nuestro propio Elíseo sobre la tierra!

Periandro caviló en sus mientes durante un tiempo. No podía evitar admirarse de las palabras de Trasíbulo, pues su tono de voz sonaba cautivante. Aún así no llegaba a ser un mentor a sus ojos. Finalmente le habló:

—Si todo esto que me cuentas obedece a una verdad inapelable, me veo obligado a exigir de tu parte una última prueba que legitime tus palabras.

—¡Apolo sabe que así lo son! —reivindicó el milesio—. Mis oídos están abiertos…

—Quisiera, entonces, disponer de alguna de tus rémoras —se refirió a sus esbirros con una faz tan siniestra como encantadora.

Trasíbulo tragó saliva y cedió a su petición.

—¿Alguno en particular ha llamado tu atención? —le preguntó.

Periandro vaciló un instante, observó a los esbirros uno por uno y finalmente señaló:

—El pelasgo.

—¡Ea, Horcos! —Con resonante voz, Trasíbulo convocó a aquél hombre de ojos dorados y estériles, rostro grasiento y cabellos rubios y desgreñados.

Periandro rodeó al hombre por un instante, sintió el horrendo aroma que emanaba de su cuerpo y se dirigió al soberano:

—¡Huele como el aliento de Tifón! ¿Cual es la historia detrás de este hombre?

—No es realmente un hombre, Periandro. Tal vez lo fue alguna vez… No es importante. Ahora es sólo una máscara. Digamos que le he concedido el honor de servirme… Ah, Horcos, Horcos… —El milesio daba vueltas en su mente—. Él solía ser pastor en Icaria, probablemente de los primeros pelasgos que poblaron la isla. Perdidos en las montañas, temían incursionarse a la mar. Inculto de nacimiento, jamás conoció otra vida. Su verdad se reducía a sus ovejas, sus marranos y borregos. La desgracia llegó a su vida cuando su familia pereció tristemente y, con ella, toda su agreste descendencia. —Así le habló el regente de Mileto, derramando de su voz un sarcasmo nefasto; naturalmente, ninguno de los tiranos creían esas falaces palabras—. Ahora es sólo un engendro de estímulos y recuerdos perdidos, carente de toda conciencia o razocinio. Su espíritu ha sido extirpado y lo he librado así de su pena. Su mente se ha vuelto una extensión de la mía. Sólo te obedecerá en tanto yo se lo ordene. Verás… ¡Ea, Horcos! —repitió el grito con el mismo tono y lo miró a los ojos—: Ahora obedeces a este hombre.

Aquél hombre enajenado giróse de cuerpo hacia Periandro.

—¡Oh, eres hombre de muchas sorpresas, Trasíbulo! —Exclamó el corintio con un entusiasmo ponzoñoso—. ¿Está ahora bajo mi mando?

—Así parece. Sólo míralo a los ojos, desea algo con tu corazón, dirígete a él por su nombre y ponlo en palabras.

El milesio exhibía un rictus confuso mientras observaba a Periandro rodeando al esbirro y musitando palabras:

—Ah, Horcos Horcos… Ovejas, marranos, borregos… ¡Ea, Horcos! —Finalmente le ordenó—: ¡Si borrego digo, borrego eres!

Así lo hizo aquél hombre falto de razocinio: se despojó de sus armas y harapos, arqueó su cuerpo en la arena y con su piel humana comenzó a imitar el andar y el berrinche de los borregos. Periandro entonces prorrumpió en carcajadas que resonaban por toda la playa; su rostro se ruborizó como la carne cruda. El espectáculo era harto grotesco, tanto para él como para aquellos observando de lejos, pero a él solo le satisfacía el corazón.

—“¡Lo que mi corazón desea!” —Mascullaba riendo con alevosía, creyéndose que Circe, la hechicera, le había conferido su tremendo poder.

Después se volvió a sus hombres, señalando a Horcos y proclamando:

—¡Ea, lo he conseguido! ¡He convertido un pastor pelasgo en un buen dorio!

Mientras el tirano así se divertía, habló entonces a Trasíbulo:

—¿Podría este hombre construirme un cenotafio digno de mi gloria?

—¡Seguro que lo intentaría! —respondió Trasíbulo, presto a su ludibrio.

—¿Qué pasaría si mi corazón le ordena asesinarte? —le preguntó mirándole a los ojos y con un abrupto cambio de humor.

—Sería eso una pena —contestó Trasíbulo, sosegado. Arrugó su frente y añadió—: Supongo que esta alianza no daría frutos. Y antes de que logre tomar sus armas tendrá mi hoja incrustada en su garganta.

Mientras Horcos brincaba como un animal rumiante en su torno, el corintio volvió a desatar abruptas carcajadas, casi silbantes, y sentenció:

—¡Ah, relájate, amigo mío! Es sólo un poco de humor corintio. Han sido días de mucha tensión… Tal cosa no será necesaria. —Periandro carraspeó, intentando recuperar el habla. Recogió la espada del esbirro tendida sobre la arena y volvió a llamarlo a su mando—: ¡Ea, Horcos! —depositó el arma en sus manos—. Acaba con tu vida: ¡ve con Hades, amigo!

Habiendo cesado su extraña conducta, el esbirro se arrodilló ante él. Recibió el xifós y elevó la mirada: uno podía afirmar que sus ojos manifestaban ahora cierta gratitud. Se hirió de muerte rasgándose la garganta de lado a lado. La sangre negra comenzó a brotarle de las arterias y así se desplomó en la arena. La herida había sido mortal, pero no le daría una muerte rápida, sino lenta y espasmódica. Convulsionando más tiempo del que debería, Periandro, con un destello de protervia en los ojos, volvió a ordenarle:

—¡Ea, ve a nadar, Horcos!

La sangre derramada a raudales, el cuerpo agonizante se arrastró por la arena, se internó en la mar indómita y entregóse a Poseidón. Las harcadas, brazadas y estertores fueron mermando, hasta que, a los pocos segundos, el cadáver desangrado ya flotaba por las orillas salinas. Así el tirano supo solazarse en aquello que pretendía ser un acto de piedad.

El pasmo y la confusión invadían a Hárpalo y a los demás hombres que observaban tal escarnio desde la tienda sombreada. Sólo el resto de los esbirros y los quirómacas permanecieron inalterados en el ánimo.

—¿Ha sido suficiente espectáculo para tus ojos? —inquirió Trasíbulo, deponiendo su enfado para complacer el capricho del corintio.

—Pequeños sacrificios, Trasíbulo. Estimo que todos debemos poner de nuestra parte. Pero… ¡Ea! ¡Bien te has ganado el crédito! —El tirano dejó de sonreir y volvió a interesarse en el asunto—. Mencionaste una Hermandad… ¿Acaso otros conspiran junto a tí?

En principio Trasíbulo no verbalizó su respuesta. Con una de sus manos avejentadas tomó su cabellera cenicienta, se retiró algunos de los anillos de plata que prensaban su melena y exhibió una de sus orejas. La porción superior había sido cercenada y adherida a la carne de la cabeza, como si hubiese sido sellada por un tizón ardiente. Mucho se sorprendió el corintio al verlo, pues aquella herida era idéntica a la que llevaba su difunto padre.

—«La marca de Melampo» —le reveló—, el de los pies negros. A quien las serpientes le lamieron las orejas otorgándole la facultad del vaticinio y el don de la prudencia. Conforme la traducción de Aristeas, tanto Melampo, Mopso, Calcante, Crises y Abaris fueron algunos de los antiguos depositarios del Trípode, precursores de la orden. De los seis hombres que fuimos en un principio, sólo dos aún llevamos esta marca. La hermandad se desintegró hace mucho tiempo, ni bien Aristeas desertó. El primero en morir fue Cilón, el de Atenas, en un acto imprudente y desafortunado. El viejo Ortágoras de Sición, quien lo había reiniciado todo, fue el próximo en morir. Después pereció Deifontes, su sucesor. A éste le siguió tu padre Cípselo y, con él, pareció morir toda esperanza por resurgir. Hoy, los únicos remanentes somos Teágenes, él en Mégara, y yo mismo en Mileto. Ahora quizás puedas comprender por qué tu padre te encomendó seguir mis ejemplos. Esperábamos un hombre fuerte, virtuoso, determinado… Y con todo lo que has logrado por tu mano… ¡vaya que sí has calificado!… Te esperábamos a tí, Periandro Cipsélida. Tú nos brindas la oportunidad de resurgir de las cenizas, ¡como Fénix! ¡De respirar una vez más en las antípodas de un mundo defectuoso, plagado de miserias mortales, de errores y descalabros por doquier!… ¿De quién será ahora la mano que imparte justicia?

Periandro todavía no articulaba palabra, se hallaba meditabundo. Luego de una pausa, el de Mileto desenvainó su xifós y lo clavó en la arena. Miró a Periandro a los ojos y le posó ambas manos sobre los hombros. Cierta nostalgia discurría por la chispa de sus viejos ojos cetrinos, y le dedicó una reverencia.

—Periandro, mi corazón ahora está desnudo… Abierto hacia tí. Y créeme que también conozco el fondo del tuyo. Sé que Mileto te ha cautivado… ¡Que Apolo me conceda diez años más de reinado! Pero, si muero antes de ver mis obras concluidas, prométeme que continuarás este sueño. Porque tanto es el mío como el de tu padre. Y así se lo prometí. “El sueño del sabio no será perturbado”. Será un mundo de virtud… Exento de errores humanos… Un mundo de Orden. A mis dos hijos, herederos de mi trono, las Keres los arrebataron de mis brazos… El primero cayó ante los cosios. El segundo ante los lidios… ¡Oh Zeus, ¿en qué mundo es justo que sean los padres los que entierren a sus hijos?!… En tal suerte, tu padre fue afortunado: ha muerto revestido de poder, de riquezas y con un digno sucesor a su diestra. Tanto como a mis propios hijos, yo amaba a Cípselo… Y sabes que él también me amó con gran furor. Detrás de tus ojos, Periandro, puedo ver la chispa de su cautivante mirada… Y de lo que los dioses me han dejado, tú eres lo más próximo a un hijo para mí.

Así le habló Trasíbulo. Sostuvo su mirada algún momento y sin darle derecho a réplica se retiró abrupto hacia el campamento. El hijo de Cípselo comprendió que, con más premura que demora, debía tomar una decisión.

El milesio entonces ingresó en la tienda. Gesticuló a sus hombres la orden de preparar el retorno. A los Quirómacas les ordenó que recojan el cadáver de Horcos y que erijan sobre él un túmulo funerario. El epitafio debía versar: «He muerto sirviendo a la causa». Así elucubraba una máscara benévola respecto a sus planes. Después, dirigió su implacable mirada hacia Tales:

—Esperaremos por estos resultados. Si fracasas, te concederé el derecho a emprender un último viaje. A tu regreso, implora a tus dioses por inspiración… De lo contrario, errarás ciego entre los muertos en la duat.

Quien único llegó a festejar el altitonante decreto fue el joven Anaximandro, pues la idea de embarcarse en una travesía estimulaba sus tiernos años. Inocente éste de la amenaza que implicaba, preguntó a su maestro si allí podrían también hacerse con rábanos y ajenjo. Tales asintió con su cabeza, pero su mirada la dirigía hacia Trasíbulo, asimilando tal intimación.

III

El hijo de Hiperión ya había transitado unas tres cuartas partes del cielo. Suficiente era el tiempo que los integrantes de la tripulación tuvieron para reforzar el casco de la barcaza, pues el retorno era inminente. Se hicieron con la firme madera necesaria para remendar los costes sufridos durante el trayecto y ya se hallaban pronto a zarpar.

Una vez todos los hombres habíanse embarcado, lanzaron una última vista a aquella isla tan preciosa como espeluznante, misteriosa esqueria, y se alzaron a la mar. El robusto Hárpalo se ubicó junto a Crates y todos ya podían observar hacia el Levante la pronta venida de la noche, pues las negras uñas de Nýx ya se posaban sobre el horizonte. Vociferaba a los gritos el piloto desde la cubierta, ordenando a sus hombres y advirtiendo sobre los embates que pronto sufrirían por babor y estribor.

Se internaron entonces entre las gargantas de los remolinos y la nave comenzó a sacudirse con violencia. Los tiranos se hallaban en el centro de cubierta, bien sujetos a firmes amarras, apiñados los cuerpos entre los demás hombres. El bajel escaló una cresta de agua y los navegantes doblaron sus cuerpos ni bien la popa se inclinó hacia abajo. Hárpalo entrecruzó firmemente los antebrazos con Crates, mientras se aferraba al mástil central de la nave. Ésta cayó en picada, con estrépito. Se sumergió buena parte de la popa, que no tardó en salir a flote, bañada por la espuma de mar que ya discurría brillante sobre los maderos. Mientras algunos gritaban, otros valientes se encargaban de vaciar la nave de agua, no sea que se torne el lastre que los condene. Una brusca corriente barrió los tobillos de Crates, que resbaló y quedó aferrado a su suerte a uno de los fuertes brazos de Hárpalo. El joven intentaba con todo su ánimo permanecer sujeto a aquél, pero la barcaza se enfrentaba a nuevas masas de agua que embestían feroces contra el casco, sin dar tregua a los marineros. Habiendo perdido el balance por completo, Crates se agitó una y otra vez, hacia un lado y hacia el otro, mientras Hárpalo entrecruzaba miradas con él. Pudo percibir un crudo terror tras sus pupilas mientras gritaba su nombre; y el rostro empapado de Hárpalo ocultaba las lágrimas que discurrían por la cuenca de sus ojos claros. Una última vez, la barcaza se situó sobre la cima de una columna de agua y pudieron avizorar, más allá, el fin de los estragos. Pero al enfrentar el último impacto, tan violento como los anteriores, Hárpalo soltó el brazo de Crates. Lo observó alejarse con su rostro espantado, abrazado por una ola rugiente que lo arrastró por la borda junto a otros dos milesios hacia el piélago mortífero. Allí, los brazos embravecidos de Poseidón no tardaron en sumirlo en las agitadas entrañas de su reino.

Mucho se apenó el orgulloso corazón de Hárpalo. Pero sopesaba que tales sacrificios eran imperativos para solventar el coste de un amor muy caro. Un amor que no sólo hacía peligrar su pellejo, sino también el de su amada Lísida.

Habiendo superado los funestos obstáculos, algunos corintios lloraban su pérdida, mientras los marineros desplegaban las anchas velas, acción que los pondría rumbo a Mileto. Entre lágrimas y júbilo, los tripulantes hicieron libaciones a los muertos. Entonaron en coro himnos a Poseidón y navegaron un largo trecho; ahora surcaban el ponto sin mayores estridencias. Mientras sonaban las salomas, Trasíbulo se acercó a Periandro:

—Acorde a la estela, el Oricalco una vez abundó sobre la tierra cuando el mundo era un lugar distinto, y los dioses se mezclaban con los hombres. Solía ser la ofrenda más valiosa entre los sacerdotes del antiguo culto a Poseidón. —El milesio le sonrió—. Tal vez, ésta sea Su Voluntad: uno de tus doríforos por una de mis ‘rémoras’.

—Necesitaré un trago —fue la réplica de Periandro, meciendo el ritón de marfil entre los dedos y libando un último sorbo de vino hacia la mar profunda.

Recibidos por el lucero de Héspero, la barcaza se internó en los muelles y atracó en la seguridad de la pólis. La sed de vino arreciaba a todos los aventurados, por lo que muchos encendieron fogatas en la playa y allí mismo emprendían el derrotero hacia los difusos brazos de Dionisos.

El robusto Hárpalo, fatigado junto a los suyos, elevó su mirada hacia la opulenta Puerta de los Leones, que se abría al puerto entre las anchas murallas. Allí se delineaba la bella silueta de Melisa a través de la gasa de sus tremolantes vestidos contrastando el fondo de un visceral atardecer. Ella, junto a Mirtis y Licofrón, se apoyaba en una de las anchas columnas y le dirigió una discreta mirada. Periandro se precipitó en ir a su encuentro, aunque no era a aquél a quien esperaba su apesadumbrado corazón.

Una vez Nýx alzó su manto y cubrió por completo la Jonia, los preparativos en la acrópolis de Mileto ya se habían consumado. Muchos esperaban contemplar los espectáculos de danza y poesía, el desenlace de los cantos del Saqueo de Troya, en el cual Licofrón tendría la oportunidad de interpretar a su héroe predilecto: Odiseo. Todo allí era goce y celebración, a la vez que en Mitilene, unidos por la misma noche, donde festejábanse las bodas de Pítaco e Irana.

Y así cantaba el famoso rapsoda de Cámiro sobre la asamblea que tenía a los dánaos en disputa. En ella, Calcante les habló de un augurio. Sobre un halcón que dio caza a una tórtola tramando una treta: habiéndose la presa escondido en una roca hueca, esperó el halcón paciente y escabullido entre los matorrales hasta que la paloma créase a salvo, sólo para salir y encontrar su pronta muerte. Entonces así asentó en su lengua Pisandro las palabras de Odiseo, de los argivos el más rico en ingenios, y Licofrón llevó la danza:

«Amigo mío, del todo honrado por los dioses celestes,

si en verdad les está destinado a los aqueos

conquistar la ciudad de Príamo mediante ardides,

tras construir un gran caballo de madera,

subiremos los próceres a ese escondite;

las tropas con las naves marcharán a Ténedos,

no sin antes incendiar todos sus tiendas,

a fin de que los troyanos, al observarlo,

se dispersen por la llanura ya sin temores.

Y un hombre audaz, al que ningún troyano conozca,

quedará afuera del caballo, con el pecho henchido de Ares:

habrá de responder que ha escapado de los aqueos,

quienes deseaban sacrificarlo con vistas al regreso,

tras agazaparse bajo el bien fabricado caballo,

preparado para Atenea, airada por mor de los troyanos.

Así deberá declarar hasta convencerlos,

y a la ciudad lo llevarán digno de lástima,

y aquél nos dirigirá la dolorosa señal para el combate:

levantando con rapidez una antorcha llameante,

apremiándolos a salir del amplio caballo,

mientras los hijos de los troyanos duermen desprevenidos».

Entonces el joven Licofrón bailó, brincó, cantó y blandió la lanza durante algunas horas; y brilló por sus encantos. Junto a Íbico y sus amigos, habían brindado un espectáculo formidable. Sus cuerpos tallados se movieron al unísono, se entregaron a la métrica lírica y a los dioses complacieron de buen grado. Muchos lanzaban al aire ramos de laureles, mientras resonaban las ovaciones que daban por concluido el festivo certámen poético.

El oro de Arctino había sido lustrado y brillaba esa noche como nunca antes. El joven Licofrón levantó su máscara y pudo ver a su bellísima madre, Melisa, cuyos ojos cristalinos y lacrimosos desbordaban orgullo. Aquello otorgó un gran ardor al corazón de su hijo, quien mucho se afligió luego al no avistar a su padre en ese lugar, pues mientras ellos ahí disfrutaban, otros asuntos convocaban a su padre. Por uno de sus ojos, entonces, brotó una lágrima de felicidad; por el otro, una de tristeza.

IV

Se hallaba Periandro en el lujoso palacio de Trasíbulo, el más elevado habido en Mileto, y, junto a aquél, dos hombres más acompañaban. Uno de ellos era un anciano bránquida, sacerdote y colaborador de Trasíbulo, a quien refería como Calcofonte. Éste oficiaba como mediador entre la corte de Trasíbulo y el Consejo de Dídima; pero, en rigor de verdad, se desempeñaba como su informante personal, siendo capaz de cambiar de piel como las serpientes. Aquél no llevaba la marca de Melampo, pues muy celosamente ocultaba su identidad; y era siempre de los primeros a la hora de repartir el botín de los éxitos militares y los varios lujos provenientes de colonias milesias. Junto a este anciano, un viejo conocido de Mégara: el tirano Teágenes. Ciertamente era más joven que Trasíbulo, pero más viejo que Periandro. Había arribado a Mileto esa misma tarde sin mucha pompa ni alarde, acudiendo al urgente llamado de su aliado par milesio. Abundante era su cabellera oscura, sostenida por una corona de laurel que ocultaba la marca en su oreja. De frente protuberante, robustas mandíbulas y nariz picuda, llevaba sólo sus mejillas desprovistas de barba; y sus ojos negros eran tan profundos como la noche. Este hombre no gesticulaba mucho, ni siquiera cuando asesinaba. Era fama su gusto por lanzar hombres a los jabalíes salvajes y hambrientos, aquellos que desafiaban su orden; y, habiendo sofocado las revueltas, su ley imperaba férrea sobre toda la región de Megáride.

—¡La alianza con Atenas no ha prosperado!… —Retumbó la voz de Teágenes, tan abyecta y nasal—. ¡Dos veces ha fracasado! Ha costado la vida de Cilón, mi yerno, y la de Megacles, su asesino. Digamos que ya me he desquitado con el viejo cuando mandé pasar mi cuchillo por su garganta. Esta vez, asumo que Corinto vuelve a ser una novia mucho más deseable. Periandro Cipsélida… —A él le habló, mirándole los ojos—. Espero que nuestras pequeñas enquinas del pasado sean, de una vez, erradicadas.

—Bueno, Teágenes, considero que has hecho un buen trabajo ordenando mi patio trasero. Nada que una rabieta de aurigas pueda opacar. —Le contestó Periandro con su habitual jactancia evocando ese vago recuerdo, cuando, una vez muerto su padre y celebrados los Juegos Ístmicos de Cípselo, había resultado perdedor en las apuestas.

Trasíbulo se interpuso entre ambos. En un gesto conciliador, apoyó sus palmas sobre los hombros de sus aliados y los congregó a escuchar su palabra:

—Periandro… Teágenes… Los dioses han decretado, esta noche dichosa, concitar a los soberanos de las metrópolis más poderosas de toda la Hélade: Corinto, Mégara, Mileto… y Dídima sagrada. A un lado y al otro del Egeo, desde nuestras feraces colonias, extendiéndose del ponto Euxino al Mediterráneo, marchan nuestras naves esparciendo la voz de nuestra opípara riqueza… ¡Como un estanque de ranas, toda Grecia cabe hoy en la palma de nuestra mano! Pero no es todo esto tarea de un sólo hombre. En memoria de Cípselo, a quien todos honramos, que grandes fueron sus esfuerzos por ganar el favor de Delfos, ónfalo del mundo heleno, erigiendo allí un gran tesoro, yo los acojo. El mundo de los Héroes ha caído hace tiempo; hoy sólo perduran sus cánticos y las ruinas de sus altas murallas… Y entre ellos y nosotros sólo hubo caos, superchería, marginación… Ahora somos nosotros quienes conectamos las rutas griegas; somos la coherencia que escasea en este estanque de ranas. Y si cada hombre luchase por conservar sin tacha su sola dignidad, les aseguro, que ya no quedaría uno solo habitando estas tierras: pues nuestra fortaleza se consolida en tanto seamos capaces de reconocer a nuestro hermano.

Aquellas palabras justas y medidas fungieron como aliciente idóneo para que ambos tiranos, el corintio y el megarense, depongan sus pugnas pasadas. Ambos cedieron, entonces, a a estrechar sus antebrazos; se reconocieron como pares.

Congregáronse todos. Atravesaron una gran puerta taraceada de cedro y tachonada de oro, con robustos goznes de hierro y una aldaba en el centro de exquisita orfebrería: una argéntea cabeza de águila de la cual pendía un anillo de su pico; y así se adentraron por el vestíbulo de un salón muy espacioso. Una alfombra los conducía hacia una mesa de roble, rebosante de bebida y comida. Detrás de ésta, sobre el muro de fondo, se alzaba un retablo. Todos sus bellos ornamentos partían desde el centro, donde se ubicaba una estatua en honor al adivino Melampo. Estaba toda labrada en oro, a excepción de los pies, tallados éstos en obsidiana bruñida o en jade negro, que le otorgaban brillos oscuros, rutilantes, profundos. A uno de los brazos extendidos —apuntaba a Hiperbórea— lo cubría un manto purpúreo de áureos ribetes bordados, como si custodiase en su mano algún objeto lanceolado. El anciano sacerdote retiró aquél manto y un destello cegó a los hombres… Pues, adosado a la palma, la estatua empuñaba un filón de oricalco puro. Entre sus pies negros, una cista también de oro contenía un manojo de serpientes enhebradas; y, a su lado, sobre un altar, humeaba un caldero con un tizón de plata incrustado entre las brasas. Muchos rollos de papiro se apoyaban sobre una peana de mármol. Contenían las traducciones de Aristeas que narraban la historia del Trípode Sagrado: los fragmentos faltantes, por razones desconocidas, habían sido arrancados por el poeta maldito.

La negrura de la noche penetraba la abierta columnata de la cúspide del palacio. Todos los braseros fueron apagados y la tiniebla envolvió los cuerpos. Sólo el filón de oricalco podían vislumbrar, como una poderosa entidad que brillaba suspendida por sobre las cabezas de los hombres. El mineral parecía irradiar luz propia. A veces opaco, a veces traslúcido o vitrólico, parecía exhibir en su núcleo un veteado similar al del mármol. Como un efluvio, una misteriosa energía se apoderaba de los congregados, todos absortos en su divina luminiscencia. Como voz autorizada de Apolo, Calcofonte tomó con sus manos uno de los reptiles de la cista dorada y ofició esta invocación:

«Oh, Melampo, por Apolo amado,

hijo prodigio de Mesenia y de Argos,

resonante tu voz se esparció por los reinos,

y hasta el país de Fílaco llegaste,

soportando penurias y desgracias,

a sus vacas de oro guiaste por la Arcadia,

y curaste a los tuyos con tu lengua de plata

Hoy a tí te invocamos, prudente adivino

a través de tus amadas hijas reptantes

que besaron tu oído y soplaron tu destino,

y tus secretos legaste a Crises de Ilio

honrando al resplandeciente hijo de Leto,

que de lejos siempre mira su rostro divino

Concédenos la prudencia de saber reinar,

como tú lo hiciste con tus hermanos ilustres,

decretando la justicia entre los hombres,

acéptanos a tus siervos según tu voluntad,

que los corazones acepten tu belleza y tu justicia

y reinaremos con poder, influencia y orden».

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«¡Poder, Influencia & Orden!»

Repitieron al unísono todos los presentes.

El anciano ascendió a un púlpito de mármol frente a la estatua. Alzó la serpiente sobre su cabeza y algún tiempo la sostuvo de frente al sagrado mineral. Atraída por el ígneo resplandor que manaba del interior de la substancia, el ofidio lamió el filón y frotó su cuerpo jaspeado, ensortijado en contacto con la superficie del elemento. Después Calcofonte la aproximó, amenazante, a la oreja derecha de Periandro. La sierpe silbó, mas no inyectó su veneno, sino que, tres veces, le acarició la carne con su lengua bífida. Se interpretó tal agüero como señal aprobatoria del dios y, así, el Beso de la Serpiente fue consumado. Por detrás de ellos surgió Trasíbulo, portando el tizón ardiente, dispuesto a culminar el rito de iniciación.

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