Libro II: «Theamata»: (V) “Luna Creciente”

Libro II: «Theamata»: (V) “Luna Creciente”

I

Así continuaron el viaje curso al poniente hasta avistar el seguro puerto de Mileto. En ese instante, los timoneles de las muchas embarcaciones, pesadas por el cargamento, viraron a babor dirigiéndose a atracar en los muelles de la pólis; pero la barcaza de los tiranos continuó navegando crucero al Oeste, allende las murallas milesias. Los remeros ya no necesitaban agitar sus remos, pues, en mar abierto, las ráfagas que soplaba Euro se encargaban de henchir las velas que desplegaron los navegantes. La quilla escindía las aguas. Cada ciertos tramos, avistaban naves ancladas con las amarillentas velas milesias, que parecían oficiar de centinelas, y se comunicaban con los navegantes en código, mediante señales de fuego: éstas demarcaban la ruta marítima. Parecían tomar dirección hacia la hermosa Samos, cuando, en el trayecto, viraron hacia Akrotiri y lograron avizorar una isla de roca calcárea, demasiado pequeña y estéril como para albergar población alguna. Ese solitario peñasco emergía desde las aguas como una corroída pirámide en el horizonte, y hacia allí fijó rumbo el piloto.

De repente las corrientes se tornaron hostiles. Trasíbulo le arrojó amarras a Periandro y, a través de la mirada, le aconsejó sujetarse. Tal hizo el corintio, mientras observaba una amenazante masa de agua avanzar sobre la embarcación. Los hábiles navegantes lograron surcar aquella enorme cresta doblándose sobre sus cuerpos y aferrándose a jarcias, drizas y gobernalles. El casco de la nave se azotó al caer con violencia contra el lecho marino. Los tripulantes se empaparon con las innúmeras gotas salobres que el sol cristalizaba con sus rayos luminosos, desplegando el glorioso arcoiris sobre sus cabezas. Otras dos murallas de agua supieron domeñar con presteza. Habiendo resistido la robusta nave aquellas embestidas, los remeros lanzaron clamores de algarabía, pero las fatigas no habían aún cesado: ahora enfrentaban aguas arremolinadas mientras eran envueltos por una abrupta y misteriosa neblina. Los remolinos giraban en torno a ese peñón de piedra —desde allí parecían provenir— y, como un anillo, las aguas parecían inclinarse levemente hacia su centro. Incrementaba el riesgo de zozobra mientras el bajel era conducido a la deriva. El hábil timonel intentaba no perder de vista aquel inaccesible peñasco piramidal, mientras los remeros coordinaban sus esfuerzos, forcejeando contra las caóticas corrientes.

—¡Remen, perras! —Los arengaba Trasíbulo con ímpetu y fiereza—. ¡No cedan ante los hijos de Carybdis! ¡Remen! ¡Como si el mismísimo Cerbero mordiera nuestros talones!

Algún tiempo permanecieron resistiéndose a ser engullidos por las rugientes fauces de Poseidón, pero el vigor del músculo se impuso al infortunio y, finalmente, lograron ser regurgitados por la mar, que los encauzó, de nuevo, hacia su destino. Las aguas se calmaron de forma súbita y, una vez más, todos festejaron las hazañas. Sólo dos remeros fueron tragados por la mar en el percance, hombres dispensables oficiando en la borda, tal fue el sacrificio reclamado por el poderoso dios que porta el tridente.

Superadas las inclemencias del piélago, lograron circunnavegar el alto peñón blancuzco hasta dar con las espaldas de ese risco, donde avistaron costas aptas para el desembarco. Aquél suelo virginal albergaba numerosas palmeras, dátiles y frondosos arbustos verdosos que proliferaban en abundancia al pie de la roca. Las arenas eran tan blancas y encandilantes como el yeso. El calmo sonido de las olas rebotaba abrazado por el curvo acantilado que contenía esa pequeña y serena bahía, otorgando a la isla su nombre distintivo: la Luna Creciente.

Su existencia no escapaba a los mitos. Sólo los navegantes más experimentados alegaban haberla avistado alguna vez, aunque su ubicación variaba según los relatos, pues las corrientes hostiles, las brumas cegadoras y las agitadas olas del mar, que se alzaban como avasallantes columnas, solían ocultarla al ojo inexperto; o, por lo menos, así Trasíbulo le narraba a Periandro. También le reveló que allí era donde los aeinautai, la facción aristocrática de los Plutis, que se jactaban de poseer todos los conocimientos del mar, solían reunirse en sus asambleas secretas.

Naturalmente, aquella ensenada no contaba con un puerto, por lo que tuvieron que encallar el mascarón de popa sobre las arenas de esas costas cristalinas. Arrojaron amarras. Las sujetaron a unas caprichosas formaciones rocosas y los tiranos descendieron de la nave. Algunos vestigios de antiquísimos naufragios, algunos incluso se remontaban al tiempo de los vastos imperios cretense y micénico, moraban sumergidos bajo esas espumas. Pero todos sus tesoros ya habían sido saqueados siglos atrás, seguramente por arte fenicio. Ahora las algas marinas y sus polícromas criaturas habían reclamado para ellos esos inertes maderos. ¡Tan rebosante de vida era el coral submarino que recubría esos pecios! Mirando hacia las alturas, sólo las aves de rapiña, adaptadas a la vida en alta mar, habitaban ese peñasco. Exigua era la vegetación que crecía de las grietas del risco, otorgándoles alguna sombra para anidar. Si bien todo aquello era cautivante a los ojos, semejante clima inhóspito y salvaje se revelaba funesto, amenazante para cualquier alma mortal.

Descendían los graznidos de las aves y los suaves vientos silbaban en el rompiente meciendo las copas de las palmeras. Para amedrentar a posibles piratas, náufragos o demás forajidos, algunos cadáveres, casi esqueléticos, estaban entronchados desde el recto en lo alto de unas picas que sobresalían por sus bocas. Mientras contemplaban tal entorno, las sandalias de los tiranos hacían crujir a las caracolas resecas que yacían en abundancia sobre las arenas blanquecinas. El pasmo y la soledad los abrumaba, pues se hallaban a la intemperie del Egeo y sólo llevaban algunos hombres cada uno. Además de la tripulación, Trasíbulo contaba con dos serviles magistrados y con su séquito de esbirros. Por su parte, Periandro iba acompañado por Hárpalo y otros nueve de sus doríforos personales. A todos los inquietaba una misma corazonada: cualquier suceso podría acontecer en ese sitio, donde ni siquiera los dioses parecían habitar; pues no era aquél territorio de ley ni justicia, y el hombre parecía retroceder a un tiempo pretérito, al estado de barbarie, a lo primitivo, salvaje e incivilizado.

—Entonces, es aquí donde tus opositores políticos solían reunirse —dijo Periandro extendiendo los brazos—. ¡Ya lo creo!… Ya percibo el olor de la muerte emanando de estas rocas estériles.

—Bien has dicho, Periandro… —vindicó Trasíbulo juntando sus manos en la espalda—. Las lenguas populares rumorean que aquí habita una Ninfa. Pero nadie jamás ha visto tal cosa. Esos relatos sólo sirven para distraer. Aunque cierto es que muchos son los secretos que aquí moran. Secretos —susurró— a los que los impíos mortales no deben acceder.

Con un gesto, el de Mileto invitó a acompañarlo. Se dirigían hacia el único asentamiento humano de la isla: una amplia tienda adosada al pie del risco. Estaba apuntalada firmemente por tres astas de palmera en un claro libre de arbustos. A su sombra, sobre las arenas, se desplegaban docenas de gruesas alfombras con intrincados motivos geométricos. Una gran copia de cebada, trigo, maíz y demás víveres colmaban algunas estanterías o bien se hallaban amontonados en sacos de forma caótica, apoyándose en la roca. Como aquellas mesas habidas en el Artemision, éstas también estaban repletas de artefactos y pedrejones que sostenían muchos papiros desplegados. Esos bosquejos parecían ser obra de algún hombre obsesivo, prodigioso, pues no sólo evidenciaban su total conocimiento del alfabeto griego, sino también de las artes de escritura de otras lenguas. Se distinguían escritos en la intrincada cuña mesopotámica y, al menos, tres tipologías egipcias: jeroglífico, hierático y demótico. En torno a los papiros se dispersaban clepsidras y gnomones, péndulos y calendarios que contaban las horas solares; otros instrumentos de medición náutica y astronómica; y también piedras de ámbar translúcido que exhibían raros insectos incrustados en su centro. Otros prismas y polígonos de cristal desnudaban los haces de luz que ingresaban por las telas. Un gran caldero y tres hornos de adobe rodeados por herramientas de forja aún humeaban al aire, oreando el espacio con un intenso aroma metálico. Por cientos contaban los recipientes, vasijas, ánforas, cuencos y morteros que albergaban un igual centenar de polvos, minerales, sustancias y piedras. Todas parecían agrupadas según sus distintas propiedades, texturas y colores. Tan extraño a los ojos era aquél campamento. Pero más aún lo eran tres estatuillas de buen tamaño que se posaban sobre un improvisado y pétreo altar. En una podía reconocerse al alado Hermes con su caduceo. Las otras dos representaban dioses foráneos: una de marcado tallado egipcio, que poseía la cabeza de un ibis; y la restante era una barbada deidad dotada de rasgos y símbolos babilónicos.

Custodiaban la entrada a ese lugar una decena de guardias milesios. Aquellos no eran como Xilas o demás esbirros que llevaba Trasíbulo como encadenados por los tobillos, sino que parecían hoplitas de profesión.

—Éstos son mis hombres más fieles, Periandro —habló Trasíbulo—. ¡De los quirómacas, los mejores! Muchos de ellos sirven como mercenarios por turnos al rey de Egipto. Y lo que es más importante: son disciplinados. Saben acatar mandatos sin más.

—¡Eso puedo imaginarlo! —respondió el corintio—. ¿Qué hombre corriente acataría la orden de guardar este lugar abandonado incluso por los dioses?

—Nada que los buenos contratos no puedan cubrir. Sobretodo si cotejan una buena paga, tinajas siempre llenas de vino y hetairas y mancebos de mi exclusiva selección una vez al mes. Éstos hombres van rotando por temporadas. Sólo tienen prohibido hacer, siquiera, mención sobre sus servicios aquí. Todos saben qué destinos esperan a sus familias si se atreven a violar su pacto de silencio. Aquellas picas son un recordatorio —aprovechó la plática para amenazarles de forma indirecta, pues el viejo Trasíbulo muy bien manipulaba la naturaleza del miedo, y añadió—: Todos responden a mi intachable hermano Poliméstor —lo señaló, y aquél, un hombre fornido, lanzó un rugido de honor.

El soberano no había escatimado en designar a uno de su propia sangre como jefe de aquel selecto regimiento, indicio suficiente para inferir que lo que sea que allí se custodie, era asunto de vital importancia.

Una vez internados en el fondo de la tienda, un niñato emergió desde una apertura en la roca, en donde el risco confluía con las arenas. Tenía los cabellos y los ojos claros y su contextura era aun frágil debido a su temprana juventud. Rápidamente el mozuelo se dirigió al tirano:

—¡Oh Trasíbulo, aquí estás! ¡Mi loado rey! ¡No!… ¡Mi soberano! ¡Tanto ansiaba volver a contemplar tu gloriosa figura!… Verás… Hay algunas cosas de las que deberíamos platicar…. En concreto, de algunas concesiones de nuestro contrato; que incluye comidas… ¡Hmm! Algunos manjares en particular, algunas habas y rábanos de oriente, ajenjo, cilantro… ¡Ah! Y definitivamente el asunto de las vestimentas. Además, no se puede decir que tus perros sean muy amistosos, siempre parados ahí con sus armas… ¡Parecen esfinges aburridas! Sólo esperan el día de las prostitutas y fanfarronean algún rato entre ellos… A veces prefiero conversar con tus «espantapájaros»… —Se refirió a los cadáveres empalados en las picas de la orilla—. Quisiera, tal vez, alguno que sepa gozar de un buen poema, de manera que podamos…

—¡Silencio, Anaximandro! —Lo reprendió Trasíbulo con tono exasperado, pues aquél era un joven verborrágico, en extremo zalamero e irritable—. ¡Maldigo el día en que los dioses decidieron dotarte de lengua!

El muchacho inmediatamente cerró su bocaza. Tragó saliva y lo miró con el rostro ruborizado, reconociendo su obrar imprudente.

—¿Dónde está tu maestro? —le inquirió Trasíbulo con funesta mirada.

—¡Ah! No escuches al niño. ¡Es un soñador sin remedio! —Se oyó la voz de un hombre que provenía de las entrañas del peñasco.

Y de aquella cavidad emergió el maestro, un hombre de mediana edad y de apariencia graciosa. Llevaba pobladas barbas castañas y un gorro de fieltro que le cubría las orejas. Iba con su clámide toda percudida de grasa y aceite, como la sobreveste de los orfebres, y uno de sus ojos parecía duplicar en tamaño al otro. En realidad, se trataba de un dispositivo de vidrio fenicio sostenido por un fino armazón de hierro adherido al gorro, que le permitía duplicar la dimensión de todo lo que observase. Antes de ubicarse frente a los hombres se retiró aquel ingenioso artilugio, mientras hablaba.

—Su boca es tan grande como su voraz apetito por el conocimiento —añadió en referencia a su joven asistente.

Trasíbulo se ubicó a su lado y dirigióse al corintio:

—Amigo mío, este hombre es Tales, ¡el hijo más ilustre de Mileto! Procede de la casta de Cadmo. Educado por las mentes más prodigiosas del mundo conocido, su oficio es conocer la naturaleza de las cosas. Desde los astros y las estaciones, hasta toda materia que compone nuestro mundo.

—¡Ah, resérvate los honores! —acusó Tales con humildad—. Soy sólo un físico, Trasíbulo. ¡Delego lo sagrado a los poetas! Por mucho que los estime, mi mente suele ser algo atolondrada… Me agrada definirme como “amigo de la sabiduría”. Lo que me atañe es el saber, y mi objeto, el kósmos.

—¡Tales, El Mercader de Mileto! —exclamó Periandro luego de una carcajada—. He oído historias sobre tu buena fortuna. De cómo te has vuelto rico arrendando olivares y prensas de aceite a costos tan risibles. ¡Tique debe amarte! Tu fama te precede, milesio. Yo, Periandro, El León de Corinto, ansiaba conocerte.

—¡Ah! ¿Periandro? —replicó aquél con cierto temor y ensayando una sombría reverencia hacia el tirano—. Bueno, señor, no es ‘suerte’ augurar cuantiosas cosechas cuando uno ha descifrado la armonía que rige entre los ciclos celestes y los naturales… Empero, jamás he perseguido las riquezas. Sólo ansiaba probar mi punto ante los que calificaban de inútiles a mis investigaciones e indagaciones.

—¿Y qué punto es ese que deseabas probar? —le inquirió el corintio.

—Que el sabio también puede ser rico si así lo quiere. Pero para mí, el saber siempre será la riqueza de mayor virtud. Esa es mi única aspiración.

—¡Ah!… —Interrumpió Trasíbulo luego de echar una carcajada—. Algún tiempo fue conocido en Mileto como El Mercader, pero ahora ha decidido poner sus ciencias a mi servicio —dijo, aunque, en realidad, no era del todo cierto—. Este hombre también supo congregar a quinientos milesios frente a cincuenta ánforas repletas de agua de mar. Allí, a ojos de todos, aplicó su sabiduría y demostró que es el único hombre capaz de tornarla bebible para un pueblo entero. ¡Una hazaña sagaz! Mediante la cual la sed no es una preocupación para mis hombres aquí.

—¡De hecho, la génesis de esa hipótesis es fascinante! —Exclamó el físico con entusiasmo—. Si partimos del supuesto de que el mundo inmenso flota en torno a un salino mar infinito, una sencilla aplicación lógica nos induce a pensar que todo río dulce llega a ser tal, una vez que acontecen ciertos procedimientos de filtrado en los sedimentos terrestres. Por supuesto, primero debemos conocer esos elementos, aislarlos y comprender su naturaleza, sus virtudes y comportamientos, pues… ¡en cada cosa del Todo habita algún dios! Y qué es la tierra sino un espejo del vasto cósmos… Como los días, los meses, las estaciones y los años, sobre nuestras cabezas, la Luna, el Sol y las estrellas también tejen sus ciclos mayores. El Todo se compone de ciclos: no difiere de lo que hay bajo nuestros pies. ¡Todo asciende y todo desciende, como las riadas y las mareas! Y como el corego dirige un glorioso coral de principio a fin, el agua es el elemento rector detrás de los pulsos del ciclo, pues por todos sus estados transita y se manifiesta. ¡Maciza como hielo en las altas cumbres! ¡Líquida e insípida como caudal profuso y nutricio! Y como niebla, vapor o mota de rocío… ¡Oh lágrima de Aurora, que desde la espiga del trigal se evapora en la gélida mañana invernal!… ¡Ah! Y ¿qué es la nube altísima sobre nosotros sino masas de humedad condensada que en forma de lluvia copiosa volverá a caer sobre la tierra empapando los fértiles campos?… Estas conjeturas me permiten inferir que… ¡es el agua el principio originario que rige el ciclo de vida en la tierra!…

A pesar de su ímpetu nadie pareció seguir su disertación. No precisamente por indiferencia, sino por improcedente, pues otros eran los intereses que congregaban a los tiranos allí.

—¡Oh! ¿No se encuentran admirados? —Exclamó Anaximandro—. ¡Mi tío es un hombre sabio! ¡Tal vez yo, algún día, siga sus mismos pasos!

—¡Ah, nuestro amigo posee una extraña fascinación por el agua! —Una vez más acotó Trasíbulo después de una carcajada, ignorando al muchacho—. Pues también propuso desviar el curso del río Halys en Paflagonia… ¡Otra proeza que será digna de señalar! Pero… ¡Ea!… por hoy, dejemos de lado las historias ilustres y vayamos, de una vez, al punto del asunto que aquí nos convoca.

Detrás de la frágil mascarada de honores que todos expresaban, podía palpitarse un inquietante encuentro entre estos hombres. Sus intereses parecían diferir en esencia, pero tal sociedad ciertamente resultaba beneficiosa para todas las partes. El maestro exhortó a su joven discípulo a distraerse clasificando y acomodando las distintas sustancias contenidas en los cuencos. Después, Trasíbulo ordenó a Tales que guíe el camino y, así, el physikós junto a los dos tiranos se adentraron por la grieta en la roca.

II

Descendieron por una pedrejosa cavidad natural demasiado incómoda para la tarea, por lo que debían amarrarse a una soga bien dispuesta allí para facilitarles el declive. Una vez llegaron a posarse sobre firme lecho de roca, Tales tironeó de otra cuerda, acción que selló la entrada a través de una roca móvil y así se sumieron en las fauces del peñasco. Luego encendió un pequeño candil de aceite. Lo primero que avistaron eran algunas camas de paja. No eran suficientes para albergar a todos los hombres destinados a guardar ese islote, por lo que se deducía que tomaban turnos para dormir, o que esa pequeña recámara sólo ofrecía cobijo durante las tormentas. Aquél no era un espacio amable para cualquier hombre que superase una altura promedio, pues la bóveda de roca podía palparse con la yema de los dedos; la sensación de encierro era sofocante. Mas allá de las camas se extendía un pequeño espacio vagamente escarvado que antecedía un espectacular precipicio. Ya no percibían sonido alguno del exterior, ni siquiera los graznidos de las aves, y semejante encierro producía una sensación desagradable en los oídos. Tales les advirtió que el efecto sonoro mermaría en algunos minutos, ni bien sus cuerpos se adecuasen al entorno subterráneo, por lo que ocuparon algún momento allí. Al tiempo, de las paredes rocosas parecía emanar un zumbido constante y aterrador parecido a una tormenta lejana, como si las olas rugientes de la mar, que rompían por fuera del peñasco, reclamasen feroces aquél espacio. El físico fue el primero en descender al vacío por una escalera precaria, confeccionada por soga, raíces y barras de madera. Los tiranos le siguieron. A medida que descendían los iba invadiendo un tremendo calor, por lo que ni bien se asentaron sobre el lecho rocoso se quitaron de encima algunas prendas. Suponían que ya se hallaban bajo el nivel de la mar, y sólo el vacilante candil de Tales iluminaba ese antro. La caverna comenzaba a ensancharse. Se sorprendió Periandro al contemplar varios montículos de pepitas de oro, de plata, de cobre y otras menas de metales nobles reverberando en torno a ellos.

—¡Tus sorpresas no cesan! ¡Jamás hubiese imaginado escondrijo más extraño para albergar tanta riqueza! —exclamó Periandro y de inmediato Tales lo acalló con un gesto.

—¡Por Urania, Hermes y Thoth! —murmuró el físico—. Mi señor, poco tiempo tenemos para permanecer aquí. Este entorno está cauterizado por la propia naturaleza. No existe aquí ningún organismo animado. Y los dioses decidieron preservarlo de esta forma por miles de años. Cualquier exceso de sonido, o incluso de luz, podría alterar el balance de esta cámara, lo cual incidiría con nefastas consecuencias en nuestros propósitos. Considera este lugar como un útero… De hecho… —dijo y cubrióse el rostro con una tela, sólo dejando los ojos al descubierto— estimo que esta substancia alberga un alma propia.

Periandro escarmentó, esgrimió un gesto confuso y, a la vez que Trasíbulo, procedieron a cubrirse los rostros de igual manera.

—Por cierto, las riquezas que ves son sólo desechos —le susurró Trasíbulo.

Tal sentencia extrañó por mucho al corintio.

Así avanzaban por la oscuridad. Eludieron algunas formaciones rocosas hasta sentir con sus pies las orillas de un agua cálida e inusual, pues parecía estéril y estancada. No era salina agua de mar, sino de lluvia, filtrada y acumulada allí por siglos. Tales iluminó un camino demarcado por bloques de piedra que los conducía sobre ese inerte lago subterráneo hacia una luz tenue: una brasa flotante, fulgurando en medio de la negrura absoluta. Hacia allí se encaminaron los hombres extremando el cuidado en cada paso. El calor se hacía cada vez más intenso y, si bien habían cubierto sus narices, el vapor y el penetrante aroma de la fragua ya les hostigaba el ceño y los cuerpos. Llegaron entonces hasta una plataforma circular de piedra. Al centro se levantaba un thólos rudimentario. Los tambores de las columnas parecían extraídos de la ruina de algún templo y se superponían unos sobre otros de forma no muy prolija. Entre los pilares refulgía, como un sol diminuto, aquella brasa ardiente.

—Periandro, lo que estás a punto de atestiguar no es sólo lo que los lidios desean… —susurró Trasíbulo—. Es el fruto de discordia que inició la guerra de Cos: un artefacto sagrado. Una reliquia forjada en los tiempos de los mitos y los héroes. Muchos eones permaneció corroído en las profundidades del Egeo; pero, ahora, los mismos dioses lo han confiado en nuestras manos.

Tales ingresó cautelosamente en aquel rústico thólos y, después de lanzar una grave mirada a los dos tiranos, alumbró el Trípode Sagrado.

El objeto no superaba la altura de un hombre, pero se percibía sumamente pesado a los ojos. En una danza pausada los hombres rodearon el artefacto y lo contemplaron en su totalidad. En el extremo superior se apoyaba una gruesa cubierta circular de un metal negro, parecido al hierro puro corroído. Presentaba una leve protuberancia hacia el centro y cuatro asas en los extremos simétricos y equidistantes. Notables eran las efigies grabadas en oro en esa superficie, que se dividía en doce cuadrantes concéntricos. Cada uno contenía una imagen diferente: una esfinge, un toro alado, un carnero, un macho cabrío, dos peces, un escorpión, un cangrejo y un centauro eran algunos de los animales y bestias míticas allí representadas; una mujer de doble rostro, otra de largos cabellos, una balanza y un cántaro completaban el resto de los cuadrantes. Por el contorno de la cubierta discurrían talladas lo que parecían ser hojas de laurel. Un fatigoso e intrincado patrón simétrico, también de rutilante oro, unía todas las imágenes labradas con semejante soberbia y maestría. Desconocida a los ojos, la sublime factura artística permanecía incierta. Debajo de la cubierta, un voluminoso prisma del mismo metal oscuro constituía el corazón de la fragua. De allí procedía el sofocante calor. Cada una de las doce caras del prisma exhibían el relieve de un rostro barbado, todos idénticos y de semblante inquietante. Parecían estar encapuchados y del orificio de sus bocas emergían el vapor y el hostigante aroma. En torno al prisma, en tres de sus aristas, se fundían con el armazón las patas del trípode, que parecían elaboradas por una aleación de tonos broncíneos y cobrizos. Cada una iniciaba con una cabeza de serpiente, erguida y en pose amenazante, pues en cada ojo se incrustaba un jaspe rojo y brillante. Sus cuerpos escamados se curvaban simétricamente hasta posarse en el suelo, distribuyendo el gran peso del artefacto, pero cada apoyatura difería de la otra: una presentaba la pata de un león, otra la de un águila, y otra una pezuña bifurcada.

Pero lo más intrigante del trípode se hallaba debajo del prisma central. De ahí pendía esa gota maciza y viscosa, ardiente brasa de metal, hacia un receptáculo de menor dimensión: un crisol bien adosado a las patas serpenteantes. Más enigmático era un anillo cilíndrico que separaba esta pieza del prisma central y calzaba en el armazón a través de un complejo dispositivo de pernos. Estaba fabricada de un metal ignoto. Según incidía la luz, sus brillos eran a veces dorados, a veces tornasolados, a veces tan oscuro como la obsidiana. Sobre esa pieza se detuvo Tales, señalando entre susurros:

—Aunque no sea visible ahora mismo, ese anillo contiene en su interior la Criba de Oricalco. Está compuesta en su totalidad por este asombroso mineral. Soporta cualquier régimen de fuego y se encarga de filtrar y purificar los componentes que drenan desde la fragua.

—¡Por todas las harpías, ¿qué cosa es la que dices?! —gruñó Periandro.

—Lo denomino «la Paradoja del Oricalco». La única forma en que puede cristalizarse este mineral es a través de su propio elemento: un proceso de reacción a sí mismo. Pues la criba está fabricada en una sola pieza. Y los miles de minúsculos filamentos que la componen son casi invisibles al ojo mortal. No existe forja ni técnica en el mundo capaz de materializar ese molde. Y, a menos que los hombres tengamos el tamaño de ácaros, no existe mano humana capaz de lograr tal prodigio. En mi opinión, se trata de un ingenioso dispositivo de seguridad que sólo puede haber sido pergeñado por los dioses. En todo caso… ¡es un mensaje hacia nosotros, los mortales!

—Yo prefiero considerarlo como un regalo —musitó Trasíbulo entre sombrías sonrisas.

—Válganme todos los dioses… —Suspiró el corintio con asombro.

—Háblame de tiempo —dijo Trasíbulo, dirigiéndose a Tales.

—Nuestro avance es lento, Señor, pero auspicioso. Esta substancia es realmente milagrosa. Su período de gestación responde en armoniosa sincronía con los ciclos astrales. Estimo que cada vez estoy más cerca de alcanzar la síntesis perfecta. Siendo de providencia divina, sus ciclos naturales exceden por mucho al de los mortales. Pero continuemos esta plática en la superficie. No deberíamos ocupar más tiempo aquí. Este lugar —hizo una pausa para observar el obscuro entorno— suele evocar sentimientos muy extraños…

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