Libro II: «Theamata»: (II) “Obediencia ciega”

Libro II: «Theamata»: (II) “Obediencia ciega”

Alkaios Gaelli

16/03/2025

Una vez culminados los eventos de aquella noche, la rosácea Eos avanzó sobre Mileto. La tarde siguiente, los tiranos, junto a algunos de sus súbditos, estiraban sus piernas caminando por una ampulosa cantera. Algunos arquitectos y geómetras sostenían papiros desplegados y daban órdenes a los trabajadores de la piedra. Otros capataces inspeccionaban una hilera de capiteles, incontables en número y dispuestos en varias filas, donde los laboriosos esclavos tallaban y pulían sus superficies, manipulando con destreza distintos instrumentos de medición. Todos ellos debían plasmar el estricto canon geométrico de las proporciones y armonías sagradas, aquellas que los hombres de ciencia y prestigio de las altas esferas políticas teorizaban en las mansiones, a menudo en sus tiempos de ocio y simposios, entre alabanzas e indagaciones sobre dos nociones universales, tan evanescentes como eternas: el orden y la belleza.

Por ese encandilante bosque marmóreo paseaban entonces los tiranos. Algunas acanaladas columnas inconclusas se alzaban al fondo del paisaje, en la zona de molduras, junto a túmulos de escombros, andamios y rampas de madera. Trasíbulo había solicitado que las mujeres permanezcan en la pólis, pues llevaba consigo un puñado de altos magistrados milesios. De escolta por detrás marchaban en fila cinco hombres armados, con pasos cadenciosos y al unísono, como arrobados en tal tarea. Por su parte, Periandro llevaba consigo un tesorero de estado y un funcionario de obras cívicas, junto a ocho miembros de su guardia personal y algunos criados que agitaban los flabelos. Trasíbulo entonces habló:

—Desde Mileto, el corazón de Jonia, hacia el mundo, Periandro. Proveniente de Paros, de Naxos y el resto de las Cícladas, desde Samos, Rodas, e incluso desde el Ática, aquí se moldea gran parte de la piedra griega. Mármol, caliza, granito, arenisca, adobe, terracota… Esta cantera ha engendrado toda belleza marmórea, todo esplendor arquitectónico y escultórico que has contemplado en Dídima y en el Artemision. Pues Mileto, donde florecen las mentes más fértiles, se esmera en instaurar un nuevo Orden: esbelto, equilibrado, poético. Asumo que Corinto acrecería en opulencia y elegancia exhibiendo edificios de este estilo incipiente, que pronto se avistará en las muchas póleis de los griegos.

—Corinto, por sí misma, ostenta las riquezas de toda la Hélade, pero aprecio tu oferta. Si me cuentas un poco más, tal vez podríamos celebrar un acuerdo. He visto este estilo en el pritaneo de Mitilene. Confieso de mi parte que sus capiteles parecen algo más pequeños cuando son contemplados desde el peristilo. —Tal respondió Periandro aludiendo a las macizas volutas de terracota del producto pulido que palpaba con sus manos.

—¡Ah, por supuesto! A veces los ojos engañan, amigo —insistió el de Mileto, mientras uno de sus capataces depositaba en sus manos algunos papiros que contenían planos y bocetos—. Desde siempre serán éstos los saberes ilustres de cualquier pólis que se jacte de ser civilizada. La soberbia nunca me ha caracterizado, Periandro. Soy un hombre justo, pues otorgo el crédito a los arquitectos y a los eruditos que engendra mi tierra. Mis matemáticos opinan que estos cánones, o al menos sus relaciones numéricas, proceden de las altas esferas de Egipto y Babilonia, cuyas castas sacerdotales ostentaban linajes milenarios de observadores de los fenómenos siderales y naturales; y aplicábanlos en tiempo a la vida social de los hombres, y en proporciones divinas a la arquitectura de sus templos y monumentos. —Dijo y procedió a caminar entre los capiteles—. Pero los griegos nos ufanamos de una mente más aguda y refinada: nosotros perfeccionamos los antiguos saberes para alcanzar el orden y así complacer a los felices dioses. El cincel dorio que hasta ahora ha regido sobre los templos y los edificios públicos de toda la Hélade, con el tiempo, se ha tornado algo pesado a los ojos: robusto, sobrio y austero. Pero ¿dónde está la poesía, el éxtasis, la belleza? Aquí perseguimos esas virtudes. Verás, mi noble huésped, son tres los elementos fundamentales que sostienen todo edificio: el estereóbato; los pilares; y el entablamento. Desde la línea de edificación, si consideramos la altura de veintidós medidas y media del módulo total, dieciocho módulos constituyen la columna, y cuatro módulos y medio completan el entablamento. A su vez, cada columna está dotada de basa, fuste y capitel. La basa y el capitel comparten la medida mínima de un módulo cada uno, y el fuste completa las dieciséis medidas restantes. La basa es el elemento que constituye el firme apoyo de los pilares, y puede subdividirse en tres tercios modulares: dos anillos circundantes convexos hacia los extremos y uno cóncavo central: los toros y la escocia. Las columnas se moldean con un total de veinticuatro acanaladuras, todas iguales en número y proporción; exhibiendo un sutil y calculado éntasis hacia el extremo superior, ciñéndose siempre a la medida sagrada. La inspiración para estas esbeltas maravillas podrías hallarla en las hermosas piernas de una mujer, verbigracia, las de tu bella esposa. —Sonrió de costado, y prosiguió—. Una vez llegado al collarino, en el capitel estriba la gracia de éste orden: separada del arquitrabe por un ábaco, de un octavo de la unidad modular y ornamentado por ovas y dardos, sobre éstas simétricas volutas espiraladas descansa toda la bóveda del edificio. Como los bellos bucles de los cabellos, otorgan dinámica, movimiento, equilibrio… Entonces podremos concluir que, cuando todos estos elementos dialogan y conviven en armonía, fundiéndose en el Todo, los dioses sonreirán complacidos. El Orden será alcanzado… y percibido como La Unidad Perfecta.

Periandro escuchaba atentamente su disertación. Ya había oído de su reputado gusto por la arquitectura, las proezas edilicias, el orden urbano y la limpieza. Sus veinticinco años de sólido reinado hacían gala de su mote, El Pulcro Arquitecto, del que sentía un trasunto orgullo, pues así de bella relucía Mileto por todos sus rincones. Posiblemente Trasíbulo era de los gobernantes más refinados que había conocido, pero Periandro se mostraba reacio a adularlo, pues un ligero tono inquietante solía ocultarse tras su lengua versada, bucólica. Así el milesio parecía concluir cuando se detuvo ante un capitel en particular, y exigió a sus capataces que traigan ante él al hombre responsable de haber trabajado tal producto. Al punto se presentó el cantero, sudoroso merced al arduo labor de pulido.

—¿Consideras que ha concluído tu trabajo aquí? —le interrogó el tirano.

Aquél hombre, presa del miedo, vaciló en contestar. Mediante un gesto, Trasíbulo ordenó a sus matemáticos que sometan el capitel a los instrumentos de medición. Así procedieron aquellos que, después de medirlo por sus cuatro laterales, tanto en disposición horizontal y vertical, concluyeron: «Existe un ligero error de un doceavo respecto al módulo total, presentado en la voluta posterior en correspondencia con la anterior». Trasíbulo habló a Periandro:

—Como verás, mi estimado huésped, los dioses me han dotado con la vista de un águila; y cualquier falla que atente contra la medida sagrada, por sutil que fuese o escape al ojo promedio, deberá ser evitada. Pues no se consumaría el estremecimiento que merece la reverencia y la magnificencia. El Orden caerá, y la perfección no será alcanzada. —Lo dejó razonar algún momento aquellas palabras—. ¡Ea, Xilas! —exclamó abruptamente, convocando al punto a uno de sus cinco hombres armados, y le ordenó con un tono calmo—: Despacha a este hombre. Envíalo al Hades.

Como reflejo inmediato, el esbirro desenvainó su xifós. Desoyó las súplicas de aquel cantero, que balbuceaba que llevaba poco sueño y más de veinte jornadas incesantes de trabajo, y con una ascendente y letal estocada atravesó el abdomen de aquel mísero mortal. Le cercenó los intestinos, le rasgó todo el diafragma y retiró la empuñadura de su plexo. La sangre brotó de su boca, las tripas del estómago y la vida se le escaparon ni bien su cuerpo golpeó la grava del suelo. Acto seguido, los tiranos, imperturbables, procedieron a continuar su camino. Sortearon el cadáver que yacía a sus pies, mientras otros hombres tomaron al cuerpo por las manos y pies y lo envolvían en telas para despejar el sendero.

—Suelo emplear métodos más sutiles para despachar a quienes me ofenden —opinó Periandro con pasmosa serenidad—. En su mayoría, los destino a saciar el hambre de mis bestias: ¡no dejan ni los huesos!… Pero después de este percance puedo atisbar algo de razón en tus planes. Has entrenado asesinos —aseveró—. Esbirros que mantienen tu preciado orden y tus manos limpias de sangre. Yo, por mi parte, entreno batallones. Guerreros iniciados en el valor y el coraje que otorga la luctuosa lid. Que luchan bajo juramentos de honor y lealtad, dispuestos a morir por Corinto y por la gloria de mi trono.

—Periandro… —Suspiró Trasíbulo con tono condescendiente—. Honor, lealtad, valor, gloria… Meras abstracciones. Ideas y constructos volátiles que van de la mano con las pasiones mortales. Quizás pertenezcan sólo a la extinta raza de los Héroes. Al final se revelan tan frágiles como las hojas secas merced a las brisas otoñales: cualquier soplo de viento puede hacerlas cambiar de dirección. Cierto mérito cabe en entrenar guerreros, pero para conquistar el Orden, se vuelve imperiosa, indispensable, la necesidad de contar con obediencia ciega. ¿Acaso crees haber logrado tal proeza?

Periandro se detuvo, exhibiendo una mueca desenfadada y desafiante.

—Tal vez quisieras aceptar una breve demostración. Pues los dioses no privan mi lengua de aseverar que no veo nada de especial en alguno de éstos hombres y rémoras que traes contigo. Uno sólo de los míos, ¡incluso yo mismo!, bastaría para acabar con ellos y así probar mi punto.

—¡Oh Periandro, sólo los dioses saben cuánto complace mi corazón aceptar tu prudente propuesta! —cedió el milesio—. Por Zeus y Apolo —evocó—, haz los honores.

El tirano de Corinto manifestó un gesto presuntuoso. Ladeó su cabeza algunas veces, las vértebras de su cuello crujieron, y así le habló:

—¡Ah, viejo amigo!… Lo haría yo mismo si no poseyeras en Mileto un vino tan dulce y loable… Pero dejaré a tu hombre en buenas manos… ¡Hárpalo! —Convocó y se hizo al punto el jefe de su guardia personal y así le inquirió, con una vanidosa sonrisa—: Enseña a éstos hombres un poco de “cortesía corintia”…

Trasíbulo asintió con su cabeza y volvió a convocar a su hombre:

—¡Ea, Xilas! —al punto que se presentó su esbirro, lo escrutó con una grave mirada y le ordenó—: Lucha contra este hombre.

Zeus precipitó la lluvia sobre Mileto nuevamente.

Los dos contrincantes se pusieron en guardia, y el resto de los armados conformaron una ronda para improvisar la palestra. El robusto Hárpalo ocupó un momento en observar a su rival. Periandro tenía razón: no había nada de especial en ese hombre; y dedujo que vencerlo no supondría una ardua tarea. Ambos portaban los bronces hoplitas completos —grebas, corazas y brazales— a excepción del yelmo; y como armas llevaban sólo el escudo y un xifós por cada uno. El corintio fue atacado a traición cuando atinaba a preguntar a los veedores por el uso de armas permitidas. Así lo sintió avanzar sobre él y llegó a ladear su cuerpo. La espada de su oponente rozó un lateral de su coraza y reaccionó con un giro hacia su costado más próximo. Alertado y enfurecido por aquel acto de cobardía, Hárpalo lanzó una segunda mirada hacia el esbirro: esta vez, notó sus ojos sedientos de sangre. Lo dejó avanzar nuevamente hacia él y, mediante un golpe violento sobre su empuñadura, logró despojar a Xilas de su xifós. Desde el suelo, el esbirro le lanzó un golpe de escudo que impactó sobre su cadera, pero el corintio logró estabilizarse. Su oponente, ya de pie, volvió a abalanzarse sobre él. Ésta vez, el valiente Hárpalo soltó su espada y lo esperó venir con su brazo derecho desarmado. Así logró asir su broquel por el borde. Lo sacudió, se lo extirpó de las manos y lo arrojó al suelo. Aún así, despojado de armas, el ímpetu de aquel hombre sólo parecía incrementar. Una vez más lo atacó, pero Hárpalo lo redujo adelantándose con un certero y veloz puñetazo al ceño, haciéndolo caer de espaldas a la carrera sobre el polvo.

—¡Ea! ¡Contemplen al afamado «Oso de Corinto»! —exclamó Periandro, excitado, a los cuatro vientos. Luego se dirigió por lo bajo, altivo, hacia Trasíbulo—. Hárpalo es mi primer hombre de guardia y combate. Algunos dicen que es imbatible. Es el segundo hombre a cargo de mis operaciones y, además, lo nombré maestro de armas de mi hijo.

El combate parecía haber concluido. Periandro reía a carcajadas y Trasíbulo, por su parte, permanecía incólume. Hárpalo giró su cuerpo hacia los tiranos, desembrazó su escudo y apoyó el canto sobre la tierra, esperando a que den término al combate.

Pero como las fieras se lanzan veloces sobre su presa luego de agazaparse entre los pastizales, así saltó Xilas sobre las espaldas del corintio y logró tumbarlo. Postrado sobre Hárpalo, el esbirro intentaba rasgarle la piel del rostro con el filo de sus uñas. Ante semejante acto de salvajismo, Hárpalo retuvo entre sus dientes apretados uno de sus dedos, lo mordió con presión y sintió cómo le partió una falange. Xilas lanzó un alarido gutural y mermó su fuerza, lo que permitió al corintio girar sobre su eje y apuntalarlo con sus pies. Como el leopardo intenta someter al venado una vez clavadas sus garras en la carne de su presa; así forcejeaban los hombres sobre la grava de la cantera. Desde el suelo, Hárpalo observó por tercera vez el rostro ensangrentado del hombre que tenía encima y notó sus ojos desaforados, irrigados de sangre y de color dorado opaco, que no parecían albergar rastros de humanidad. Visiones fugaces y extrañas atormentaron su mente por un instante, pero el orgulloso corintio resistió esas quimeras sin dejarse doblegar. Entrecruzó sus brazos con los de su oponente y ejerció una patada con una de sus robustas piernas, con tal impulso que elevó a Xilas en vertical por los aires; y empleó sus brazos entrelazados para trazar una espectacular parábola que terminó por azotar la espalda de su rival contra el suelo. Aquél golpe fue tan estrepitoso que estremeció a los espectadores, a exepción de los cuatro hombres restantes de Trasíbulo, que tampoco demostraban retazos de emociones humanas. Una vez liberado, Hárpalo se puso de pie y descendió violentamente con su codo sobre la garganta de Xilas.

Triunfante, el corintio volvió a erguirse sobre sus piernas. Su corazón latía con rapidez y ya respiraba exasperado. Aquél último cimbronazo sobre su rival habría sido determinante. Intentaba recuperar su aliento, cuando oyó los carraspeos de Xilas, quien volvía a ponerse en pie. Éste se volvió en carrera hacia Hárpalo, pero el infatigable corintio lo envió al polvo nuevamente con su puño derecho. El golpe impactó por encima de uno de sus pómulos, en la cuenca de sus ojos, produciéndole un abultado hematoma. Una vez más, el esbirro atinaba a levantarse, cuando el corintio elevó un grito al cielo y le pateó el mentón con violencia. Algún dios debía estar dirigiendo los nervios de aquél esbirro inmune al dolor, que, sin importar cuántas veces lo amasijase, persistía en retomar la lucha. Desde el suelo, Xilas escupió algunos de sus dientes ensangrentados sobre el fango y con los restantes se abalanzó sobre el talón de Hárpalo, intentando roer su carne. Sin esperar tal acción, Hárpalo cayó de rodillas e intentaba sin éxito separarlo de su pie. Avistó su xifós en el lodo y, a gachas, se acercó al punto, arrastrando a su oponente, adosado a su pierna como la rémora al cuerpo de un voraz escualo. Logró empuñar el arma con fuerza y con una enrevesada estocada laceró uno de los hombros de Xilas, quien aulló de dolor, y sólo así pudo zafar su talón, antes de lesionarle de gravedad el tendón.

—¿Todavía crees que uno de tus hombres sea suficiente para acabar con los cinco que llevo conmigo, si tan sólo uno de ellos es capaz de darle mil trabajos y fatigas al mejor de los tuyos? Mis órdenes fueron claras: sólo le mandé luchar, no asesinar. Tan sólo imagina los estragos que un ejército de mis espartos puede ocasionar. —Tal deslizó por su boca Trasíbulo hacia Periandro, con cierto espíritu retórico y sereno. Periandro permaneció con una expresión adusta, pues aquél hombre hacía gala de una resistencia y ferocidad sobrehumanas, y un brío irrefrenable, misterioso, brotaba de su corazón.

En la palestra, Hárpalo luchaba por mantenerse erguido, balanceándose sobre su pierna sana. Se acercó hasta el esbirro abatido y posó una de sus rodillas sobre su cuello, ejerciendo presión e intentando cortarle el aire. Exasperado al extremo y rechinando las muelas, el robusto corintio lo tomó por sus cabellos y lo miró a los ojos. Aquel rostro desfigurado, falto de dientes, comenzó a esbozar carcajadas y gestos. Hárpalo sólo bregaba por que alguno de los tiranos ponga término a la locura de este espectáculo. De repente, el feroz Xilas barbotó unas palabras que por mucho inquietaron al corintio:

—Eres… uno de nosotros…

Deseando cesar con el combate, Hárpalo hizo de su puño una roca y terminó por sumirlo en la inconsciencia, sentenciando la sanguinaria pesadilla. Zaherido e injuriado, fuera de sí mismo, insistió en golpearlo algunas veces más a mansalva hasta hundirle la cabeza en el fango. Pero los comandados por el corintio procedieron a separarlo del esbirro antes de que aquél le quite la vida con tan certeros y matadores puños. Lo levantaron de hinojos del suelo y lo consagraron entonces vencedor.

Trasíbulo comenzó a aplaudir y se precipitó al punto central de la improvisada palestra, proclamando:

—¡Ea, la demostración ha terminado! Soy un hombre justo. En buena ley, Corinto ha hecho gala de sus valerosos guerreros… ¡Ea, pues, volvamos a nuestros asuntos! ¡Porque, esta noche, el vino carmín y las copas de plata ansían escanciarse con gozo y celebración!

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