Los hombres mitilenios ya se estaban embarcando en su retorno triunfante a Lesbos. Unas cincuenta naves habían sido destinadas a Sigeo surcando el ponto, cada una de ellas tripulada por una veintena de hombres. El arconte Melankros había zarpado recientemente en una de las primeras embarcaciones que se prepararon. Desde el fin de la contienda, sólo había cruzado con Pítaco una mirada fortuita y un puñado de palabras baladíes, intrascendentes. Todo parecía indicar que Melankros, por intereses políticos, ansiaba pisar Mitilene antes que el verdadero artífice de la victoria. Quizás para mostrarse primero ante sus magistrados y adjudicarse parte de la hazaña mediante algún ardid de pura demagogia, lo cual no era en nada ajeno a su espuria naturaleza.
Momentos después, Pítaco ya se alzaba a la mar. Aún tenían por delante, al menos, cinco horas de sol y todo indicaba que llegarían al puerto de Mitilene poco antes de la puesta del sol. Los hombres sabían que podrían volver a disfrutar junto a sus hijos y esposas del espectáculo crepuscular de un ocaso glorioso. Mientras tanto, rebosantes de alegría, entonaban en coro un himno a Poseidón para que bendijera su periplo.
«¡Escucha, oh Poseidón, regente del mar profundo,
cuyos líquidos brazos oprimen la sólida Tierra!
En el seno de tu amplitud tormentosa,
tenebroso y profundo regazo, posees tu acuático reino.
Tu mano tremenda broncíneo tridente sostiene
y en todos los vastos confines del océano tu poder reverencian.
A ti te invoco, cuyos corceles hienden las espumas,
de su tenebroso encierro, las salobres, desde la sima ascienden
las ondas innúmeras, amontonadas, rugientes, que tú conduces.
Cuando transitas soberbio por el mar burbujeante, las ondas temblorosas acatan tu bronco mandato.
La estremecida tierra y la inmensidad líquida,
¡oh dios de oscura cabellera!,
obedecen al Hado que tú ordenas.
Tú mismo, cerúleo Daimón, inspeccionas complacido,
los monstruos que en el océano retozan.
Para unir los extremos del mundo, con favorables brisas.
Las naves allende conduces inflando sus anchas velas.
Acércate, ¡oh, tú de oscuros cabellos!,
otórganos la paz amable, la abundancia
y una navegación sin tropiezos.»
Resplandeciente prevalecía Helios, de áureo carro y corona, en la altitud inconmensurable. Sus rayos iluminaban la gloria del paisaje tornasolado que se extendía en todas direcciones, fundiéndose en el lejano horizonte. El mar Egeo también ofrecía una solemne belleza. Sus centelleantes e interminables montañas vinosas se alzaban imponentes y salpicaban los cuerpos de los navegantes que surcaban sus aguas. Las nereidas también se hacían presentes. Los nobles cetáceos moradores de su reino acompañaban con gracia a los hombres mientras daban acrobacias y cabriolas. ¡Esos augustos seres!… Quizás los mismos que en alta mar fueron convocados por las dulces melodías de la lira de Arión, su compatriota poeta, el tañedor que había granjeado amistad con Periandro, y había sido llevado a cuestas sobre sus lomos plateados hasta las costas de Laconia, cual si hubiesen adoptado la forma de hipocampos. A su vez, otras maravillosas criaturas marinas cruzaban aladas y copiosas sobre las cabezas de los remeros. El precipitado batir de sus aletas les permitía elevarse rampantes sobre la superficie de la mar y mantenerse suspendidos en el aire, cubriendo grandes distancias, mientras intentaban evitar los vuelos rasantes de las gaviotas que buscaban darles caza. Todas estas riquezas y portentos brindaban un espectáculo formidable, pero Pítaco, en vez de estar contemplando estos encantos, se encontraba en la proa, imbuido en reflexiones, mientras observaba sus manos rotas. Se había sujetado con tanto ímpetu a esa fatídica red que había marcado su piel profundamente. Sus dedos y las palmas de sus manos, que aún sangraban, quedarían cicatrizadas como una marca por mucho tiempo, por lo que buscó purificar sus heridas con la sal que proveía el agua del majestuoso Egeo.
Alceo, que se había embarcado en la misma nave con su compañero Pítaco, se encontraba junto a su hermano Antiménidas, un fiero guerrero iniciado en la formación hoplítica y quien lo secundaba activamente en los asuntos de estado, pues ambos pertenecían a la rancia aristocracia de Mitilene. El joven poeta se adelantó un paso y, observando a Pítaco por detrás, interrumpió su reflexión:
—¡Los hombres están de ánimo! Sabiendo que podrían haber muerto aplastados entre la funesta hueste de la batalla, y ahora… ¡Ah, míralos!… Tú les has regalado este día y eres el auténtico arquitecto… ¡No! El demiurgo… de todo la algarabía que se despliega frente a nuestros dichosos ojos.
En un movimiento deliberado Pítaco ocultó sus manos sangrantes, y esto se limitó a responderle:
—Asumo que eso es bueno, Alceo. Al menos no has tenido que huir abandonando tu escudo —bromeó, en un intento de fundirse con el espíritu festivo de los hombres. Alceo se esforzó en sonreír y continuó su perorata:
—Asumo que sabes que en cuanto atraquemos en Mitilene, las circunstancias no serán las mismas. El viejo Mírsilo contaba con que el propio Melankros caiga en este día. A cambio de eso tú llegarás triunfante, Melankros indemne, y seguramente se convocará una asamblea. Ambos sabemos que al anciano Mírsilo no le agradaría, precisamente, seguir compartiendo su poder.
—Asumo que sabes que no provengo de familia noble —asertó Pítaco—. Y más aún, por lo que sé, mi padre Hyrras provino de Tracia, por lo que no estoy emparentado a ningún pasado mítico como lo están los Pentílidas, los Polianáctidas, los Cleanáctidas o los Arqueanáctidas… ¿Mi madre? Ella sí perteneció a la nobleza tracia. Pero se han ido hace tiempo. Por lo que mi honor seguirá atado a Mitilene. Y lo que decida una asamblea en manos de dos o más tiranos, lo acataré según mis intereses y los de nuestros hombres.
A esto le contestó Alceo, el mentado poeta:
—Asumo que sabes que toda Grecia atraviesa tiempos de cambio. Los pueblos de Mileto, de Mégara, de Corinto, los ávidos comerciantes de Samos y Naxos, la prometedora Éfeso, la sagrada Delos, surgida del tridente de Poseidón… El clamor del démos está en alza. Y sus ecos retumban con fuerza entre sus arcontes y gobernantes. Y, por supuesto, Atenas… Donde el viajante y legislador Solón, hombre con fama de sabio, posee un brillante futuro político. Tanto aquél como nuestros más ilustres hombres, engendrados por el seno de sus patrias, hacia naciones lejanas peregrinan. Desde las dunas innúmeras de Egipto, ancestral país de vastos desiertos, aterradoras bestias y exuberantes tesoros; y desde Media y Babilonia, el fuego que amenaza nuestras promesas, nuestros hombres regresan. Portadores de su milenaria y perenne sabiduría desconocida por nuestros coterráneos, deslumbrados por el oro de sus fastuosos palacios y monumentos. Los enigmas y secretos que moran en esas tierras no son sólo de mística y mágica naturaleza, sino también pragmática, técnica. El mundo ante nosotros se está abriendo. Y nuestra patria, la sagrada Mitilene, no permanece ajena a estos descubrimientos. Es por esto que, si unificamos intereses, nuestras oportunidades se multiplican, Pítaco. Y eso nos permite tomar parte en esta revolución que atestiguamos. ¡Seamos los hombres los hijos de nuestros días! Los días de los reyes han perecido. Melankros… Mírsilo… Megacles… Periandro… ¡Ellos son el pasado! No necesitamos tiranos ni basileus ufanándose de los mitos para permitirse seguir perpetrando su despotismo. Pues la auténtica esencia que subyace a la patria está proporcionada por sus mejores ciudadanos, los hombres libres que la insuflan de vida.
—Los dioses te dotaron de una lengua de plata, amigo mío. Pero detrás del brillo que irradia tu palabra puedo percibir un oscuro anhelo. ¿Deseas despachar de una vez a Melankros? Nosotros mismos ya pusimos fin a su tiranía. Y, como yo lo veo, el anciano se está enterrando solo en su propia ruina.
—No necesitamos despacharlo —irrumpió en la conversación Antiménidas—, sólo necesitamos exponerlo… sabiamente.
Pítaco estaba en lo correcto. Los dioses parecían haber ungido a Alceo en el arte de la retórica. Su lengua era ágil y la praxis poética lo había revestido con una oratoria estridente. Pero su discurso siempre discurría al filo de la demagogia. Sin embargo, Pítaco tampoco ignoraba la coyuntura de los tiempos que corrían, pues las palabras del poeta describían una realidad inminente, pero él, por otro lado, era un hombre que pertenecía al presente. Sus intenciones obedecían al rigor del momento, y sus pasiones no se proyectaban ni tomaban forma a partir de un devenir ignoto. Tampoco se aventuraba en prodigar inútiles conjeturas sobre un futuro que aún no se había revelado, pues el kairós lo definía y forjaba sus virtudes. Pero la naturaleza de los hermanos Alceo y Antiménidas se asemejaba más a la de las serpientes. Reptaban pacientemente en las sombras, esperando hasta que la oportunidad se revele para inyectar su veneno. Irresponsables, secuestraban el kairós a su antojo.
Después de unas miradas cómplices entre ellos acompañadas de sonrisas, Pítaco decidió culminar la plática, sentenciando:
—¡Ten ánimo, amigo mío! Veremos qué sucede. A mis ojos, las cosas son más sencillas. Pues la sencillez es el corazón mismo de la sabiduría. Y no te preocupes, si nuestras circunstancias acarrean intereses comunes y se ciñen a los de nuestros hombres, no dudes que obtendrás mi apoyo.
El sol ya avanzaba próximo al poniente y, a lo lejos, los hombres avizoraron el pico del monte Lepetymnos asomando por el horizonte, y, descendiendo por sus faldas y praderas, el profuso verdor de los bosques de olivos que poblaban la isla de Lesbos. La cima del monte estaba coronada por la silueta de un antiguo templo consagrado a Poseidón, que se encontraba en ruinas, y había sido erigido siglos atrás por sus antiguos pobladores eolios provenientes de Tesalia, de quienes los Pentílidas alegaban proceder. Su linaje podía rastrearse hacia atrás hasta el propio Orestes y, con él, hasta la monarquía micénica, concediendo su derecho a conformar la aristocracia primigenia, fundante, de los lesbios.
Tiempo después avistaron la costera ciudad de Éreso, lindante al golfo de Lesbos, cuna de la ilustre Safo, la dulce poetisa iniciada en el canto de las aves y en otros sabios magisterios; y, rodeando la isla hacia el sureste, los navegantes viraron hacia las costas de Mitilene. Luego de lerdos minutos, los acantilados ya abrazaban el final de su periplo. Acompañados por los últimos resplandores que les ofrecía Apolo, se adentraron en su puerto, atracaron la nave y desembarcaron pisando su suelo, abandonando por fin el regazo de Poseidón.
En vísperas de la tercer semana del mes de Hekatombaion, el jolgorio de las afrodisias ya se palpitaba entre los lesbios, por lo que las ofrendas a Afrodita predominaban sobre todos los altares y santuarios que embelesaban la isla. Soltaron palomas en su honor, y sus conciudadanos enseñaban reverencias hacia Pítaco y sus hombres, que caminaban entre ellos extenuados y congraciados. Una caravana había sido preparada para conducir al vencedor y a los generales hacia el flagrante corazón de la ciudad, pero… ¿quien había orquestado tan cálida bienvenida? Tanto Melankros como Mírsilo ya esperaban en los fríos mármoles de los edificios públicos el retorno de las cincuenta naves y a sus más altos generales.
II
De entre la multitud congregada en aquella playa, surgió un séquito de jóvenes mujeres ataviadas de rozagantes telas y vestidos. Unas portaban liras, cítaras, oboes o crótalos y otras sostenían serpientes de varias especies sobre sus brazos y hombros. Avanzaban envueltas por una cautivante lluvia de lo que parecían ser pétalos de eléboro y orquídeas, que danzaban con gracia en su torno. Tanto Pítaco, Alceo, Antiménidas y un puñado de generales de alto rango, contemplaban el exótico cortejo que los envolvía, cuando una vivaz y potente voz femenil se elevó sobre la muchedumbre:
—¡Oh, gloriosa seas, Afrodita!
Era la mismísima Safo, que emergió entre sus discípulas y cortesanas para rodear a los generales, mientras los instrumentos musicales entonaban dulces melodías de una oda honrando a la diosa del Amor. Un manto de mística sensualidad abrazaba el momento esparciendo por el aire un agudo dulzor. La poetisa iba cubierta por un fino velo de lino sostenido por una diadema de lapislázuli. Uno de sus trenzados mechones se incrustaba en su corona de violetas, mientras dejaba al aire algunas hebras de sus pardos cabellos, apoyándose radiantes sobre su busto. Su holgado peplo azafranado cubría uno de sus hombros y extendíase por sus caderas hasta su regazo. Sobre sus costados de amplios tajos se alzaban sus brazos danzantes que portaban brazaletes de plata y marfil. Una guirnalda de flores de añís se balanceaba por su escote, y también exhibía alhajas alrededor de sus muñecas y tobillos, seguramente obsequiadas y confeccionadas, en invocación a las Gracias, por sus amadas alumnas y aspirantes poetisas. Mientras desfilaba sonriente, sus ojos parecían sumidos en el éxtasis, cuando de repente dirigió su seductora mirada hacia los hombres. Concluyó la danza y exclamó:
—¡La Casa de las Siervas de las Musas concede a nuestros valientes generales esta cálida bienvenida!
Extendió uno de sus brazos hacia atrás y una de sus alumnas colocaba sobre sus manos elaboradas coronas de olivo y laurel, con las que iba adornando la coronilla de los hombres. Se detuvo durante algún momento frente a Alceo e intercambiaron incitantes miradas que rebalsaban lujuria.
—¡Oh, mi Musa! —exclamó Alceo—. ¡Agraciados mis ojos y ardiente el corazón en mi pecho late, ante la lumbre de tan pomposa y melífera presencia!
—¡Oh, Alceo! Tu presencia en Lesbos siempre será para mí una flama de regocijo y celebración. —Respondió la poetisa, quien luego dio un paso y se detuvo ante su hermano mayor, rodeándolo y exclamando hacia sus pupilas:
—¡Oh, Antiménidas! ¡Es tu cuerpo una soberbia escultura que permanece impertérrita ante cada luna nueva!
Éste le sonrió y manifestó una reverencia, sus blondos cabellos cubrieron su rostro. Ella coronó su cabeza y, acto seguido, dio un paso hacia el frente de Pítaco, volvió a extender sus brazos y una de sus acólitas apoyó sobre sus delicadas palmas una píxida de bronce de exquisita factura argiva, la cual otorgó a Pítaco con solemne gracia, pronunciando:
—Oh, varonil Pítaco… Las noticias se esparcen rápido. Acepta esta corona de parte de mis humildes pupilas y este obsequio de parte de mi padre Escamandrónimo y mi madre Clías —alegó, siempre risueña, con cierta indulgencia y revoleando sus ojos negros hacia ellos.
Pítaco recibió aquel obsequio e hizo una reverencia hacia la poetisa y hacia sus padres, que observaban a cierta distancia de la escena. Su padre era un rico comerciante vitícola de Éreso que se había asentado tiempo atrás en Mitilene y se había ganado su lugar entre la oligarquía. En su juventud había integrado parte del cuerpo militar, habiendo sido incapacitado. Ahora, su prominente e hinchada barriga era un claro indicio de la posición que ostentaba. Éste devolvióle una leve reverencia e iba rodeado por tres cortesanas, seguramente proveídas por su influyente hija, que lo abanicaban con hojas de palma y flabelos con plumas de pavo real. Y a su lado estaba su odiosa esposa Clías, una hermosa pero avejentada aristócrata, a quien nunca se la había visto sonreír y siempre iba reprendiendo a su corpulento esposo.
Luego de esta ceremoniosa entrada, la ilustre poetisa se aproximó a Alceo. Una vez más intercambiaron abrasivas miradas y, entre sonrisas, las jóvenes mujeres se retiraron hacia su morada en la escuela de Safo, donde con seguridad darían continuidad a sus ritos y libaciones sagradas.
Las primeras estrellas comenzaban a desplegar su brillo en el firmamento y los hombres ya se adentraban en la ciudad camino al pritaneo, donde serían recibidos por los arcontes y magistrados. En el trayecto habían podido escuchar desde todas las direcciones —y como era de esperarse— aislados gritos de apoyo hacia Pítaco por parte de la facción popular de los ciudadanos fogoneada por los Pentílidas, linaje cuyo antiguo prestigio se hallaba eclipsado en estos días por las poderosas familias incipientes: Polianáctidas, Arqueanáctidas y Cleanáctidas. Mientras tanto, Alceo y sus hermanos, Antiménidas y Ciquis, permanecían en silencio. Éste último era un laborioso estadista y hábil comerciante que había depuesto sus armas años atrás. Superaba a ambos en edad, su calvicie así lo delataba, y se alzaba como cabeza política y comercial de su familia. Heredero de la posición de su difunto padre, siempre velaba por los intereses que concernían a su clan. Desde que Melankros había sido depuesto de su régimen tiránico para compartir poderes con Mírsilo, reinaba en Mitilene un cierto clima de rivalidades civiles, pero en esta noche, a la luz de los eventos de Sigeo y de las celebraciones de las afrodisias, todas esas discrepancias sociales se habían atenuado, disipado o, al menos, depuestas por tiempo indefinido.
Ascendieron hasta la acrópolis e ingresaron por el soberbio pórtico de mármol pario del pritaneo a la lumbre de un imponente y labrado caldero de hierro ubicado en el centro de un thólos, que mantenía encendido con gran intensidad el fuego sagrado de Hestia. Desde allí, ya podían olfatear el humeante aroma que provenía de uno de los patios interiores de los edificios. El banquete no era precisamente para agasajar a los recién llegados, pues era tradición en la mayoría de las festividades de Mitilene que los hombres más influyentes de la vida cívica y política de la ciudad se deleitaran ociosamente hasta la saciedad. Los hombres desmontaron de sus caballos mientras salían los escancieros y los coperos sosteniendo bandejas de plata. Les ofrecían todo tipo de deliciosos frutos y manjares, en una vistosa disposición de formas y colores. Uno de los coperos del pritaneo era el efebo Láriko, hermano menor de Safo, quien se había ganado el mote de Ganímedes, o a veces Adonis, debido, por supuesto, a su belleza purísima. Acto seguido, Mírsilo, Melankros y el resto de los magistrados, precedidos por los altos sacerdotes ceremoniales, salieron también a su encuentro.
—¡Mitilene los abraza! —exclamó el arconte Mírsilo mientras extendía sus brazos hacia los hombres.
—¡Hemos enviado un…! ¡Pot…! ¡Poderoso mensaje!… —añadió balbuceante Melankros, quien ya estaba ebrio de vino.
Haciendo caso omiso, Mírsilo se aproximó hacia Pítaco. Observó su rostro y sus heridas y prorrumpió en una gran carcajada.
—¡Alada Niké! ¡Cicatrices de la victoria! ¡Has aprendido de los mejores!
Tanto la estirpe de Melankros como la de Mírsilo se habían emparentado directamente con la alta aristocracia lesbia, con las castas Polianáctida y Cleanáctida en respectivo orden. Éste último ya se encontraba en avanzada edad y sus barbas eran tan blancas y espesas como la nieve del monte Parnaso. Tanto Pítaco como Alceo y sus hermanos habían conjurado algunos años atrás, mediante el voto cerrado del óstraco, llevando a cabo la reforma para que Melankros compartiera arcontado con Mírsilo, pues el despótico tirano cometía constantes abusos y reprimendas injustas hacia los hombres. Cuando uno de sus excesos había involucrado la vida de un joven aristócrata, el Consejo de los Basileus lo impulsó a decidir entre el ostracismo o la repartición de poderes, delegando sus oficios sólo como arconte polemarco. No le habían dejado muchas opciones, dado que Mírsilo era un hombre más instruido y, por tanto, más competente en los asuntos diplomáticos. En el pasado, éste había iniciado a Pítaco y a su unidad en el arte de la guerra, en la arquería y en la estrategia, habiendo incursionado militarmente, todos ellos, en anteriores conflictos armados. De este modo, Pítaco había sido criado por la nobleza mitilenia, al morir su padre Hyrras en una de las redadas bélicas al mando de Mírsilo. Mientras tanto, él era un joven estudiante nacido en Mitilene e hijo de nobles tracios, aunque esa región siempre había sido referida como ‘bárbara’ por toda la esfera noble, vernácula de la Hélade.
—Deben estar agobiados y extenuados por el viaje. —Habló Mírsilo mientras conducía a los hombres hacia el patio, donde sobre una bruñida mesa de mármol yacía el opulento banquete—. Esta noche festejaremos y nos fundiremos en la celebración para brindar beneplácito a los felices dioses. Los hierofantes oficiarán los sacrificios y los ritos convocantes. Y mañana se llamará a la celebración de un symposion para deliberar sobre nuestros asuntos… ¡Es lo más justo!
Tal vez con esta decisión los arcontes buscaban ganar algo de tiempo. Naturalmente, los emisarios aún no habían retornado con el laudo de Periandro, tirano regente en Corinto y árbitro diallektes en la disputa entre Lesbos y Atenas.
Se dispusieron en los altares los carneros y palomas sagradas, próximas a sufrir el agudo y frío acero ceremonial, y los altos sacerdotes profirieron las plegarias competentes. Tiempo después, consumadas las ofrendas sacrificiales, se dio comienzo a la celebración. Los auletes comenzaron a soplar melodías y otros músicos punteaban la lira y la cítara; otros golpeaban panderetas; otros agitaban el sistro, y todos vestían ornamentadas máscaras rituales. Un séquito de hetairas y mancebos, maquillados de vívida pompa festiva, aparecieron en un lucido desfile para rodear a los hombres, que comían y bebían con gran ímpetu y exigua frugalidad. Los pasteles eran espolvoreados con sal, a efecto que los comensales pudieran mantener su sed de vino en todo momento… ¡Y así resonaba el fondo de las tinajas! En adición, una caravana de artistas ambulantes, aprendices de las artes persas y egipcias, lanzaban por el aire antorchas de fuego de mano en mano; mientras otros, menos temerarios, danzaban con aros curvados por varillas de madera. Mientras todos vociferaban, se podía oír por sobre ellos la ebria voz de Melankros haciendo alarde de sus gestas militares del pasado y de sus exóticas maneras de ejecutar a sus adversarios: «¡Atenienses! ¡Lidios! ¡Medos o babilonios!… ¡Lo pensarán dos veces antes de intentar ultrajar a Mitilene, mientras se cagan en sus clámides!» Exclamaba con ronca voz, mientras sus lacayos reventaban en lisonjeras carcajadas.
El copero Láriko se ocupaba en servir casi exclusivamente a la familia de Alceo, Antiménidas y Ciquis al tiempo que intercambiaban besos y afectos, carentes de moderación, mientras Pítaco había solicitado algunos médicos para que traten sus heridas con los ungüentos más adecuados, posponiendo temporalmente su ingesta de vino. La celebración tomaba su curso y los poetas aprendices declamaban epinicios, o al menos eso intentaban, hacia el valiente general que les otorgó la tregua:
«¡Oh, atenienses, perros desgraciados,
hurguen en sus propios costales!
¡Con la Aurora llegó Pítaco, el laureado,
a decretarles a todos su hado!
¡Por Afrodita brindamos esta noche,
escanciando el vino rutilante,
pues con su trenza vigorosa los subyuga
el brioso Ares, preferido entre sus amantes!»
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Aplausos y abucheos resonaban por igual. Los primeros celebraban los versos, los segundos condenaban la métrica poco refinada; de cualquier modo, conmovían de buen grado los ánimos. Así las horas corrían y, entre el trajín festivo, los escoliones y el bullicio, se acercó a Pítaco un alto legislador que llevaba por nombre Lirceo Péntilo. Trabaron amables miradas y éste señaló hacia un sector del pritaneo, bajando una terraza, espacio que solían ocupar las mujeres. Eran tres jóvenes muchachas de faz aristocrática, pero ciertamente no parecían hetairas ni altas sacerdotisas. Pítaco notó que poseían esos rasgos que delatan a quienes son hermanas.
—¡Mis hermosas hijas! —vindicó Lirceo—. Todas ellas puras descendientes de la estirpe de Orestes. Lo único que perdura entre los mortales, Pítaco, son los mitos y el linaje. Aún recuerdo cómo salvaste mi viejo pellejo en el fragor de la batalla… Cualquiera de ellas podría brindarte el próspero futuro que te has ganado.
Unos ocho años atrás, cuando un joven Pítaco integraba la infantería pesada de Mitilene, en un acto de valor había salvado su pellejo cuando los mandatarios de Metymna, poblado que se hallaba en la costa Norte de la isla, habían amenazado a los mitilenios con esclavitud y con ejercer control territorial sobre toda Lesbos. Habían roto filas y Lirceo, que disputaba una de sus últimas batallas, cayó en un remolino de espadas enemigas cuando surgió el coraje de Pítaco para despachar con presteza a tres metymnos, otorgándole la oportunidad de huir por su vida. Hoy eran aquellos quienes pagaban tributo a Mitilene. A este efecto, en respuesta al heroísmo de aquella hazaña, el legislador, quien a sus años no había podido engendrar varones que mantengan su prosapia, estaba sugiriendo a Pítaco que eligiera a gusto entre alguna de sus tres hijas para desposarla. De esa forma legitimaría su derecho para ingresar sin atenuantes entre la nobleza mitilenia.
—Me siento honrado por tu propuesta, Lirceo. —Dijo Pítaco, y añadió—. Mañana será el día de las decisiones. Obtendrás mi respuesta durante el simposio.
—Esperaré, entonces, por tu sabia decisión. —Habiendo dicho esto, el legislador Lirceo se irguió presto a retirarse, no sin antes consagrar una libación.
—¡Por los mitos! —aseveró éste.
—¡Y prosperidad para Mitilene! —agregó Pítaco.
No era su hábito tomar posesiones por vía fácil ni aceptar dádivas, pues no correspondía con su ethos, pero Pítaco comprendía que sus acciones lo habían conducido a esa situación y que debía obrar según las reglas del juego. Los eventos atléticos, la guerra, los banquetes y simposios habían ocupado sus horas desde que nació en Mitilene algo más de treinta años atrás, por lo que era avezado de los deleites de Eros y de Dionisos, pero aún no había cruzado su mente la idea de unirse en matrimonio. Si no lo hacía en los próximos años, acorde a la ley mitilenia, debería pagar mayores impuestos al erario público. Observó a las hijas de Lirceo por un instante y pudo reconocer a una de ellas. Era una de las alumnas de Safo que los habían recibido con tanta suntuosidad hacía algunas horas en la playa. Era una joven de bellas y delicadas facciones, de tez pálida y frágil. Pero, a pesar de su cómoda posición social, su mirada expresaba austeridad y ciertas notas de melancolía. No tenía interés en ninguna de las otras, por lo que decidió acercarse y, mirándola a los ojos, se inclinó ante ella.
—¿Debería sentirme halagada? ¿Eres tú el hombre que ha otorgado a muchos la oportunidad de contemplar un nuevo amanecer? —preguntó la joven con voz dulce y trémula.
—Mis acciones las llevé a cabo en virtud de otorgar voz a mi patria. Sé que eres hija de Mitilene, pero ¿cómo te llamas?
—Irana —respondió la joven.
—Es un honor conocerte. Soy…
—…Pítaco —completó la joven Irana.
—¿Qué más les ha contado su maestra poetisa sobre mí? —respondió Pítaco mediante una mueca afable.
—De hecho, no habla tanto de tí como sí lo hace de Alceo.
—Es algo que puedo comprender. Es un joven agraciado, de gran porte y carisma. Posee un brillante futuro —respondió, ameno, y prosiguió—. Te aseguro que mi rostro no siempre se encuentra en estas condiciones…
La joven vaciló en sonreír, y así le respondió:
—He sido arrojada a esta posición y a esta vida… Nuestra adorable maestra nos enseña sobre las artes del Amor. Nos prepara con devoción y, entre muchas cosas, nos inicia en nuestro camino hacia el matrimonio. Si lo que deseas es tomarme por una noche, corromperé mi enseñanza, pues aún no ha concluido mi iniciación…
Pítaco advirtió nuevamente la melancolía expresada a través de su timidez, pues reconoció que la joven aún no había sido desflorada por ningún hombre, y decidió interrumpir su respuesta con un gesto mediante su mano, que se hallaba vendada con telas de lino.
—Puedes estar tranquila, Irana. Como tú, he sido arrojado a esta vida en circunstancias más y menos favorables. Como puedes atestiguar —extendió sus brazos—, toda posesión que he tomado ha sido a través del sudor y la sangre que otorgan los caminos del esmero. Unos mantienen el privilegio del banquete de forma hereditaria, otros lo obtenemos por méritos. No deseo arrebatar nada de tí, pues otros asuntos agitan mi mente esta noche. Pero, si quieres, puedes distraerme e instruirme un poco más sobre tus actividades en la escuela de tu amada maestra poetisa, sólo hasta donde consideres correcto.
La joven pudo reconocer en Pítaco una actitud moderada y honrosa. Estaba acostumbrada a lidiar con personajes altivos de su misma clase social, y entregarse a la lírica de Safo le ofrecía un cálido refugio ante sus cotidianas banalidades. De repente fueron interrumpidos por Láriko, quien surgió desde las sombras y se mostraba algo nervioso, y les ofreció una bandeja que constaba de variedad de requesones, pasteles de miel y frutos secos, por lo que ambos callaron. Declinaron el ofrecimiento y continuaron su tertulia.
—¿Puedo saber por qué callamos? —preguntó Pítaco.
—Por decoro —susurró ella—. ¿No lo sabes? Ese dulce joven es Láriko, el menor de sus tres hermanos.
Una leve sensación de alerta sacudió a Pítaco. Comprendió que la joven sólo estaba allí porque su padre había solicitado su presencia y no había podido asistir a la celebración exclusiva que tenía lugar en la escuela de Safo. Quizás ese era el motivo de su melancolía. Láriko se había retirado para proseguir con sus labores, pero acto seguido irrumpió abruptamente Antiménidas. Su musculado y aceitado torso parecía esculpido por los dioses y sus largos cabellos mojados de perfume se apegaban a sus voluminosos pectorales. Si no fuese por su estado de ebriedad, cualquiera podía inferir que su cuerpo había descendido del mismo Olimpo. En un bruto abrazo festivo sacudió por los hombros a Pítaco, y exclamó:
—¡Mi camarada en armas! —Lo escrutó con ojos furiosos, algo extraviados—. ¡Hoy es tu noche! ¡Acompáñame a beber como hombres! ¡No! Como hermanos… ¡Forjados por el fuego de la guerra y el calor la sangre!…
Pítaco cedió a su petición, pues se sintió algo amedrentado por aquél, y se despidió de Irana con una reverencia, quien le devolvió la sutileza de una sonrisa. Al mismo tiempo Pítaco miró donde solía estar Alceo, sobre curvados bancos marmóreos, bajo una pérgola de colgante vegetación y ufano de placeres, pero ahí ya no había nadie. Pudo entonces intuir que el joven poeta había abandonado la celebración, tal vez para continuarla en otro sitio. Un sitio donde sus dotes y servicios estarían mejor agasajados…
III
Las estrellas brillaban sobre el cielo de Lesbos. Algunas nubes ocultaban a medias el pálido fulgor de Selene y en la Casa de las Siervas de las Musas se oía una elegía a Afrodita:
Inmortal Afrodita, de trono iridiscente,
hija de Zeus, trenzadora de engaños, te suplico,
augusta diosa, no consientas que en el dolor
perezca mi alma… Desciende a mis plegarias,
como viniste otra vez, dejando el palacio paterno…
En tu carro de áureos atalajes, tus lindos gorriones
te conducían veloces, en torno a la negra tierra,
agitando el aire con el batir de sus alas.
Una vez junto a mí, ¡oh diosa!,
sonriente con tu rostro inmortal,
preguntaste por qué te llamaba, qué pena tenía,
qué nuevo deseo agitaba mi pecho,
y a quién pretendía sujetar con los lazos de mi amor…
Safo, me dijiste, ¿quién se atreve a injuriarte?
Si te rehúye, pronto te ha de buscar;
si rehúsa tus obsequios, pronto te los ofrecerá;
Si ahora no te ama, pronto te amará aunque no lo desee.
¡Ven a mí ahora también, líbrame de mis crueles tormentos!
¡Cumple los deseos de mi corazón, sé mi aliada,
no me rehúses tu ayuda todopoderosa!
—
Imbuida en los cánticos, entre la penumbra y el tenue fuego de los braseros, una sacerdotisa desfilaba portando un sahumador a través de las columnas de la escuela, que se había convertido en un templo viviente de adoración y de libaciones impúdicas. Purificaba la atmósfera con el incienso sagrado de la diosa de las artes amatorias, mientras exhibía su desnudez sin miramientos y vertía un polvo sobre el fuego de los altares que tornaba las llamas de un tono carmesí. Otras tres sacerdotisas tañían sus liras sobre un escabel. Se exhibían también desnudas, portando sólo máscaras ceremoniales con las que ocultaban sus rostros. Debajo de sus regazos, sobre las alfombras, yacía el fragor del thíasos. Desparramadas entre los ropajes caídos y los abundantes pétalos de arrayán, un puñado de hieródulas congregaban en su torno un séquito de cinco o seis núbiles pupilas con las que daban rienda suelta a su pasión, colmadas de lascivia, erotizadas y narcotizadas, sumidas en profundo éxtasis de contacto carnal. Algunas se aferraban a otras por sus melenas —rubias, pardas, rojizas, sutiles, abundantes, alisadas o trenzadas— como un talismán báquico, e intercambiaban estrepitosos besos que mordían la carne muelle de sus labios. Sus pieles se entregaban sin pudor al estimulante roce de sus zonas erógenas, mientras el aroma que exudaban estaba mitigado por la fragancia del mirto. Así crispábanse en regocijo unas con otras. Sus piernas vibraban estremecidas por la dulce miel de su sexo y, como los finos vellos de su piel, sus pezones se erizaban a la par, al tensar los dedos de ambos pies y manos. Los límites de los cuerpos se fundían y confundían, volviéndose todas una misma entidad.
Más allá del intenso frenesí de placer y de las melodías que entonaban aquellos trepidantes gemidos, al fondo de la escuela había una escalinata que ascendía a una serie de patios y balcones con vista al Egeo. Allí rielaba calma la luna sobre la superficie de sus aguas. Estos senderos conducían a los aposentos de Safo y separaban a las aprendices de las iniciadas. En su interior se desplegaba el mismo influjo de sensual sacralidad. Rodeada por los candentes cuerpos de sus más adoradas iniciadas, entrelazando sus piernas unas con otras, la fogosa poetisa prosternaba su cuerpo frente a un altar en señal de adoración a las diosas sagradas, invocándolas y colmando todo aquél habitáculo con el aliento de divinas presencias. A sus espaldas, tres consagradas felatrices ejercían sus tientos apiñando sus rostros sobre
la virtud viril de Alceo, que ahí estaba tendido, al son de las arpas celestes… Al siguiente instante, sobre aquel lecho, como púlpito sagrado, Safo ya se alzaba en cópula sobre el abdomen del joven aedo…
—¡Oh, Eros! ¡Adonis! ¡Fúndete conmigo! —Profería la poetisa presionando las manos de Alceo sobre sus pechos desnudos, mientras sus acólitas le recubrían sus pieles vertiendo de una fíale libaciones de leche, vino y miel—. ¡Que sea a través del goce de esta unión sagrada, que la voz de nuestros anhelos se haga eco entre los dioses! ¡Que se intensifiquen ante ellos! ¡Y que los manifiesten entre nosotros, sus humildes servidores! ¡Que encarnamos en nuestro cuerpo el canon, la medida de la belleza! ¡Y que desciframos con nuestro corazón los misterios secretos del Amor!
A través del dulce y embriagante conjuro, la poetisa estaba encomendando su cuerpo a los dioses. Ella era el fruto, irresistible manjar para los Inmortales. Sus palabras se convertían en el vehículo que daba entidad a sus anhelos y a sus súplicas catárticas. Su pasión canalizaba las fuerzas etéreas suspendidas en torno a su aposento, y profería sus invocaciones con sabiduría, pues era una sacerdotisa iniciada en caros misterios. Así perforaba el ilusorio velo de las manifestaciones físicas del cuerpo y transmutaba sus energías, adentrándose en el prodigioso reino de los sempiternos, sometiendo con sus hechizos a la indómita dualidad de la naturaleza a través de su amado, la vasija que encarnaba el cordero. En el punto álgido del comercio de sus cuerpos, las voces de los amantes se fundieron en una, consumando la intensidad salvaje del ritual, y ambos cayeron tendidos, relajando sus músculos… Las altas iniciadas recolectaron los jugosos frutos resultantes y los mezclaron según los componentes de las pócimas del amor. Como una ofrenda, elevaron aquella cílica tomándola por las cuatro asas. Manifestaron su adoración a Afrodita y procedieron a apoyarla con suavidad sobre los labios de los poetas. Así vertían el sagrado elixir, y les empaparon las gargantas… Una lluvia de pétalos se suspendía ingrávida en el aire y, recostados sobre el sudor de sus espaldas, ambos amantes se sumieron en un profundo trance onírico. Así, entre rosas, orquídeas y miradas enajenadas, como si una misteriosa entidad se hubiese apoderado de sus voces, susurraban concluyendo el conjuro:
—Es en los designios secretos del Amor, donde todas las demás
experiencias yacen, pues el Amor todo lo abraza…
—Existen sensaciones ignotas…
—El deseo y lo prohibido…
—…que moran en la sangre…
—El placer y el dolor…
—…que duermen latentes…
—Lo divino y lo carnal…
—…que muerden la piel…
—Lo dulce y lo amargo…
—…y así se pudren solas…
—La dicha y la calamidad…
—Y para descifrar sus misterios…
—El orden y el caos…
—…debemos transitarlas.
—La Vida y la Muerte.
Mientras los devotos amantes revelaban sus anhelos ante la mirada lasciva de los dioses, en la celebración del pritaneo Melankros estaba por beber su última copa. En mitad de la noche, la luna se había ocultado tras una nube junto a las Pléyades y la celebración se desvanecía en el silencio. Los magistrados se dispersaban, algunos a cuestas de sus siervos, mientras otros lacayos limpiaban y ordenaban. Melankros había solicitado que un séquito de muchachos y muchachas lo escoltara hacia sus aposentos, como era su costumbre, para que lo acompañasen en su profundo sueño. Aunque, en realidad, de los hijos de Nýx, no se haría presente Hypnos esa noche, sino más bien su hermano Thánatos, de gélidos dedos, habiendo tomado forma en la bella apariencia del joven Láriko. Una vez allí, escoltado por otros cinco sirvientes, aquél escanció el funesto vino rebajado con la cicuta, pues el orgulloso viejo estaba muy ebrio como para advertirlo. Así ingirió el ponzoñoso brebaje, como si se tratara del néctar de los dioses. Luego se recostó y al punto sintió cómo sus entrañas ardían por dentro. El cáliz de plata cayó al suelo provocando un agudo y fatal tintineo. Las temblorosas manos de Melankros estaban cada vez más entumecidas, por lo que intentó moverlas hacia la túnica del joven, pero éstas no le respondían, pues ya no pertenecían a sus dominios. El atormentado tirano sucumbió en el suelo en un grotesco espectáculo de retorcijones involuntarios y, cubierto
por un velo de desasosiego, se fue sumiendo, lentamente, en el eterno letargo. Así, una mano negra lo conduciría hacia la sombría Casa de Hades…
El delicado cutis de Láriko estaba pálido, pero no por lo que estaba atestiguando, sino por el maquillaje blancuzco a base de yeso, tiza y albayalde. Algunos lunares artificiales decoraban su rostro. Al rubor de sus pómulos lo otorgaba el pigmento rojizo de la pasta de hierro junto con el colorete de orquídeas, y sus finos cabellos seguían rizados por el tocado festivo. Mientras contemplaba al agonizante Melankros, tomó un sudario húmedo con el que retiró su maquillaje y en el furor de sus ojos claros podía notarse una inquietante satisfacción, pues en su mente se amontonaban los recuerdos. En más de una ocasión, de sus propias manos había sufrido los avergonzantes crímenes y abusos de la carne joven, por lo que el detestable tirano abandonaba la vida en condiciones miserables, como espejo de su propia alma. El joven quería asegurarse de que su rostro fuese el último que recordase. Su excelsa hermana enseñaba a entregarse en el Amor, pero para el viejo todo se trataba de bruto dominio y sumisión. De este modo, la agridulce venganza poseía más de una arista.
A lo lejos, el aullido de un lobo coronaba la noche. El sigiloso Láriko lanzó una mirada al grupo de jóvenes conspiradores, colocaron el cadáver de Melankros sobre su ostentoso lecho, lo despojaron de sus lujosos ropajes y abandonaron la escena del crimen. Mientras tanto, los auténticos orquestadores del contubernio seguían amándose apasionadamente lejos de allí.
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