El sol ya brillaba, fulgurante, sobre aquella planicie. Podía casi masticarse la brisa salina que provenía del cercano Egeo. En el rompiente, las inexorables crestas de sus olas se fundían sórdidas entre las arenas de las playas, que le pertenecían, y más allá de las naves encalladas en sus orillas podían aún advertirse innúmeras huellas de grebas y pezuñas, desfiguradas con sutileza por gracia divina de las Horas. Hacia el horizonte se derramaba el tono de lapislázuli. Era inútil atisbar dónde finalizaba el manto de Urano y dónde comenzaba el reino de Poseidón, entrelazados, como lo hacen dos amantes, en una de las ilusiones más antiguas de Iris, mensajera de dorados cabellos, que une el cielo con la tierra.
Sobre la faz de Gaia, mil gargantas fundidas en un sólo aliento intentaban en vano mermar el salitre del aire, elevando un nuevo hálito que se diluía en la brisa como mil gotas absurdas, intentando opacar la inmensidad del vasto Océano. Las gargantas destilaban terror y osadía, ancladas con timidez en una inspiración alimentada, como un fuego tenue, por los antiguos héroes —aquellos que antaño habían pisado ese mismo suelo—, olvidando que sus propias súplicas heroicas fueron también sofocadas por violentas tempestades y voluntades divinas; y, en otros casos, demasiado humanas. Del otro lado, mil gargantas emprendían con porfía la misma osadía. Sobre éstas, siempre, los cuervos. Criaturas de costumbre… De algún modo, los plumíferos intuían que serían los únicos vencedores y merecedores del botín de guerra, pues así lo habían sido los últimos siete años. El escenario no era menos que imponente, pues sólo a unas leguas de allí, al otro lado del Escamandro de profuso caudal, yacían los vestigios de la dorada Troya, ciudad otrora tan rica y poderosa, de la que sólo quedaban los restos del fuego y los vestigios de sus ciudadelas sepultadas bajo las arenas de los siglos.
Hombro con hombro, broquel con broquel, los hombres marchaban ordenados. Bajo los pies se elevaba el polvo, mientras la tierra toda se constreñía. Así iban resonando las armas a su paso hasta detenerse a una distancia prudente. El ambiente resultaba tan pesado y agobiante como las corazas y yelmos que portaban, oprimiendo sus pechos y sienes; cuando de repente, a pesar de los graznidos, un atronador silencio azotó las voces. Afloró el kairós y el primer paso sería decisivo. En ese instante eterno, en que la balanza pareció suspenderse estática, los invasores dieron el paso. La tralla de un látigo marcó el compás, seguido por un agudo relinche. Tres de los mejores atenienses aventajaron, por sólo un instante, a los tres mejores de sus adversarios mitilenios. Y así avanzaban, unos frente a otros, de grebas firmes, en este siniestro espejo de la diplomacia, como si fuera una bestia herida por la daga siempre amenazante de la guerra.
Incontables batallas ya habían librado lesbios y atenienses sobre ese suelo, demasiados soles derramando sangre hasta saciar a los dioses. Los primeros alegaban que un ancestro noble, por nombre Arqueanacte, había erigido allí el santuario de Aquilión con piedras extraídas de las ruinas troyanas y, más aún, proclamaba que la tumba del Pelida Aquiles, el héroe de veloces pies e inconsumible gloria, yacía en aquél promontorio. Hacía tiempo que Mitilene, la próspera pólis eolia de gran poderío naval, había asegurado su control sobre toda Lesbos y era una de las avanzadas helenas más importantes hacia Oriente. En el Quersoneso fundó las colonias de Sesto y Mádito; y también Antandro, un enclave en las costas del Asia Menor, aunque pagando tributo al reino de Lidia. Años atrás había celebrado un pacto con Atenas, ciudad que le proveyó de algunos hombres para hacerse con el control del delta del Hebro, en Tracia, y los mitilenios fundaron allí la colonia de Eno, tributando a los atenienses una sexta parte de su producción. Pero en los tiempos que transcurrían aquella frágil alianza se veía amenazada. La entrada al Helesponto era codiciada por cualquier pólis competente, en tanto que un contingente ateniense emplazó allí la colonia de Sigeo, contigua a Aquilión, estallando las disputas. Mientras las cruentas escaramuzas que se libraban entre los residentes no encontraban claros dominadores, los atenienses recurrieron a un viejo ardid: hurtar ganado y bloquear provisiones, hambreando a sus adversarios. El conflicto escalaba en magnitud tiñendo de sangre sus destinos; y en respuesta a semejante agón que asolaba aquellas tierras, esparcieron las voces acudiendo a los más afamados caudillos de ambas metrópolis. Si bien ningún oráculo había decretado la guerra total, convocaron a los destacamentos más fieros de sus ejércitos, una fuerza menor, dotada de mil gargantas cada una, que allí se hallaban enfrentados en este fatídico día.
Los atenienses marchaban comandados por Megacles, eupátrida de noble cuna, viejo arconte y hoy polemarca, cuya avanzada edad era sólo superada por su ambición, pero aún conservaba una complexión imponente. Años atrás, había conspirado para deponer a Dracón, condenándolo al exilio, y aplacó la revuelta de Cilón, asestando el golpe final aún frente a los glaucos ojos de Atenea, y todo parecía indicar que había engendrado un séquito con sus mismas ambiciones y que continuaría su empresa. En su círculo se encontraba el general Frinón, de imponente altura, quien gozaba de más juventud y que lo acompañaba a su derecha. Éste alegaba haber fundado la colonia de Sigeo y había alcanzado su fama luego de consagrarse campeón invicto en pancracio durante la celebración de las Olimpíadas. Su único ímpetu era conservar su gloria, aunque su mirada inspiraba un resquemor intrigante. Sus ojos se encontraron en un fugaz momento con los del general Hipócrates, quien estaba a la izquierda de Megacles, y quien había dedicado, como muchos atenienses, más tiempo a instruir sobre el arte de la retórica y a cultivar la razón, si bien su desempeño militar había sido sobresaliente durante las revueltas montañesas del Ática y, también, al mando de un batallón hoplita en la guerra contra Egina. Según la tradición de su familia, Hipócrates afirmaba ser descendiente de Néstor de Pilos, el rey más anciano y más sabio entre los aqueos que tomaron Troya, principal consejero del Atrida Agamenón y que otros relatos lo involucran con la tripulación de la nave del Argo, al mando de Jasón, cuando de rebosante juventud desplegó su gran audacia y su brazo diestro en el arte de la guerra. De todos ellos, era sin dudas Hipócrates quien había incorporado los designios secretos de la ojizarca Atenea, eterna doncella de la guerra y la sabiduría, encarnados en lo más profundo de su espíritu, tanto por la sangre en sus manos como por los ensalmos purificantes de la expiación.
Del otro lado, como frente de tormenta, comandados por Melankros, los mitilenios Pítaco y Alceo. El soberano comandante estaba en vísperas de su vejez, y una vida tan entregada al poder, a los placeres de Dionisos y al conflicto, no había sido capaz de dotarlo de un heredero que él estime de su alcurnia. Incluso, fue capaz de despachar a un descendiente que se reveló, siempre según él, indigno. A su derecha estaba el poeta Alceo, efébico aristócrata, no menos aguerrido, quien había cultivado el arte de la oratoria, la métrica y la lírica, y a quien los enjambres de la diplomacia habían elevado a su posición. A la izquierda de Melankros estaba Pítaco, guerrero disciplinado y varonil, quien, muy al contrario de Alceo, aseguró su posición a partir de una voluntad inquebrantable. Era portador de una naturaleza contemplativa que lo condujo a lograr grandes hazañas atléticas y, no menos importante, había brillado por su valor en anteriores redadas militares. Promediaba su altura siendo ancho de hombros. Sus barbas eran oscuras, sus cejas prominentes, su talante inmutable, su presencia irradiaba confianza y aún gozaba de juventud. De entre todos ellos, era el más favorecido por los dioses, dotado con el don intuitivo de leer el kairós, sabiendo aprovechar las misteriosas gestas de los momentos oportunos.
Ya habían avanzado lo suficiente y ahora se hallaban los tres enfrentados a su contraparte, a seis codos de distancia, todos cargando sobre sus hombros los destinos de los miles a sus espaldas. Los cuatro strategoi desmontaron al unísono de sus caballos. Como un ritual, se quitaron el yelmo y lo embrazaron en el pliegue de sus codos. Después de intercambiar fúlgidas miradas, fue el arconte Megacles, aún sobre su carruaje, quien tomó la palabra:
—Sea lo que fuera que suceda hoy aquí, asumo que saben las consecuencias a las cuales se enfrentan —increpó el ateniense.
—Esta simaquía fue deshonrada por Atenas —respondió con saña el mitilenio Melankros.
—¡Atenas está luchando con sus propios demonios! —exclamó Megacles—. Demonios que moran en su seno… Que comen, duermen y hasta copulan bajo sus propios palacios.
—Las amenazas de nuestros demonios son muy reales y moran al Este de aquí —espetó el poeta Alceo poniendo en práctica su oratoria, refiriéndose a los lidios en Sardes—. La carne de sus huesos y el hierro de sus espadas son tan palpables y amenazantes como sus deseos de arrasar y saquear Mitilene.
—¡No habrá ninguna Mitilene que defender si prosiguen con este insulto a la diplomacia! —respondió Megacles con tono perentorio.
—¡Has oído a mi hombre! —replicó Melankros, aparentando tener control sobre la situación, y prosiguió—: Y si Atenas viola su pacto, nuestras provisiones y nuestros hombres serán suplidos por una nueva unión. ¡Su deshonor ya nos ha costado la vida de cientos de hombres! Mientras hablamos, nuestros emisarios ya se dirigen hacia Corinto…
—¿Periandro? ¡Los arrastrará por el diólkos y exhibirá sus cuerpos desde las murallas del Acrocorinto! —replicó Megacles con tono burlesco, y repuso—: A pesar de todo, Atenas seguirá siendo Atenas, y Mitilene dejará de existir. Y el hombre aquí a mi derecha —refiriéndose a Frinón— fundó esta colonia algunos años atrás y les prometió prosperidad, cuando este promontorio no era más que un páramo desolado y abandonado a la suerte del Egeo.
—Tu hombre bien debe saber que nuestras barcas eolias atracan en estas costas desde hace siglos —replicó Melankros—, por lo que sus ilegítimas y falsas promesas de prosperidad no podrán opacar nuestro legítimo reclamo al derecho de nuestra soberanía.
—¡Por todos los dioses! —exclamó Megacles—. Atenas siempre ha respondido y actuado según la necesidad…
—¡«Necesidad», Megacles!… Es algo que ni los propios dioses pueden afrontar —interrumpió Pítaco, algo que no pareció gustar nada a su arconte Melankros, pero el general prosiguió inmutable—. Dudo que su necesidad se asemeje en algo a lo que mi gente tuvo que soportar. Dudo que un ateniense pueda mirar a los ojos a mis hombres y hablar sobre «necesidad»…
—¿Puedo hablar, señor? —Tomó la palabra Hipócrates, dirigiéndose a Megacles, quien asintió—. Tú eres Pítaco, ¿verdad? He oído que eres un hombre razonable. Que la prudencia te caracteriza. Como cualquier hombre de razón, debes al menos sospechar que no pueden obtener ninguna victoria aquí. Serán superados por nuestros números y por nuestras fuerzas. Es por esto que sugiero que apliques el razonamiento del que te ufanan. ¡Retiren sus hombres y Atenas olvidará esta afrenta!
—Has oído bien, Hipócrates —Pítaco respondió sereno—. Y tal vez tengas razón, sólo los dioses lo saben. Pero quizás… Honor. Eso es algo que podríamos llevarnos de aquí. Y si puedo ofrecerme en singular combate contra su mejor hombre, lo haré en virtud de que ninguno de los miles aquí presentes derramen más sangre. Será nuestra sangre o la de nadie más. ¡Que sea nuestra lanza, nuestro escudo, y el acero de nuestras espadas lo que defina esta contienda! Si yo muero, Atenas conservará Sigeo; y si me alzo en la victoria, Atenas conservará su honor y se retirará con él junto a sus hombres. En ambos destinos la simaquía será respetada y honrada. Nuestros hombres podrán volver esta noche a beber y a deleitarse en los placeres de Dionisos. Eso es algo que suena, para mí… razonable.
Se produjo un silencio inquietante.
Este era, sin dudas, el arma que Melankros deseaba evitar. La valentía que irradiaba la propuesta de Pítaco podría amenazar la perpetuidad de su arcontado, pero estaba decididamente atado al destino de este desafío. Sin embargo, todas sus sospechas encontraban un falso refugio en su gran orgullo, que, como una jabalina de dos puntas, se volvía contra su vanidad y enceguecía su visión. En el pasado había sido capaz de resolver asuntos de esta naturaleza con sus hombres mediante dádivas y sobornos, cuyos halagadores y embriagantes frutos sólo eran vanos favores que enmascaraban su ambición, por lo que siempre contaba con este taimado criterio.
El campeón Frinón, hasta ahora, no había proferido palabra alguna. Ciertamente no lo necesitaba. Era un hombre de armas y no se inmiscuía en los asuntos diletantes de la lengua. Su sola presencia era intimidante: imponía la fuerza de diez fieros corceles del Hades impulsados por los belicosos brazos de Ares. Tenía los ojos fijados sobre la humanidad de Pítaco y, sólo por un momento, dirigió su mirada nuevamente hacia Hipócrates, cuando Megacles, después de una mueca mordaz, sentenció:
—¡Que así sea! —Volvió la cabeza hacia sus hombres y proclamó—: ¡El destino de estas tierras está entonces en manos de su legítimo pretendiente! ¡Nuestro legítimo campeón! ¡Que en Atenas se reciten nuevos epinicios en su honor! ¡Olimpiónika! ¡Oikistés! ¡Frinón!
Un rugido estremecedor se desató de las mil gargantas atenienses, que en un unánime grito intentaron hacer llegar su clamor hasta las olímpicas moradas de los dioses. Al son del fragor latente de la guerra, Alceo haría gala de su oratoria nuevamente y, en carrera sobre su montura, desenvainó el xifós y dirigió sus palabras hacia sus hombres mitilenios, uniéndolos en una arenga:
—¡Que sean nuestras acciones las que definan nuestro hado! ¡El valeroso Pítaco —lo señaló con su espada— se ha puesto a merced de los dioses para dar testimonio de una Mitilene unida! ¡Que sean nuestras voces las chispas que alimenten el fuego de su coraje! ¡Que sean los dioses quienes guíen su lanza! ¡Y que nuestro mensaje se propague como la llamarada en el bosque reseco por toda la Hélade! «¡Mitilene jamás se someterá a la ley dictada por el brazo de la tiranía!»
En ese momento no necesitó explayarse más. Las mil gargantas mitilenias ensordecieron a los gritos atenienses, hicieron sonar sus cuernos y tambores de guerra al ritmo de un compás intimidante, como invocando al abominable dios Ares, estrago de mortales.
Mientras se retiraban en sus caballos, Melankros lanzó una torva mirada hacia su general Alceo, casi como asumiendo que el destino de Pítaco decidiría su suerte. Del otro lado, el general Frinón, después de cruzar una última mirada con Hipócrates, empuñó su lanza, introdujo el escudo por su antebrazo izquierdo y, extendiendo sus anchos brazos, volvióse hacia los hombres de su batallón, dedicándoles un salvaje alarido. Acto seguido, se colocó el yelmo de alto penacho y volvió su cabeza para analizar la postura de Pítaco, quien ya se encontraba en guardia a unos diez codos de distancia, oculto detrás del broquel y apuntando su lanza directamente hacia él: sin dudas, su táctica era la defensiva. Mientras los tambores sonaban, Frinón soltó sus primeras palabras hacia su adversario, revelando ante los presentes su estentórea voz:
—¡Has sido valiente, Pítaco de Mitilene! Para honrar tu coraje prometo, ante los dioses, otorgar a tu cadáver un funeral adecuado…
Pítaco permaneció en su sitio sin proferir palabra alguna y con una mirada penetrante. Tal actitud fue tomada por Frinón como un acto de provocación y, enfurecido, avanzó como una sombra sobre su oponente. Al percatarse de su defensiva, ejecutó su primer ataque de lanza directamente sobre el hombro izquierdo de Pítaco, quien logró neutralizar el golpe mediante un sagaz movimiento hacia su derecha. Al quedar expuesto el flanco izquierdo del ateniense, Pítaco intentó golpearlo allí con su lanza, pero fue interceptada por el escudo de Frinón en una veloz reacción que parecía premeditada. Así rechazó su ataque y lo devolvió con la misma potencia haciendo retroceder a Pítaco varios pasos, quien perdió el equilibrio por un instante. Ciertamente, había sido para ponerlo a prueba.
En este instante, los tambores se fueron atenuando hasta perderse en la tensión del duelo, y un reinante silencio sepulcral cayó como un manto sobre la planicie de Sigeo.
Ambos contrincantes danzaban fría y lentamente, calculando cuidadosamente sus movimientos, mientras trazaban un siniestro círculo en la arena, como si estuvieran practicando un ritual de invocación a las Moiras, antiquísimas hilanderas de destinos. Sobre el broncíneo escudo de Frinón rutilaba tallado el mochuelo de Palas Atenea, estandarte protector de aquella pólis, rodeado por gloriosos laureles, y la pintura de sus cóncavos ojos parecían hostigar al general mitilenio.
Frinón agitó nuevamente su lanza y propició un ataque, esta vez, dirigido por lo bajo hacia los tobillos de Pítaco, allí donde las grebas no lo protegían, provocando que cruce su lanza para detener el golpe. De esta forma consiguió desbaratar su defensa, dejar expuesto su costado derecho y Frinón asestó un feroz golpe de escudo sobre el hombro vulnerable de Pítaco, quien, esta vez, se desestabilizó por completo, pero logró incorporarse lo más rápido que pudo mediante un gran esfuerzo. Con certeza, había sentido un agudo dolor propiciado por un adversario jactancioso de poseer la fuerza de un titán.
El mitilenio volvió a ponerse en guardia y advirtió cómo Frinón lo estaba subestimando. Usando ese juicio a su favor, Pítaco avanzó enardecido con un rápido contraataque combinando dos golpes de lanza: uno por derecha y otro por izquierda. El primero chocó contra el firme escudo del campeón, pero el segundo impactó con fuerza y de lado sobre su cadera, provocando que Frinón, en un alarido, deje caer su jabalina; mas no lo doblegó, sino que fue capaz de sujetar la lanza de Pítaco con su brazo desnudo. Forcejeando con él, el ateniense dio una parábola hacia su costado opuesto y logró partir el asta de fresno justo por la mitad, cruzando un violento golpe con el canto del escudo. Las astillas salpicaron la panoplia de Pítaco, quien cerró los ojos y se echó hacia atrás impulsado por la inercia del golpe. Luego arrojó su maltrecha lanza, pues no sería más que un lastre, y desenvainó su espada, haciéndola brillar. Procuró que el campeón ateniense no vuelva a tomar su pica, que yacía enterrada en algún punto del terreno, cubierta por la arena y el polvo que se elevaba por la trifulca. Debía aprovechar este momento de ventaja, en que Frinón buscaba su lanza, ávido de volver a empuñarla, y poseía un brazo desarmado. Entonces Pítaco avanzó con rapidez asestando tres estocadas sobre el cuerpo de Frinón, quien leyó sus movimientos y pudo esquivarlas a duras penas, por lo que decidió precipitadamente desenvainar su xifós y repeler con éste el ataque del mitilenio.
Ahora estaban nuevamente bajo las mismas condiciones y todo indicaba que el combate se definiría cuerpo a cuerpo. Blandieron una vez más sus espadas y se trenzaron en un coordinado juego de ataques calculados y bloqueos defensivos. Ahora prevalecía sobre la planicie de Sigeo el sonido del bronce y el acero, provocado por los choques y la fricción de sus escudos y empuñaduras. Si uno lo intentaba, podía percibir un compás orgánico, cuyo pulso iba marcado por violentos golpes y bramidos.
El frenesí de combate ponía a prueba la resistencia de ambos, y el primero en descuidarse podría pagar un precio muy alto. Indudablemente, ambos habían sido iniciados en la formación hoplítica y eran dignos baluartes del arte del xifós. Pítaco comprendió que podía igualarlo en velocidad, pero la fuerza del puño de Frinón parecía sobrehumana, por lo que el mitilenio juzgó que debía usar eso a su favor y recurrir a la sagacidad de su astucia. Dejó entonces avanzar a Frinón sobre él, a una proximidad amenazante, y se expuso a recibir una posible estocada letal sobre su flanco izquierdo. Frinón cayó en su trampa y le lanzó un punzante golpe de espada hacia el lateral, pero Pítaco reaccionó a tiempo: ladeando su cuerpo fue capaz de esgrimir un golpe tajante al brazo izquierdo de Frinón, justo por encima de su escudo, lacerando su gruesa piel hasta el hueso y provocándole una hemorragia acompañada de un rugido salvaje. Pudo así poner a prueba su carne mortal, pues no era icor lo que brotaba de la herida, sino sangre a raudales. Frinón estaba cegado por las Furias, pero comprendió que no debía volver a subestimarlo, por lo que fingió astutamente debilidad y dejó al mitilenio avanzar sobre él. Mediante un soplo divino, Ares infundió brío en el corazón de Pítaco, quien se lanzó con un alado grito de guerra casi victorioso, pero Frinón emprendió una súbita reacción que permitió contrarrestar su ataque. Impactó con su cuerpo y escudo violentamente contra la humanidad del mitilenio, provocando que ambos cayeran a la arena.
Una vez sobre el lecho debieron despojarse de sus armas para trabar marcial combate a expensas de fuerza bruta, como si las almas de Héctor y Áyax los hubieran poseído. En tal situación, Pítaco sabía que estaba en clara desventaja. Enfrentaron sus rostros y enseñaron sus dientes como puñales. Frinón logró reducirlo con una patada en el estómago y colocó su antebrazo sobre el cuello del mitilenio, presionándolo con fuerza y provocando que la respiración de Pítaco se convierta en un entrecortado resuello. Al punto en que la oscuridad le iba cubriendo los ojos y que parecía no tener escapatoria, el brazo derecho de Pítaco quedó liberado, de modo que pudo asestar dos golpes de puño certeros sobre las costillas de Frinón, en los tensores de ajuste, allí donde la coraza no lo protegía, uno más potente que el otro. El general ateniense saltó del dolor hacia un costado, lo que permitió a Pítaco tomarlo por la espalda y levantarlo de hinojos del suelo, intentando una llave y aplicando presión con sus brazos. Pero la fuerza de Frinón era descomunal, por lo que logró zafarse por medio de un enrevesado codazo que impactó con brutalidad en medio del rostro de Pítaco cual si fuese un macizo bloque de mármol extraído de las columnas de un templo. La potencia del azote provocó que el yelmo crinado de Pítaco se eleve por los aires y había comprometido de gravedad su nariz, provocándole una hemorragia continua y un dolor punzante y agobiante.
Aún así, Frinón seguía acongojado del dolor que le provocaban sus costillas rotas, por lo que Pítaco utilizó la última ventaja que le quedaba: emplear la fuerza de sus brazos aún sanos, contra el brazo inutilizado y las costillas fracturadas de Frinón. Logró tomar su espada del suelo, y aunque el golpe a su nariz había obnubilado su visión, emprendió carrera para asestar un golpe decisivo, cuando, de repente, un objeto en el suelo se interpuso entre sus piernas, haciéndolo tropezar. Se desbalanceó por completo y cayó, despojado de sus armas, ante los pies de su adversario… ¡Era la jabalina de Frinón!… La misma que le había otorgado la ventaja momentos atrás, cuando iniciaban el combate. Pítaco maldijo su suerte y, resignado, pensó que los dioses tenían una manera extraña y misteriosa de proceder…
El rostro de Pítaco, ya desprovisto de su yelmo, estaba cada vez más ensangrentado, por lo que Frinón se inclinó sobre él y, semejante a una bestia sedienta de sangre, lo tomó por sus negros cabellos con su único brazo sano. Lo elevó algunos palmos del suelo, como si de peso muerto se tratase, y le propinó un violento cabezazo directo al entrecejo. El mitilenio salió impulsado hacia atrás y terminó desplomándose de espaldas sobre la arena con los brazos abiertos. Aturdido, ahora Pítaco sólo podía ver la infinita palidez del cielo, mientras se esforzaba en ocluir su garganta para evitar ahogarse con su propia sangre. En lo alto cruzaba una nube. La claridad diurna cegaba su visión, tanto como la hemorragia que provenía de su maltrecha nariz, que se extendía profusa hacia la cuenca de sus ojos. Mientras Frinón se acercaba para dar su golpe definitivo, Pítaco extendió sus brazos por la arena, como un mísero mortal buscando redimirse ante los dioses, cuando su mano derecha se topó con lo que parecía ser una soga y unos nudos… «¡Por los hados!», pensó hacia sus adentros. Sí. Era el trozo de una red de pesca, quizás, depositada allí por Ares, por Tique o por la mismísima Némesis; o tal vez por algún despistado pescador que había pasado por allí días antes y que la arena había sepultado bajo sus granos. No importaba. Ahora Pítaco comprobó que los laudos divinos eran aún más misteriosos de lo que había imaginado.
La amenazante sombra de Frinón ya cubría el rostro de Pítaco y levantó los brazos triunfante ante sus hombres, quienes lanzaron precipitados alardes de victoria. Cuando ensayó su golpe de gracia, que pretendía atravesar el pecho del abatido Pítaco, éste levantó abruptamente la red de pesca con su brazo diestro mediante el último resquicio de fuerza que moraba en sus mientes, provocando una tormenta de arena, y envolvió el brazo atacante de Frinón, atascándolo con su torso. Así, eludiendo la negra parca, Pítaco se aferró a la red al punto de sangrar sus falanges, y logró desviar el trayecto de la estocada. Acto seguido, giró sobre su cuerpo, empuñó la jabalina de Frinón, quien aullaba como un animal salvaje caído en una trampa, y poniendo un grito en el cielo acometió como un ave ciega en el vendaval, en medio del arenoso caos, contra el abdomen de Frinón. Sintió como perforó su coraza y, después, cómo la broncínea moharra penetraba impiadosa entre sus órganos internos…
Los arcontes y sus generales estaban a unos veinte codos de distancia, observando impacientes e intentando comprender qué estaba sucediendo. Habían oído con espanto aquel luctuoso y gutural alarido, asumiendo que, ni bien se dispersara la cortina de polvareda, tendrían frente a sus ojos la silueta del vencedor de la reyerta.
En el corazón del espeso manto, como en el umbral de una realidad liminar, estaban los dos héroes, y sobre los hombros podían sentir a las perniciosas Keres batiendo sus alas negras. Pítaco respiraba exasperado, masticando polvo, mientras Frinón yacía abatido y botando por sus labios la negra sangre que provenía de sus entrañas. El mitilenio retiró la red y aproximó su rostro para ver qué transmitían los ojos de su víctima, que parecieron extraviarse por un momento. Entre gorgoteos, el esforzado Frinón pronunció:
—Has arrebatado […] mi gloria.
—Podría decir lo mismo de tu lanza.
—Los dioses obran misteriosamente.
—Lo mismo comprendí. Conservarás tu gloria, campeón. No tomaré tus armas ni mancillaré tu cuerpo. Serás enterrado con honores completos… Yo mismo me aseguraré.
—¿Podrás pasar sobre tu arconte?
—Estoy librando mi propia guerra —reveló Pítaco—. Ya he visto suficientes crímenes perpetrados por su tiranía.
Frinón comprendió que tenía más asuntos en común con Pítaco que con su propio arconte Megacles, y que sólo estaban en bandos opuestos por el albur fortuito de la guerra, o bien, por capricho de los dioses. De repente, sus ojos se encendieron en una emoción confusa. Sus pupilas expresaron, por igual, furia y suplicio y, en un último aliento, añadió entre barboteos:
—Mi hombre lo sospecha… ¡Peones!… Sólo somos… ¡Delfos!… Si te haces las preguntas correctas… Esta guerra […] nada es lo que parece…
Así, el campeón Frinón expiró su último hálito de vida. Liberó su pneuma y sus miembros fenecieron. La oscuridad le cubrió los ojos y en su mirada se extinguió toda chispa remanente de su anima, que abandonó el cuerpo junto a la brisa del Zéfiro. Quizás los Inmortales habían decidido castigar al valiente ateniense por su soberbia pero, en su último aliento, cuando la balanza del padre Zeus se decantó por su adversario, pudo encontrar la redención. La red de pesca volvió a cubrirse bajo la arena, y a lo lejos se oía el cadencioso sonido galopante de los caballos.
Los dos arcontes y los dos generales restantes contemplaron el resultado de tal atroz lid. Pítaco se alzó sobre sus rodillas, elevando en el aire la lanza que portaba en su brazo, en un gesto triunfante. Al mismo momento, los mitilenios estallaron en gritos de victoria y cada uno de ellos procedió a vitorear el nombre con todas sus fuerzas, ensordeciendo a los felices dioses:
«¡Pítaco! ¡Pítaco! ¡Pítaco!…»
El vencedor del duelo no podía evitar sentir un cálido regocijo embargándole el pecho, pero su expresión permanecía confundida. Observaba el cuerpo sin vida de Frinón y cavilaba sobre las últimas palabras inconexas que había proferido. Pítaco entonces se dio la vuelta y se dirigió a Megacles, quien se observaba incrédulo la situación:
—¡Este hombre será enterrado con honores completos! Y será recordado por todos los atenienses. Su linaje será émulo de nobleza… ¡Ese es el deseo de su verdugo! —tal declaró, cumpiendo así la promesa promulgada sobre el lecho de muerte de Frinón.
Quebrando el fatal silencio, el mitilenio Melankros tomó la palabra y se dirigió al arconte ateniense, que permanecía estólido:
—¡Los Hados han hablado! ¡Es momento que honren su palabra y retiren a sus hombres amparados por la tradición de las leyes antiguas del combate y bajo la sigilosa mirada de los dioses!
Megacles seguía impávido. Sabía que había perdido su mejor arma, pues era lo que significaba para él, y así le respondió:
—A pesar de todo, como tú has dicho, será Periandro de Corinto quien dicte sentencia sobre el destino de Sigeo. Asumo que pronto tendrás noticias de tus emisarios…
Antes de retirarse todos, en medio del bullicio, Pítaco alzó sus ojos hacia el versado general Hipócrates. Otra vez pudo percibir ese inquietante resquemor. El ateniense le devolvió una mirada colmada de intriga y se dio la vuelta para retirarse en su corcel junto a sus hombres. Sin dudas, Frinón estaba en lo cierto: Hipócrates sospechaba algo.
Después de unos instantes, ya retirados hasta el último ateniense, los hombres mitilenios se reunían en la playa. Los ánimos de celebración y el jolgorio reinaba en cada uno de ellos, colmaban sus espíritus. Al rato ofrecieron caras hecatombes a los dioses, recitaron piadosas plegarias, y algunas barcas ya estaban emprendiendo su retorno hacia su hogar en Lesbos. Era un viaje corto. Con vientos favorables y con la bendición de Poseidón, estarían festejando en su suelo en cuestión de algunas horas.
Pítaco estaba rodeado por sus hombres, quienes lo halagaban con honores y, mientras un médico volvía a poner su nariz en el sitio correcto, acción que le provocó un dolor tan agudo como al haber recibido aquél golpe, el poeta y general Alceo se colocó a su lado y le susurró por lo bajo:
—Oh, Pítaco… Parece que has atrapado un pez muy grande.
Pítaco, sin lugar a dudas, había capturado el kairós.
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