«Aunque no lo digan, incluso los eolios reniegan de ser eolios. Por lo que esos eolios que fundaron mi patria en Lesbos buscaron distinguirse de sus congéneres tesalios y beocios. Se inclinaron al gusto por la métrica y la lírica, al refinamiento de un dialecto considerado ‘bárbaro’ por el resto de las tribus griegas. Aunque de linaje recto e intachable, no había lugar para hombres como yo en mi patria. No fue entonces, como Odiseo, la nostalgia por mi patria lo que impulsó mis viajes. Fue, más bien, el capricho de las terribles Moiras, que siempre tejen y destejen a descaro; pues ellas burlan al mortal, encriptan secretos en el viento, y tal vez alguno de los míseros mortales tiene la desgracia de oírlos».
Escolio original sobre el pergamino
maltrecho «Los Viajes del Mercenario»;
Templo de Plutón, Hierápolis.
El paisaje era extraño a sus ojos, como si ninguna de las tierras griegas, ni siquiera en los mitos, se ajustaran en algo a su descripción.
Algunas semanas tardó Antiménidas en enterarse que se hallaba en Cirenaika, puesto que ni bien dejadas las mazmorras de Mitilene, le amordazaron por la espalda y su cabeza fue envuelta en un saco de fieltro para ser inmediatamente embarcado en una nave a penar largo viaje por mar, tan indigno de sus gestas y de su alta alcurnia.
Por lo demás, no renegaba mucho. Allí podía asegurarse tres raciones diarias de comida. Llevaba los pies encadenados, pero tenía un techo y una pequeña litera de plumas y paja. Por algún motivo, los trabajadores del silfio ameritaban esta clase de precariedades. Llegada la noche, algún celador armado al servicio de Cirene trancaba la puerta desde afuera de aquél redil sin ventanas. Su alma sabía que había soportado penurias aún peores, de las que siempre, a la larga, había emergido triunfante.
Por otra parte, el clima de Cirenaika era seco y agradable. No llovía mucho. Y la soledad árida del desierto con sus atardeceres dorados y purpúreos, cada vez que podía contemplarlos, despertaban en su pecho una melancólica serenidad, un lapso de sosiego entre las tempestades que asolaban su alma.
Se sumía en reflexiones. Su mente buscaba eludir los recuerdos de la guerra y aquél amargo dilema que le mordía el corazón. Rememoraba los buenos tiempos en su pólis, las travesuras de su infancia, los amoríos de su juventud, los dulces cánticos de Safo, el espumoso vino de Lesbos, el olor del puerto de Mitilene, el florecer de los almendros y los cerezos en primavera. Dirigía plegarias a los dioses y a sus antepasados, pues descendía de un linaje de seis generaciones de guerreros caídos en batalla. Velaba por las almas de Ciquis, su hermano mayor, y de su padre, a quien apenas conoció en su tardía niñez.
En cuanto a Alceo, a quien siempre había jurado proteger, bregaba por que su exilio le depare mejores condiciones que las suyas, si bien no tenía forma de averiguarlo. Aquél ya era un hombre en toda regla, pero carecía de la suficiente destreza física y mental para soportar hados tan adversos y funestos. Su destreza no residía en el músculo, sino en el encanto de su labia, en su lengua de plata y en su bello rostro efébico. Su vocación poética había calado hondo en sus compatriotas mitilenios, quienes ya lo enaltecían, pese a su mocedad, entre los más excelsos poetas paridos en la isla de Lesbos.
Más allá de todas las alabanzas que le prodigaban los aristócratas, él conocía mejor que nadie a su hermano menor, y como todo hermano menor siempre es el consentido, era susceptible de placeres y a menudo incurría en caprichos, en arrogancia y en actitudes vanidosas. Era belicoso en el discurso y estridente en los versos, mas no en los actos, si bien era diestro con la espada. En otras palabras, era un lírico exquisito y refinado que cantaba mejor que nadie sobre las valerosas gestas de dioses, héroes y hombres, pero eran gestas que él ni siquiera pensaría en llevar a cabo por sí solo, sino a través de las intrigas y el simposio político. Con todo, Antiménidas confiaba en que su hábil oratoria lo mantendría lejos de las penurias y centrado en su oficio: así podía ganarse la estima de aquellos que lo reciban en su tierra. Y esta era un arma de la que el mercenario carecía por completo.
Tampoco olvidaba que, en una ocasión, Alceo había manchado el honor de su familia. Ocurrió cuando abandonó su escudo y sus armas para darse a la fuga mientras batallaba contra los atenienses en Sigeo. Muchos lo habían visto, pero el joven se excusaba alegando que en aquél instante habíase sentido invadido por el espíritu de un tal Arquíloco de Paros, antiguo poeta y mercenario que había obrado de igual suerte, y que, a pesar de ello, se vanagloriaba del acto en sus poemas, tal como después lo hizo Alceo. Éste hecho oprobioso se confundía con el amor fraternal que le profesaba. Pero evitaba esos pensamientos, los que tendía a tachar como un mero pecado de juventud, y que ni bien lo hallara la madurez, los altos dioses le concederían la oportunidad de redimirse.
Cierto era que Alceo también correspondía el amor de su hermano. Se enorgullecía de él sobremanera. Lo llenaba de encomios. Tal evidenciaban los versos y epinicios que le había dedicado en innumerables fiestas y banquetes, como si admirara de su hermano mayor toda esa sustancia de la que él carecía.
Sin embargo, no era extraño que, en momentos de flaqueza, Antiménidas se sorprendiera a sí mismo envidiando el carácter altivo de su hermano menor. Pues Alceo, por medio del innato talento de su arte, se permitía refugiarse de las tediosas labores políticas de los hombres, las cuales Antiménidas consideraba prácticas obtusas y taimadas. Por un lado, Alceo sabía encantar y hechizar con su labia, lo que le hacía integrarse orgánicamente a la pólis. Antiménidas, en cambio, juzgaba en su fuero interno que los griegos nobles y todo el conjunto de hombres de pólis, quienes consideraban al hombre un animal político dotado de raciocinio y con la innata necesidad de socializar, necesitaban para ello hacer uso de diversas máscaras. No veía virtud en ello. Antiménidas detestaba, en verdad, toda esta clase de interacciones políticas y sociales. No precisamente por no estar de acuerdo con la idea que pregonaba al hombre como un animal político por naturaleza, sino porque había visto a muchos hombres que, por el sólo hecho de pertenecer, habíanse vuelto rastreros despreciables, completos imbéciles desprovistos de todo elemento genuino digno de valor.
Al grueso de ellos les preocupaba, llegaba a atormentarles incluso, el hecho de manchar su prestigio político. No era el caso de Antiménidas. Él sólo brindaba por todas aquellas virtudes que se preciaran reales y genuinas. Juzgaba que la cualidad de lo genuino era la escasez de la que adolecía el mundo, y que estaba siendo obturada por el sonido gutural de la ignorancia y la estupidez.
De entre todos sus compatriotas, tan sólo un hombre escapaba a esta clase de calificaciones. Un plebeyo. Ese hombre era Pítaco, a quien aún no lograba descifrar, y quien, tal como él, parecía haber hallado la cualidad de lo genuino en el arte visceral y desgarrador de la guerra. En esas interacciones y faenas, en ese revoltijo de tripas y lamentos de cara al hedor de las Parcas, cuando el aire se embriaga de muerte y pestilencia, no hay mascarada política que valga. Desde entonces Antiménidas habíase vuelto un hombre más taciturno, aún si cabía.
Y así transcurrían sus días de cautiverio. A la primera luz del alba debía arrastrar sus cadenas y emprender un arduo ascenso a las colinas amedrentado por las hojas de los celadores. Su labor se centraba en la recolección del silfio, una planta harto valiosa para los fundadores de Cirene, de cuya producción parecía depender toda la economía de la pólis. Era una hierba silvestre y salvaje, de fragancia intensa hasta el ardor de los ojos, difícil de dominar debido a su tallo robusto y levemente urticante, por lo que su extracción requería de la ayuda de guanteletes de cuero curtido.
La jornada no culminaba hasta colmar las setenta cestas de mimbre que los recolectores llevaban a cuestas, lo que a menudo consumía la totalidad de la luz diurna. A veces había que recoger el silfio de las laderas de los riscos y despeñaderos, una acción temeraria que suponía la labor conjunta de un buen número de jornaleros. La cuadrilla de peones que lo acompañaban solían ser hombes pueriles y supersticiosos, la mayoría de ellos esclavos de nacimiento, a los que habían metido en sus mientes toda clase de mitos y leyendas. Muchos ni siquiera hablaban el griego, los que solían llevar la tez grisácea y la cabeza rasurada. Los otros, pese a que Antiménidas se limitaba a dirigirles la palabra, solían irrumpir sin permiso en sus reflexiones, tal vez para matar el tiempo, con sus relatos ampulosos, repetitivos y lavados:
—El silfio es una planta milagrosa —le decían.
Y más aún:
—Sólo florece aquí, en el entorno salvaje de Cirenaika. Todo aquel que haya intentado cultivarla en otro sitio ha fracasado.
Unos añadían:
—Brotó espontáneamente de la tierra tras un diluvio negro como la brea, que aconteció unos años antes a que los griegos se asentaran en Libia.
Otros, sin embargo, les contradecían:
—La hierba es una bendición de Apolo. Dicen que fue obsequio de su amor hacia la ninfa Cirene. Con ella, la asesina de leones, engendró al pastor Aristeo, quien fue, además, el primero de los mortales en descubrir la miel.
Pero las leyendas iban aún más allá:
—Nació por primera vez en el Jardín de las Hespérides —afirmaban—, donde el titán Atlas sostiene los cielos allá en el Poniente y donde el Río Océano fluye hacia el precipicio del mundo.
Sin embargo Antiménidas se centraba en sus tareas, esmerándose en conservar su cuerpo en buena forma y condición, y todas esas palabras no eran más que el zumbido de moscas en sus oídos.
Poco a poco se fue enterando de todas las cualidades y usos que daban al silfio. No era precisamente la planta lo que valía su peso en oro, sino la resina que se obtenía de ella mediante un laborioso y cuidado proceso de destilación. Denominaban a esta sustancia laserpicio, y era perlada y espesa en apariencia.
Los médicos le endilgaban todo tipo de propiedades curativas. Lo recetaban como diurético, digestivo, antiséptico y expectorante —esto mismo pudo verificar Antiménidas al tratarse a sí mismo cierto malestar febril mascando y diluyendo en agua ingentes cantidades de flores de silfio—. No era extraño tampoco que se prescriba una fumigación con sus raíces para el tratamiento de verrugas y sarpullidos e, incluso, ante mordeduras de perro y picaduras de escorpión. En cuanto a las mujeres, era un eficiente contraceptivo y abortivo, y, en adición, muchos afirmaban su uso en la intimidad como un potente afrodisíaco.
Los brotes de sus flores se empleaban para la confección de carísimos perfumes. Los sacerdotes de Apolo, por otra parte, empleaban el laserpicio por su fuerte componente enteógeno, producto de un tipo de macerado específico, que solían administrar a sus oráculos. También era cierto que, por esta cualidad estimulante, ciertos alfareros, pintores, músicos y poetas, consumían el silfio con propósitos recreativos y artísticos. No pocos cocineros, por último, aducían emplearlo como condimento y especia en su arte culinario, adobando los manjares que se daban los cirenaicos más ricos y opulentos de la pólis.
Antiménidas pensó entonces hallarse en la legendaria tierra de los lotófagos, esa a la que fue a parar Odiseo en su penoso viaje de regreso a Ítaca, solo que en vez de venerar al loto, veneraban a esta asafétida de apariencia corriente, esta umbelífera de hojas chatas y de diminutas flores doradas.
Sin embargo, pocas veces había visto las fértiles praderas de Cirene y sus emplazamientos frente al mar esplendente. Ocurría una vez al mes, cuando se le asignaba la tarea de transportar el cargamento de silfio hasta los talleres de destilación del bálsamo, que se ubicaban en los lindes de la pólis. Tal labor requería un día completo a paso de mula atravesando un amplio territorio de colinas y valles fértiles con senderos bien demarcados: así de lejos se hallaba su redil sin ventanas de la gran capital de Cirenaika.
Antiménidas había conocido numerosas ciudades griegas del Egeo y el Peloponeso, pero ninguna se asemejaba a Cirene. La aridez del entorno otorgaba un fulgor distintivo a toda la villa. La pólis era fastuosa, si bien incipiente. Bullía en actividad arquitectónica y comercial. Las anchas columnas del templo de Apolo dominaban los altos acantilados, de cuyas faldas se extendía una verde comarca hasta el puerto de Apolonia. Desde allí no se avistaba otra tierra emergida, y el horizonte violáceo de la mar se confundía con los cielos, extendiéndose infinito desde un extremo al otro del mundo.
Pero no disponía del tiempo suficiente para admirarse de los templos y edificios de Cirene, puesto que ni bien culminada su labor y pesado el silfio en las balanzas, se les asignaban nuevos celadores para emprender el viaje de retorno. Hurgaba en su mente la idea de que así transcurrirían los próximos diez años de su vida, hasta cumplir la condena dictada por la justicia de Mitilene. No era aquél, juzgó, un sitio digno en donde morir. Un guerrero debe morir entero, henchido de vigor, sabiendo quien lo hiere y por qué muere. Pero su cuerpo aún no se había aclimatado, y ni siquiera sabía quién era su auténtico amo.
Comprendió que aquél solitario asentamiento limítrofe, adonde moría el verdor del prado y comenzaba el desierto, era un castigo, tanto para los esclavos, pues había visto a muchos trabajar hasta el desmayo, pero también lo era para los vigilantes armados. A muchos de ellos solía preguntarles si eran sus amos, pero aquellos se limitaban a ignorarlo o, en el peor de los casos, a propinarle fustigazos a la vez que le obligaban reanudar su trabajo.
En una ocasión se acercó a un celador de apariencia serena, cuyo carácter juzgó accesible, y le preguntó:
—¿Eres tú mi amo?
—Tu amo es el estado de Cirene —respondió el celador.
—Tal parece que también es el tuyo.
—Tú eres un esclavo. Yo soy un hombre libre.
—Pero trabajas para tus amos.
—Yo soy un servidor de Cirene.
—También lo soy yo. ¿En qué nos diferenciamos entonces?
Según la usanza, aquella respuesta ameritó una retahíla de bastonazos en hombros y clavícula, lo que Antiménidas soportó con digno semblante.
—Ojalá tu anhelo de libertad fuera tan fuerte como tu bastón —le dijo.
—Si quieres conservar tu lengua mejor te la guardas, eolio —le amenazó el celador, y aderezó—: Tú eres de los nuevos. Me han reportado que trabajas bien. Y si continúas con este desempeño, quizás pronto conozcas a tu verdadero amo. Pues hay yacimientos de silfio más amenos en las laderas cercanas a Cirene, en donde quizás te dispensen un trato mejor que éste.
Desde entonces Antiménidas decidió no incurrir en mayores imprudencias y, recordando aquél breve aforismo de Pítaco, consideró propicio atenerse al rigor de las circunstancias. Debía permanecer astuto y atento a cualquier posibilidad. De lo contrario, corría riesgo de volverse otro trastornado adorador del silfio.
Un día corriente, en medio de su jornada bajo el sol abrasador, se acercó a él un esclavo que no había visto antes, quien le preguntó:
—¿Sabes por qué no te dan la hoz?
Antiménidas se limitó a resistirle con una mueca y a dirigir su mirada hacia esos esclavos famélicos que se ayudaban en sus tareas con una hoz.
—Porque te consideran un hombre peligroso —aseveró el hombre sin más; su lengua tenía un marcado acento dórico.
—No se equivocan —se limitó a responder el lesbio mientras arrancaba racimos de silfio con sus guanteletes de cuero.
—Pagaron una buena suma por tí.
—¿Y sabes quién pagó por mí?
—Desconozco quien lo hizo, pero sé que lo hicieron. Sería una pena para ellos que te rebeles y escapes.
Antiménidas dejó escapar un bufido de desidia.
—¿Y a dónde escaparía? —ironizó después.
—Es una buena pregunta —dijo el dorio poniéndose a trabajar cerca suyo, y repuso—: Cirene no es la opción más prudente. En nuestro torno sólo hay agua y arena en vastas cantidades. Por estos alrededores merodean los leones de Atlas, felinos bestiales de melenas negras y frondosas que discurren desde su lomo hasta su vientre. Si logras sortear esas fauces, más allá, el desierto profundo del Sur es territorio de los asbistas, meras tribus salvajes de trogloditas de piel gris, devoradores de víboras; y otros dicen, de carne humana. Considera qué trato te darían juzgando por lo que ves aquí.
Antiménidas comprendió que se refería a los esclavos de cabeza afeitada.
—Antes que llegáramos los griegos —reanudó el dorio—, ellos dominaban la región. Fue el rey Bato, héroe y fundador de Cirene, quien guerreó contra ellos hasta replegarlos al desierto. Esto no detuvo el ánimo de los asbistas, quienes año tras año venían en oleadas cada vez mayores a reclamar sus fértiles tierras. Con el tiempo, el rey decidió negociar con ellos y las sociedades se mezclaron. Eso aconteció tres décadas atrás. Hoy gobierna su hijo Arcesilao, rey de toda la Cirenaika, quien, obedeciendo al Oráculo, pretende erigir cuatro nuevas ciudades y establecer la pentápolis griega en Libia. Y con las riquezas que se permite obtener del silfio, no dudes que tal cosa se cumplirá.
»Si huyes hacia el Este quizás alcances en un año el país de Egipto, donde serás recibido por tres moles piramidales. Pero ni siquiera lo intentes. Antes deberías hollar el desierto de Marmárika y evitar perderte en la Depresión de Qattara. No hay mortal que domine esas tierras. Antes morirás de hambre, despedazado por las hienas o aterido bajo las gélidas noches del desierto.
»Si huyes hacia Poniente podrás ver, tal vez, la colonia fenicia de Cartago, donde no admiten extranjeros a menos que lleven consigo riquezas y comercio. Lo más probable es que tu carne sea una estupenda ofrenda al dios Ba’al. Pero son rutas traicioneras. Perderías el rumbo fácilmente en las tormentas de arena. Si sobrevives a las tribus númidas y continúas persiguiendo mil ocasos no hallarás más que desolación. Las arpías te asolarán a cada paso, terminarán por raptar tu cuerpo y morirás en sus zarpas antes de alcanzar las infranqueables cordilleras de Atlas, los picos que resguardan el Jardín de las Hespérides. Allí no llegarás, a menos que seas el mismísimo Heracles.
Antiménidas se detuvo a observarle con más precaución. Reconoció en aquel esclavo hombros demasiado fornidos, como si su juventud hubiese transcurrido entre nobles y guerreros, mas no en la penosa esclavitud. Centró su atención en cierto detalle inevitable que le dividía el rostro: llevaba por un costado la barba rasurada, y por el otro, demasiado tupida.
—Por un instante, dorio, pensé que hablabas con elocuencia —le dijo—, como si supieras demasiado para ser un simple esclavo. Pero tu apariencia te delata, y no eres más que otro loco trastornado por esta planta.
—No soy un esclavo, sino un renegado —replicó el dorio—. Y, según la usanza de mi tierra, esta es la apariencia que llevamos los renegados. Su objeto es la humillación y la vergüenza.
—¿Y qué tierras son esas?
(Antiménidas creía ya saberlo.)
—Nacido y criado en Esparta, llevo por nombre Filolao.
—¿Cómo puede un espartano conocer cuanto acontece aquí en Cirenaika?
—Vivo en Cirene desde hace más de una década. Esparta y Cirene tenemos un héroe en común: el rey Teras. De padre muerto en batalla, arribé junto a mi tío Anquíonis cuando los espartanos fuimos convocados a ayudar al rey Bato en la guerra que libraba contra los asbistas. Era yo apenas un púber ávido de gloria, pero destellé de valor y conocí muy de cerca el escarnio de la guerra.
—Hablas demasiado para ser espartano.
—Estoy de acuerdo —dijo Filolao—. En Cirene conocí otras costumbres y me adecué a ellas. Tanto que, según los espartanos, escupí en sus tradiciones. Con el paso de los años conocí también los asuntos del poder de Cirene. Me codeé con la nobleza, e incluso fui representado por un artista en un tondo junto al rey comerciando cargamentos de silfio como estibador real. Engendré, además, una niña cirenaica por derecho propio, quien algún día, estoy seguro, me enorgullecerá con su progenie. Este es un crimen inconfesable, puesto que su madre es Crítola, una de las hijas de Arcesilao, y las sospechas me pusieron en el ojo de la tormenta. Llegó hace meses, entonces, un emisario de Esparta a reclamarme en mi patria. Yo me negué a ello y fui juzgado, lo que explica mi castigo aquí. De todos modos, esta clase de represalias no es extraña entre mis coterráneos. Lo consideran parte de mi agogé, la educación espartana. Tendré la oportunidad de revocar esta condición ni bien cumpla los treinta años. Pero afirmo con un corazón sincero que tal cosa no me interesa en lo más mínimo. Esparta, para mí, no es más que un cadáver. Y considero que el mundo es mucho más amplio que un pequeño terruño viciado de tradiciones antañas. Esto significa que mi corazón ha perdido todo arraigo; ya no tengo ni una patria ni la otra.
Tal habló Filolao y Antiménidas evitó conmoverse de sus palabras, en las que encontró vestigios y semejanzas con sus propias desdichas. Reconoció en él un espíritu audaz y temerario, ávido de aventuras, que se esmeraba por llevar sus infortunios con gran pundonor, y que toda la perorata mítica había tenido el objeto de bromear con él hasta irritarlo.
—Sigamos trabajando pues, y quizás algún día nos den la hoz —se obligó a responderle el lesbio con aire jocoso.
Filolao esbozó una sonrisa y le preguntó:
—Perteneces a la nobleza, ¿verdad, eolio? Puedo deducirlo por tus facciones. Aunque la marca que llevas en tu hombro me confunde, pues ni comprendo su grafía ni parece marcar propiedad. ¿Eres un mercenario, quizás?
Se refería a la insignia de Nergal que los babilonios grabaron en su carne. Insignia que, por otro lado, no le propiciaría un buen recibimiento en Egipto.
—Babilonia —convalidó el mitilenio en una leve inclinación de cabeza—. De la sangre venimos y a la sangre volvemos, Filolao de Esparta. Nacido y criado en Mitilene, llevo por nombre Antiménidas.
Filolao arqueó las cejas. Sus ojos se encendieron en una mueca de sorpresa.
—Oh, te conozco pues, Antiménidas de Mitilene —aseguró—. La poesía eólica, en especial la de Lesbos, es muy apreciada por los nobles cirenaicos. Pese a que fueron asimilados por los dorios, aún aprecian ciertas flexiones verbales, acentos recesivos y conjugaciones lingüísticas eolias. No fueron pocos los banquetes en los que oí solicitar a los líricos fragmentos de poesía coral lesbia, teniendo en alta estima a Terpandro y a Arión. Los últimos años, estos líricos de la corte trajeron noticias de dos nuevos exponentes que, según dicen, los superan tanto en forma y en refinamiento: una mujer de nombre Safo, cuyos himeneos ya resuenan en las bodas nobles de Cirene; y un joven aristócrata, cuyo nombre se me escapa ahora mismo, que tiene la lengua amarga para los asuntos de guerra y muy dulce para la erótica. No soy avezado en la poesía, pero de su lírica escuché versos que enaltecen tus gestas. Y como dice el vulgo: “¡Pon tu nombre en los labios de un gran poeta y serás inmortal!”
Tal dijo y Antiménidas revolvió recuerdos en su mente. Evitó inquietarse de tal revelación. No porque los versos de Safo y Alceo hayan repicado por mar hasta Cirene, sino porque Filolao era sin dudas un hombre audaz. El crédito era su palabra y su apariencia. No era un relato que pudiera inventar por sí mismo.
—Creo que la inmortalidad conlleva algo más que eso —asertó—. Ese joven al que has referido es mi hermano menor Alceo. Desconozco su paradero. Si bien es un excelso poeta, es un mayor buscapleitos. Mitilene, hoy en día, es un suelo de batalla entre nobles y tiranos, plagado de confrontaciones civiles y políticas. Él y Safo nos han metido en estos problemas. Pero no les guardo rencor. Sólo espero que se hallen mejor que yo.
—No te veo renegando mucho al respecto.
—¿Por qué lo haría? Aquí puedo asegurarme tres raciones diarias de comida, una pequeña litera de plumas y paja, y el suficiente trabajo para conservar mi cuerpo en forma. Si alguien buscó castigarme, no le conferiré ese honor.
—De todos los esclavos que vi aquí, eres el único a gusto con su destino.
Antiménidas arrugó el ceño y le dirigió una mirada funesta.
—Tú no sabes donde he estado —aseveró con parca tonada.
Filolao escarmentó y se echó atrás.
—Ahora parecieras tú hablar como un auténtico espartano —dijo y comenzó a señalar a un hombre que recolectaba silfio en la lejanía—. ¿Ves a aquél hombre maduro? Lleva diez años trabajando aquí y jamás le han dado la hoz. Solía ser un cretense rico y orgulloso, procedente de la más rancia nobleza. Fue también mercenario como tú, y poeta como tu hermano. Codo a codo combatió junto a helenos y egipcios. Cosechó tanta gloria y renombre que se embriagó en ellas. Alguna vez fue conocido como Hybrias de Creta. ¿Es así como quisieras verte en diez años, Antiménidas de Mitilene?
Ciertamente este nombre resonó en las mientes del lesbio. Sus gestas alcanzaron buena fama en los tiempos de su adolescencia. Hasta donde tenía noticia, se lo creía ora muerto en batalla, ora ajusticiado por traidores.
—¿Qué historia lleva a cuestas? —preguntó con velado interés.
—Es una historia de venganza, tan sencilla como eficaz. El rey Bato de Cirene casó con Frónima, una princesa cretense que pertenecía a una familia enemiga de la de Hybrias, una casa noble que siempre recibió salvajes burlas y vituperos en los versos del poeta. Después de un triple magnicidio en Creta que incluía la muerte de su joven hermano, Frónima consideró que el asunto había escalado demasiado, por lo que acudió a su esposo a bregar amargamente por justicia y señaló a Hybrias como el principal instigador de los asesinatos. El rey Bato, con ánimos de satisfacer los deseos de su esposa, acudió a las artes del soborno. Con talentos de silfio como paga, los magistrados cretenses sometieron a juicio al mercenario por cargos de conspiración, instigación al desorden y traición a la patria. El orgulloso Hybrias, fiel a su estilo, se declaró culpable de los primeros dos cargos y se preparó para afrontar con decoro la pena de muerte. Pero aquello nunca se cumplió. En cambio, fue embarcado en secreto hasta Cirene, donde el rey le decretó una condena ajustada a la satisfacción de su esposa.
Arrobado en el relato, Antiménidas sólo se permitía contemplar al avejentado Hybrias y sus piernas trémulas, moviendo en un ciclo infausto sus brazos famélicos; los mismos que algún día habían sido mortíferos. De alguna forma, condensaba los actos de Alceo y los suyos en un sólo cuerpo. Experimentó algo parecido al miedo. Su alma cavilaba sobre los inciertos e impiadosos destinos que pueden padecer los hombres a causa de intransigencias, enquinas y falsos orgullos: todos vicios y engendros de la pólis que solo engendraban más vicios. No había perdido el temor de los dioses, pero comprendió que de los mortales debía cuidarse aún más que de los inmortales.
—Su orgullo fue su locura —reponía Filolao—; el silfio, marca de su destino. Me han dicho que con nadie platica, pero que una vez al año, en su día franco, se lo puede ver ebrio de silfio y de vino cantando en soliloquio acerca de sus viejas gestas. En concreto, unos versos suyos de los que hoy se mofan los cirenaicos:
«Una gran riqueza poseo:
una lanza, una espada y un escudo
para salvar mi pellejo.
Con ellos aro, siego, piso las dulces uvas
y soy llamado amo de mis siervos.
Todo aquél que no se atreve a sostener
la lanza, la espada y el escudo
para salvar su pellejo,
que se incline y bese mis rodillas,
llamándome amo y gran rey».
Desde aquél día guardó Antiménidas respeto por Filolao y piedad por Hybrias; sentimientos que rara vez había manifestado.
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