«Como el mar mi pecho se ensancha cuando pasas ante mí, sangre mía, guerrero de trenzas doradas, lucero feroz de todos los mitilenios · Que del confín de la tierra volviste, trayéndote remachado con oro el mango de marfil de tu espada · Y una gran hazaña cumpliste, peleando con los babilonios codo a codo ·
Y de agobios los libraste, al matar a un guerrero tremendo, a quien un palmo sólo le faltaba
para alcanzar los cinco codos reales».Alceo de Mitilene; «Los nueve poetas líricos»;
Fragmento CCCL (prosa), Tomo VII; Canon poética,
Pabellón Oeste, Biblioteca de Alejandría.
Pero esta historia comenzaba bien lejos del Ojo del Mundo. Comenzaba en la última frontera de los países civilizados que pueblan la tierra, donde cada día el horizonte devora la luz del sol, ni bien Helios se oculta hacia su sueño brillante. Era aquel, más bien, el ocaso del mundo. Mares encrespados e infecundos a un lado. Los tórridos desiertos libios, áridos y rocosos, al otro. Tales barreras infranqueables delimitaban la extensión del país que los griegos denominaron Cirenaika. Allí fue destinado Antiménidas, el mercenario lesbio, natural de Mitilene, a penar su exilio.
Los griegos de vena noble se empeñan en ennumerar cien razones por las cuales el destierro político es más terrible que la propia muerte. Para el lesbio, en cambio, eran meras excusas que enmascaraban la cobardía de los hombres.
En lo que a él concernía, ciertas historias de exilio habían fortalecido a quienes lo padecieron. No eran muchas, pero, para él, eran suficientes.
Conocía de cierto caudillo en Mégara, por nombre Teágenes, que retornó enaltecido de cada uno de los dos destierros que llevaba a cuestas. Aquél todavía regentaba su pólis y su pueblo lo aclamaba como nunca antes.
También había oído sobre el viejo Trasíbulo de Mileto, El Implacable, quien, luego de ser expulsado por una de las heterías políticas opositoras, a los pocos años regresó con una fuerza arrolladora a poner orden sobre su suelo natal. Bajo el puño de su soberanía, que se extendía ya por más de veinte años, la jonia Mileto se alzaba como la más próspera de las póleis griegas, cuyo crisol poblacional era el obligado primer punto de comercio con los bárbaros de Oriente.
Conocía también del exilio sufrido en Atenas por un clan completo de la nobleza, los Alcmeónidas, a quienes había enfrentado en las batallas de Sigeo, y en otras ocasiones los había tenido de aliados en los cuerpos mercenarios de expedición. Con certeza, a éstos también deparaban los dioses un devenir provechoso, puesto que eran distinguidos por su valentía y por su audacia.
El exilio era entonces, juzgaba él, el mayor desafío que hasta ahora le imponía el misterioso Hado de los dioses, al cual se encomendaba con acalorado fervor. Pese a ser varón de palabra corta y comedida, solía afirmar a menudo:
«Los hombres fuertes, dignos al ojo de los dioses, son forjados durante tiempos difíciles».
Ya desde el albor de su madurez, Antiménidas persiguió la temeridad del espíritu. De temple aguerrido, solía poner a prueba los límites de su mente y su cuerpo, que era formidable y solía suscitar envidias y celos por igual entre los hombres de Lesbos y sus mujeres, reputadas como las féminas más bellas habidas en el conjunto de todas las griegas.
Su ciudad natal, Mitilene, capital de la isla de Lesbos, atravesaba tiempos convulsos. Las luchas por el poder, las intrigas palaciegas, las añagazas políticas y la confrontación civil, repartida en muchas facciones aristocráticas, estaban a la orden del día. Antiménidas pertenecía a una facción noble que preconizaba la antigua aristocracia lesbia en detrimento de las florecientes tiranías que venían arreciando la pólis en los últimos años. Según la voz de sus partidarios, estos regímenes devoraban la pólis, amenazando con ello los viejos valores y la prosperidad de Mitilene. Por tal motivo, no había sido Antiménidas el único caído en la desgracia del exilio. Junto a él cayeron también sus hermanos Alceo, el joven y prometedor poeta, y Ciquis “el calvo”, quien pagó con su vida las consecuencias de la conjura, pues era el mayor de los hijos de un padre difunto hacía años. Así Errafiotas, Menón y Dinómenes, otros miembros aristócratas de la facción, fueron también penalizados con el destierro por un plazo de dos lustros.
No tenía sin embargo noticias de Safo, la ilustre poetisa de su tierra, aliada suya y amiga, que deleitaba todas las fiestas de la pólis con sus himnos y cantos, y de quien cuya fama y belleza trascendían las fronteras de Grecia, pero sabía que su padre, Escamandrónimo, había padecido la misma fatalidad que Ciquis y los padres de los anteriores. Todos fueron ejecutados, colgados del cadalso en calidad de phármakos, pues acorde a la ley mitilenia eran los cabecillas responsables de purgar el mal perpetrado por sus clanes.
Los que aún vivían, con sus familias, fueron apresados, juzgados y deportados, dispersos por muchos puntos del mundo griego, quizás también más allá, con el trasunto propósito de disolver todo vínculo entre los implicados.
Tal infame conjura involucraba la repentina muerte de Melancro, un viejo caudillo de largo conocido por sus excesos, que en su tiempo, cuando gozaba de más juventud, había tiranizado la pólis. El viejo ya había cumplido con sus largos años de exilio, que parecían no haber mitigado su voracidad, y al tiempo de su muerte ocupaba el cargo de arconte polemarco, el magistrado más alto en materia de guerra en Mitilene. Este óbito no había quedado esclarecido del todo, pero muchos sospechaban de asesinato inducido por veneno —cicuta tal vez— al término de una velada de escandalosas borracheras.
Por alguna razón, y a diferencia de su hermano Alceo, Antiménidas no podía permitirse dirigir sus rencores hacia Pítaco, su compatriota y delator de la conjura. Aquél había sido para él un recio y digno compañero de batalla, aunque no pertenecía a ninguna casa noble de Mitilene, puesto que era hijo de Hyrras, un armero tracio ebrio y oportunista. En la última batalla de Sigeo, había sido Pítaco, y no otro mitilenio, quien decidió batirse a duelo en honores y en soledad contra Frinón, el campeón de los atenienses, a quien venció empleando la astucia, y evitó así la ruina de mil mitilenios. Pagó cara su victoria, pero trajo consigo la gloria, el renombre y el respeto entre sus conciudadanos. Ahora, con certeza, gozaba Pítaco de grandes honores allá en Mitilene, pues muchos lo aclamaban por ser, además de valeroso y laureado, varón sabio y austero; y lucía la trenza vigorosa de los guerreros más distinguidos.
Por tal razón, si bien desdeñaba su origen plebeyo, Antiménidas guardaba en su pecho un recuerdo loable y secreto respecto a Pítaco. Fue de él, de hecho, de quien escuchó y aprendió cierto aforismo breve y conciso que, desde entonces, él mismo solía evocarse a menudo: «Somos todos los hombres hijos del Kairós; sólo respondemos al rigor de nuestras circunstancias».
Bien sabía Antiménidas que él mismo, con el favor de los dioses, podría haberse llevado los laureles ese fatídico día en las playas de Sigeo, pero su hermano menor lo disuadió de la idea de morir en batalla tan intrascendente, alegando que su bando político lo necesitaba vivo.
«¡Que no te halle, hermano mío,
valiente entre valientes,
la muerte en tan vana batalla!
¡Que la Ker perniciosa y funesta
no arroje tu alma incompleta y valerosa
a las negras e infaustas moradas de Hades,
de cuyas nieblas nadie regresa!
¡Que arriba los nuestros te necesitamos,
sangre mía, de vigor y lozanía rebosantes!»
Así, con su lengua de plata, le había indicado Alceo en ocasión de un banquete opulento entre su círculo íntimo de placeres.
Cierto era que esta conjura, destinada al fracaso desde un principio, habíase originado años atrás, con un misterioso hallazgo que Antiménidas realizó por su propia cuenta. Narraré más adelante la naturaleza de este hallazgo, una vez esclarezca el tendal de acontecimientos que condujeron al mercenario a toparse con tan amargo e insidioso destino.
Ocurrió lejos del calor de su patria, cuando él integraba un cuerpo de quinientos mercenarios griegos al servicio del ejército de Babilonia: la Guarnición de Hierro de la campaña del Levante —campaña que los propios babilonios referían como “la pacificación de las tierras de Hatti”—. Con esta incursión, las fuerzas babilónicas redujeron a cenizas todo vestigio remanente de Asiria, el gran imperio que durante siglos sometió a todo pueblo del Creciente Fértil a su látigo de fuego y de hierro. El antiguo yugo incluía toda la nación caldea; toda Fenicia; vastos pastizales del país de Media; el reino de Urartu al norte; y desde las altas cumbres de Anatolia, donde brotan los nutricios caudales del Tigris y el Éufrates, hasta su desembocadura en el Golfo de Elam, el país delimitado por los montes Zagros, que dividen la tierra en dos y en cuyo suelo jamás puso un griego, noble o esclavo, siquiera un solo pie.
Antiménidas y sus fuerzas fueron entonces convocadas en Karkemish, en las riberas altas del Éufrates, cerca de Irridú y de Harrán, y no muy lejos de Nínive y de Ashur, las capitales arrasadas del imperio asirio, de las que apenas asomaban escombros y cimientos, quedando sólo pavesas dominando el aire fétido.
Dicho asedio aconteció años atrás, cuando se forjara la poderosa Alianza de los Tres Reyes. Eran éstos Nabopolasar de Babilonia, Ciáxares de Media y Alyattes de Lidia, todos ellos opulentos, quienes coadyuvados por caballerías de cimerios y escitas aprovecharon el desgaste de las tropas asirias y la inestabilidad política del reino. Sitiaron sus capitales e hicieron rodar la cabeza del último rey Sargónida, Ashurbalit, indigno de antepasados tan preclaros como Tiglath-Pilesser, Sargón, Senaqerib, Asarhaddón o Asurbanipal. De todo esto se anotició Antiménidas en el paso portuario de las cordilleras del Tauros durante su extenso viaje a Karkemish, en donde enfrentarían al último reducto de la gimiente Asiria, que contaba en esta ocasión con el apoyo de Egipto.
Aunque los egipcios padecieron también el yugo asirio en el pasado, gozaban a la sazón de plena independencia merced a la audacia política de sus emergentes dinastas de Saïs. Se presentaron entonces como sus aliados, con el rey Necao a la cabeza, pues abogaban por una Asiria debilitada, mas no destruida.
Pero todo aquello fue en vano. Su sangre y sus vísceras regaron el campo de batalla de Karkemish. Muchos asirios y egipcios al mando de Necao se replegaron despavoridos de la matanza. Babilonia había logrado una victoria rotunda, tan fragorosa que estremeció al mundo entero; y Antiménidas, que apenas superaba los veinticinco años, destacó por su coraje y por el brío destructor que lo envolvía en batalla. A su edad, los nobles griegos apenas terminaban de aprender a empuñar las armas e incusionaban en sus primeras contiendas bélicas, mientras que él había dejado de contabilizar el registro personal de sus muertes ni bien cercenó el alma del mortal número cien.
Ahora, el imperio asirio entraba en el ocaso de su decadencia. No era más que una bestia herida y moribunda. Había que perseguir sus alaridos y sus rastros de sangre y asestarle la estocada final que ahorre su agonía.
Después de la masacre del valle de Karkemish, no se hizo dura la toma de Ugarit, el antiguo alcázar portuario hitita de proverbial riqueza; y vulneraron sus murallas, como una novia fácil de desflorar. Desde allí, el ejército babilonio se separó. El general Neriglissar, tan joven como era rico y ambicioso, tomó rumbo norte a pacificar las tierras de Cilicia, mientras que el batallón de Antiménidas avanzó hacia Fenicia; pues Biblos, Sidón, Qadesh y otras ciudades de renombre aún precisaban oír el altitonante decreto que provenía del corazón del imperio naciente.
Continuaron entonces su avance al sur a la par con los meses y el cambio de estaciones, sojuzgando reinos vasallos y focos menores de resistencia. Aquellos que se levantaron en armas clamaron en vano la piedad de Babilonia; sus plegarias fueron silenciadas, el resuello de sus voces sofocado, y muchas de sus gentes sufrieron la penosa deportación. Los más sensatos negociaban en consejo con sus tierras y riquezas, lo que a menudo incluía la dote y la carne de sus hijas, o se les designaban reyes previo juramento de lealtad al nuevo imperio. Así no cejaron la matanza y las negociaciones hasta llegar a los reinos filisteos, a Gaza y Ascalón, la última frontera que pretendía conquistar la renaciente Babilonia. Era el límite de la excursión, pues más allá, a través del paso del Sinaí, se abría el vasto país de Egipto, que, abrazado por desiertos, se extendía a los lindes de las verdeantes riberas del Nilo.
Se sabía que Egipto no contaba con cientos, sino con miles de mercenarios griegos; y también nubios, hombres sureños de piel de ébano, de cuerpos formidables y cincelados. Pero no era el poderío militar egipcio lo que temían los babilonios, sino un asunto más delicado: el inescrutable poderío de su magia. Su suelo está impregnado de un misticismo atávico impenetrable, de creencias vernáculas y ritos ancestrales, de secretos de antaño reservados a los sabios, cuyos hechizos suelen conquistar aun al corazón de los grandes conquistadores. Para llevar a cabo tal hazaña se requerían años de planificación, pasar por el tamiz de la diplomacia. De lo contrario, cometerían el mismo error que había cometido la poderosa Asiria en el pasado. Así le habían hecho saber al lesbio.
La campaña del Levante concluía entonces con éxito. Las antiguas tierras hititas fueron pacificadas, los límites con los dominios egipcios demarcados, y todo reino menor que no se sometió a voluntad sufrió el azote inclemente del hierro caldeo; pagaron su oposición con sangre, con el escarnio voraz de las llamas. Poco más de doscientos treinta griegos de la Guarnición de Hierro quedaban en pie, sin contar los lisiados. Fue allí, en medio del crudo invierno de Siria, mientras aguardaban para consumar el último asedio, cuando al mercenario griego se le asignó la tarea que lo conduciría, en el albur que guía la mano de los dioses, hacia el hallazgo fortuito de la mística sustancia.
Había sido destinado a un cuerpo de expedición, condenado a hollar los desiertos de Arabia, donde las noches eran vastas y gélidas, y los días tórridos y lacerantes. El propósito era dar captura a un grupúsculo de rebeldes que se dirigían al oasis de Taima. Pero aquél suelo abundaba en piratas de las arenas, meros comerciantes sin escrúpulos, traficantes de amuletos, talismanes y reliquias; cuyas caravanas parecían brotar de las dunas del desierto y de sus horizontes polvorosos, difusos, evanescentes. Fue durante el sueño de una noche sin luna que padecieron la emboscada de sus malas artes, y muchas de sus pertenencias les fueron expoliadas.
Nunca había estado Antiménidas tan alejado de su patria, tan indefenso, y mucho se apenó su corazón al comprobar que los hombres que lo acompañaban no eran tan diligentes como aparentaban, ni tan arrojados como él. La situación era drástica, vertiginosa, y el cuerpo expedicionario no tardó en dividirse en una amarga disputa. Los unos añoraban el retorno sobre sus pasos, regresar a Siria con el resto del ejército a relatar sus infortunios y rogar clemencia; mientras los otros, entre los que contaba el lesbio, se negaban a huir sin prestar batalla. De lo contrario, argüían, sus cuerpos corrían serio riesgo de consumirse hasta hallar el lecho postrero en medio de esas impiadosas arenas.
Entre los primeros contaba Euforbio de Esmirna, un jonio astuto y robusto, aunque de carácter quejumbroso y descarado, que desde un principio se mofaba del lesbio por su dialecto eolio: a sus ojos no era más que un bárbaro de modales zafios y ordinarios. Antiménidas, en réplica, le recordaba que los eolios fueron los primeros fundadores de Esmirna, que tal motivo lo tenía a mal traer y que era la causa de su animosidad. Cuando sus críticas y mofas se le tornaron insoportables, lo acusó de sabihondo y de ser reflexivo en exceso, que tal actitud atentaba contra la moral de los hombres y amenazaba quebrantar sus voluntades. Finalmente le advirtió que su arrogancia muy pronto lo haría incurrir en insolencia. Los demás hombres decidieron entonces pulir la discrepancia echando suertes a un duelo justo entre ambos. El lesbio recordó aquel aforismo una vez proferido por Pítaco, y no se le hizo difícil la faena. Situaciones drásticas requerían medidas drásticas. La sangre del jonio empapó la arena ni bien el mitilenio se vio obligado a incrustarle su lanza partida por la quijada.
—Es todo cuanto honor puedo otorgarte, mi hermano de armas —profirió aquel día ante el cadáver de Euforbio.
No se regocijó de aquella muerte, pero resultó imperiosa para que los demás expedicionarios se plieguen a sus órdenes y para instarlos a unir voluntades en la adversidad.
No podían precisar cuántos días con sus noches erraron por aquél sinfín de dunas rojizas, semejante al atardecer de un inmenso mar escarlata. La sed los arreciaba. Su única guía eran las constelaciones inmutables que perforaban el lienzo infinito de la bóveda celeste. De tanto en tanto, matas de vegetación reseca prometían la cercanía de nutricios caudales o algún atisbo de vida animal u organismos que sacien el hambre. Pero no eran más que ilusiones y falsos augurios, y el desengaño obligó a los hombres a hallar solaz en la ingesta de escorpiones y serpientes.
Así penaban la errancia hasta el día en que un crepúsculo de cobre se cernió sobre el horizonte. El manto de arena desnudó una cresta rocosa en la que decidieron pasar la noche. Un explorador volvió alterado de su inspección de rutina. Disponía de información auspiciosa: más allá de la cresta se divisaba una dolina rocosa de donde emergían algunos telares a los rezagados resplandores del sol; la guarida estaba infestada de bandidos.
Aguardaron a que el velo de la noche se alce en todo su esplendor para tomar la guarnición por asalto. Se internaron primero por el arsenal del campamento. A la vez que el sigiloso Antiménidas rasgaba la garganta de sus tres centinelas, otros a su mando dejaron caer peñascos desde el risco opuesto. Los bandidos mordieron el cebo. Tomadas las armas, esquilaron el campamento y según las tácticas premeditadas arrumaron a los ladrones contra el borde del pozo de agua. Muchos huesos fueron partidos contra el lecho calcáreo de esa rústica cisterna. Los expedicionarios tomaron entonces sus raciones de agua y comida, arrebataron una fila de bestiales camélidos, monturas del desierto, y se dieron prisa en abandonar la madriguera antes que se dé la señal de alarma.
Antes de partir, sucedió que Antiménidas penetró en soledad la guarida horadada en la bruta caliza. Destellos de oro, de plata y gemas preciosas reberveraban por todos sus oscuros rincones. El fuego alumbró una figura silenciosa deslizándose por el lecho rocoso. Le interceptó el paso y develó al despreciable bandido. Atesoraba contra el pecho un odre de cuero. Pudo verlo en sus ojos aterrados: con seguridad tratábase del tesoro más caro que custodiaba. Ni bien el lesbio lo escamoteó ágilmente de sus manos, el bandido comenzó a barbotar palabras en una lengua desconocida, que repitió varias veces hasta el hartazgo. Más tarde, de regreso con el amplio ejército, se enteró que pertenecían a un dialecto de las tribus nabateas que poblaban esa región, y que lo que en verdad había proferido aquél infeliz eran maldiciones:
«¡Que los genios de la locura
te consuman hasta la muerte!»
Pero el griego no guardó temor de esas palabras propias de creencias bárbaras y vulgares. Lo que en realidad lo inquietó fue la mueca grotesca que esgrimía el nabateo ni bien él le hundía una cimitarra en el pecho. Era como si el infame bandido riera con locura y alevosía mientras recibía gustoso su propia muerte. Ojos negros de pestañas alargadas, desaforados, hartos de seguridad; nariz en gancho y una maliciosa sonrisa blanca entre esos labios carnosos, rodeados por tupidas barbas negras ensangrentadas. No era una visión que podía Antiménidas erradicar por completo de su mente, ni comprenderla del todo.
De camino a Siria, viendo que sus hombres habían expoliado buenas piezas de oro de indudable procedencia y factura egipcia, a punto había estado el lesbio de botar el odre de cuero en el desierto; y que sean las abruptas y menguantes tormentas de arena las que sepulten el objeto para siempre bajo la sofocante piedra del tiempo. ¿Será acaso que un tesoro tan valioso pueda ocultarse dentro de un envase tan ordinario? Caviló entonces que al tratarse de bandidos tan arteros y avezados tal cosa podía ser posible, por lo que decidió eventualmente conservarlo como botín de aquella cara redada.
¡Ay, infeliz! ¡Cuánto mal se hubiese ahorrado de haberlo hecho!…
Ya en Siria los alcanzó cierto rumor sobre una oleada de vandalismo que azotó Egipto y que involucraba la profanación de la tumba de Psamético, fundador de la dinastía saíta, el último gran monarca que reinó más de cincuenta años, quien fuera capaz en el pasado de soliviantar el poderío de Asiria. Se sabía que no había pueblo más respetuoso de la muerte que el egipcio, el más pródigo en exequias fúnebres y en ritos mortuorios, y que no era posible para sus reyes una estancia dichosa en el inframundo —el ‘campo de juncos’— si no eran sepultados junto a las mismas riquezas que gozaron en vida; como si fueran a serles útiles en la vida de ultratumba. No en vano se esmeraban en preservar sus cuerpos incorruptos aun en la muerte, después de un extenso proceso de embalsamado, rico en símbolos astrales y en valor mitológico, que culminaba con numerosos amuletos entreverados en las telas de lino que amortajaban el cadáver.
Pero los egipcios no solían ser discretos en sus procesiones. Las ceremonias de entierro eran aún más extensas y opulentas. El hecho de haber estado aislados por desiertos durante milenios, sumado al profundo arraigo en sus ritos y tradiciones, los volvía perfectos ingenuos al calor del ojo del mal ajeno.
Emplazaban los sepulcros en los desiertos negros del Oeste, donde mueren los días, en hipogeos secretos con pórticos protegidos por maleficios, sellados por toda suerte de hechizos y sortilegios. Algunos aseveraban que eran auténticas ciudades subterráneas, turbadoras proezas de ingeniería plagadas de trampas de piedra, de falsas entradas, de cámaras ciegas y corredores y galerías que ningún ladrón corriente podía vulnerar ni descifrar.
Quien osase profanar estos hipogeos secretos, hartos de cuantiosa y tentadora riqueza, no podía ser un vulgar ladrón. Se precisaba ser también erudito en lenguas muertas, arquitecto, ingeniero, cantero, zapador, médico avezado en hechizos, y muchos esclavos desertores que hayan trabajado en dichas obras secretas. Y resultó que lo que los hombres de Antiménidas habían saqueado era parte del tesoro de Nim-Yaris, un escurridizo ladrón de renombre —si bien nadie jamás había visto su rostro—, que tenía su base de operaciones en los tugurios del oasis de Taima. Ahí poseía fastuosas propiedades, como así también la ingente cantidad de recursos para solventar los costes de tamaña empresa y el poder suficiente para reunir una cuadrilla de los hombres más tenaces y corruptos capaces de ejecutarla.
Se decía que una de las hijas de Psamético, Nitocris, que desde hacía cincuenta años ostentaba el cargo de «Divina Adoratriz de Amón» bajo el nombre sagrado Nebetneferamut, había ofrendado al ajuar funerario de su progenitor una urna repleta del “polvo de Khem”, una sustancia mítica que, según los relatos, era el elixir que le permitía, entre otros prodigios, conservar su figura joven y bella, y cuya fuente de procedencia únicamente conocían los más altos e iniciados sacerdotes de Amón. Otros más audaces clamaban que eran los remanentes de un mineral extinto semejante al oro, producido por una civilización que precedió a la egipcia, una raza cuyo tiempo debía medirse hacia atrás en eones. De ser cierto todo ello, con seguridad, los hombres de Nim-Yaris debían tener escribas infiltrados que tuvieran acceso a los inventarios de las tumbas reales.
¿Podía entonces ser esta mística sustancia la misma que Antiménidas tenía en su poder? Ciertamente se asemejaba a la limadura de un metal noble, símil al oro, aunque la tonalidad del material variaba según incidían los rayos del sol. Pasaba de un tono aurífero a un estupendo tornasol iridiscente de colores nunca antes nombrados. Vertido en su mano, no tardaba mucho en arderle la piel, por lo que se obligaba a regresarlo a su ordinario saco de cuero. Durante la noche se revelaba oscuro, del negro profundo del cielo, pero al tocar la luz de luna el negro se profundizaba aún más y, como si fuera una trampa óptica, parecía elevar al éter una miríada de diminutos destellos plateados.
Más de una vez llegó a inquietarse en el pensamiento de que la sustancia parecía tener vida propia, pero Antiménidas no dio crédito a ninguno de todos estos relatos ni mostró demasiado interés; simplemente dejó el odre colgar de su talabarta y se dedicó a su oficio.
Amanecía el verano y la ciudad amurallada de Ascalón, a las costas del mar Mediterráneo, era el último bastión a tomar por Babilonia. Allí, a la vera del río Jordán, el lesbio volvió a desplegar su valía. Ante la vista de muchos, riñó contra un campeón filisteo cuya altura debía promediar los cinco codos reales y cuyos brazos se asemejaban a columnas. Pero era tosco de movimientos, y Antiménidas logró rematarlo en un marcial frenesí que combinaba cuatro maniobras tan veloces como mortíferas.
Envuelto en el fragor de la victoria, los altos mandos de las fuerzas caldeas le ofrecieron la oportunidad de conocer al rey en persona, el flamante Nabucodonosor, que hallábase en Babilonia asistiendo a los extensos funerales de su padre Nabopolasar, recientemente fallecido. Pero él declinó aquel oneroso privilegio ensayando la mayor cortesía que le fuera posible, sin siquiera importarle la presencia del general Neriglissar, quien pareció considerar su negativa como un insulto. Estaba Antiménidas, en verdad, hastiado de la guerra. Lo invadía la nostalgia. Sólo añoraba retornar a Lesbos, fundirse en las voces amables de sus fiestas y sosegarse en las dulces y amenas canciones de su tierra.
Retornó así a su patria luego de tres largos años, con una paga tan cuantiosa como las habidas en las arcas de una pólis griega y con una insignia grabada en la piel de su hombro que condecoraba su servicio a Babilonia como “Guerrero Sagrado de Nergal”, un título que no le suponía ningún orgullo y al que no atribuía honor alguno. Marchó entonces, y no olvidó llevar consigo aquél ordinario odre de cuero arrebatado al desierto, el que quizás albergaba el misterioso mineral de las leyendas egipcias a las que había sido expuesto.
En efecto, el hallazgo en cuestión se trataba de un polvo sacerdotal y mistérico, propio de hechizos ancestrales. Sin mayores certezas, ni él ni Safo ni Alceo se atrevieron a someterse a su efecto, pues el elemento, suministrado a esclavos y prisioneros, era capaz de inducirlos a trances de pavor y locura que solía culminar en horrorosos suicidios; solo Antiménidas recordó las sórdidas maldiciones de aquél detestable bandido nabateo. Todo esto pudo confirmarlo al regresar a Lesbos, y tenía la certeza de que la extraña sustancia había sido utilizada por Safo y Alceo con fines y propósitos sacerdotales, y que, de alguna u otra forma, había tenido incidencia en el magnicidio de Melancro, lo que condenó a todos al destierro, recordemos, merced a las intrigas de Pítaco.
Desde entonces jamás volvió a tener noticias de aquél odre o del polvo mistérico, seguramente confiscado por el estado. Pero al mercenario en absoluto le llamaban esta clase de secretos. No se interesaba por demás en esos oficios propios de sacerdotes mendaces y celosos. Su única escuela era la guerra. Su oficio era el músculo y la intrepidez de la mente. Conocía las maneras correctas de blandir armas de todo tipo y alcance. Lanza, espada, daga, arco, alabarda, maza, hacha, porra o martillo: conocía todas sus ciencias. Los puños desnudos tampoco le suponían un problema, pues sabía las artes del púgil experto, los secretos en la furia de los golpes y atajes defensivos. Con certeza, imbuido del agón competitivo de los griegos, hubiese conseguido los laureles consagrándose campeón en Olimpia si el deber de la guerra no le reclamara demasiado pronto.
Los dioses parecían haberle otorgado un único don: el don de tomar muchas vidas en batalla. No enorgullecía su espíritu sobremanera ni se ufanaba de ello con palabras, pero indudablemente lo enaltecía. Preso del frenesí de combate, poseía un talento innato para la matanza y la supervivencia.
Lo cierto era que Antiménidas, en el fondo de su espíritu, estaba obsesionado con la idea de abrazar una pronta muerte. Se regocijaba en el pensamiento de poder morir por una causa bella y justa, pero a esa noble batalla nunca la había encontrado. Una causa virtuosa que fuese digna de su carne. Una causa esquiva que no parecía existir bajo toda la vasta creación de los dioses. Buscaba la grandeza de un espíritu que arrolle con su canto imperecedero todos los horrores que ya habían atestiguado sus ojos aún a corta edad. Su alma era un tropel de corceles indómitos, un mar rugiente y encrespado, y no hallaba consuelo siquiera en las riquezas, ni en el vino ni en el canto ni en todos esos caros placeres y privilegios propios de haber nacido en cuna de oro. De hecho, habían llegado a despertarle un velado desprecio. Creía a veces perseguir a un dios sin rostro y despiadado que urdía las más perfectas mentiras.
No era la violencia, en verdad, lo que le daba contento, pero sí alivio. Aplacaba un dolor muy agudo e íntimo que consumía violentamente su alma, pero ese tema será revelado al momento preciso de nuestro relato.
Desde entonces solía meter en su fuero interno un amargo discurso:
«Persigo el fuego sagrado de un dios que desconozco».
Tal lo dicho, ésta fue entonces la concatenación de sucesos que movieron los dioses y tejieron las Moiras, los que llevaron a Antiménidas a su infausto cautiverio en Cirenaika. Ya lejos se sabía de su patria, y muy atrás habían quedado los horrores y los cruentos menesteres de guerra. Ahora labraba para los Batíadas, la casta griega gobernante de Cirene, en las plantaciones de silfio, la hierba que valía su peso en oro. Allí, el trato que le prodigaban no era mejor que el que daban a sus animales. Era entonces, a verdad desnuda, un esclavo.
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