«Desde allí, los ojos abrazan los cielos sobre la inmensidad del Creciente Fértil; el Éufrates se asemeja a una gran serpiente que irriga de vida a la tierra; se aprecia la Puerta de Ishtar y toda la extensión del caserío entre los cien templos y palacios de la capital del mundo. Se llega incluso a avizorar toda la ciudad de Sippar. Esto lo sé… Porque yo conocí el Templo de las Estrellas».
Confesiones de mi mentor «El Eremita», en la frontera entre Caria y Licia
No mienten aquellos que afirman que Babilonia nunca duerme. Reposa, como mínimo. Asecha. ¿No es acaso la serpiente que repta, que bufa y que engaña con su cuerpo jaspeado confundido en la piedra informe la más artera de las criaturas? Para esta no hay día, no hay noche, no hay gota de rumor ni atisbo de lágrima o suspiro. Solo una quietud aparente, una calma fingida de ojos apagados, mientras aguarda el instante preciso para atacar a su víctima. Su arma es el veneno, que es a la vez su tesoro más preciado: no lo desperdicia. Sus pacientes domadores aseguran que es precisamente esa cualidad de quietud lo que atrae a su presa y no a la inversa; no lo es la mera acechanza. Tal es su naturaleza. Quizás por este motivo en Babilonia, suelo en el que tienen asidero todas las bestias del mundo, viven también los más afamados encantadores de serpientes.
Sin embargo mienten las lenguas que afirman que la torre de Marduk, la de infinitos peldaños, se eleva por siete niveles hacia los cielos.
Dieron por nombre a este zigurat el Etemenanki, el templo de la creación del cielo y de la tierra. ¿Había sido el legendario Hammurabi, el amorreo, señor y juez de fieles e infieles, quien ordenó su construcción? Otros pueblos del Levante atribuyen la hazaña a Nemrod, voraz cazador, quien fuera el primero en erigir ciudades después del Gran Diluvio. También mienten sobre esto.
Acorde a los versos sagrados del Enuma-Elish, el poema de la creación que ya recitaban los primeros habitantes del mundo, el templo siempre estuvo allí; en pie o, al menos, emplazado. Sería imprudente reparar aquí en cuántas refacciones sufrió o en cuántos ladrillos de barro cocido le fueron agregados o arrancados de su seno con el correr de los siglos imperecederos. En concreto, prevaleció al azote del rey asirio Senaqerib, quien quiso derribarlo hasta sus cimientos; nadie argumenta con certeza por qué no lo consiguió.
Con todo, debe condecir con esa abrumadora e ineluctable corazonada que embarga al mortal que contempla el Etemenanki: “¡Tamaña majestad sólo pudo haber sido edificada por los dioses y no por los hombres!”
Naturalmente, tampoco son infinitos sus peldaños, por más audaz y acertada que parezca esta deducción. Algún sabio caldeo refirió en cierta ocasión que cada una de sus cuatro caras tiene un escalón por cada día del año. Empero, uno de esos lados —nadie logra advertir cuál— difiere del resto, pues tiene uno adicional. «¡Hasta cuatro más!», aseveran otros.
Esta cuenta incluye a las tres grandes escalinatas frontales, todas de sentidos opuestos y convergentes en un punto abalconado de la cuarta terraza. No todos sus peldaños están enchapados de oro, pero sus muros, cada ciertos tramos, están recubiertos de esmaltados y polícromos ladrillos, donde asoman efigies de toros alados, los lamassu, y dragones y mantícoras y otras bestias detestables.
Desde abajo, a los ojos profanos, las escaleras de los tres lados restantes, al menos las que recubren el exterior, parecen bifurcarse en mitad del ascenso, donde, sí, hay rellanos con asientos para el descanso. Una vez se llega a la cima, uno ingresa por un arco abierto en la muralla demarcado por ladrillos de lapislázuli, y comienza el próximo nivel del zigurat. Este replica en menor escala al anterior, y así sucesivamente hasta completar las siete terrazas. Otros admiten que los peldaños ascienden en espiral a partir del cuarto nivel. Es una afirmación sagaz, puesto que allí, desde el llano, la torre escalonada, a medida que se remonta a los altísimos cielos, suele tornarse abstrusa al ojo mortal.
Diré, por último, que tampoco es macizo y compacto, como aseguran esos mendaces sacerdotes. Que una serie de intrincados pasillos y pasadizos, rampas y estrechas galerías y escaleras se irrigan por todo su vientre. Dan paso incluso a oscuras salas que albergan imágenes de adoración junto a anaqueles colmados de tablillas de arcilla, muchas de estas reclamadas como botín durante el saqueo del palacio de Asurbanipal en Nínive. Todo ello discurre en torno a una fosa circular que horada todo el zigurat desde su cúspide, donde se abre al cielo, hasta su base. Su fondo, si es que lo tiene, se hunde en las entrañas de la tierra hasta los mismísimos abismos del Abzu.
Puedo afirmar que ese es el secreto del Etemenanki.
Por fuera, el alcázar donde se emplaza, bien guarecido de anchos muros, es inaccesible a los infieles. Es suelo sagrado, de donde brotan múltiples jardines y palmerales. Contiguo al alto zigurat, a su sombra, se emplaza el Esagila, un templo destinado a venerar a Marduk. Tal afirmación también es falsa, al menos en parte. No está únicamente consagrado a la suprema deidad, sino también a su divina consorte, la radiante y fecunda Sarpanit, señora protectora de la gran urbe del Éufrates, que ostenta en su centro un gran santuario de adoración. Sus patios y dimensiones son generosos, pero en absoluto compiten con el esplendor del Etemenanki, pues no alcanzan ni en lo alto ni en lo ancho siquiera la mitad de su base. El Esagila tiene puertas de bronce y suele recibir a sus fieles dos veces al año. Con el permiso adecuado, un matrimonio poderoso en Babilonia puede acudir a confirmar sus votos en este recinto; tal confirman los connubios entre reyes y reinas u otros pujantes súbditos de la corte real.
Si el vigoroso pecho de Gilgamesh aún latiera, podría afirmar que éste era un buen aposento donde ejercer su derecho de pernada.
Cada día, antes de la primera luz del alba, cuatro sacerdotes emergen del Esagila para iniciar la ceremoniosa procesión. Ascienden por las escaleras externas del zigurat, uno por cada una de sus aristas, portando un farol de aceite con la llama extraída del fuego sagrado, que luego depositan en un peldaño en concreto, el cual sólo vuelve a ocuparse al año siguiente.
Pero ¿quiénes son estos sacerdotes que detentan su autoridad ante el pueblo al calor favorable de reyes y de dioses? Eso sí es algo que todos conocen. Son los que pertenecen a la tribu de los Magos, la casta sacerdotal caldea que pierde sus orígenes en los anales del tiempo. Dicen algunos que echan raíces hasta el vasto país de Media. Otros, en la tierra baja. Que sus ancestros ejercían el sacerdocio en tiempos del gran conquistador Sargón de Akkad, siendo los reales consejeros de su reino; no en vano fueron también sacerdotes los primeros monarcas. Por esto, sólo el osado se atreve a admitir que mientras los reyes administran las riquezas y los ejércitos, son los magos quienes administran el poder y la providencia. Son ellos, pues, los agentes del orden y del caos.
Iniciados en las artes de la adivinación, del encantamiento y del sortilegio, son, por sobre todas las cosas, los celosos observantes del firmamento. Durante milenios han escudriñado el trasiego de los innúmeros astros celestes. Así no solo llevan los registros del tiempo, sino también las tablas de los presagios. Ningún rey o autoridad se permite rebatirles la palabra, pues nada escapa a los ojos de los escribas del tiempo.
En realidad, buscan señales. Señales del pasado y del futuro. Señales de los cielos que les permitan predecir los eventos y así cifrar y descifrar los portentos divinos. Son estos cultistas de Dagón y otros demonios primordiales, estos teócratas oniromantes y lecanomantes, profesantes de augurios y conjuros, quienes decretan los cultos de las grandes ciudades que pueblan el Creciente Fértil. Son quienes dictaminan los tiempos de siembra y cosecha, los días fastos y nefastos. Con todo, se jactan de ser los guardianes del conocimiento. ¡Y quién sabe qué otras ciencias custodian!.. Después de todo, ¿quién, en su sano juicio, osa confiar en estos taimados magos caldeos? Bien se sabe que, pese a ser eruditos en muy vastos y versátiles saberes, su auténtico arte es la hechicería, pues viven bajo la ley del engaño y la ponzoña, tal como las víboras.
Lo cierto es que el Etemenanki abriga en su cúspide un recinto secreto, más sagrado aún que cualquier otro. No es un fastuoso palacio todo revestido de lapislázuli, aunque de lejos mucho se le asemeje. En otras palabras, lo es solo en apariencia; pues nadie vive allí, ni siquiera su rey.
La voz del babilonio vulgar refiere a esta “octava terraza” como el Templo de las Estrellas. En este punto, sus voces se tornan susurros, pues ninguno se atreve a afirmar su existencia. Otros la deprecian considerándola un mero cuento para niños, y no en vano se esparcen esos rumores falaces que ubican el templo perdido en la noche del desierto, muy lejos de las urbes edificadas.
La muralla palaciega que envuelve a la séptima terraza duplica en altura a las restantes de abajo. Por esta razón la cúspide donde mora este “octavo” nivel es invisible a la vista de los moradores del llano, los lulum, los hijos de Adapa, los hombres-hormiga del cañaveral, a quienes los dioses de antaño miraron desde arriba y nombraron con repulsa «los cabezas negras» —¿no somos acaso todos nosotros esos «hombres de arcilla»?—. Es esta, entonces, otra de las pérfidas ilusiones y trampas ópticas tendidas por los magos, quienes, entre esos sórdidos muros, en la cúspide de la cúspide, tienen su punto de reunión.
El Templo de las Estrellas no tiene techo, pues el templo es el techo. Es el aire inasible que lo orea. El techo es toda la bóveda celeste. En rigor, no es ningún templo: es algo más. Algo que, en esencia, no existe. Es el Punto de Observación. El Ojo del Mundo. Es, por excelencia, el sitio donde los magos urden sus maquinaciones. En concreto, los más selectos y prominentes entre ellos.
Quienes integran esta orden oculta, la casta dentro de la casta, se llaman a sí mismos Los Adoradores de Oannes, pues se consideran los más puros entre los descendientes de aquél anfibio ser que instruyó a los primeros hombres del mundo sobre la ciencia secreta de los misterios astrales.
En esta ocasión, los astros dictaban que era la noche concreta en que Los Adoradores de Oannes tenían su cónclave secreto. Ocurría cada tres años exactos, durante la segunda de las tres noches en las que el sol se pone por el mismo punto del horizonte. Era, en esencia, la noche más extensa del año después del día más breve, al cual denominaban “el día de las sombras alargadas”. Volverían a reunirse exactamente año y medio después, en el Tiempo del Balance, cuando el día y la noche acusaban la misma duración. Pero este era el Tiempo del Designio, en el que comenzaba el gran medio año del ascenso solar, en el que la orden se congregaba a deliberar en consejo sobre los presagios venideros y sobre los asuntos concernientes a los reinos de la tierra.
Un puñado de ellos acudían al encuentro después de emprender largo viaje. En concreto, aquellos que habitaban en muchos puntos repartidos por el Imperio Caldeo y también más allá, en Media, en Persia y en Elam, en Egipto, y hasta en los desoladores y áridos desiertos de Arabia.
Era medianoche. Una mística neblina velaba todo el caserío de Babilonia. Tan solo la cumbre del Etemenanki emergía sobre aquel inmenso mar nebuloso. Desde allí, la noche más larga y oscura del año se anunciaba esclarecida; revelaba las estrellas rutilantes y los colores violáceos y esmeraldas que tiznaban la absoluta magnificencia del firmamento. La niebla, quizás, respondía a otra de las tantas arteras ilusiones pergeñadas por los magos.
—Está hecho —anunció el primero.
Luego, apoyó frente a su rostro de trenzadas barbas un cuerpo geométrico de múltiples caras regulares que antes sostenía con ambas manos.
Los ojos del mago destellaban debajo de su ancha capucha, arrobados fijamente en la esfera de dorado fulgor que tenía frente a su figura.
El Orbe de Tiamat parecía flotar en el corazón de la terraza. Lo cierto es que se apoyaba sobre un fino armazón de hierro oculto a la vista. Se sostenía justo por encima de la Fosa del Abzu, el conducto vacío de donde manaban vapores rojizos y esmeraldinos, casi imperceptibles.
—¡El tercer poliedro! —se alzó la voz de un segundo mago—. Fue hallado en las cordilleras montañosas que rodean Ecbatana, la capital meda.
La esfera, que era perfecta en esencia, comenzaba a encenderse en su núcleo profundo; el Abzu parecía insuflarle soplos de vida propia. En ella se condensaban las muchas visiones que iba entregando a cada uno de los doce magos, que la observaban cual poseídos por su incandescente resplandor.
Era de un material desconocido, desconcertante, pero ellos sabían que alguna vez había abundado sobre la tierra en los Tiempos Antediluvianos. Era metálico en apariencia, ligeramente opaco e irradiaba una luz propia de destellos ambarinos. Si uno la contemplaba lo suficiente, advertía en su seno ignífero un veteado similar al del mármol.
—¡Revélate, oh, ante nosotros, Tiamat! ¡Siempre fecunda y reluciente! ¡Gran dragón de los caóticos y salobres abismos primordiales! ¡A quien Abzû dio su amor y de cuya unión surgió toda creación! ¡Muéstranos tu faz siempre radiante y, sobre ella, revélanos a nosotros, iniciados en el rito de Oannes, los designios de tu sabiduría increada! —tal invocación profirió el primer mago, que había tomado unas ramas de tamarisco que yacían a su lado y, lo que duró su conjuro, las agitó en dirección al objeto central del culto.
Circundaba al orbe un anillo de brasas de fuego. Era un canal excavado en la terraza que discurría al borde de la boca del abismo sin fondo. Sobre el círculo, distribuidos de forma equidistante, se ubicaban seis pequeños trípodes de hierro. No contenían fuego, sino que debían de sostener un poliedro en particular. Sin embargo, tres de esos armazones permanecían vacíos.
Los tres cuerpos geométricos estaban dispuestos en orden triangular, y todos ellos, si bien del mismo ignoto material de la esfera, diferían únicamente en la cantidad de sus caras, que eran todas regulares y afiladas.
Transcurrido un tiempo, atestiguaron con asombro sagrado cómo el poliedro apoyado por el primer mago pasó de ser oscuro y opaco a translucirse de a poco, como depurado desde su centro. Ahora, los tres poliedros, que conservaban su forma perfecta, habían adquirido las mismas cualidades de la superficie de la esfera. Tal sensación nunca dejaba de inquietarles y maravillarles por igual. Era como si el material mutara de un estado inerte a uno en el que cobraba un aura semidivina; sentían que les transfería una porción de su ingente poder.
—Aún quedan tres poliedros por hallar —tomó la palabra un tercer mago—. Debe hacerse antes de la próxima gran conjunción de los astros.
A este le replicó otro:
—¿Cómo pretendes lograr en apenas doce años lo que a la orden le supuso más de trescientos?
El aludido se reservó un silencio antes de responder:
—Pronto Tiamat me dará las respuestas. —Tal afirmó y se sumió en un estado meditabundo; ingirió el místico brebaje y se entregó al trance de contemplación presciente de la esfera.
Mientras tanto, otro tomaba la palabra:
—Honremos juntos, hermanos, a Ahiq’ar. De no ser por su labor y su sacrificio, Asiria, el reino surgido de las cenizas de la última Gran Conflagración, aún extendería su impiadoso yugo de hierro sobre la tierra.
—¿Ahora te concierne la piedad? —le interpeló el de al lado.
—Me concierne la soberbia. En especial, la de los impíos.
—Asiria emergió de un mundo convulsionado —reponía otro—, entumecido por el miedo y el desconcierto…
—Cazadores de leones contra crías de gacelas —acotó uno vociferando.
—Babilonia ejerce la violencia con sabiduría —retomó el anterior—, no como arma de humillación y sometimiento. La Ley del Talión, vetusta y deficiente, ya ha quedado atrás. El exilio de la orden en Egipto culminó hace tiempo. Hoy, la orden prospera como nunca antes. El último bastión asirio ha caído en Karkemish. Los últimos focos rebeldes serán sojuzgados, y Babilonia, la grande, vuelve a afianzarse como la capital del mundo.
—¡Pero su rey es inestable! —rebatió otro—. Su brazo es fuerte, pero es débil de espíritu. Empieza a dar sendos indicios de fragilidad.
—Las obras palaciegas para sus aposentos reales avanzan como el creciente de luna —añadió el siguiente—. Desea emular los fastuosos jardines que en su tiempo erigió en Nínive la gran Semíramis, quien integró nuestra orden. Dice el vulgo que, una vez concluidas, rivalizarán incluso con la gloria del Etemenanki. ¡Y todo por una niñata meda! ¡Que ni siquiera está en edad casadera!
—La hija de Ciáxares es un buen partido para mantener a los reinos en paz y a nuestro imperio unificado —opinó uno.
—¡Tal acción atentaría contra el Pacto de Nínive! —contravino el siguiente—. Pues ya fue prometida al príncipe de Lidia, el hijo del rey Alyattes.
—En ningún punto el tratado hace mención sobre el género de los herederos —arguyó otro—. Y los tres reyes poseen legítimos hijos e hijas por igual.
—De todos modos, ¿es digno de un Señor de Babilonia, rey de reyes, gobernar obedeciendo los caprichos que le dicta su corazón? —acusó el anterior.
—Nabopolasar, padre suyo, ejerció una soberanía eficiente —añadió uno—, un monarca que se atenía a lo estrictamente necesario…
—¿Olvidas acaso que los propios magos lo creamos? —Ironizaba otro—. Nuestra orden inventó a Nabopolasar, el “hijo de Nadie”, ceñido a nuestra medida. Lo investimos para derrocar al falso rey, según los fines de los astros menguantes.
—Pero este hijo suyo… —iba refunfuñando el anterior.
—Debemos alterar el designio de su corazón. —Sugirió otro con voz reptante, y añadió—: No habrá necesidad de deponerlo.
Un inquietante silencio se esparció sobre sus cabezas.
—¿Sugieres exorcizar al rey? —le cuestionó otro, quebrantando la quietud.
—El rito antiguo de la Permutación de las Almas —confirmó el anterior.
—¡Urush-Daur! —exclamó uno, conmovido de solo pronunciar tal cosa.
—El Dragador de Almas —musitó el siguiente, no menos consternado.
—Según los registros sumerios —señalaba otro—, la probabilidad de éxito es casi nula. Aun si el aspirante atesora condiciones fecundas y propicias.
—A menos que… —iba susurrando uno.
—Tengamos en nuestro poder los poliedros restantes —completó el siguiente.
Mientras así deliberaban entre ellos, centraron de pronto su atención en el mago sometido al trance presciente de contemplación. Lo vieron convulsionar, aterrado por alguna visión que le devolvió El Orbe.
El pecho del mago lanzó un gemido grave. Las pupilas de sus ojos se tornaron doradas, como fundidas con la esfera, mientras profería tembloroso:
—Uno de los Doce Depositarios… ¡Las doce almas antiguas!… Está pronto a despertar de su sacro letargo… Se acerca… ¡el Tiempo de Revelaciones!
—¡Dínos lo que ves! —le inquirió otro con imperativo tesón.
El aludido se echó atrás. Las pupilas doradas se escondieron bajo sus párpados y siguió barbotando con trémula voz:
—Veo… ¡Furia!… Una furia irrefrenable. ¡Un gran lobo blanco enviado por los dioses!… ¡Vendrá del Norte!…
—¿Habla de Urartu? —se preguntó uno.
—No es posible —discrepó otro—. Su esplendor cayó hace tiempo. Fue diezmado. Urartu no es más que un estado vasallo.
—Un protectorado medo que responde al rey Ciáxares —refrendó otro.
—¡Dínos qué más te revela Tiamat! —volvió a increparle el anterior.
Tanto el orbe como los tres poliedros fulguraban con inusitada intensidad mientras el mago poseído iba vomitando más revelaciones.
—Esta furia… se condensa en la figura de un solo hombre… Lleva la marca del lobo… De furia incontenible… aún domeñable. Acusa una fuerza y un poder inmensos… pero, extrañamente, carece de vigor. ¡Está ávido de recuperarlo!… ¡Sí! ¡Es un mensajero! ¡Los poliedros acabarán en nuestro poder!…
—De tener los seis poliedros en nuestras manos… —iba diciendo uno.
—De dominar con éxito el rito del Urush-Daur… —añadía el de al lado.
—¡Conseguiremos recrear la Distorsión del Tiempo! El Tercer Diluvio y el retorno al Sagrado Tiempo Primigenio! ¡El tiempo de los dioses! —exclamó el siguiente, con fervor y pasmo divinos.
—Si no es Urartu, ¿de dónde vendrá el mensajero? —se cuestionó otro.
Pero el mago siguió revelando las visiones de Tiamat.
—¡La próxima Gran Conjunción!… ¡El día se tornará noche! ¡Dos grande ejércitos en el Norte!… ¡Un sagrado pavor atenazará los corazones de los ejércitos!
—¿De Lidia, entonces?
No hubo respuesta.
Uno de los doce elevó una pregunta a los demás:
—¿Qué dictaminan los augurios celestes?
El indicado se apresuró a escudriñar con minucia los papiros y las tablas de arcilla cocida que tenía a su lado. Al concluir, anunció:
—Acorde al ciclo de saros, de doscientas veintitrés lunas, el próximo gran evento solar será visible desde las tierras de Lidia y de Grecia.
—¡Lidios y griegos! —exclamó otro con asombro—. ¡El Noroeste!
—Cuando el momento llegue, el mensajero nos dará las respuestas —se aventuró en decir otro de los doce.
Uno de barbas ensortijadas, que portaba en su cabeza la mitra de Oannes y un atuendo que emulaba escamas de pez, elevó ambos brazos a los cielos. Había llegado el Tiempo del Designio. Así, sosteniendo con ambas manos racimos de tamarisco, elevó a la ronda la propuesta con resonante voz:
—El presagio quedará registrado. ¡Ahora, hermanos, encomendémonos a Oannes! ¡Será Él quien nos envíe el augurio de aprobación!
Los ojos de los magos entonces se dirigieron a los cielos. Quedaron obnubilados al advertir de pronto una nítida lluvia de estrellas que se cernió sobre sus cabezas. Recorrió un amplio sector de la bóveda celeste inabarcable y se dirigió crucera, con esplendente fulgor, hacia el cuadrante Noroeste.
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