Que el gato te seque a meadas los malvones. Tu hermanita*. Así rezaba la feliz tarjeta de Navidad del año 1900. Feliz en su primer lugar en la pila de recuerdos que yo acumulaba sobre la mesa de luz de mi amiga Clarita. Feliz en el “felices fiestas” impreso con letras ortopédicas, que nada tenían que ver con los matices que sabía darle Clarita a la gráfica manuscrita. Ni con los giros que daba a sus discursos, ni con las bromas con las que iluminaba su cara.
Éramos como hermanas. Veinte años habían pasado desde que su familia me contrató como enfermera, para que ella soportara mejor sus últimos días. Pero qué último ni último, Clarita vivió todos los días que quiso. Y no le importó nada ni de la ciencia, ni de las estadísticas ni de los pronósticos.
Resistente. Clarita era resistente y yo la adoraba, con su perfume de indiferencia y distancia y su refinado modo de amar y de morir.
Ella se fue una mañana de agosto, la que siguió a una noche en que jugamos ajedrez y bebimos hasta mucho después que se acabaron los bocaditos. Ella se fue derramando el champán sobre su camisón de seda. Y un prolijo infarto, se la llevó del todo. Una diva hasta para morir. “Ante todo el glamour”, se reía, y seguía comprándose camisones de seda por catálogo, “porque hay que estar enferma pero digna”, y me miraba, como ocultando la cara detrás de un echarpe de visón imaginario.
Un día de primavera, en que pudimos salir porque ella se sentía bien, en medio de la calle nos fue revelada la naturaleza de nuestra relación. Habíamos pasado cuarenta minutos en la verdulería, riéndonos, pícaras, de la forma del pepino. Y el dueño, un chico joven con cara de Arcángel Gabriel dijo: “¡Che, pero estas viejas lo pasan bárbaro!”
Ella jamás me tomó como a su empleada y yo tampoco quise serlo nunca. La cuidé por amor, a pesar del sueldo que recibía y que compartíamos. Su familia la visitaba poco. Yo era su única “hermana”.
A veces se distraía y me comentaba cualquier cosa, como a una amiga a quien no veía desde hacía tiempo: “No, no tomo té… tomo café…” Y yo le contestaba, despabilándola: “Me lo contás como si yo no hubiera tenido que servírtelo mil veces, estúpida”… y nos reíamos. Cómo nos reíamos.
Teníamos desafíos y duelos verbales. Porque es así, el amor te obliga siempre a pinchar al otro. Como esa Navidad cuando me escribió la tarjeta. Pero no era el comienzo de una pelea, sino una broma, una reconciliación, después de tres días de no hablarnos, y tenía un desafío implícito: “¿A que no podés ser tan buena como yo? ¿A que no lográs ser menos rencorosa? A que te jodí porque te perdoné yo primero…” Y me hacía reír la cretina. Así era de generosa, de original, de intuitiva.
Desde que se fue, por primera vez en la vida estoy sola.
De noche la intuyo.
Se me aparece en pena, con sus sábanas colgando y arrastra insomnio por los pasillos.
Y con tintineo de taza de té quiere consolarme. ¿Por qué interrumpo su sueño? Todas mis noches van a buscarla, mientras ella baila en sus campos de blancura.
Sus dientes rechinan entre las puertas, porque Clara no quería morir. Mi corazón se arrastra como un espíritu encadenado, porque la quiero viva. Y ninguna de las dos puede dejar de penar.
Las ánimas de los que amamos permanecen, Y es porque no las dejamos ir.

Mi casa es “la casa embrujada” del barrio. Las señoritas cuentan leyendas en los almacenes, los chicos se arriman a espiar a través de los cristales, y enseguida salen corriendo, despavoridos.
Soy “la bruja” y vivo entre mis fantasmas.
Todos hablan de mis hechizos y del alma de mi hermana muerta. Visto siempre de negro y cuando me ven cerca de las ventanas dicen que es un presagio, que alguien del barrio va a morir, y se santiguan. Pero me asomo poco. La oscuridad me atrae con lo que tiene de originario y de fundante.
Hace poco, una noche, volví a soñarla.
Esa Navidad de las meadas y los malvones ella me había desafiado, me había “tirado un guante”. Y yo jamás se los dejaba sin levantar. La perdonaba entonces, para responder a su reto, y la llenaba de regalos y de atenciones.
La noche en que la soñé, ella me dijo: “A que no… (se reía…) a que no salís de ésta. A que te sumís en la depresión hasta el último día de tu vida, a que no soportás mi partida, a que te jodí porque me fui primero”.
Me levanté riendo. Hice algunas compras, para horror y murmullo del vecindario. Me fui al cementerio y le derramé una copa de champán encima. “Ante todo el glamour”, le dije, y la miré como ocultando la cara detrás de un echarpe de visón imaginario.
Y volví a mi casa. Y puse música y leí cosas viejas.
Todas las noches me quedo levantada hasta tarde, a las carcajadas. Voy y vengo por la casa, susurrando. Y los vecinos espían por la ventana “¿En qué andará la vieja?”
Ahora soy una bruja que ríe.
He pasado de ser “la hechicera negra del barrio”, a ser “una viejita violeta… la viejita loca de la cuadra… que algún día se va a morir y quién irá a heredar semejante caserón en la esquina de Chacabuco y Moreno…”
Mientras yo sigo aquí, con mis murmullos secretos, mi conversación increíble, mi desafío constante. Porque, cuando ella me tira un guante, jamás se lo dejo sin levantar. Así somos. Clarita y yo.
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