
Estaba un poco loca mi madre.
Se ponía tan fiera cuando se trataba de amar, que parecía un volcán.
Tenía delicadeza mi madre. Nunca contaba los episodios que la incluían. Podía haber abierto la almidonada boca, y todos hubieran festejado su talento.
Pero no lo hizo.
La modestia, esa seguridad interna de su propio valor, la mantuvo en pie a lo largo de todos los puentes de silencio.
Era tan hermosa mi madre que hasta el agua de la orilla se estiraba para lamerle los dedos. Sauces y caballeros querían tomarla en brazos para bailar.
Su rostro podría haber ocultado un poco el tesoro de su alma. Hubiera brillado menos.
Pero no pudo.
Era tan deseada mi madre, que querían quemarla los miles de corazones aplastados por sus pies de aceituna.
Pudo haberse distraído. Marear sus rizos hasta vaciarlos de ideas. Quedarse sin contenido, sin dolor, sin habla.
Pero no lo hizo.
Era orgullosa mi madre. Despertaba los truenos de aquellas almas sin música.
Tenía tal fortaleza mi madre que se dejó violar en silencio, para proteger otras vidas.
La amordazaron con odio, le tatuaron con cicatrices de lágrimas la cara.
Era intuitiva mi madre. Supo del embarazo en dos días y dos lunas. Amenazada por estallidos de miedo, podría haberlo ignorado.
Pero lo supo.
Amó a su modo mi madre, no quiso deshacerse de la sangre de su sangre. Cualquiera lo hubiese justificado sin dudas ni agonías. Pudo haberme negado la vida.
Pero no quiso.
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