El hombre de la bolsa guarda.

Pasa de noche por los jardines y colecciona miedos.

Tiene montoncitos de sombras con formas extrañas y temibles, que ha despegado de las paredes de las habitaciones de los niños.

En su alacena se amontonan los remedios sin tomar, los crayones para orejas y las agujas. Tiene un alfiletero lleno de inyecciones.

El Miedo de Atrás de la Puerta, lo guarda junto a las escobas.

Tiene temores vagos, que se sienten como galletitas rotas en los bolsillos de su tapado viejo.

En un estante del baño están bien planchadas y blancas todas las penitencias.

En el cuarto oscuro hay doce cajones de narices. Algunas todavía siguen creciendo, como esos tubérculos olvidados en la heladera, con sus brotes secos y sus hojas que para qué.

El laboratorio está lleno de panzas, como probetas transparentes llenas de gusanos, por no convidar.

El Hombre de la Bolsa tiene un montón de ojos, también. En frascos, guarda los que no ven por culpa del pis de sapo. Y los que quedaron bizcos para siempre porque alguien los sopló, están en el freezer, al lado de los dientes flojos.

A veces intercala ojos ciegos y torcidos para hacer viscosos collares que usan contentos los monstruos del placard.

Cuando llega la noche, el hombre de la bolsa se pone un pijama con ositos y se acuesta con la luz encendida y su dedo para la boca. Sobre él se oye una musiquita y gira el móvil de chupete, uña rota y siesta sin dormir.

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