Cuando el reloj marcó las tres de la madrugada, una neblina cálida y azufrosa llenó el aire de la intersección de caminos.

—Justo a tiempo, vaquero —dijo una voz seductora, con una emoción apenas contenida.

—No perdamos el tiempo con charla innecesaria. Estoy aquí por nuestro trato, demonio —gruñó el vaquero con su voz curtida por el tabaco, mientras lanzaba su cigarrillo al suelo y lo apagaba con la bota.

—El revólver por tu precioso hermano —dijo la demonio, pasando sus dedos con delicadeza por las intrincadas molduras del cofre que sostenía.

Con el tintineo de sus espuelas, el vaquero se acercó a su caballo y desató un cofre idéntico al de la demonio.

—Como lo acordamos. Espero que cumplas tu palabra —le increpó, sosteniéndole la mirada en abierto desafío, como si temiera que al parpadear ella desaparecería.

—Siempre lo hago, grandulón. Para bien o para mal, mi palabra es la única ley que sigo— respondió ella, extendiendo ambas manos: una con el cofre y la otra vacía.

El vaquero imitó el mismo gesto. Con una mano sujetó el cofre de la demonio y aflojó el férreo agarre sobre el suyo, ella lo tomó con la urgencia de quien prueba su primera gota de agua tras la agonía de una sed prolongada.

Al abrir la tapa y ver el corazón aun palpitando, la demonio sonrió, acariciándolo con la devoción de quien recibe un regalo largamente esperado, mientras susurraba dulcemente —Te advertí que tu corazón sería mío… de una forma u otra —Luego abrazó el cofre, apretándolo contra su pecho mientras sonreía con la expresión de una colegiala enamorada.

—Gracias, hermanito, no habría podido lograrlo sin ti — musito el vaquero con sarcasmo, abriendo su propio cofre y admirando los ominosos grabados del revólver.

Una risa socarrona brotó de su garganta. La sangre de su hermano solo fue la primera gota del diluvio que caería. Con el revólver en su poder, pondría al mundo de rodillas… Un disparo a la vez.

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