EsSalud: El Turno que Nunca Llegó

EsSalud: El Turno que Nunca Llegó

Mike Durand

25/02/2025

Como todos los días, fui a EsSalud a tomar mis pastillas. Mi tratamiento para la TBC aún duraría al menos cuatro meses. Ese día, 19 de noviembre, tenía programadas unas radiografías por indicación de mi médico. Llegué temprano y, al tener cita, no necesité hacer fila. Me senté a esperar.

Pasada media hora, llegó un hombre con una niña en brazos. Su respiración era agitada, y en su rostro se reflejaba la angustia. El hombre miraba la fila con impaciencia. La niña le susurraba algo al oído, pero no pude escuchar. Su respuesta, en cambio, sí fue clara:

—Sí, mi amor, todo va a estar bien. Espérate un ratito, ahorita nos van a atender. A ver, respira lento conmigo, ¿sí?

—Papá, me duele el pecho… —gimió la niña.

Algunos de los trabajadores del área de atención también la escucharon, pero simplemente bajaron la mirada, ignorándola.

Aún quedaban personas con valores. Una señora le cedió su turno al hombre, quien agradeció con un gesto. Pero aún debía esperar a tres pacientes más antes de ser atendido. Mientras tanto, la atención seguía su curso indiferente.

—Señora Doris —llamó, con voz malhumorada, uno de los trabajadores.

Una mujer de unos 50 años se acercó con un papel en la mano.

—Dicen que esto es urgente —le informaron.

Doris, la encargada, tomó la indicación con rudeza y la leyó con indiferencia.

—¿Qué tienes? —preguntó sin siquiera mirarla.

—Me duele mucho la espalda —respondió la mujer.

—Espérate un momento —sentenció Doris, y se fue.

Antes de aceptar a un paciente como «urgencia», Doris debía llevar la indicación al médico de radiología. Pero no solo importaba lo que él leyera, sino también su propio juicio sobre el estado del paciente.

—Doctor, tengo esta indicación.

—Bien, Doris, dime, ¿cómo está el paciente?

—La verdad, doctor, la veo de lo más tranquila.

—Ok, entonces dile que no es urgente y que programe su cita para otro día.

Doris volvió con una sonrisa sarcástica.

—Mira, mamita, el doctor dice que esto no es urgente, que programes tu cita para otro día.

La mujer intentó protestar con una voz débil y temblorosa, pero Doris permaneció firme. Resignada, la paciente bajó la cabeza y se retiró.

Me hervía la sangre. ¿Cómo podían tratar así a la gente? ¿Cómo podía existir tanta frialdad?

Habían pasado 45 minutos y aún no me llamaban. Finalmente, le tocó el turno al hombre con la niña.

—Por favor, esto es urgente. Me manda el doctor que acaba de ver a mi hija.

—Documentos del paciente.

El hombre, desesperado, bajó a su hija para buscar el DNI. La niña se tambaleó; parecía a punto de desmayarse. Me acerqué y le ofrecí mi asiento.

—Doris —llamaron nuevamente.

Doris apareció con la misma actitud de antes: hombros encogidos, ceja levantada, el gesto de fastidio pintado en el rostro.

—¿Qué pasa?

El hombre le extendió la indicación.

—¿Usted es el paciente?

—No, no… es mi hija —dijo, levantándola en brazos para que la viera.

Doris ni siquiera alzó la mirada.

—Espere un momento.

La niña apoyó la cabeza en el hombro de su padre, cada vez más débil.

El punto de quiebre

—Durand —me llamaron por fin.

Pero en ese momento, ya no importaba. Lo importante era la niña.

Vi venir a Doris con pasos apresurados.

—Señor, el doctor indica que esto no es urgente. Programe su cita para otro día.

Un murmullo recorrió la sala.

—¿Cómo que no es urgente? —protestó el padre—. ¡Mi hija está mal!

—Lo siento, señor. Solo cumplo órdenes. Hable con el doctor si quiere insistir.

—Papá… me duele… —susurró la niña.

La desesperación se reflejaba en los ojos del hombre.

De pronto, nos dimos cuenta de algo aterrador: la niña había empeorado. Su piel se veía pálida, su cuerpo inerte. El hombre intentó despertarla.

—¡Mi amor, despierta!

Nadie reaccionaba.

Entonces, un grito desgarrador rompió el silencio.

—¡AYÚDENME! ¡AUXILIO! ¡MI HIJA NO DESPIERTA!

Dos paramédicos corrieron a atenderla. La recostaron en el suelo y comenzaron las maniobras de reanimación.

Todos observábamos en shock, incluso Doris y los trabajadores que antes habían ignorado la urgencia.

—¿Qué pasa con la niña? —preguntó Doris, ahora con miedo en la voz.

No me contuve.

—¿Acaso no te das cuenta? ¡Si no estuvieras tan cegada por tu soberbia, habrías visto que necesitaba ayuda!

Doris retrocedió, visiblemente afectada.

Los paramédicos seguían luchando.

—¡Vamos, bebé, aguanta! —gritó uno, aplicando más compresiones.

—¡Reacciona, por favor!

Pero la realidad era cruel.

Uno de los paramédicos detuvo sus movimientos. Respiró hondo, apretó los labios y, con voz quebrada, murmuró:

—Ya no podemos hacer más…

Silencio.

El padre se lanzó sobre su hija, abrazándola con desesperación.

—Mi niña, despierta… soy yo, tu papá… despierta, mi amor…

El paramédico le puso una mano en el hombro.

—Lo siento, señor… hicimos todo lo posible.

El hombre, con la mirada perdida en su hija, escuchó sin realmente oír.

—Si la hubieran atendido antes… ella pudo haberse salvado.

El padre levantó la cabeza lentamente. Sus ojos se encontraron con los de Doris.

Había en su mirada una mezcla devastadora de dolor, furia… y un atisbo de perdón.

Doris retrocedió. Sus labios temblaban. Su cuerpo entero parecía encogerse bajo el peso de la culpa. Miró a cada uno de nosotros con lágrimas en los ojos. Bajó la cabeza y se alejó lentamente.

Nadie habló.

El dolor de un padre

¿Cómo podemos describir el dolor de un padre? Para entenderlo, tendríamos que vivirlo en carne propia.

Cuando perdemos a una esposa, nos llaman viudos. Cuando perdemos a nuestros padres, nos llaman huérfanos. Pero cuando perdemos a un hijo… no hay una palabra que nos nombre.

Porque no existe un término que abarque el vacío inmensurable de esa pérdida.

No hay definición para ese dolor.

No la hay… y nunca la habrá.

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