My fucking inocencia

De haberme hecho la cuenta antes hubiese participado en la última convocatoria, la del aniversario de Ana María Matute y la pérdida de la inocencia. Pero como de costumbre, llego tarde. Ahora escribo por despecho y por no poder participar en donde hubiese querido participar. Estos son mis sentimientos antes de hablar de cómo perdí la inocencia. 
No fue a los once cuando vi un beso con lengua en un anime. Tampoco a los trece cuando empecé a fumar porros y di mi primer beso con lengua. 
Ni a los catorce cuando vi por primera vez a dos chicos pegarse hasta que uno quedara inconsciente. Entonces eso era guay. Y festejé todas las veces que mi amigo le hundió el codo en el cráneo al otro. Recuerdo muy bien el sonido, como golpear una pared hueca.
En el verano de los quince probé la coca. Fue en el coche de un amigo de veinticinco, durante las fiestas de mi pueblo. Dijo: «mira lo que tengo». Y sacó un recorte de bolsa de supermercado con cocaína. «Un pollo», dije. Y le estrujó el cuello. Me chupé el índice y lo hundí en la nieve. Pensé: «como cuando niño». Pero dije:«sabe a gasolina». No esperaba reconocer el sabor.
Pero tampoco fue ahí cuando perdí la inocencia. Ni todas las otras veces con ese chico diez años mayor que yo: tenía coche, tatuajes, hacía MMA, vendía yerba de la buena y a mí me la daba gratis. Cuando estábamos de fiesta me daba pastillas de colores. Y cuando estábamos solos me revolvía los pelos y me decía cosas al oído y me metía la mano en el pantalón para arrancarme suspiros que me obligaban a doblarme a la mitad. Pero tampoco fue ahí.
Ni al final de ese verano cuando me escondió de noche en el rompeolas tras los bares del puerto. Y la noche se llenó de espuma. Y mis pupilas eran dos platillos volantes recorriendo el cielo. Y yo le dije «no, no, que no, no». Pero se corrió donde quiso. Y yo quise ser una de esas rocas para que las olas me golpearan durante miles de años hasta convertirme en arena.
Pero en vez de eso solo pude enfadarme mucho y reventarme los nudillos contra la roca. Y volví con nudillos sangrantes y mis amigos preguntaron: «¿qué te pasó, hermano?», pero nunca obtuvieron respuesta. (Ya la conocían).
Tampoco lo fue la primera vez que vi porno. Ni fisting, aunque eso fue por curiosidad y no por placer. Le he cogido un poco de miedo a los anos
Ni la primera vez que los chicos mandaron por el grupo de WhatsApp gifs de ejecuciones de narcos. Ahí vi por primera vez el interior de un cuerpo. Vi cuerpos dados la vuelta, como cuando el profe se iba de clase y le dábamos la vuelta a la mochila del delegado.
Ni cuando vi Two girls one cup.
(Todo esto es the average internet experience. Puedo ver todas las obscenidades que imaginó el Marqués de Sade con un par de clicks). Pero tampoco fue internet quien me quitó la inocencia.
Cuando me enamoré por primera vez estuve apunto de perderla. Pero lo oculté tan bien que nunca la perdí del todo. (Nunca se enamoren del heterazo de clase, por mucha atención que os dé y por muchas cosas que os enseñe por debajo de la mesa). No se enamoren. Lloraba solo por las noches para tener la cara fresca de nuevo al despertarme.
A los diecisiete pude volver a follar, pero solo supe dar placer. Ahora con veintitrés sigo aprendiendo a recibir placer sin sentir vergüenza ni repulsión. Sin sentirme tan vulnerable como para querer echar a correr.
Tampoco perdí la inocencia cuando tuve que aprender a hacerme una lavativa (después de aprender antes qué era una lavativa) yo solo. Después de algún que otro accidente.
Mi primera lavativa fue como la primera vez que me afeité el tolete: a solas en el baño sintiendo el rush de hacer algo prohibido con fines puramente sexuales.
Tampoco perdí la inocencia cuando me peleé a piñas por primera vez. Fuera de una discoteca. Se acercó, me llamó maricón y me reventó la cara. Yo me le lancé sin pensarlo. Menos mal que nos separaron porque seguramente me hubiese metido una paliza. Fue a los veintiuno. Y ni me he vuelto a pegar con nadie ni quiero volver a hacerlo. Duele.
Tampoco cuando murió mi abuela. Ni mi gato, ni mi perro.
La inocencia la perdí cuando empecé a leer y estudiar dejó de ser una obligación, un obstáculo entre yo y mi trabajo de nueve a cinco que mantuviera todos mis vicios y suscripciones mensuales. Querer aprender me volvió *inserte un antónimo de inocente —culpable no vale.
Perdí la inocencia cuando pude calcular la enorme distancia entre quién era y quién quiero ser.

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