Llevaba horas allí, sentado, con la mirada fija en la luminosa pantalla. Trabajaba desde casa; hacerlo de otro modo le resultaba demasiado complicado. Sentía el cuerpo encorvado y le crujían los dedos al teclear. Incesante, obsesivo, su manía no le permitía sucumbir a una necesidad más primaria. Debía levantarse, o mejor aún, salir corriendo de allí, pero tenía la existencia inmovilizada en la silla. El lugar se oscurecía, el sueño lo alcanzaba. ¿Pero qué diferencia había entre un sueño y la realidad? Él no lo sabía, pues a intervalos, partes de sí mismo se revelaban: su mano se cerraba en un puño y ya no podía escribir; su propio peso lo hacía caer hacia un lado, lejos del escritorio; sentía la cabeza tan pesada como si estuviera hecha de hormigón; y sus ojos, enrojecidos y adoloridos, se cerraban sin que pudiera controlarlos. Entonces se desplomó. Sus extremidades tomaron el control; sus piernas se estiraron; se levantó y se dirigió hacia su pequeño sofá, uno de los pocos muebles que había, en un rincón. Así fue como fue inducido a una sensación onírica; creía que estaba soñando, pero seguía consciente. Su mente seguía acelerada y su cuerpo estaba muerto, atrapado en la completa oscuridad.
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