Un cuento para niños: El viejo espantapájaros
Era un espantapájaros. Si, un simple espantapájaros. Ya no recordaba cuanto tiempo había estado allí, en medio de ese campo. Había visto pasar el sol sobre su cabeza tantas veces. Recordaba las buenas cosechas y el regocijo de su dueño. Y algunas malas y la preocupación y la tristeza en su rostro. Recordaba cuando por primera vez abrió los ojos en medio de ese campo verde, y lo maravilloso que le había parecido ese pequeño mar que ondulaba con el viento. Recordaba las caritas risueñas de los niños bailando a su alrededor y lo orgulloso que se había sentido cuando descubrió que formaba parte de esa familia. Y de que gran parte de la producción del campo se debía a su labor.
Había pasado tanto tiempo. Sus ropas gastadas y desteñidas se lo recordaban. Y ahora la amarga realidad lo despertaba de golpe, como de un largo sueño. El era un espantapájaros, un simple espantapájaros. Y el nuevo muñeco, flamante creación que ellos habían levantado en el patio de la casa era ahora el favorito de los niños.
Se alzaba magnífico entre la casa y el sembrado, y era claro que en esa ubicación, pasaría a ser un participante ilustre de sus juegos.
Era hermoso. Un traje azul oscuro que complementaba una corbata roja sobre una blanca camisa, zapatos negros brillantes y un sombrero alto que lo coronaba como el rey del día.
El viejo espantapájaros se avergonzó al contemplar su humilde figura. El ni siquiera tenía zapatos y el sombrero de paja, que alguna vez le había dado un aspecto distinguido, ahora no era más que un triste recuerdo que apenas se sostenía sobre su cabeza.
Sintió envidia, y rabia, no era justo. El había dedicado su vida a proteger las cosechas de esa familia. Había estado a la intemperie, soportando la lluvia, el sol implacable, luchando con las aves que revoloteaban ávidas sobre las tiernas plantas. El se merecía estar en ese lugar. El se merecía… no, ¨»necesitaba» ese traje nuevo. Y extrañaba desde hace tanto los juegos de los niños a su alrededor.
Todo el día había observado como los niños adornaban al nuevo integrante de la familia. Como lo trataban con tanto interés cuidando cada detalle para hermosearlo. Como a su alrededor hacían rondas y fiesta como para celebrarlo. Y es que parecía que toda la casa se había trastornado para recibirlo, porque desde temprano se habían empezado a hacer preparativos como para una fiesta.
Estaba decidido, esa noche partiría. No sabía donde iría. Pero prefería desaparecer en silencio que esperar a ser derribado y remplazado por el nuevo. Ni siquiera sabía si podía moverse. Nunca lo había pensado, y es que nunca había sentido la necesidad de hacerlo. Pero su decisión se hacía a cada minuto más fuerte y parecía que nada podía detenerlo. Sí, esa noche partiría.
Y la noche llegó. La casa era toda luces y hasta habían llegado visitas, rostros desconocidos para el viejo espantapájaros. Era una ocasión especial. La cena se alargó más de lo normal. Se oían risas y aplausos y los niños que salían de vez en cuando corrían alrededor del patio, improvisaban juegos, se detenían, observaban al nuevo espantapájaros y volvían a entrar. La música comenzó a sonar alegre. Una melodía tras otra. No pudo soportar más. El momento había llegado. Era hora de partir.
Entonces ocurrió. Todos salieron afuera. Con rostros expectantes. Se miraban unos a otros sonrientes, rodeando al magnífico muñeco. Y miraban sus relojes. Diez, nueve, ocho…empezaron a contar a coro. Era el bautizo. El nunca tuvo uno. Su llegada había sido un humilde despertar en medio de ese campo. Siete, seis, cinco, cuatro…las voces se elevaban jubilosas. El corazón del viejo espantapájaros se rompía en pedazos. Tres, dos, uno, ¡Cero! Y todo fue abrazos y besos. Parecía que el mundo entero celebraba al recién llegado.
¡Feliz año nuevo! Alcanzó a escuchar ¡Feliz año nuevo! Se repetía por todos lados. Y a través de sus ojos llorosos pudo observar, con sorpresa, como uno de los presentes se acercaba al muñeco e inclinándose le encendía fuego. Y como lentamente se iba vistiendo de llamas, los fuegos artificiales comenzaban a explotar en sus bolsillos y a volar por los aires, y los niños comenzaban una ronda entonando una canción que hablaba de una despedida al viejo año.
Finalmente todo quedó en silencio. La gente se retiró poco a poco. Las luces se apagaron. Solo se oía el rumor del campo. El nuevo espantapájaros ahora no era más que un montón de restos consumidos por el fuego. De vez en cuando, una nubecilla de humo subía tenue como último vestigio de lo que había sido un flamante muñeco.
El viejo espantapájaros suspiró. Las lágrimas se habían secado. El cielo estaba hermoso. Podía ver las estrellas hasta donde la vista alcanzaba. Una tibia brisa agitaba el ramaje de los árboles y el canto de los grillos parecía seguir el ritmo de aquella danza. La noche estaba hermosa. Y él se alegraba de ser parte de ese lugar.
El amor más grande
El pequeño comenzó a sollozar.
Primero fue un llanto ahogado. Pero luego, cubría su boca con una mano como para disimular sus gemidos.
La enfermera se acercó preocupada. En un mal dialecto y con las pocas palabras que sabía en su idioma preguntó si algo andaba mal. El pequeño negó con la cabeza. Ella secó las lágrimas que rodaban por sus mejillas, le acarició la frente y se aprestó a seguir con el procedimiento.
Era un procedimiento de rutina: una transfusión de sangre.
La pequeña niña había sido llevada al campamento por los lugareños que la encontraron. Estaba bastante débil por las numerosas heridas: Una granada perdida. Un grupo de niños jugando. Las esquirlas la habían alcanzado. Una historia repetida en aquella zona. Bien lo sabía la enfermera.
Necesitaba con urgencia un donante.
El tipo de sangre no era común, pero afortunadamente, el muchacho tenía el mismo grupo, y aunque reticente al principio, había accedido a la transfusión.
El muchacho continuaba llorando. Con su cabeza inclinada hacia un costado y la vista fija en un rincón de la tienda, ahora su llanto era quieto y resignado.
El médico que entraba fijó sus ojos en él y luego, como preguntando, miró a la enfermera. Ella solo se encogió de hombros he intentó esbozar una sonrisa.
El procedimiento había terminado. El pequeño parecía sorprendido. Recurriendo a las señas, y con un muy mal dialecto, el médico y la enfermera intentaban explicarle al muchacho que ya todo estaba bien.
Un soldado que acababa de llegar salvó la situación. Aprovechando su presencia, luego de relatarle lo ocurrido, le pidieron que averiguara el por qué del llanto del muchacho.
Tras una corta conversación el soldado volvió con ellos.
-Fue solo un mal entendido,- explicó el soldado.- La pequeña y el muchacho son amigos desde que él tiene uso de memoria.
Cuando la vio llegar pensó que estaba muerta, pero luego entendió, por las explicaciones de la enfermera, que había una posibilidad de salvarla: ella necesitaba sangre y la de él era la adecuada. Entonces ella necesitaba que él donara su sangre para salvarla: «toda su sangre».-
-¡Pero cómo!- Exclamó el médico- ¡Eso le hubiera causado la muerte!
-Y así lo entendió él,- dijo el soldado.
-¿Estaba dispuesto a dar la vida por su amiga?- Preguntó sorprendida la enfermera.
-Es lo que yo le pregunté- respondió el soldado. -El me contestó: «ella es mi amiga, y sé que haría lo mismo por mí. ¿No se supone que eso es lo que hacen los amigos?»
Es un muchachito muy valiente- susurró el soldado, desviando la mirada.
-Lo es- repitieron ambos, observando al muchacho que ahora se encontraba a un lado de la camilla, sosteniendo la mano de su amiga.
El cantar de Efeso
«¡Oh, si ella me besara con besos de su boca!
Porque mejores son tus amores que el vino,
A más del olor de tus suaves ungüentos,
Tu nombre es como ungüento derramado»
(Cantares 1:2,3)
Canto I: El amor
Y la encontró ¿O ella lo encontró a él? No importa.
La vida se la había regalado.
Cuando su corazón estaba seco de esperanzas. Vacío de motivos. Solo.
Y se enamoró. Se enamoraron.
Y la vida parecía recobrar significado para él.
Y los sencillos detalles eran perlas que la vida le regalaba por doquier: una mirada, un gesto, una mano tibia, una sonrisa.
Nada podía perturbar el nuevo ritmo que este sentimiento le infundía a su vida, nada podía empañar el color y el brillo que esta nueva luz traía a su existencia.
Todo ahora era posible.
Su vida anterior quedaba atrás. Solo un vago recuerdo, malas experiencias. Ya no importaba.
Y se casaron. Y fueron felices. ¿Para siempre?
Los problemas vinieron. Pero las tormentas solo podían fortalecer su amor.
Uno tras otro superaron vientos y mares que amenazaban con hundir su barca.
Pero la más feroz tormenta pasa. Y viene la calma.
Canto II: El constructor
Y en medio de la calma comenzó a pensar.
Entonces pensó: construiré una mejor barca, más grande, más segura. Ella lo merece.
Y trabajó. Trabajó día y noche. Y aseguraba su barca.
Y ella se convertía en la princesa del castillo. Y un gran palacio construyó.
Y fue admirado. Y le agradó.
Y llegó a ser tan grande que no se sostenía. No por si mismo. No sin mucho trabajo.
Y ella lo extrañaba. Y más de una vez llamó su atención.
Pero él trabajaba ¿No lo hacía para ella?
Ya no temía a los vientos pero se dio cuenta que la luz se había ido y su corazón se había comenzado a secar
.¿ Es que ella había cambiado? No entendía.
Las mujeres son complicadas.
Canto III: El sabio
Y en medio de estas dudas comenzó a pensar.
Entonces pensó: debo entender. Y entenderla.
Conoceré sus secretos para hacerla feliz. Ella lo merece.
Y estudió. Y leyó. Libros y libros. Y preguntó y conoció a sabios y eruditos.
Y él mismo se hizo erudito, sabio entre los sabios.
Todo lo que el hombre podía saber sobre el hombre y hasta un poco más.
Y fue admirado. Y respetado. Y le agradó.
Pero mientras más conocía más preguntas tenía y más se ocupaba en estudiar.
Y ella lo extrañaba. Y se lo dijo.
Pero ahora ella era para él tan distinta que menos la entendía: no construía, no estudiaba, amaba las cosas sencillas y hasta extrañaba los tiempos de tormenta.
Y el entendía que si la perdía todo lo que había logrado perdía su significado, nada tenía razón de ser: trabajar, construir, estudiar, aprender.
¿No lo hacía para ella?
Canto IV: El hombre
Pero en su corazón el sabía que ya no la amaba como antes.
Porque estas cosas habían ocupado el lugar de ese primer amor.
Le construyó una habitación especial, magnífica, en la torre más alta.
Ella se lo merecía (y no quería perderla, sería una vergüenza).
Y de vez en cuando, cuando tenía tiempo, subía a verla.
Y ella bajaba a menudo buscándolo, pero casi nunca lo encontraba, estaba demasiado ocupado en sus cosas, construyendo, trabajando, estudiando, enseñando.
Lo hacía para ella.
Canto V: El despertar
Las algarrobas tienen mal sabor.
Y él también comenzó a extrañarla.
Una sonrisa tierna, una mano tibia, una caricia.
La luz que no había en los libros. El calor que no encontraba en los logros.
Recuerdos vagos que su alma vacía despertaba sedienta.
Y una noche llegó presuroso. Y se dirigió directamente a la torre.
Subió rápido las escaleras. Estaba decidido.
Le pediré perdón, se decía. Le diré que estaba equivocado.
Que no merezco su amor porque no fui capaz de conservarlo.
Que si no me perdona lo entiendo. Que he sido un tonto…
La puerta estaba abierta (como siempre). Pero ella ya no estaba.
Recorrió la habitación en busca de alguna pista. Nada.
Demasiado tarde. La había perdido.
Canto VI: Las lágrimas
Se sentó a mitad de las escaleras. La cabeza sujeta entre sus manos.
Ya no pensaba. No quería pensar. ¿Que valor tiene?
Y lloró.
Lloró como nunca antes ¿es que antes había llorado?
Y con cada lágrima se despojaba de sus conocimientos, de sus certezas, de sus logros, de sus vanidades.
Cada lágrima parecía una perla, de esas que la vida le había regalado.
De esas que él no había sabido apreciar.
Y que ahora devolvía con dolor.
Volvía a ser un niño solitario necesitando de un abrazo y protección.
Entonces la vio. Al pie de la escalera. Esperándolo.
Siempre estuvo ahí.
Canto VII: La luz
Bajó corriendo y la abrazó.
Sin palabras.
Fue un abrazo largo.
Y ella no decía nada.
Con manos delicadas le secaba las lágrimas.
Y la sonrisa en su rostro le devolvía la luz que hace tanto había perdido.
Intentó decir algo pero ella negó con su cabeza.
Y unos dedos suaves sobre sus labios silenciaron el momento.
Todo está bien, dijo ella finalmente. Todo está bien.
Y esas palabras le valieron más que todas las palabras escritas en los libros.
«¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz para dejar de compadecerse por el hijo de su vientre?
Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti.»
(Isaías 49:15)
La búsqueda
La enorme nave se detuvo y con ella toda la actividad en el puente de mando. Las miradas expectantes de toda clase de criaturas estaban dirigidas hacia la imponente pantalla, donde rodeada por una cantidad de puntitos luminosos se podía ver una preciosa esfera brillante de color azulado.
La estrella que la regía era de magnitud más bien inferior y en el resto de los planetas que constituía su séquito no había indicios de vida alguna pero en este la abundancia y variedad era sorprendente.
El que parecía estar a cargo se acercó a una criatura inclinada sobre una extraña superficie sobre la que manipulaba y hacía gestos como si moviera objetos invisibles. Antes de que su superior alcanzara a decir algo la criatura se incorporó y luego de un extraño gesto que bien se podría entender como un saludo le indicó un lugar donde varios otros seres se encontraban rodeando una especie de proyección tridimensional del joven planeta.
Los saludos de rigor y la pregunta esperada por todos brotó de labios del comandante:
-¿Es cierto entonces…? ¿La hemos encontrado?
Los resultados del análisis primario eran claros y los datos concluyentes.
-Si- respondió uno de los seres señalando una serie de ondulaciones luminosas que bailaban y se mecían debajo y alrededor de la hermosa imagen.
-No cabe duda, el planeta posee reservas importantes de «la energía».
El comandante suspiró. Montones de recuerdos se agolparon en su mente. Largas jornadas en vela, extraños y lejanos lugares, su propio planeta ya casi sin vida y su familia largamente añorada. Por supuesto todo ahora tenía sentido y este descubrimiento solo aumentaba las esperanzas de que el resto de las expediciones pudiera tener el mismo éxito.
-Solo hay un problema – agregó la criatura.
-Explíquese por favor- respondió el comandante.
-Verá,- dudó un poco la criatura, replegando lo
que parecían ser un par de alas en su espalda -aunque el planeta es joven y sus ecosistemas relativamente sanos se detecta un desequilibrio energético importante.
-¿Qué tan importante podría ser?-Inquirió el comandante.
-Bueno, el planeta podría estar en camino de terminar en el mismo estado que nuestros sistemas de origen.
El rostro del comandante se ensombreció. Los recuerdos de su planeta seco y sin vida, excepto por las ciudades reservorios rodeadas por desiertos o por mares cada vez mas salados, volvieron a su mente.
-¿Cuánto tiempo?-preguntó.
-Eso no es tan fácil de diagnosticar-respondió la criatura-necesitamos un análisis más detallado pero no creo equivocarme si digo que no mas de tres «quorecs»
-Ocurre que- prosiguió la criatura -los ecosistemas que conviven en este planeta son demasiado frágiles y dependientes. La mayoría de las especies son inferiores y no conscientes pero la especie dominante y con cierto nivel de consciencia parece tener el control y el conocimiento suficiente para la manipulación de las energías sucias, y aunque conciben la existencia de «la energía» no parecen darle la significación que nosotros tan tardíamente descubrimos.
-Entonces quizás aún no es demasiado tarde- dijo el comandante.- Un proceso de concientización tal vez podría encaminar a esta especie por la senda correcta.
-Recuerde señor-respondió la criatura-que no nos está permitida la intervención directa sobre los sistemas con un grado de conciencia tan primitivo.
-Lo sé bien- susurró pensativo el comandante-esto es algo que deberé consultar con los hermanos mayores- y dando media vuelta dio un par de pasos hacia la salida pero antes de continuar e indicándole con una seña a su interlocutor que se acercara ordenó:
-Quiero un informe detallado sobre este planeta, sus formas de vida, el funcionamiento de sus ecosistemas y su relación con «la energía». Y a propósito,- preguntó con cara de duda:-¿Cómo nombran a «la energía» las especies conscientes de este planeta?
-La verdad es que ni siquiera la consideran una forma de energía -afirmó la alada criatura-, para ellos es solo una forma de manifestación física y emocional, su nivel de consciencia no les permite concebirla como la fuerza unificadora y el sustento del orden básico en cada sistema. Nuestros científicos han concluido que el concepto que más se aproxima en el lenguaje de esta especie a la definición de la «energía» ellos lo verbalizan con la palabra «amor».
El comandante permaneció pensativo, se alejó hacia la salida con sus manos tomadas detrás de la espalda y antes de salir volteó para observar la enorme sala en la que la actividad era ya creciente. En su rostro cansado se reflejaba la intensidad de innumerables jornadas. Dio un vistazo a la pantalla en la que aún se recortaba sobre un fondo oscuro como una hermosa perla añil el joven planeta y no pudo evitar dejar escapar un último suspiro antes de desaparecer por el largo pasillo…
Una tempestad en Tiberíades
Subieron a la barca. Cansados como estaban no podían dejar de sentirse inquietos. El color de aquellas nubes, por la tarde, no era un buen presagio.
Uno por uno se repartieron por la barca. Se ubicaron como pudieron y desplegaron la vela. El Maestro se acomodó en la popa, entre algunos cordeles y otros trastos que por el desorden hacían pensar que habían sido dejados ahí apresuradamente, luego de un agitado día de trabajo. Seguramente era el más cansado de todos porque apenas se recostó en el improvisado camastro, inclinando su cabeza, se quedó dormido.
La noche era bella. Con esa belleza calma que despierta en los sentidos olvidadas sensaciones.
La luna brillaba en todo su esplendor, reflejando en el lago como en un espejo de plata sus pálidos rayos, que iluminaban la ribera con un sutil resplandor.
Un tibio viento, suave y constante, inflaba la vela asegurando un viaje rápido y fácil, pero esa engañosa tibieza acentuaba en los más experimentados la inquietud inicial.
Había sido una petición del maestro. ¿Quién podría negarse?
Detrás de ellos, varias barcas de distintos tamaños conformaban una improvisada comitiva.
Bañadas por la blanquecina luz de la noche, surcando aquel argénteo espejo, con sus velas desplegadas, y sus pequeñas lamparitas titilando como un enjambre de ordenadas luciérnagas representaban un glorioso espectáculo.
El mar de Galilea, o mar de Tiberiades, pomposos nombres para el que en realidad es solo un lago de mediano tamaño, alimentado por el río Jordán, de no más de 12 Km. de ancho por unos veinte de largo.
Ubicado muy por debajo del nivel del mar y rodeado de montañas, los fríos aires de las alturas, atraídos por la tibieza de la superficie del lago, producen al encontrarlo tormentas repentinas que trastornan sus aguas, como si se tratara de dos enamorados reuniéndose en una cita prohibida.
Rápidamente dejaron atrás a las otras barcas.
Ya se encontraban a mitad de camino. El viento aumentaba su intensidad, y caprichoso, comenzaba a jugar con la vela obligando a los marineros a redoblar sus esfuerzos para mantener el curso.
Su corazonada inicial parecía confirmarse. El viento ya no jugaba sólo con la vela, ahora mecía la barca a uno y otro lado, arriba y abajo al compás de las olas.
Comenzaron a pensar en arriar el velamen para mayor seguridad, y más de alguno le echó un vistazo a las cuerdas enrolladas en la popa, atarse a cualquier cosa fija parecía ser ya la mejor forma de capear el temporal, pero el Maestro durmiendo plácidamente sobre ellas los disuadía.
Definitivamente bajaron la vela. Difícilmente podían maniobrar sobre la barca. Las olas eran ya tan altas que amenazaban anegar la embarcación. El viento recio, arrastrando oleadas de espuma azotaba atrevido los rostros de los espantados marineros.
Cada uno en su lugar, aferrados como podían a la barca, esperando que el viento cesara, clamaba en su interior al Dios del cielo, pero el viento no disminuía su afán, y parecía que a cada momento cobraba más fuerzas. Ya las olas alcanzaban la cubierta cuando los rostros angustiados de esos hombres se volvieron hacia el Maestro. ¡Dormía!
Los gritos para despertarlo se ahogaban en el rugir de la tormenta. El más cercano, alcanzándolo con su mano, osó sacudir uno de sus pies. ¡Maestro, despierta! ¡No te das cuenta que nos hundimos! ¡Por favor haz algo!
Y el Maestro despertó. Lo miró con ojos serenos, primero a él, luego a los otros. Ni un asomo de temor. Mas ellos creyeron adivinar en él un dejo de decepción. Se puso de pie y alzando su voz reprendió al viento y a las aguas. Al instante cesó la tormenta. El viento recio se transformó en una fresca brisa, el mar embravecido en un espejo de agua, la angustia en asombro y el temor de la tempestad en temor hacia aquél hombre. ¿Es que algún hombre podía hacer lo que este hacía?
Volviéndose hacia ellos preguntó ¿Por qué estáis así amedrentados? ¿Todavía no tenéis fe?
Se sentó nuevamente, mirando a cada uno con atención. Podía leer en sus corazones la dura prueba que acababan de pasar, y en sus rostros la vergüenza por haber fallado. No sólo porque algunos de ellos eran marineros expertos, sino porque llevando consigo al hijo del Creador, no habían sido capaces de confiar.
Pero él los había elegido. Y estaría con ellos en las futuras tormentas que habrían de enfrentar.
Los animó a levantarse. Ya la barca tocaba la orilla. El amanecer se anunciaba detrás de las montañas insinuando su rosado velo. Y Gadara despertaba sin saber que un hombre fuera de lo común caminaría hoy por sus senderos.
Un pequeño librito azul
«Cerca de la ciudad de Copiapó, Chile, el 5 de agosto de 2010, 33 mineros quedaron atrapados bajo mas de 700 metros de roca. La compleja operación de rescate se prolongó por mas de dos meses. Los 33 hombres fueron rescatados ilesos.»
La historia que sigue está ambientada mucho mas al sur, no sé si es real, pero traté de ser fiel a la manera como me la contaron.
Recibió con una sonrisa en la cara el pequeño librito azul. Buscó la última página, y, como le había mostrado la señorita, escribió en ella su nombre.
Se sentía tan feliz. Todos habían sido tan amables y la señorita que le obsequió el Nuevo Testamento era encantadora.
Pero lo que la hacía más feliz, era esta nueva sensación, extraña para ella, como si una pequeña luz se hubiese encendido en su interior y su tibieza comenzara ahora a inundar cada parte de su cuerpo. Como si el abrazo que había recibido de esa encantadora señorita se hubiera quedado impregnado en su pequeño ser.
Con apenas ocho años Maria no era muy diferente a la mayoría de sus compañeros de juegos. Pequeños que conocían casi desde su nacimiento las carencias y dificultades que impone la vida cuando naces en un barrio como el suyo. En un pueblo como ese.
Una palabra amable, un abrazo, eran gestos casi desconocidos para ella, y se sintió tan pequeña, tan indefensa, pero al mismo tiempo tan protegida y querida, cuando después de hacer la oración aquella señorita la había estrechado en sus brazos, que hasta le parecía que ahora podría volver a ser la niña que siempre fue, pero que había ocultado en un rincón de su corazón como un desesperado recurso de protección.
La dura realidad golpeó nuevamente su alma de niña cuando, de vuelta en casa, le contó a sus padres lo que le había ocurrido.
Con simples e infantiles palabras trataba de explicarles sobre el grupo de personas enseñando en ese parque. De la historia de ese hombre llamado Jesús que amaba tanto a la gente pero que había sido crucificado. De que Dios lo había enviado porque era su hijo y que su único fin era salvar a la humanidad. Y de que El podía ayudarlos cada día y estar con ellos porque El podía vivir en el corazón del hombre…
No pudo continuar. El pequeño librito fue arrojado al suelo y ya no recordaba las palabras que su padre le había dicho. Solo recordaba que estaba ebrio y muy enojado, que había usado palabras como tonterías, cuentos de viejas y que las historias bonitas no daban de comer.
Había otras palabras también, pero estas le dolieron tanto que prefirió olvidarlas, porque eran las palabras que usaban sus padres cada vez que discutían. Y las que usaban los borrachos en la calle, y que hasta a veces también usaban los niños para ofenderse mutuamente.
Esa noche se acostó sin cenar.
Leía cada día el pequeño libro antes de dormirse. No entendía todas sus palabras, pero cuando mencionaba a Jesús, su corazón se apresuraba, y cuando leía acerca de sus historias parecía transportarse a aquellas tierras lejanas y cerraba sus ojos imaginándose entre la multitud, anónima, escuchando las palabras de ese gran hombre.
Aprendió a conversar con Él, y su único anhelo era que su familia llegara a conocerlo y amarlo como ella.
Aquel era un día común: la despertaron los preparativos de su padre antes de salir al trabajo. Se levantaba temprano. Tenía que esperar el bus que lo llevaba a la mina y eran varias las cuadras que tenía que caminar para llegar a la parada.
No supo por qué lo hizo, pero sin que él se diera cuenta, metió el pequeño librito en el bolso de su padre junto con su almuerzo. Esperaba que durante algún descanso, quizás por curiosidad, o por aburrimiento, él comenzara a leerlo, y quien sabe, tal vez hasta le empezara a gustar.
La noticia se esparció como pólvora encendida por el pequeño pueblo.
Un accidente. Un accidente grave en la mina.
Todos corrían. Algunas alarmas se escuchaban a la distancia.
Por su madre se enteró de los detalles: Un derrumbe, doce personas atrapadas, entre ellas su padre. Estaban aislados en el nivel más bajo. Aún estaban vivos y se estaba trabajando en turnos extras para tratar de rescatarlos, pero las difíciles condiciones, y la magnitud del derrumbe, hacían presagiar el desastre…
Casi una semana demoraron los trabajadores en rescatar los cuerpos.
En los funerales estaba reunido prácticamente todo el pueblo. Aunque era un día lluvioso, este tipo de clima no era impedimento para gente acostumbrada al rigor y al sacrificio.
Varios discursos, abrazos, llanto…
Entre la multitud, una pequeña niña apretaba un librito azul contra su pecho, como para protegerlo de la lluvia.
Se lo habían devuelto a su madre junto con las demás pertenencias del que había sido su padre.
En la última página, debajo de su propio nombre, escrito con letras de hombre inculto, ahora estaba el nombre de su padre, y debajo de éste, otros once nombres más.
Un corredor de excepción
Tenía un buen biotipo. Y los test de resistencia le auguraban un excelente futuro. Aunque el viejo entrenador, ya retirado para entonces, lo había tomado únicamente porque él había insistido en ponerse bajo su tutela. Reflejaba en su mirada una tenacidad que le recordaba sus mejores años, y como en sus mejores años, le recordaba también los sueños y la ilusión que él tenía cuando comenzaba una carrera como atleta.
Todo lo que se necesita para llegar a ser un gran maratonista estaba en potencia en el muchacho.
Estos meses entrenándolo le habían permitido conocerlo más allá de sus aptitudes físicas, con las cuales no tenía problema alguno (eran sin duda el mejor prospecto), y sabía perfectamente como encarar el año que tenían por delante para obtener el mejor rendimiento de su pupilo antes de las olimpíadas, pero una cosa le preocupaba: su carácter. Es cierto que era tenaz y voluntarioso, pero esto mismo, que en este deporte se puede considerar como una gran virtud en el momento de enfrentar una carrera, podía ser también una carga y una dificultad en el momento de someterse a los entrenamientos. Sobretodo porque el sistema empleado por el entrenador exigía de mucha paciencia y compromiso
El ayudante era un tipo inteligente. Muy inteligente. Había demostrado que tenía lo que se requiere para ser un verdadero entrenador. Con algunos títulos y postgrados, estudios y especializaciones en diferentes universidades era de lo mejor que podían haber encontrado.
Había solo una cosa, que el entrenador no sabía, y era que él no estaba muy de acuerdo con sus métodos, es más, él deseaba la oportunidad de probar su propio sistema. Aunque se daba cuenta, por algunas conversaciones que habían tenido al respecto, que el viejo entrenador jamás aceptaría un cambio tan radical, y ya con algo de experiencia adquirida, comenzaba a pensar en seguir su propio camino. Si sólo pudiera encontrar a un buen pupilo…
La idea germinó poco a poco, lentamente, como un pequeño e inocente brote en algún rincón de un jardín descuidado. Y se fue haciendo más grande y más fuerte sin que casi se diera cuenta, hasta que ya lejos de querer desarraigarla, la abrazó.
Comenzó sutilmente, cambiando los pesos que utilizaba su dirigido para correr por unos mayores, aumentando las velocidades que él controlaba en las salidas al campo y detalles similares. Esperaba que tarde o temprano, el agotamiento prematuro llevara al atleta a renunciar para buscar otras alternativas. Alternativas que él mismo ya se había encargado de insinuar.
Pero el corredor parecía cada vez más decidido a continuar. Y hasta parecía estar fortaleciéndose y mejorando su resistencia en lugar de debilitarse.
Y el viejo entrenador, que lo acompañaba cada vez que salía a correr, lo incentivaba aún más.
Entonces cambió su estrategia. Y en lugar de sobrecargar el entrenamiento hizo todo lo contrario. Y hasta él mismo acompañaba al corredor en sus salidas, y lo animaba, y se ganaba su confianza corriendo con él lado a lado. Y le hablaba de las alternativas, y de que él era un corredor de excepción, y que se merecía lo mejor, y que los métodos modernos y que las nuevas técnicas podían lograr los mejores rendimientos de una forma más rápida. Y que incluso él mismo, como corredor y principal actor de esta obra, podía participar en la preparación de un programa adecuado para su entrenamiento, porque era él quien conocía mejor que nadie sus propias capacidades.
Y la idea fue poco a poco ganado terreno en el corazón del joven atleta. El entrenador se daba cuenta de esto pero esperaba que él encontrara la madurez suficiente para tomar la mejor decisión. Así tenía que ser, sin argumentos teóricos, sin argucias verbales, él había probado por sí mismo y ya tenía la experiencia suficiente para decidir. Además, el viejo había aprendido que en esta profesión uno sigue el camino que el corazón le dicta porque sin un compromiso de corazón, no hay capacidad física que resista a la hora de exigir los límites.
Ese día se levantaron temprano. Los tres. Era un entrenamiento de campo. El camino serpenteaba una hermosa colina vestida por árboles de todos tipos que protegían con su follaje de los rayos del sol.
El viento jugueteaba entre las ramas y los árboles parecían animados espectadores saludando a los corredores.
El viejo entrenador seguía a los dos en su bicicleta. Ensimismado miraba pasar bajo sus ruedas las sombras que la luz proyectaba al atravesar el ramaje.
Se detuvo un momento para observar con calma el hermoso paisaje. Aspiró profundo y sintió el aroma puro y fresco del bosque. Más adelante, doblando un recodo del camino, que ahora se hacía más sinuoso y empinado, los dos corredores desaparecían tras la verde cortina.
Ese fue el último día que entrenó al joven.
Y aunque vio las olimpiadas por televisión, y estuvo atento esperando oír su nombre, jamás lo oyó mencionar. Y en realidad nunca más supo del muchacho.
El mar
¿Dios? ¿Qué es Dios?
Un mar infinito e inexplorado.
¿Sus ángeles?
Navegantes, viajeros, exploradores.
Nosotros somos pequeños niños jugando en la orilla a encontrar caracolas.
Y como niños, a veces las presumimos y hasta nos peleamos por ellas.
Hoy lo sentía un poco más frío que de costumbre. Seguramente las corrientes marinas que venían del norte estaban anunciando la llegada del invierno. Se movió a su izquierda, con el rabillo del ojo creyó distinguir un movimiento entre las rocas. Se deslizó sigiloso, él era casi como un pez más en el agua. El mar, profundo y oscuro se abría más allá del arrecife como un espacio sin fin. Lleno de criaturas que conformaban un universo casi desconocido para la mayoría de los seres humanos. No pudo evitar sentirse pequeñito buceando en ese inmenso abismo.
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Sobre el hermoso velero, el joven navegante maniobraba diestramente para sacar el mejor provecho de los vientos. Había sido una muy buena adquisición, ya se estaba acostumbrando a él y estaba casi seguro de que este año ganarían la regata. Surcaba las aguas grácil como una gaviota. Y así lo había bautizado (“Seagull”). El mar se le antojaba una inmensa sábana azul que parecía invitarlo a recorrer todos sus pliegues. Y él, como buen marino, aceptaba la invitación.
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Dos semanas de vacaciones se le harían cortas para conocer cada rincón de la isla, pero se conformaba con recorrer cada una de las pequeñas playas de aguas color turquesa que aparecían aquí y allá, entre las palmeras, como un cuadro olvidado por algún pintor distraído.
Si pudiera, se quedaría a vivir en el lugar para siempre. Lo que más le atraía era ese mar de comercial de televisión: arenas blancas, aguas transparentes, una brisa fresca que hacía bailar a las palmeras con una cadencia que parecía típica del ritmo de vida del lugar.
Volvía a sentirse niño nadando y jugueteando en esas aguas de cristal que lo recibían con un abrazo tibio.
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A través de la ventanilla, en la cabina del avión, podía observar la costa alejándose, delante, como un gigantesco semicírculo, se habría el ancho mar. Podía divisar también, de vez en cuando, las pequeñitas naves que surcaban ese extenso desierto azul. Y aunque sabía que la mayoría de ellas era tan grande o más que el enorme avión, parecían insignificantes contrastadas con la vastedad del mar. Las nubes, cual graciosas montañas de algodón, lo esperaban a la distancia. Pero el avión que ascendía lentamente, pasaría fácilmente sobre ellas.
Ya el mar no era más que un enorme círculo azul oscuro.
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Era una preciosa perla añil flotando en el vacío. Le sorprendía cuan pequeña parecía. Y se hacía más pequeña a medida que se alejaban de ella. La Tierra. Desde esa distancia los continentes eran apenas manchas sobre la cara azul del planeta. El mar le daba el predominante tono azul a la hermosa perla. Se podía ver perfectamente como éste recortaba las costas de los continentes, sobre los cuales las nubes se extendían como blancos borrones. También se distinguía claramente sectores donde el océano, provocado por los vientos, estallaba en arrebatos de cólera, traduciendo en tormentas, huracanes o tifones las fuerzas naturales que se enfrentaban sobre el azul campo de batalla.
El astronauta puso una mano sobre la gruesa escotilla. La Tierra no era más grande que ella. Y le parecía que con sólo poner un dedo sobre ésta, podía detener las tempestades, o provocar huracanes sobre el océano.
La mejor herencia
Prosigamos con la lectura de la última voluntad del señor H…
Javier escuchaba atento cada detalle de la lectura. Tomaba apuntes en una pequeña libreta. Cierto es que tendría que cumplir antes con algunos requisitos, pero sus abogados se encargarían de los detalles.
Todos esos años cuidando los intereses de su padre tenían que rendir frutos. Hasta ese momento todo marchaba bien.
También le heredo a mi hijo mayor…
Y Javier anotaba. Ya empezaba a sacar cuentas alegres.
A Ricardo todo el procedimiento le resultaba tedioso. Todo ese lenguaje legal y el formalismo lo hacían sentir fuera de lugar. Deseaba que terminara lo más pronto posible para estar solo. Y los rostros cínicos de los familiares no hacían más que aumentar su dolor.
Había tratado de llegar antes de que su padre falleciera, pero había sido imposible.
Su mente estaba ahora en otro lugar. En los diez años que había estado lejos de su casa. En exóticos lugares, países con lengua extraña, personas sencillas de sonrisa franca, con otro color de piel. Había aprendido el valor del trabajo humilde y se sentía mas maduro, pero aún llevaba en su corazón la carga por haber dejado su hogar huyendo de sus responsabilidades. Aún recordaba el rostro decepcionado de su padre cuando le comunicó su decisión.
Cierto es que su hermano mayor siempre había sido el favorito, y que siempre se había destacado por su compromiso en las empresas de su padre, pero a él ese tipo de vida no le atraía en lo mas mínimo, y le producía desazón el hecho de que esperaran lo mismo de él. ¿Era tan difícil entender que él era diferente? Extrañamente se sentía más cercano al jardinero, al chofer, y a la servidumbre en general, que a su propia familia («Richi» le llamaban ellos con cariño).
La lectura del testamento continuaba. Javier seguía a cargo de todas las empresas pero tendría que asegurar el bienestar de su hermano menor. Otro detalle para los abogados. Ellos se asegurarían de encontrar la mejor salida.
Le preocupaba que la posesión de las empresas no pasara directamente a sus manos, pero estaba seguro que una lectura en detalle del testamento, y en especial a sus cláusulas, le permitiría hallar una solución satisfactoria.
Y como parte final de este testamento unas palabras que mi cliente dejó para su hijo menor. El abogado leyó:
«Hijo:
Sé que nuestra relación nunca fue la mejor. Se que tuvimos nuestras diferencias y aunque pensabas que yo no te entendía quiero decirte que si lo hacía. Porque en el fondo de mi corazón yo hubiera querido ser como tú. O, mejor dicho, me hubiera gustado conservar ese mismo espíritu, el que una vez yo tuve pero que cambié por la vida que tu tanto odiabas.
Quiero decirte que no estoy decepcionado y que he llegado a entender que cada hombre necesita seguir su camino
Quiero decirte lo que nunca me atreví por orgullo, quiero decirte que creo en ti y que te amo con todo mi corazón. Y se que tú también me amas porque sé que eres un buen hombre y que encontrarás tu lugar en esta vida.
He meditado mucho en todo lo que podría haberte dejado, pero sinceramente, creo que sería para ti más una carga que un beneficio. Espero que estas palabras sean lo que esperabas oír. Yo pienso que lo mismo está en tu corazón para mí.
Te quiero.»
Ricardo se puso de pie y abandonó la sala, intentando disimular la emoción. Los otros lo interpretaron como un gesto de irritación. En su corazón el dolor se transformaba en un tibio sentimiento.
Javier continuaba escribiendo. Repasaba cada detalle y casi podía recordar de memoria cada punto del testamento.
El podía sacar el mejor provecho de todo esto. Sabía moverse bien en esas aguas.
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