Y hubo en tiempo en que la Muerte misma era capaz de sentir compasión, mostrándose deseosa de brindar su ayuda a los seres humanos.
Para ello viajó hasta los rincones más remotos y desolados del mundo, cuyos habitantes eran aquejados por todo tipo de males terribles.
Desde poetas suicidas experimentando algún tipo de desengaño amoroso, hasta los leprosos cubiertos de llagas obligados a vivir en cavernas lejos de todas las demás personas, no hubo alma triste de aquellas sombrías regiones que no recibiese la visita del Ángel de la Muerte, quien por su parte se presentó bajo todo tipo de apariencias, de acuerdo siempre con lo que todos ellos deseasen ver.
—Ven conmigo, y yo te libraré de todo tu dolor—ofrecía siempre la Muerte a todos esos desdichados en cuanto estos terminaban de narrarles sus tragedias personales, extendiéndoles su blanca mano.
Sin embargo, y sin importar cuán miserables fuesen, las personas siempre reaccionaban con profundo horror y rechazo, comprendiendo que tan aparentemente gentil oferta no era sino un llamado al Otro Mundo, de donde no se regresa jamás.
— ¡No! ¡No iré contigo, maldito demonio! ¡Vete de aquí! —solían exclamar, apartando su mirada.
Sin importar cuán terrible fuese su miseria, ninguna de esas personas aceptó ir con la muerte, prefiriendo las terribles amarguras y sufrimientos de este mundo a cualquier cosa que pudiese estar esperándoles más allá de la presente vida.
— ¡Son unos ingratos! ¡No merecen la piedad que quise mostrarles! —exclamó la Muerte, partiendo llena de rencor.
Desde entonces, la Muerte no ha vuelto a sentir compasión por nadie, llevándose a todas las personas sin que le importe si son viejas o jóvenes, buenas o malas, felices o infelices.
Así no quieran partir con ella, la Muerte se las lleva igual, siempre de forma cruel.
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