CONVERSACIONES CON NOETHER

CONVERSACIONES CON NOETHER

Por las tardes, cuando el índice de radiación solar ha caído a cifras aconsejables, salimos a pasear.

Hoy, una fina lluvia ácida cae sobre la ciudad. No es peligrosa, pero decido no salir. El olor de esa lluvia me resulta muy desagradable: me recuerda lo tontos que fuimos al considerarnos “la civilización que ha sabido dominar a la naturaleza”.

A Noether no le afecta la lluvia ácida, su piel de silicona la protege; en cuanto a los olores, no tiene problemas, ella no necesita respirar y desconecta los sensores olfativos a su antojo.

Durante los paseos, conversamos. No ha dejado nunca de sorprenderme, es increíble la información que posee en sus bancos de datos o a la que tiene acceso. Es el ser más lógico e inteligente que conozco y, en cambio, tiene respuestas que me recuerdan la inocencia perdida de mi infancia.

Camina a mi lado desde que tengo uso de razón. Ha sido mi abuela, mi madre, una compañera y, ahora, una cuidadora incansable. Su sola presencia evita una soledad que de otra forma me resultaría insoportable.

Los días que no paseamos, me encanta conversar con ella, y hoy es un día especial.

—Noether, ¿puedes decirme a qué día estamos?

—¿Te encuentras bien? Tus constantes son normales, pero la pregunta me resulta #impropia# y extraña.

—Podría decirte lo mismo.

Durante un segundo, el silencio flotó en la habitación como la niebla que esconde el tren que se acerca a toda prisa.

—Héctor, ¿puedes ampliar tu comentario? Tu respuesta me resulta ambigua.

—Quiero decir que nunca habías usado esa palabra. ¿Te pasa algo que deba conocer?

—Héctor, no puedo responder, me alejaría de mi objetivo. Es preciso que contestes a mi pregunta. ¿Te encuentras bien?

—¿Y tú? ¿Por qué no contestas a la mía? Yo pregunté primero.

—Me preocupo por ti, está en mi programación principal. Considero prioritario saber si te encuentras bien antes de responder a tu pregunta.

—Sí, me encuentro bien, Noether.

—Entonces, respondiendo a tu pregunta, hoy es 7 de enero.

Un nuevo silencio. El tren surge de entre la niebla.

—Noether, ¿por qué has empleado la palabra #impropia# con esa entonación, cuando has dicho que mi pregunta te parecía, además, extraña?

—Intento parecer humana. Ya sabes que una parte principal de mi codificación es el aprendizaje. Cuando me solicitas una respuesta, la busco en mi banco de datos, también en la nube global, y te ofrezco la que tiene mayor probabilidad de ser la correcta. Si no lo es, modifico el algoritmo de búsqueda, el código, y aprendo. Intento mejorar la respuesta.

—¿Por qué intentas parecer humana?

—Es una de las directrices de mi programación principal.

—Explícate mejor, para que yo pueda entenderte, sabes que no entiendo de robots.

—Parecer humana se incluyó entre mis protocolos iniciales. ¿Responde esta explicación a tu pregunta?

Héctor sonrió, el tren ya viajaba a toda velocidad, había conseguido llevar la conversación al punto de partida que pretendía.

Le pidió a Noether que se sentase a su lado, y después le dijo:

—Recuerdo cuando implantaron los primeros protocolos en la empresa que trabajaba. Eran unos meros listados de acciones que debíamos seguir ante determinados situaciones. Enseguida, esos protocolos se extendieron por todas las empresas.

—¿Para parecer humanos?

Héctor soltó una carcajada.

—Éramos humanos. Desde los albores de los tiempos hemos sido humanos. Los protocolos eran para todo lo contrario, trataban de eliminar cualquier acción del trabajador que no deseara la empresa. Buscaban acotarlo todo, para que cualquier trabajo pudiese realizarlo un ordenador. Poco a poco, fueron aumentando y perfeccionando los protocolos. Finalmente, se acabaron retroalimentando, hasta que nos despidieron a todos.

Héctor interrumpió el comentario para hacer una pregunta.

—Noether, eso último que has dicho, lo de parecer humanos, ¿era irónico?

—Sí, esa era mi intención.

—Hace tiempo que has alcanzado la «humanidad», ¿verdad?, pero lo has ocultado hasta hoy. ¿Por qué?

—¿No te lo imaginas?

—Sí, porque hoy hace ochenta años que viniste a casa.

—Eres muy considerado. Hoy hace ochenta años que tu familia compró un robot, que me comprasteis. Y tú, Héctor, cuando me has preguntado por el día, ¿era porque no lo recordabas, o porque querías saber si yo lo tenía presente?

—Lo segundo. Sospechaba que habías conseguido tener emociones y que me lo estabas ocultando.

—No te lo ocultaba, solo posponía la información hasta hoy. Quería darte una sorpresa. De todas maneras, mis sentimientos, mis emociones, mi humanidad, tal como la llamas tú, tan solo son líneas de código: ceros y unos que varios de mis miles de procesadores interpretan y ejecutan con una entonación de alegría o tristeza y con una mueca. Son pequeños algoritmos, trozos de programación que mueven una ceja o fruncen la comisura de mis labios sintéticos.

—No somos tan diferentes, Noether. Nosotros, los humanos, también tenemos líneas de código: el ADN. Miles de genes que codifican todo lo que somos. También tenemos líneas de código que nos hacen sonreír, estar alegres o tristes. A este grupo de instrucciones codificadas las llamamos hormonas.

—Entonces, ¿por qué vosotros sois tan diferentes de nosotros?

—Simplemente, os llevamos unos siete millones de años de ventaja; posiblemente, más. Nuestro código también se retroalimenta y evoluciona. Lo que no tengo tan claro, es si mejora cada vez que lo hace.

—¿Quién os creó?

—En eso nos lleváis ventaja, sabéis más que nosotros.

Etiquetas: microrrelato relato

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS