Aquí permanezco. Hecho una roca. Hecho partículas de una que fue masacrada a golpes sin cesar, una y otra vez; la patearon, la aventaron de un edificio, la estrellaron contra una pared, la pisotearon cruelmente, así hasta arrebatarle la existencia engendrada. Sin embargo, no desaparece por completo, porque sus restos permanecen.
Permanezco ahí, en mi habitación, tendido en la cama mientras abrazo mis piernas contra el pecho y lucho contra el hambriento y salvaje vacío, quien tranquilamente me va desgarrando las fibras que me sostenían. Ahora uso una prótesis que no termina por acoplarse a mi cuerpo, pero sirve al momento de sacarme de las sábanas.
Permanezco sentado sobre la sexta fila del autobús. Mis ojos buscan desesperadamente una mundana y corriente distracción que evite a cualquier costa un pensamiento con tu nombre. Un pensamiento que, o miles de ellos, que me he esforzado por mantener a raya. Los he hacinado en una habitación de papel y a la puerta le he colocado un candado de paja. Al más diminuto e insignificante segundo de lucidez, todos ellos salen volando tal cual mariposas para estamparse contra mi pecho. Escarban y escarban, haciendo agujeros a su paso, hasta encontrar mi corazón; quedándose en uno de los ventrículos para estrujarlo, lastimarlo. Entonces, yo sonrío, porque es un dolor que me recuerda a ti. Y los recuerdos son lo único cercano que tengo ahora.
Permanezco allá, en todos los lugares que mis sentidos perciben. En tanto las personas deambulantes muestran sus oídos ante mis constantes lamentos afónicos de auxilio, todo este tormentoso desbarajuste me orilla a pensar: ¿A dónde irá a parar esto? ¿A dónde iré a parar siendo los restos de una roca?
En todos los aquís y allás en los que he permanecido, se me parte la espalda a la mitad debido al inconmensurable peso de mis emociones (decir que se trata solo de la espalda sería quedarme corto. Bien podría ser la vida; que se me parte la vida). Pero yo trato de ponerle un vendaje, y es cuando mi dolor se vomita en lágrimas rubicundas que me escuecen los ojos; me arden, me laceran, me exprimen los ojos.
A ellos también trato de repararlos, curarlos con una pomada de estrellas para que vuelvan a brillar; y es cuando mi pecho explota y se desprende, o se oprime y me lo quiero arrancar.
Ya no aguanto más. Esta maldita existencia con un maldito destino. Mi creación fue un error. Cómo te explico, querido lector, que por las noches lloro tristeza, que por las tardes la ansiedad me revuelve el estómago; y por las mañanas, despierto saboreando el veneno de su ausencia.
Aun en mi delirio, puedo escuchar a mi padre decir lo decepcionado que está de mí, pues me creó a su imagen, me creó usando una parte de él para ser su primer comandante y sucesor al trono. Se suponía que yo alcanzaría la cima. No obstante, tuve un defecto de fábrica.
Expulsarme del infierno tendría que haberme enseñado una lección. Y en lugar de arrepentirme, ¿qué hago? Enamorarme, hacer amigos, mezclarme con los humanos, incluso ayudarlos. Y sufrir por amor, que es lo más absurdo de todo. Sufrir por un sentimiento de ese calibre. Los demonios no hacen eso. Le avergüenzo, le decepciono, no me parezco en nada a mis hermanos.
Tienes razón padre, yo tampoco sé qué es lo que estoy haciendo.
Soy muy bueno para ser un demonio. Y soy muy malo para ser un humano. Así que, si no soy ni demonio, ni humano. ¿Entonces, qué es lo que soy?
Soy los restos de una roca masacrada que permanece perdida.
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