«Por favor, acepten mis más sinceras disculpas, pero les pido que no los inscriban en escuelas privadas religiosas».
Por fin habían llegado días más frescos. Luis siempre decía que en años recientes los días eran menos calurosos que antes. Sus navidades haciendo muñecos de nieve por la mañana solo existían en su imaginación. La mayoría de las veces terminaban con un agradable clima templado, envidiable para los nórdicos pero triste para los idealistas locales.
—¿Puedes guardar el cable, papá?—escuchó Luis mientras veía por el retrovisor cómo el viento agitaba los cabellos castaños de María José sobre su rostro. Hace apenas un año, la menor brisa la hacía estallar en un grito al sentir que no podía respirar, pero ahora se regocijaba al levantar la frente para disfrutar las ráfagas, jugando a que podía volar.
—Acuérdense que deben guardarlo en sus mochilas— respondió apresurado, al tiempo que volvía su vista al maps para confirmar la mejor ruta y evitar el tráfico. La pregunta lo había sacado de su abstracción climática, devolviéndolo al apuro de llegar a tiempo.
—¡Ustedes deben hacerse responsables de sus cosas!— dijo Luis, con un tono más firme de lo habitual. El pequeño sermón carecía de fuerza esta vez porque sabía que sus hijos no estaban acostumbrados a llevar celulares. Sin embargo, la pregunta de María José desencadenó el regaño en automático. En ocasiones olvidaban sus cosas en el coche, y luego, tras acompañarlos hasta la puerta de la escuela, él tenía que regresar al estacionamiento y hacer de nuevo una caminata que era de entre ocho y diez minutos.
Luis exigía todo su arte para no dejar que sus hijos lo vieran con el celular mientras conducía. Aunque su esposa ya había dejado listo un soporte para colocar el dispositivo sobre el parabrisas, él nunca se hacía de tiempo y salía directo a cumplir con sus citas.
La pequeña continuó, con la elocuencia que la caracterizaba.
—Lo que pasa es que ya tengo otro cable en mi mochila, papá. Puedes dejar ese cable para ti.
David, el menor de los tres, le espetó:
—¡No! Majo, dámelo rápido, tengo 2% de batería —le gritó, arrebatándole el cable y cogiéndolo de la cabeza del mono azul que tenía atado en una orilla—. ¿Puedes, por favor, conectarlo al carro para que se cargue, papá?
Damián observó el rostro de desagrado que mostró su padre al tomar la cabeza de la figura.
—¿Y esto de dónde salió? —Luis hizo una mueca, le hizo pensar en lo inevitable de la influencia de las redes sociales, o en este caso, la de sus amigos del vecindario.
El primogénito sabía que a su padre no le agradaba que se quedaran con objetos de sus amigos, aun cuando ellos se los regalaban sin darles importancia. El problema ya no era el hecho de recibir cosas, sino la naturaleza del personaje, que él consideraba inapropiada para niños.
Tan solo unos días atrás, finalmente se había hartado de todos los vídeos sugeridos en el smart tv. Todos los dispositivos compartían la misma cuenta, lo que provocaba que el algoritmo de recomendaciones de la red social le presentara esos vídeos que tanto aborrecía. Eran los llamados ‘influencers’. Luis ya había discutido anteriormente el uso incorrecto de esa palabra en sus conversaciones ocasionales, pero ahora había cambiado de opinión. Comenzaba a ver que, de hecho, sí influyen en la forma de ser, especialmente en la de los jóvenes.
El traslado resultaba agradable; había poca afluencia de tráfico. David jugaba con una especie de telaraña entre sus dedos. Pensativo, habló a su padre:
—Papá, aún no has visto de qué te vas a disfrazar, y ya mañana es Halloween.
Damián, algo preocupado, hizo un gesto para que David no volviera a tocar el tema y rápidamente lo interrumpió:
—¡Shhh! Ya dijo que lo va a ver con mamá.Y acuérdate de regresarle el mono azul a Julián.
El sórdido muñeco de dientes afilados le había traído a la mente a Luis una frase que había escuchado la noche anterior, durante su primera junta de padres en la escuela de danza clásica, donde los había inscrito recientemente. Una junta que sólo se realizaba dos veces al año.
Normalmente, Luis soltaba sus opiniones en una batalla de pensamientos con su esposa, y ella hacía lo mismo cuando le tocaba escuchar o ver algo. Era un tiempo de convivencia que guardaban para ellos al final de la noche. Verónica preparaba café con dos trozos de pan o galletas, mientras él la esperaba en la mesa de exterior, rodeado por las guirnaldas que habían colgado en la pared de su patio, tapizada de enredaderas. Sin embargo, esa noche el ritual había sido interrumpido por las obligaciones hogareñas.
Esta vez, el banquete de discusión lo había ofrecido un psicólogo que sentenció la baja guardia que muchos padres mantienen hoy en día con sus hijos. Lo que comenzó como una charla sobre el significado de la ‘asertividad’, terminó convirtiéndose en una tunda hacia los cuidadores. A Luis le fascinaban este tipo de encuentros.
Llevaba tiempo siendo aficionado a la psicología. Aunque su trabajo de oficina le resultaba fácil, no le satisfacía. Siempre había demostrado admiración por el funcionamiento de la mente y le atraían los vídeos sobre neurociencia, pedagogía y crianza infantil. Cuando surgía la pregunta de por qué habían decidido educar sus hijos en casa, su esposa solía tomar el crédito o mencionar que fue una decisión de ambos. Sin embargo, él siempre pensaba que la idea había surgido de él. Después de todo, se decía, la idea tenía que salir de uno. Ambos habían llegado a una tregua tácita sobre ese punto hacía años.
Damián iba algo molesto porque, en esta ocasión, no habían tenido tiempo para hacerse de los disfraces. La gran expectativa y emoción habían sido inculcadas por Verónica, quien se emocionaba tanto con la fiesta de disfraces como con la Navidad. Ahora, con el cúmulo de pendientes, Luis ya no encontraba tiempo para prepararse con antelación.
El hermano mayor le extendió la mano a David para compartir unos dulces.
—¿Quieres, David? Mamá dijo que hoy sí podíamos agarrar uno. —Su hermano tomó solo una goma de mascar.
A diferencia de otros padres homeschoolers, ellos no habían experimentado las exigencias del sistema escolarizado. Exceptuando a una madre extranjera que conocieron, la mayoría de los demás padres habían optado por la educación en casa tras experiencias de bullying. Ahora, después de diez años, Luis incluso contemplaba la idea de escolarizarlos durante un año. Para él seguía siendo una forma de educación, aunque todo quedaba en simples conversaciones. Aprovechaban talleres como el que iban ese sábado en vísperas de Halloween. Por otro lado, lo que sí iba tomando forma era la danza clásica. Finalmente, habían ingresado al sistema educativo público, en una licenciatura de ocho años.
El largo recorrido había sido suficiente para que el celular del pequeño David tuviera carga para las dos horas que duraba el taller de ciencias. Ajustándose el gorro para salir, el hermano menor comentó:
—Por fin llegamos, ¿más tarde podemos jugar al dinosaurio, papá?
María José, tomando su diario para meterlo en su mochila, le comentó.
—Recuerda que hoy Paty le dijo a mamá que Julián podía hacer pijamada.
Una vez estacionado el vehículo, Luis avanzó con prisa hacia la entrada del campus. Por primera vez, experimentó alivio al no tener que estar constantemente alerta, sujetándoles la mano para protegerlos del paso de los coches. Sin embargo, seguía firme en no perderlos de vista, así que los apresuraba a mantenerse delante de él.
Cruzaron la calle a paso rápido. Damián, mirando hacia el suelo mientras desenredaba los cordones de su mochila, preguntó:
—¿Mamá ya no va a venir a dejarnos?
—Papá dijo que a veces sí, a veces no. Por su pancita, tiene que descansar ahora que sí hay bebé —contestó David, con voz vacilante por el chicle que acababa de meterse en la boca.
María José cortó la charla con un pequeño regaño:
—No sé por qué desperdicias el chicle, David, si ya vas a entrar al salón y lo tendrás que tirar.
El hecho de que los niños ya supieran sobre el embarazo de Verónica no dejaba tranquilo a Luis. Apenas unos meses atrás, habían pasado por un aborto y tuvieron que engañarlos, diciéndoles que no estaba embarazada. Debido a la edad de Verónica, temía que pudiera volver a ocurrir.
Dentro del complejo privado, Luis ansiaba llegar a su escondite para descansar y avanzar en su trabajo. Siempre aprovechaba cualquier momento de soledad para ponerse al día con sus pendientes, sumergiéndose en sus debates internos. Cuando no podía compartir con Verónica su crítica aguda, se abstraía del mundo y entraba en modo automático, como ella solía decirle con ternura.
El comprometido padre se despidió:
—Vayan, sin correr. Es en el tercer piso, donde iban las primeras veces.
Estaban iniciando su tercer año en estos talleres quincenales, y Luis sabía que, al menos por ahora, era su única forma de acceder a una de las universidades más exclusivas del país, gracias a una iniciativa subsidiada por organizaciones y empresas.
Se dirigió a un espacio abierto dentro del campus universitario, donde las corrientes de aire lo hacían sentirse reconfortado. El crujir de los árboles lo transportaba a su infancia en un rancho donde había nacido su madre. En aquellos años, cada dos semanas escapaban a la sierra, y en menos de tres horas ya estaban lejos del clima extremoso de la ciudad. Allí llegaban a tardes de lluvia ligera, donde el viento se confabulaba con las hojas de los pinos para cautivar a ingenuos foráneos, cumpliendo con sus demandas de descanso en cabañas idílicas.
Sentado a solas, ahora relajado y acompañado por la brisa fresca, Luis comenzó a desplegar una serie de gadgets. Hundió el brazo en su mochila y sacó un montón de cables, dispuesto a verificar la conexión para cargar su móvil. Sin embargo, batallaba con la entrada, obstaculizada por la enorme cabeza del despreciado peluche. Aunque su mirada permanecía fija en las conexiones, el rostro siniestro del muñeco lo llevó de vuelta a la plática sobre habilidades interpersonales, donde resonaba en su mente la frase de un veterano terapeuta:
“No metan a sus hijos en escuelas privadas religiosas”.
Recordaba cómo el exponente, con unas gafas Windsor enmarcando unos ojos amables y atentos pero a la vez preocupados, señalaba:
—En serio, con una gran pena, pero muchas veces los maestros y el personal no tienen todas las herramientas para aplicar estos valores.
Y luego, continuaba, con una voz serena y baja:
—Por primera vez, esta generación tendrá un coeficiente más bajo que el de sus padres. Siempre ha sido que cada generación aumenta su inteligencia, pero esta vez se mantendrá igual o incluso podría disminuir.
Luis no terminaba de estar del todo de acuerdo con esa aseveración, una idea que ya había escuchado en redes sociales.
El Dr. Adler, especialista en psicología del deporte y galardonado por su trabajo en más de 20 disciplinas dentro de la federación nacional, era conocido por sus enérgicos embates en la radio local sobre la falta de ciencias aplicadas al deporte. Sin embargo, ahora se presentaba con una excelsa cordialidad. Luis lo describía a su esposa como uno de esos que siempre ganan los maratones anuales de la ciudad: delgado, algo demacrado y de mediana estatura.
Aunque los padres asentían cómodamente ante los relatos del exponente sobre la falta de comunicación en los estudiantes, Luis pensaba que era una verdad que solo podían reconocer en los hijos ajenos.
—Los jóvenes no saben iniciar una conversación, mucho menos mantenerla. La convivencia es cada vez menor, y la disociación provocada por los móviles se ha disparado en los últimos años. Ahora hasta tenemos que dar pláticas para enseñar a los padres cómo fomentar habilidades básicas como escuchar, saludar y saber pedir ayuda.
El tiempo de la clase había pasado rápido. Esa noche, la escuela, que albergaba una infraestructura antigua y evocadora, iba a presentar una sinfonía contemporánea. Su amplia explanada y grandes columnas también servían para eventos sociales.
El doctor, al estar por finalizar la charla, caminaba de un lado a otro, apurado por la hora. Se despidió diciendo:
—Bien, nuevamente, disculpen por haber llegado unos minutos tarde y por tener que irnos diez minutos antes. Como saben, está por comenzar la función en las instalaciones. ¿Alguien tiene algún comentario, queja o sugerencia?
Una madre, con un tono exigente, a la que Luis se había encontrado al llegar al lugar, preguntó:
—¿Estas conferencias serán más seguidas?
Luis quería compartir sus ideas sobre el tema, pero de repente comenzó a sentir una sensación pesada en el estómago, una que solía experimentar antes de dar clases en el liceo cuando era joven. Le resultaba curioso cómo, a pesar de que en ocasiones se dedicaba a dar conferencias y tratar con clientes, ahora, ante este grupo pequeño, se sentía inseguro y nervioso.
—Bueno, yo quiero expresar un tema sobre el uso de redes sociales —dijo Luis, dirigiéndose a la audiencia—. Tal vez ya se sepa, pero es importante recordar cómo influyen en las actitudes de nuestros hijos los videos que hacen otros chicos. Yo lo noté en el mío, cuando empezó a hacer bromas y juegos que nosotros no practicamos. —Se quitó los lentes y miró a sus iguales—. Muchos de esos creadores de contenido son personas de otros países, con culturas diferentes. En todo caso, nosotros nos esforzamos por brindar la educación que consideramos apropiada. Después de tantos años de esfuerzo, no quiero que venga un chaval haciendo cosas estúpidas para conseguir likes, introduciendo ideas que no coinciden con nuestra forma de pensar. Además, los niños y jóvenes consumen esto a diario. La influencia que reciben es excesiva, y competir contra eso resulta casi imposible. En algunos países incluso han empezado a restringir ese tipo de contenido banal y absurdo.
Luis reflexionaba mientras compraba un café en la cafetería de la universidad. Entre las historias y recomendaciones compartidas durante la clase nocturna, sabía que la que más había impactado a los padres era la idea de cómo algunos delegan la enseñanza de los valores a las escuelas privadas de carácter religioso. Pensaba que, dejando de lado la doctrina y la liturgia, la religión podía ser un espacio para fomentar la filosofía. Sin embargo, la mayoría parecía enfocarse más en inculcar espiritualidad, modales y moralidad. Era algo que siempre había percibido, pero escuchar esta perspectiva de una autoridad que desnudaba tal ilusión le hacía sentirse bien consigo mismo.
Sin embargo, él iba más allá. Además de coincidir con este hallazgo desconocido por los asistentes, estaba convencido de que muchas personas creían que, solo por pagar una cuota alta por la educación, ya estaban garantizando una formación de calidad, como si se tratara de un combo premium en una cadena de comida rápida.
Y es que, ¿quién no espera obtener lo mejor por un buen precio? Dicen que entre más caro, mejor. No siempre es así, pero el truco ya está hecho: si el producto no cumple, tarde o temprano se descubre el engaño. El problema con la educación es que no es algo que se consuma ni se pueda medir directamente; se ha convertido en una imagen proyectada de nuestros hijos hacia la sociedad. Los brokers inmobiliarios lo saben bien cuando venden cocinas: ofrecen el sueño del éxito familiar con grandes fotos minimalistas, una amplia cocineta y artilugios sofisticados. Y después de la venta, la familia recuerda que no saben cocinar.
—Es que simplemente no se ve como negocio—murmuró Luis, sin darse cuenta de que había hablado en voz alta.
De repente, comenzó a pensar que las instituciones religiosas, educativas, políticas y las ONGs tienen algo en común: no suelen percibirse como empresas, aunque la columna vertebral de su funcionamiento sea el dinero. La idiosincrasia global actual se infiltra en el inconsciente colectivo y, al final, de eso se trata: maximizar beneficios. Es evidente que no todos pueden trabajar movidos solo por pasión y convicción; y aquellos que lo hacen, si indagamos en su vida personal, terminan priorizando a los más cercanos. No es casualidad que ya existan series de televisión sobre ministros que despilfarran las ganancias o, en sus términos, las ‘ayudas voluntarias’.
El repentino frío del lugar intensificaba el vapor que salía de la taza. Mientras seguía con su análisis, Luis recordó con una ligera sonrisa la ocasión en que, después de muchos años, tuvo su primer acercamiento a la iglesia. Fue con su prometida para separar la fecha de su boda.
—Por favor, solo debe firmar con su nombre y escribir ‘aportación voluntaria’ —dijo la encargada administrativa de la parroquia.
Luis la miró con estupor mientras la anciana, condescendiente, señalaba con su arrugado dedo la línea donde debía firmar, junto a una cantidad equivalente a la mitad de su salario.
No pudo evitar comentar lo que pensaba y, de manera sutil, le susurró al oído de su futura esposa:
—No tengo problema en pagar, pero me incomoda firmar que es una aportación voluntaria; esto debería poder facturarlo.
Casi se animaba a decirlo en voz alta, para que la ‘vendedora’ lo escuchara, justo antes de que ella le diera un codazo para evitar el bochornoso momento.
—Pues es una ayuda voluntaria obligatoria —le dijo Verónica a Luis, apoyando su barbilla en su hombro.
Ambos sabían que estaban comprando la parte principal de ese evento llamado boda: la gran fiesta. Le parecía irónico que tantos se escandalizaran al usar palabras que describían con precisión este tipo de actos. Como Luis había reflexionado antes, más allá de la filosofía y la espiritualidad, lo corporativo es quien ahora lleva la batuta en este juego. Al final, la boda no es más que otra transacción, más cercana a una venta que al cumplimiento de un sacramento cristiano.
¿Y es realmente malo ver las cosas como son? Muchas personas son racistas o clasistas, pero les avergüenza aceptarlo o, en algunos casos, ni siquiera saben que lo son. Se dice que ‘es políticamente incorrecto’, pero en el fondo rechazan con desdén a quienes no pertenecen a su círculo. Luis ya había debatido sobre esto con sus amigos de café, en torno a lo que llamaban ‘odio mal dirigido’. —Puede ser que solo sea un odio mal dirigido —replicó Carlos aquella noche.
Si es así, podemos dejarnos llevar por los buenos servicios y los saludos en inglés que nos ofrecen las escuelas privadas. ¿Por qué espantarnos o buscar culpables por la falta de valores en nuestros niños? Y ni hablar del aprendizaje académico. Sabía que esto era algo que a Román le gustaba ironizar; seguramente su próxima charla estaría llena de comentarios antisistema como este.
Sin darse cuenta, las dos horas habían transcurrido. Sus dedos habían quedado entumecidos por el gélido viento que ya cruzaba el espacio abierto.
En ese momento, su móvil vibró con un corto mensaje que le sorprendió: un ícono de café destacaba en medio de la frase, seguido al final por otro ícono de cerveza. Hoy era noche de reunión, y esta vez sería en la inauguración del nuevo negocio de Emilio, en la calle M. número 1364. El nombre del lugar era el que él mismo le había sugerido: El Café Antiguo.
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