I

Auriel estaba acostado en su cama celestial, con las alas extendidas sobre el colchón como si fueran un escudo inútil contra el peso que llevaba en su pecho. Miraba hacia el cielo infinito de su habitación, donde las estrellas titilaban con una serenidad que contrastaba con el caos dentro de él. Habían pasado días desde que había dormido por última vez, y cada noche parecía más larga y más vacía que la anterior.

El arrepentimiento lo consumía. Había herido a Sereth, no solo con palabras, sino con algo mucho más profundo: su falta de entendimiento, su incapacidad de manejar los sentimientos que ella despertaba en él. Lo había alejado en un momento en que ella había mostrado una vulnerabilidad que rara vez permitía. Y ahora, esa distancia era como un abismo insalvable que lo desgarraba desde dentro.

—¿Cómo pude ser tan ciego? —murmuró para sí mismo, su voz apenas un eco en la inmensidad de la habitación.

Cada detalle de aquel momento seguía repitiéndose en su mente como una película interminable. Había intentado justificarse, decirse a sí mismo que era lo correcto, que debía proteger su misión, su propósito como ángel. Pero esas excusas eran inútiles ahora. Sabía que el daño estaba hecho y que nunca podría perdonarse a sí mismo por ello.

Incluso Miguel, el siempre ocupado guerrero del cielo, había notado su ausencia. Desde hacía días, Auriel no salía de su habitación. Ni siquiera se presentaba en su restaurante favorito, un lugar donde solía disfrutar de las conversaciones con los ángeles más jóvenes mientras compartían risas y debates filosóficos. Ahora, su única fuente de alimento eran pizzas que los querubines le llevaban volando, dejándolas en la entrada de su habitación con una mezcla de preocupación y resignación.

—¿Qué te pasa, Auriel? —le había preguntado Miguel la última vez que lo vio, su voz cargada de una mezcla de irritación y genuina preocupación—. No puedes encerrarte aquí para siempre. Hay trabajo que hacer, y tú siempre has sido de los que cumplen su deber.

Auriel había evitado mirarlo directamente, simplemente inclinando la cabeza hacia las estrellas como respuesta.

—Estoy… reflexionando —había dicho, aunque ambos sabían que era una mentira.

Miguel no insistió más ese día, pero desde entonces había enviado a los querubines con la esperanza de que al menos el alimento lo mantuviera en pie. Sin embargo, ni la comida ni las palabras podían aliviar el dolor que Auriel sentía.

Se giró en la cama, cerrando los ojos en un intento desesperado de encontrar algo de paz. Pero las imágenes de Sereth seguían invadiendo su mente. Su sonrisa burlona, su mirada intensa, ese momento en que su voz había temblado ligeramente mientras hablaba… Él la había visto vulnerable, y en lugar de sostenerla, de mostrarle que estaba allí para ella, había respondido con su propio miedo, su propia inseguridad.

—Le fallé —susurró al vacío, sintiendo cómo un nudo se formaba en su garganta.

El cielo siempre había sido su refugio, pero ahora le parecía frío, distante. Incluso las estrellas, que alguna vez lo habían llenado de serenidad, parecían reprocharle con su luz distante. Auriel sabía que no podía quedarse así para siempre. Miguel tenía razón en eso. Pero el primer paso para salir de su encierro sería el más difícil: enfrentarse a lo que sentía y a lo que había hecho.

Suspiró profundamente, cubriéndose el rostro con las manos. En algún lugar, Sereth debía de estar triste, ahogándose también de su propia pena o, quizás ignorándolo por completo. La idea de que ella pudiera haberse vuelto indiferente a él lo llenaba de una tristeza que no sabía cómo manejar.

—Tengo que arreglarlo —dijo en voz alta, aunque no estaba seguro de cómo.

Pero antes de poder hacerlo, primero tendría que enfrentarse a sí mismo, a la tormenta que había creado en su interior. Porque, aunque su naturaleza celestial le daba una perspectiva distinta, su corazón, ahora más humano de lo que alguna vez había querido admitir, sabía que el perdón debía empezar por él mismo.

Todo había comenzado unos días atrás, cuando Auriel y Sereth se encontraban en la habitación, rodeados del silencio y el leve murmullo del viento que se colaba por la ventana abierta. Estaban sentados frente a la mesa de madera desgastada, con papeles y notas desparramadas a su alrededor. Sus miradas, aunque diferentes en intensidad, compartían un objetivo: crear un reto que explorara las profundidades del alma humana.

—Esta vez será algo más… visceral —había dicho Sereth, apoyándose en el respaldo de su silla y cruzando las piernas, con esa elegancia que siempre parecía acompañada de un toque de desafío—. Algo que los obligue a enfrentarse con lo peor de ellos mismos.

Auriel, con su pluma en la mano, la observó con cautela. Estaba acostumbrado a las propuestas intensas de Sereth, pero esta vez había algo en su tono, en la manera en que sus ojos brillaban, que lo inquietaba.

—¿Qué tienes en mente? —preguntó, inclinándose ligeramente hacia adelante.

—Celos —respondió ella, como si la palabra misma fuera una chispa que pudiera encender un fuego.

Auriel frunció el ceño, pensativo. Para él, los celos eran una emoción extraña, casi alienígena. Ni en los cielos ni en el infierno existía algo comparable a esa corrosiva mezcla de inseguridad, posesión y deseo que los humanos parecían experimentar con tanta frecuencia.

—¿Celos? —repitió, con una mezcla de curiosidad y desconfianza—. Es una emoción… peculiar. Extraña.

—Extraña para ti, tal vez —dijo Sereth, con una sonrisa juguetona mientras se inclinaba hacia él—. Pero en la Tierra, los celos son casi una epidemia. Destruyen amistades, relaciones, incluso vidas. Y si queremos comprender de verdad a los humanos, necesitamos entender esta emoción. Desde dentro.

Auriel la miró fijamente, procesando sus palabras. Había algo en la manera en que lo había dicho, como si estuviera adelantándose a algo que aún no comprendían por completo.

—Está bien —aceptó finalmente—. Crearemos un reto que los obligue a enfrentarse a sus celos. Que escriban sobre un momento en el que los hayan sentido, cómo los consumieron y qué consecuencias tuvieron.

Sereth asintió, satisfecha, pero no pudo evitar que un destello de preocupación cruzara su rostro. Porque, aunque no lo admitiría, ella también comenzaba a notar los efectos de su tiempo en la Tierra. Dejar sus alas aparcadas, volverse humana, no era un simple truco. Los límites entre lo celestial, lo infernal y lo humano se desdibujaban cada día más. Y con esa humanidad venían las emociones que tanto querían estudiar. Esta vez, los celos.

Lo que ninguno de los dos sabía era que ese reto, diseñado para explorar las emociones humanas, se convertiría en un espejo de su propia vulnerabilidad.

Los días pasaron, y aunque ambos se esforzaban por mantener las apariencias, la tensión entre ellos crecía con cada momento compartido. Auriel comenzó a notar cómo su mirada seguía a Sereth más tiempo del que debería, cómo el sonido de su risa o el brillo de sus ojos le provocaban una inquietud que no podía explicar. Y lo peor de todo era la manera en que su estómago se revolvía cada vez que alguien más —un humano, un participante del reto, incluso un extraño en la calle— parecía captar la atención de Sereth.

No quería admitirlo, pero lo sabía: estaba sintiendo celos. Celos de la manera en que Sereth podía moverse en el mundo humano con tanta facilidad, de cómo parecía pertenecer a todas partes y a ninguna, de cómo sus palabras y su presencia capturaban la atención de todos, menos de él.

Por su parte, Sereth también estaba cambiando. Aunque intentaba ignorarlo, no podía evitar cómo su humor se volvía ácido cada vez que Auriel mostraba interés por algo o alguien más. Era absurdo, lo sabía. Él era un ángel, incorruptible en su esencia. Y sin embargo, la idea de que pudiera volcar su atención en alguien más la irritaba de una manera que nunca había sentido antes.

Un día, mientras revisaban los primeros escritos enviados por los humanos como parte del reto, la tensión finalmente llegó a un punto de quiebre.

—Este es interesante —dijo Auriel, mostrando uno de los textos a Sereth—. Habla de cómo los celos destruyeron una relación. Es crudo, pero honesto.

Sereth lo miró de reojo, notando la emoción en su voz. No era solo admiración por el texto; había algo más. Algo que hizo que un calor incómodo subiera por su pecho.

—Claro, angelito —respondió con un tono cortante, dejando su propia hoja sobre la mesa—. Siempre te impresionan las historias de redención, ¿verdad? ¿O es que hay algo en esta en particular que te recuerda a alguien?

Auriel la miró, confundido.

—¿A qué te refieres?

—A nada en particular —dijo ella, encogiéndose de hombros, aunque su tono sugería lo contrario—. Solo que parece que últimamente encuentras fascinación en cualquier cosa menos en lo que estamos haciendo aquí.

El silencio que siguió fue pesado, como si el aire en la habitación se hubiera vuelto más denso. Auriel dejó el papel sobre la mesa y se inclinó hacia Sereth, con el ceño fruncido.

—¿Estás… celosa? —preguntó, incrédulo.

Sereth rió, pero su risa carecía de humor.

—¿Celosa? ¿De ti? —respondió, alzando una ceja—. Por favor, angelito. No proyectes tus propias inseguridades en mí.

Auriel abrió la boca para replicar, pero las palabras se le quedaron atoradas. Porque, en el fondo, sabía que ella tenía razón… y también estaba equivocada. Ambos estaban sintiendo lo mismo, aunque ninguno quería admitirlo.

El reto que habían diseñado para los humanos había hecho algo que ninguno de los dos había anticipado: había expuesto su propia humanidad. Los celos, esa emoción que habían considerado ajena a sus naturalezas, ahora los devoraba desde dentro. Y aunque ambos intentaban mantener las apariencias, sabían que algo entre ellos había cambiado. El verdadero reto ya no era entender los celos de los humanos. Era enfrentarse a los suyos propios.

Sereth siempre había tenido un pedestal para Auriel. Desde el momento en que lo conoció, lo había visto como algo inalcanzable, un ser angélico cuya bondad y pureza eran incomparables. Él era su opuesto en muchos sentidos: sereno, equilibrado, lleno de una luz que parecía inquebrantable. Pero lo que Sereth no había entendido —o no había querido aceptar— era que al dejar sus alas aparcadas y volverse humano, Auriel también había heredado los defectos que acompañaban a esa humanidad. Ahora, podía equivocarse, sentirse inseguro, y, sobre todo, podía sufrir.

Un día en el que Sereth se tropezó por casualidad con Gabriel que estaba en una misión, Gabriel se lo había advertido, con esa manera burlona que tenía de comunicar las verdades más incómodas:

—Tu angelito no es tan perfecto como parece, Sereth. ¿No ves que está tan perdido como tú en este mundo? Quizás incluso más.

Ella había ignorado sus palabras en su momento, pero ahora, mientras observaba el camino que la relación entre ellos había tomado, empezaba a comprender la profundidad de aquella afirmación.

La distancia entre Sereth y Auriel había comenzado de manera sutil, como una grieta en el hielo que se ensancha con el tiempo. Después de semanas compartiendo cada momento, cada reto, cada reflexión, Sereth sintió que necesitaba un respiro. No era algo contra Auriel, pero sentía que había perdido una parte de sí misma en el proceso de adaptarse a esa nueva vida, a ese experimento constante. Necesitaba unos días para estar sola, para recuperar algo de su esencia.

—Necesito mi espacio, Auriel —le dijo una tarde, mientras recogía sus cosas en silencio—. Solo unos días. Para pensar, para ser yo misma.

Auriel, que siempre había intentado ser comprensivo, no pudo evitar que un nudo se formara en su garganta. Para él, esas palabras sonaban como un adiós, como un muro que se alzaba entre ellos.

—¿Es algo que hice? —preguntó con un tono que no lograba ocultar el dolor—. Si es así, lo siento. Puedo arreglarlo.

Sereth negó con la cabeza, aunque sus ojos mostraban una mezcla de emociones que él no podía descifrar.

—No se trata de ti. Necesito esto. Por favor, entiéndelo.

En los días que siguieron, Sereth encontró un nuevo refugio en una red social de literatura. Allí comenzó a escribir de nuevo, volcando sus emociones en poemas y relatos que parecían contener más de su alma de lo que ella misma se daba cuenta.

Auriel leía sus poemas y no podía evitar sentirse orgulloso de ella. La veía crecer, florecer con cada palabra que escribía. Su poesía era profunda, desgarradora, y sus réplicas a los retos literarios se llenaban de pasión y creatividad.

Pero al mismo tiempo Auriel estaba atrapado en un torbellino de emociones. Había interpretado la necesidad de espacio de Sereth como un rechazo personal, algo que lo hería profundamente. Pero lo que realmente lo desbordaba era la soledad. Hablar con Sereth había sido su ancla en la Tierra, el único momento en el que podía sentir que alguien entendía lo que era estar atrapado entre mundos tan distintos, tan lejanos de su naturaleza celestial.

—Hablar con ella era como estar en el Cielo —murmuraba para sí mismo, una y otra vez—. Era lo único que hacía que este lugar tuviera sentido.

El golpe final llegó cuando comenzó a leer las réplicas de Sereth en la red social. En su desesperación por sentirla cerca, Auriel buscó sus escritos, y aunque admiraba la calidad de sus palabras, algo comenzó a carcomerlo por dentro. Donde solo había réplicas apasionadas y fogosas pero que simplemente eran cortesía, él veía algo más. Una chispa que lo atormentaba, una conexión con otros que lo llenaba de inseguridad. Lo que no sabía era que em esas réplicas, aunque contestase a otros, realmente siempre le estaba escribiendo a él. A su ángel.

—¿Es esto lo que le interesa ahora? —pensaba, su mente nublada por el demonio de los celos.

Auriel nunca había experimentado esa emoción antes. Era corrosiva, como un fuego que consumía lentamente su interior. Sabía que no debía sentirlo, que no era justo para Sereth, pero no podía evitarlo. En cada palabra que ella escribía para otros, veía un alejamiento de lo que alguna vez compartieron, de la conexión que lo había sostenido en este mundo extraño.

Y así, mientras Sereth florecía en su soledad, Auriel se marchitaba en la suya, atrapado entre el amor que no podía expresar y los celos que no podía controlar. Ambos estaban en caminos separados, pero ninguno de los dos podía negar que sus emociones humanas los estaban moldeando de maneras que jamás habían anticipado.

La discusión había comenzado como tantas otras, en esa habitación que compartían para trabajar en los retos. Auriel estaba sentado a un lado de la mesa, sus manos entrelazadas mientras trataba de encontrar las palabras adecuadas para expresar su preocupación por la dirección que estaba tomando el proyecto. Sereth, como siempre, estaba apoyada en el respaldo de su silla, con las piernas cruzadas y una sonrisa sarcástica en los labios, desafiándolo con su actitud de «nada puede tocarme».

Pero ese día, algo en Auriel estaba distinto. Había una carga en su voz, una mezcla de frustración y dolor que no podía ocultar. Y fue esa carga la que finalmente desbordó lo que había estado acumulando en su interior.

—Tal vez no te importa realmente, Sereth. Tal vez para ti esto es solo otro juego, otra manera de demostrar que eres mejor que todos. ¿Te importa siquiera lo que estamos haciendo aquí? —dijo, con una dureza que nunca antes había usado con ella.

En el instante en que las palabras salieron de su boca, supo que había cometido un error. Porque al decirlas, había olvidado algo fundamental: Sereth, aunque siempre mantenía una fachada de fuerza y confianza, también era humana ahora. Y no solo eso, sino que había sido humana antes. Había vivido en la Tierra, y en ese tiempo había sufrido más de lo que él podía imaginar. Su pasado estaba lleno de cicatrices, y lo último que merecía era que alguien, especialmente él, volviera a hacerle daño.

Cuando vio la tormenta en sus ojos, se dio cuenta de lo que había hecho. Sereth solía tener arranques de ira; era parte de su naturaleza como demoníaca. Pero esta vez no fue así. No hubo gritos ni reproches. En lugar de eso, lo que vio lo dejó sin aliento: tristeza. Una tristeza profunda, infinita, que parecía devorar toda la luz de la habitación.

—Lárgate, Auriel —dijo ella con una voz tan baja que apenas parecía suya—. No quiero verte más. Si tienes algo que decir, habla con tus jefes. Yo seguiré con el reto sola. Ya no te necesito aquí.

Auriel intentó responder, pero las palabras se le quedaron atascadas en la garganta. Sabía que no podía arreglar lo que acababa de hacer, no con disculpas apresuradas. Se quedó allí, inmóvil, mientras Sereth se levantaba, recogía su abrigo y salía de la habitación dando un portazo que resonó como un trueno en el silencio que dejó tras de sí.

Sereth caminó bajo el cielo gris, con los ojos clavados en el suelo. El aire era fresco, pero no lograba despejar el nudo que sentía en el pecho. Las palabras de Auriel se repetían en su mente como un eco cruel. Él, de todas las personas, él, que había sido su único refugio en esta experiencia caótica, la había herido de una manera que nunca esperó.

—No merezco esto —murmuró para sí misma, su voz temblando mientras las lágrimas amenazaban con caer.

Había sobrevivido a mucho en su vida humana: traiciones, desprecios, incluso la soledad más absoluta. Pero algo en las palabras de Auriel había atravesado todas esas defensas que había construido con tanto esfuerzo. Tal vez era porque él era el único que realmente había llegado a conocerla más allá de su fachada demoníaca. Y ahora, ese mismo alguien la había hecho sentir como si nada de eso importara.

Se sentó en un banco del parque, dejando que la lluvia ligera empezara a caer sobre su rostro. Era irónico cómo el clima parecía reflejar su estado de ánimo. Cerró los ojos, intentando respirar, intentando calmar el torbellino que se había formado dentro de ella. Pero no podía dejar de pensar en él, en cómo habían llegado a este punto.

Cuando finalmente regresó a la habitación, esperaba encontrarlo allí, con alguna excusa o incluso una disculpa. Pero la habitación estaba vacía. El silencio era absoluto, y por un momento pensó que Auriel simplemente había salido como ella. Pero entonces lo vio.

Sobre la cama, un ramo inmenso de rosas blancas descansaba, el contraste de su pureza contra las sábanas grises era tan impactante como el significado detrás de ellas. Al lado del ramo, una pequeña tarjeta con una sola frase escrita con su elegante caligrafía:

«Lo siento.»

Sereth se quedó inmóvil, mirando las flores como si fueran un enigma que no podía resolver. Su primera reacción fue la ira. ¿Creía que un simple ramo de flores y una disculpa podrían borrar lo que había dicho? Pero a medida que la ira se desvanecía, algo más comenzó a llenar el vacío: un dolor más profundo, una tristeza que no sabía cómo manejar.

Se sentó en el borde de la cama, acariciando los pétalos suaves de las rosas mientras su mente volvía a ese momento, a esas palabras que aún dolían. Quería odiarlo, quería decirse a sí misma que esto era una prueba más de que no podía confiar en nadie. Pero no podía. Porque, aunque Auriel la había herido, también sabía que él era humano ahora, tan humano como ella. Y los humanos cometen errores.

Miró la tarjeta una vez más, deseando que las palabras fueran suficientes para sanar el abismo que se había abierto entre ellos. Pero sabía que no lo eran. No todavía. Tendría que decidir si estaba dispuesta a darle otra oportunidad, si podía permitirse dejar que alguien como él volviera a acercarse a su corazón.

La lluvia seguía cayendo afuera, y en ese momento, bajo ese cielo gris, Sereth se dio cuenta de que el perdón, tanto para él como para ella misma, sería el reto más difícil al que jamás se había enfrentado.

II

Los días se sucedían, interminables y pesados, como si cada uno se deslizara por una grieta abierta en el tiempo. Auriel seguía en su cuarto, prisionero de una tristeza que parecía haberse enquistado en las paredes, en el aire, en la penumbra constante que cubría su habitación. No había más sonido que el de su respiración. Aunque le gustaba mucho, hacía tiempo que no ponía música en su habitación. Le recordada demasiado a ella. La última canción aún resonaba en su cabeza Above & Beyond con Zoë Johnston – «We’re All We Need».

Su único contacto con el mundo exterior eran los querubines, que, de vez en cuando, tocaban a su puerta y le dejaban algún plato de comida envuelto en silencio. No le decían nada, pero sus miradas, dulces y curiosas, parecían preguntarle por qué su rostro se había vuelto una máscara de sombra. Auriel se limitaba a dar las gracias con un hilo de voz que no reconocía como suyo.

A veces, sentía el impulso de tomar su teléfono móvil. Lo desbloqueaba con dedos temblorosos, repasando una y otra vez la bandeja de entrada, siempre vacía. Allí no había rastro de ella, ni una palabra, ni siquiera un eco de su existencia. La pantalla iluminaba su rostro por unos segundos, un destello frío que no lograba encender ninguna chispa en su interior. Nada. Solo un vacío que resonaba con la misma intensidad que el silencio de su corazón.

Y así, cada noche, Auriel se preguntaba cuánto tiempo podría resistir esa ausencia que lo consumía, cuánto más podría soportar el peso de un amor que se había marchado dejando tras de sí un espacio imposible de llenar.

Todos los días, después de revisar su teléfono y confirmar, una vez más, que no había mensajes nuevos, Auriel repetía su ritual. Iniciaba sesión en la página de HellAmazon, una empresa que, con un lema entre irónico y macabro, se jactaba de entregar productos «hasta en el mismo infierno». Era casi absurdo, pero en su estado, aquel eslogan parecía tener sentido: su vida, después de todo, se sentía como una extensión del averno.

Allí, entre listas infinitas de productos inusuales y ofertas que prometían ser eternas, Auriel buscaba siempre lo mismo: un ramo de rosas blancas. Seleccionaba el más elegante, el que aseguraba frescura y belleza inmaculada. Era una elección cargada de simbolismo, aunque no supiera si Sereth entendería el mensaje. Las rosas blancas, para él, representaban la pureza de lo que habían compartido y el dolor de lo que había perdido. Un amor que, aunque marchito, seguía enraizado en lo más profundo de su alma.

Con un clic enviaba el pedido, siempre a la misma dirección. Auriel se imaginaba las flores llegando a manos de Sereth, el sobre sellado con su nota sencilla: «Para ti, siempre». No sabía si ella las recibía, si las colocaba en un jarrón, si siquiera se detenía a mirar. Tal vez las ignoraba, las tiraba, o peor, las veía y seguía adelante como si nada.

A pesar de ello, el gesto se había convertido en un refugio, una forma de seguir presente en la vida de Sereth aunque ella hubiera decidido ausentarse de la suya. Cada ramo enviado era un intento desesperado por mantener viva una conexión que se desvanecía como las flores, ajadas y sin vida, al cabo de unos días.

Pero Auriel no podía detenerse. Las rosas blancas eran su última esperanza, su ofrenda al recuerdo y a ese amor que, aunque roto, se negaba a morir.

En los salones impolutos del cielo, la inquietud se respiraba como una brisa densa, un susurro que se extendía entre los coros de querubines y serafines. La situación de Auriel, el ángel una vez radiante y entregado a la luz, había dejado una marca de preocupación en todos. Nunca antes se había visto a un ángel tan abatido, tan consumido por emociones terrenales. Era como si el fuego del amor que alguna vez había iluminado su ser se hubiera transformado en cenizas que ennegrecían sus alas.

Miguel, el príncipe de los ejércitos celestiales, observaba desde lo alto con una mezcla de culpa y desconcierto. Había sido él quien, con la mejor intención, había impulsado la idea de un pacto entre el cielo y el infierno. Pero ahora, viendo a Auriel encerrado en su tristeza, se preguntaba si su idea había sido un error de proporciones divinas.

El pacto había permitido que ángeles y demonios interactuaran en formas que antes eran impensables. Fue por ese pacto por lo que Auriel conoció a Sereth, una demonio cuya belleza no radicaba solo en su apariencia, sino en la intensidad de su espíritu. Lo que comenzó como una colaboración tensa pronto se transformó en algo más profundo, un vínculo prohibido que ni el cielo ni el infierno podían aceptar.

Miguel recordaba cómo Auriel había sido el primero en defender la relación. Sin embargo, el pacto tenía límites. Las reglas del cielo y del infierno seguían firmes, y la unión de un ángel y un demonio era vista como una amenaza, un desafío al orden natural de las cosas.

Ahora, Miguel veía las consecuencias de su propia obra: Auriel, un ángel otrora ejemplar, convertido en un ser que apenas reconocía. «Tal vez fue un error, murmuró para sí, mientras acariciaba a su mascota, un felino inmenso. Las intenciones habían sido buenas, pero el resultado había fracturado algo más profundo que una simple relación celestial.

Mientras reflexionaba, Miguel sintió una punzada de responsabilidad. Sabía que no podía quedarse de brazos cruzados, pero la solución no era sencilla. ¿Cómo reparar un corazón roto cuando las leyes del universo conspiraban contra el mismo amor que lo había destrozado? Y lo más importante, ¿cómo devolver a Auriel la luz que lo hacía brillar entre las estrellas?

Los cielos se agitaban en murmullos de incertidumbre. Las respuestas parecían tan inalcanzables como el propio Sereth, ahora envuelta en las sombras del inframundo, mientras Auriel languidecía en su celeste prisión.

En el infierno, Sereth caminaba entre los pasillos de sombras y fuego con el alma en una tormenta que ni los demonios más antiguos podían calmar. Aunque trataba de mantener su habitual aire de superioridad y desdén, sus ojos la delataban. Aquella chispa de rebeldía que antes iluminaba su mirada se había apagado, reemplazada por un brillo melancólico que ningún habitante del inframundo se atrevía a mencionar.

A menudo, se refugiaba en su cámara, lejos de las intrigas y el bullicio infernal. Allí, entre los ecos de su propia soledad, tomaba su teléfono y revisaba los mensajes. Cada vez que veía la bandeja vacía, una opresión la invadía. Era un sentimiento extraño para alguien como ella, acostumbrada a despreciar las emociones humanas, pero ahora esas ausencias le pesaban como cadenas. «¿Por qué no escribe?» se preguntaba, aunque sabía bien la respuesta: era ella quien había decidido cortar los lazos con Auriel, y era ella quien aún no había encontrado el valor para deshacer su decisión.

Pero a pesar de su orgullo, había algo en ella que cambiaba. Había pasado demasiado tiempo en la Tierra, entre humanos, y su vínculo con Auriel la había tocado de formas que jamás imaginó. Por más que intentara negar su influencia, la verdad era innegable: él le había enseñado a ver la luz incluso en los lugares más oscuros. Y esa luz había empezado a despertar algo que creía perdido, algo que durante siglos había considerado una debilidad: un corazón.

No era un cambio evidente, no al menos para los demás, pero para Sereth era un terremoto interno. Las emociones que empezaban a renacer la desconcertaban: la tristeza por la ausencia de Auriel, el dolor de una traición percibida, la añoranza por aquellos momentos en que ambos caminaban entre los mundos, desafiando todo lo que era considerado natural. Sentimientos que alguna vez habría arrancado de raíz ahora florecían, alimentados por la semilla que Auriel había plantado en ella sin siquiera proponérselo.

A veces, cuando la soledad la golpeaba con más fuerza, sus dedos temblaban sobre el teclado, tentados de escribirle. Pero el orgullo y el resentimiento la detenían. «¿Por qué tendría que ser yo la primera en ceder?» pensaba, aunque su corazón le susurraba lo contrario. En esos momentos, su mirada se dirigía hacia las rosas blancas que, cada día, llegaban como un reloj. Eran impecables, perfectas, pero su fragancia dulce y pura contrastaba dolorosamente con el aire sulfuroso del infierno. Y aunque nunca lo admitiría en voz alta, esas flores eran lo único que le arrancaba un atisbo de sonrisa.

Sereth sabía que algo dentro de ella estaba cambiando. Cada día se sentía un poco menos demonio y un poco más humana. La influencia de Auriel y de los humanos con los que había compartido había dejado una marca que ningún pacto infernal podía borrar. Pero mientras tanto, el dilema seguía siendo el mismo: ¿podía permitirse ser vulnerable? ¿Podía bajar las barreras que había construido durante siglos y admitir que, por primera vez, sentía algo más profundo que el orgullo o la ambición?

En su interior, un conflicto ardía tan intensamente como las llamas que la rodeaban. Pero mientras contemplaba las rosas que decoraban su cámara, una idea se formó en su mente, apenas un susurro, una chispa: tal vez, solo tal vez, era hora de dar el primer paso.

Un día, el aire pesado de la habitación de Sereth se vio interrumpido por un golpe seco en la puerta. Al principio, no se molestó en reaccionar. Pensó que sería alguno de los demonios menores con otra petición insignificante o un informe de rutina. Pero el golpeteo insistió, y con un suspiro de exasperación, se levantó para abrir.

Frente a ella, un pequeño diablillo se balanceaba nerviosamente, vestido con un uniforme rojo intenso que tenía bordado en letras doradas: «HellAmazon». En sus manos sostenía un ramo de rosas blancas que contrastaba brutalmente con el entorno oscuro y sulfuroso. Las flores eran tan puras que parecía que la suciedad del infierno no se atrevía a tocarlas.

—¿Qué es esto? —preguntó Sereth, arqueando una ceja mientras tomaba el ramo con cautela.

El diablillo no dijo una palabra. Solo señaló la pequeña tarjeta que acompañaba a las flores y desapareció en un parpadeo, dejando un rastro de cenizas tras de sí. En la tarjeta, escrita con una caligrafía sencilla pero elegante, había dos palabras: «Lo siento». No había remitente, pero Sereth no necesitaba uno. Sabía perfectamente de quién venían esas flores.

Al principio, quiso tirarlas. «¿Cree que con esto puede arreglar lo que hizo?» pensó, pero sus manos, casi por instinto, las llevaron a un jarrón vacío que tenía en un rincón. A medida que el aroma dulce de las rosas llenaba la habitación, algo dentro de ella se suavizaba, aunque no quería admitirlo.

Al día siguiente, a la misma hora, el mismo golpeteo sonó en la puerta. Esta vez, Sereth abrió con una mezcla de curiosidad y expectación. El mismo diablillo estaba allí, sosteniendo otro ramo idéntico al del día anterior. El ciclo se repitió: entrega, tarjeta, silencio. Y, al igual que antes, las rosas terminaron en el jarrón, ahora lleno de vida en un lugar donde la vida era prácticamente inexistente.

Día tras día, las entregas continuaron. A veces, Sereth intentaba interrogar al diablillo, pero este nunca respondía, limitándose a hacer una torpe reverencia antes de desaparecer. Con cada ramo que llegaba, su resistencia se debilitaba un poco más. Al principio, su orgullo le impedía mostrar cualquier emoción. Pero, con el tiempo, una sonrisa, tenue pero auténtica, empezaba a asomarse cada vez que veía las flores.

Las rosas no solo decoraban su habitación; llenaban el espacio con una fragancia que le recordaba cosas que creía haber olvidado: la tranquilidad, la ternura, incluso la posibilidad de perdón. Y aunque no lo admitiera, esperaba con ansias el momento de la entrega, como si aquel gesto silencioso fuera la única constante en medio de su tormento interno.

Finalmente, una noche, mientras miraba los ramos acumulados, no pudo evitar preguntarse en voz alta:

—¿Por qué no puedo dejar de sonreír como una idiota cada vez que las veo?

El eco de su propia pregunta le devolvió el silencio, pero en su corazón, algo empezaba a cambiar. Por primera vez en mucho tiempo, el dolor que la atormentaba se sentía un poco menos insoportable, como si las rosas, con su pureza imposible, llevaran consigo no solo disculpas, sino una promesa de redención.

En las altas esferas, donde el tiempo y el espacio eran conceptos insignificantes, estaban reunidos representantes del cielo y del infierno.

Uno de los presentes, un ángel de barba blanca, rompió el silencio:

—Los resultados son innegables. Hemos aprendido más en estos pocos meses que en milenios de observación pasiva. La interacción de Auriel y Sereth con los humanos ha demostrado que las emociones y las decisiones no son simples respuestas al entorno, sino reflejos de algo mucho más profundo.

Otro presente, una figura oscura claramente proveniente del infierno, asintió lentamente.

—Sin embargo, el pacto está en peligro. Auriel está prácticamente inutilizado en su estado actual, y Sereth… —la voz se volvió más áspera— está al borde de desertar por completo de nuestra influencia.

Una discusión animada estalló. Algunos proponían cancelar el pacto, considerando que los riesgos eran demasiado grandes. Otros argumentaban que detenerlo sería un desperdicio monumental, especialmente después de haber alcanzado descubrimientos tan valiosos.

Miguel, el arquitecto original del pacto entre cielo e infierno, se adelantó. Su figura imponente irradiaba autoridad, pero también una preocupación palpable.

—Esto es culpa mía —declaró, con un tono que silenciaba a todos—. Subestimé la intensidad de las emociones humanas y lo contagiosas que pueden ser, incluso para entidades como nosotros. El amor… —hizo una pausa, como si la palabra en sí le resultara extraña—… ha transformado a Auriel y a Sereth más allá de lo que jamás imaginé.

Un murmullo recorrió el consejo. Amor. Aquello que tantos poetas humanos habían exaltado y temido, aquello que parecía tan trivial y a la vez tan omnipotente, había desbordado las expectativas de seres que lo observaban desde la distancia, pero rara vez lo experimentaban.

—¿Qué propones entonces? —preguntó una voz desde las sombras.

Miguel inspiró profundamente, aunque no necesitaba aire para hablar.

—El Reto debe continuar. Pero no podemos dejar que Auriel se hunda en la inacción, ni que Sereth se consuma en la duda. Tenemos que intervenir, aunque sea indirectamente.

—¿Intervenir? —replicó otra figura—. Eso rompería las reglas. El pacto era claro: no interferencias.

—No estoy hablando de interferencias directas —replicó Miguel, con una chispa de desafío en su mirada—. Podemos enviar señales, pequeños empujones, para recordarle a Auriel lo que está en juego y para ayudar a Sereth a encontrar claridad en su confusión. Si ambos abandonan, no solo perderemos el experimento, sino la oportunidad de entender el verdadero potencial de los humanos… y de nosotros mismos.

El consejo guardó silencio. La propuesta de Miguel era audaz, pero también arriesgada. Sin embargo, la idea de perder el avance que habían logrado resultaba aún más intolerable.

Finalmente, el mismo Todopoderoso intervino, con una voz que resonaba como ecos de universos enteros:

—Que así sea. Continuaremos con el Reto. Pero recuerda, Miguel: cada acción tendrá sus consecuencias. Asegúrate de que valgan la pena.

Miguel inclinó la cabeza en señal de respeto, aunque una sombra de incertidumbre cruzó su rostro. El Reto seguiría adelante, pero los desafíos serían mayores que nunca. En el cielo y el infierno, los engranajes comenzaron a moverse nuevamente, preparando lo que sería la próxima fase de este experimento único, uno que no solo estaba transformando a los humanos, sino también a aquellos que se consideraban por encima de ellos.

Sereth estaba tumbada en su habitación, rodeada por las rosas blancas que seguían llegando cada día. El perfume dulce inundaba el aire, pero no lograba calmar la sensación de vacío en su pecho. Se pasó los dedos por el cabello mientras su mente giraba una y otra vez en torno al mismo pensamiento: Auriel.

Había aprendido a quererlo, a necesitarlo, aunque jamás lo admitiría en voz alta. Pero su orgullo herido y la traición que sentía seguían siendo una barrera casi infranqueable. Mientras tanto, su interior, cada vez más humano, clamaba por una conexión que no podía ignorar.

Un golpe en la puerta rompió su ensoñación. Sereth frunció el ceño; no era la hora del reparto de las rosas. Al abrir, se encontró cara a cara con una presencia imponente: Miguel, el Arcángel del cielo, de pie frente a ella. Su figura emanaba una autoridad casi aplastante, pero también un aire de serena resolución.

—¿Miguel? —preguntó Sereth, entre sorprendida y desconfiada—. Esto sí que no me lo esperaba. ¿Qué te trae a este rincón del inframundo?

Miguel dio un paso al frente, sin apartar la mirada de Sereth.

—Tú, Sereth. Estoy aquí por ti.

El aire en la habitación pareció espesarse. Sereth cruzó los brazos, adoptando una pose defensiva.

—¿Qué quieres?

Miguel se tomó un momento antes de responder, como si escogiera cuidadosamente sus palabras.

—El Reto no puede continuar sin ti, Sereth. El equilibrio que hemos intentado construir entre el cielo y el infierno depende de la interacción entre tú y Auriel. Pero ahora mismo, ambos estáis atrapados en un bucle de orgullo y dolor. He venido a pedirte que reconsideres.

Sereth dejó escapar una risa sarcástica, aunque había un leve temblor en su voz.

—¿Reconsiderar qué? ¿Volver a ser una pieza en tu experimento? ¿Volver a trabajar con alguien que… que me rompió en mil pedazos?

Miguel avanzó otro paso, su mirada fija en ella.

—Auriel no es perfecto, igual que tú tampoco lo eres. Pero ambos han demostrado algo que ninguno de nosotros esperaba: que incluso las criaturas más distantes de la humanidad pueden aprender a sentir. Y no hablo solo de amor, Sereth. Hablo de arrepentimiento, de perdón, de esperanza.

El silencio que siguió fue pesado. Sereth apartó la mirada, sintiendo que las palabras de Miguel habían encontrado un lugar en su interior que no quería admitir que existía.

—No sé si puedo perdonarlo —murmuró finalmente, casi para sí misma.

—Eso no importa ahora —respondió Miguel—. Lo que importa es que decidas si quieres intentarlo. No por el Reto, no por mí, ni siquiera por él. Hazlo por ti.

Sereth se quedó quieta, su mente trabajando a toda velocidad. Había algo en la visita de Miguel que le había despertado una pequeña chispa de esperanza, una que no había sentido en mucho tiempo. Quizá, solo quizá, esta era la oportunidad de volver a acercarse a Auriel. De arreglar lo que estaba roto.

—Está bien —dijo finalmente, levantando la cabeza para mirar a Miguel—. Pero no esperes que sea fácil.

Miguel asintió, con un destello de satisfacción en sus ojos.

—Nada que valga la pena lo es, Sereth.

Mientras Miguel se desvanecía lentamente, dejando tras de sí un rastro de luz tenue, Sereth cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella. Su corazón, tan nuevo y tan frágil, latía con fuerza. No sabía cómo iba a enfrentarse a Auriel, pero había decidido dar el primer paso.

Y quizá, solo quizá, eso sería suficiente para empezar.

Auriel estaba sentado frente a la ventana de su habitación. Había estado sumido en sus pensamientos, atormentado por el vacío que sentía desde que Sereth se alejó. El Reto, su misión compartida, parecía cada vez más lejano, como un sueño que se desvanecía con el paso de los días.

De repente, un golpe en la puerta interrumpió su reflexión. Auriel frunció el ceño, pensando que probablemente se trataba de otra entrega de comida. Sin embargo, al abrir la puerta, se encontró con algo totalmente inesperado.

Sereth estaba allí, de pie, con una sonrisa ligeramente burlona en su rostro. Su presencia era aún más cautivadora que la última vez que se habían visto, como si la distancia entre ambos hubiera hecho que algo dentro de ella se transformara, quizás de una manera que ni ella misma comprendía. El ángel sintió una mezcla de sorpresa y fascinación al ver cómo la demonia más hermosa que había conocido se mantenía firme ante él, como una visión que desafiaba las reglas del cielo y el infierno.

—¿Sereth? —preguntó Auriel, sin poder evitar una nota de incredulidad en su voz—. ¿Qué… qué haces aquí?

Sereth, con su mirada feroz pero juguetona, cruzó los brazos.

—A ver, angelito —dijo con un tono que Auriel no pudo evitar reconocer como algo entre provocador y desafiante—, se acabaron las vacaciones. Tenemos que seguir con el reto.

Auriel la miró fijamente, procesando sus palabras. No esperaba una visita, y mucho menos una que viniera con tal mensaje. La irritación y la emoción se mezclaron en su pecho.

—¿De qué estás hablando? —dijo, sin poder evitar un leve temblor en su voz—. Creí que habías decidido alejarte. O mejor dicho, que el reto ya no te importaba.

Sereth levantó una mano, como si quisiera calmarlo.

—Te equivocas —respondió con un tono más suave pero igualmente firme—. Me dieron una visa especial. Ahora puedo entrar en el Cielo sin restricciones. Y, la verdad, pensé que ya era hora de que habláramos. Es hora de que sigamos con nuestro trabajo, como nos dijeron que hiciéramos.

Auriel la observó por un momento largo, sin saber cómo reaccionar. Parte de él quería cerrar la puerta y dejarla afuera, sin embargo, otra parte, la parte más humana que aún quedaba dentro de él, sentía que quizás esto era lo que necesitaban. Quizás esta era la oportunidad para solucionar lo que se había roto entre ellos.

—¿Por qué ahora? —preguntó finalmente, sus palabras llenas de una mezcla de esperanza y desconfianza.

Sereth lo miró con sus ojos oscuros, llenos de una mezcla de dureza y algo más, algo que él no sabía cómo interpretar.

—Porque el Reto no se ha terminado, y no voy a dejar que el orgullo o el dolor nos sigan separando. Ni tú ni yo somos perfectos, Auriel. Pero si realmente vamos a hacer algo de valor, tenemos que hacerlo juntos. El cielo y el infierno no son lo único en juego aquí. No se trata solo de nosotros, sino de algo mucho más grande.

Auriel no dijo nada al principio. Simplemente la miró, su corazón palpitando con fuerza. Sabía que ella estaba allí, no solo para cumplir con un deber, sino porque, de alguna manera, estaba abriendo una puerta que ambos habían dejado cerrada. Un camino hacia la reconciliación, o al menos, hacia una segunda oportunidad.

—Está bien —dijo, finalmente, con un tono que reflejaba tanto su vulnerabilidad como su decisión—. Continuemos, Sereth. Pero que quede claro, no será fácil. Y lo que ocurra entre nosotros, ya no será solo parte del Reto. Será algo más.

Sereth esbozó una sonrisa que no pasó desapercibida para él. Algo en sus ojos parecía brillar con una nueva esperanza.

—Eso es lo que quiero escuchar —respondió ella, mientras pasaba al interior de la habitación—. Ahora, vamos a terminar lo que empezamos.

Y con ese simple intercambio, una nueva etapa comenzaba para ambos.

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