La tinta seca en mi pluma habla por sí sola. Ya no danzaban las letras sobre el papel. Recuerdo aquel mundo que vislumbré, un papel en blanco donde la singularidad reinaba absoluta. Un edén donde cada cosa, única y singular, coexiste en armonía, sin que una sombra de juicio empañe su belleza.
Me acuerdo de su nombre, “el mundo”, como no podía ser de otra manera. Era un mundo genérico, y todo en él era común. Es preciso definir la palabra genérico, dícese del nombre apelativo o común, perteneciente al género. A su vez, el género es una especie, conjunto de cosas que tienen características comunes. Hay cosas que no recuerdo bien de aquella sociedad pero que trataré de ir reconstruyendo ya que esa es mi tarea. Era un mundo sin adjetivos, donde cada objeto era simplemente lo que era, sin necesidad de ser comparado o clasificado. A veces echo de menos esa simplicidad.
Había una religión, la religión, ésta hablaba de la existencia de un dios genérico, quién había creado el mundo, el único. Según la misma dios había creado, por ejemplo, árboles, ríos y mares genéricos. Y también había creado una sociedad, con todos los hombres y mujeres necesarios para que funcionara correctamente. A partir de allí según las necesidades, la gente que nacía cumplía el rol genérico que era necesario renovar en ese momento. Estos roles no eran designados directamente por dios, sino por su representante terrenal, el hijo genérico de dios.
Por esto el que tenía la suerte de nacer justo en el preciso instante en que moría el vigente hijo de dios, era el sucesor. Era el único rol genérico que era ejercido por una sola persona, pues había un único hijo de dios.
Había una incómoda espera a que el flamante hijo de dios tuviera la edad suficiente para asignar roles genéricos, en ese interín eran otorgados por los profetas genéricos.
Ciertamente estaba el grupo de los que eran contrarios, protestantes, que se oponían constantemente a lo que la religión profesaba. Los protestantes, con su visión utópica, alimentaban falsas esperanzas, convirtiéndose en los catalizadores de un cambio que muchos anhelaban, una especie de propósito genérico.
Era curioso contemplar cómo, en ausencia de un tío específico, el niño que venía al mundo era designado con tal título, y así permanecería por siempre. Este infante encontraba su lugar en una familia anónima, que anhelaba la figura de un tío, y era criado por tías y sobrinos sin nombre, formando un entramado de vínculos algo abstractos. Existía una especie de rito de iniciación o bautismo, donde resonaba la frase: “En virtud de las necesidades de la Sociedad, a ti te ha tocado ser…” Desde luego, se podían oír tantas designaciones como: padre, abogado, prisionero, sacerdote, propietario, entre muchas otras. Todo ello, por supuesto, en un sentido genérico; así, el prisionero, por triste destino, asumía el papel de recluso en la sociedad, condenado a estar tras las rejas desde su mismo nacimiento.
Esto podría parecer injusto, sin embargo, no lo era en esencia, ya que todo dependía del azar; cada individuo se encontraba atado a un único destino, el que le correspondía. Además, ser prisionero no constituía una deshonra, sino que era simplemente una faceta más del tejido social. Nadie era encarcelado por voluntad propia, ya que todos cumplían con diversas funciones en la comunidad; los prisioneros genéricos eran quienes ocupaban esos espacios en cárceles anónimas. Eran visitados por la gente y gozaban de un respeto palpable por el arduo y leonino papel que les había sido encomendado. Sin embargo, era innegable que surgían numerosos dilemas en la asignación de roles. Por dar un ejemplo, ante la necesidad de un cura, y habiendo nacido en esos instantes un bebé femenino; la solución, aunque insólita, era simple y lógica: ese infante era considerado un ser genérico, y por ende, su género era indistinto. Así, se le otorgaba sin dudar el rol de cura genérico.
Este fenómeno adquiría una excepción ineludible en el caso de los padres y madres genéricos, quienes debían corresponder al sexo establecido, digamos por la naturaleza. Un dilema frecuente surgía cuando el destino dictaba que alguien debía convertirse en médico; en tal situación, era imperativo transmitirle de inmediato todos los conocimientos necesarios sobre su profesión, para que pudiera comenzar a ejercer lo más pronto posible. Para cumplir con esta tarea, existían maestros y profesores, quienes se dedicaban a la noble labor de transmitir sabiduría, permitiendo así que los nuevos médicos adquirieran habilidades esenciales que su postiza vocación exigía.
Lo más fascinante de esta sociedad radicaba en su perfecta igualdad; no existía superioridad ni inferioridad, sino una rica diversidad. Si el destino te señalaba como arquitecto, serías arquitecto sin más, sin la distinción de buenos o malos, simplemente arquitectos, y así se reflejaba en cada uno de los designios. Nada podía marcar sus diferencias, esta uniformidad se extendía incluso a los productos que la sociedad consumía.
Aquí surgió otro gran dilema: en un momento de descuido, dios había concebido el producto genérico, lo que desencadenó una serie de inconvenientes. Imaginemos, por un instante, que ante cada necesidad de la gente, solo existiera un único producto al que recurrir, el omnipresente producto genérico. En esta utopía, la variedad se desvanecía, dejando a las almas perdidas en un mar de desesperante uniformidad y anhelantes de algo más ceñido a sus atendibles deseos.
Finalmente se decidió, junto con el hijo de dios de turno, que hubiera muchos productos para todo lo que fuera necesario. Alguien había sugerido que toda la gente tuviera una única necesidad genérica y un deseo genérico, pero esto parecía algo engorroso. Considero que hubiera vedado mucho las vicisitudes de la vida, y que no iba a ser factible en aquel momento enseñar a la gente a que solo tenía que tener una necesidad y/o deseo, prácticamente imposible. Hoy consideramos que se resolvió de la mejor manera.
Es innumerable la cantidad de situaciones pintorescas que florecían en aquella cautivadora sociedad, especialmente cuando se contrasta con otras realidades donde el juicio de valor es la norma. Allí, en cambio, la vida se deslizaba con una simplicidad asombrosa.
Sin embargo, no todo era perfecto en la asignación de papeles. Recuerdo aquella ocasión en que un bebé, destinado a ser músico genérico, llegó al mundo con sordera absoluta. Pero gracias a la dedicación de sus padres, médicos y maestros, este joven logró desafiar los límites de su destino y tocar, con fervor, la música en todos sus estilos genéricos. Por supuesto, no era un camino complicado, pues solo había una única melodía genérica, lo que a menudo convertía los conciertos y recitales en experiencias monótonas y fastidiosas.
Aun así, el esfuerzo de este niño por encontrar su voz en un mundo de sonidos idénticos se convirtió en un testimonio de la resiliencia del espíritu humano, recordándonos que, incluso en la desventaja, la pasión puede florecer de maneras insospechadas.
Esto es algo que se repetía en muchos órdenes de la vida, por ejemplo, había muchos jugadores de fútbol, pero eran jugadores de fútbol genéricos, todos jugaban parecido, y los equipos aplicaban una táctica y estrategia genérica. Los partidos se hacían muy tediosos, más teniendo en cuenta que había una única pelota genérica para todos los deportes, por lo tanto, la misma, era algo exótica. Tenía algo de la de golf, de la de rugby, de la de básquet, etc.
Jamás olvidaré el día en que conocí la cofradía de los ociosos. Eran almas condenadas a la inercia, sin nada que hacer, a cumplir un papel asignado en la gran obra sin el menor atisbo de pasión. Uno de ellos me susurró una vez su anhelo secreto: haber sido arquitecto de su propio destino, haber esculpido su vida con las herramientas de su propia voluntad. Pero en aquel mundo regido por la rigidez, tal deseo era un pecado imperdonable.
Los que osaban desafiar su designio eran arrastrados ante el hijo de dios, acusados de la herejía de la individualidad. Su único crimen: anhelar ser algo más allá de la función que se les había impuesto. La queja genérica y única nunca era aceptada. La sentencia era invariable: la ejecución instantánea.
Incluso aquellos que nacían con limitaciones eran condenados a un exilio simbólico. Un niño ciego, destinado a ser un campeón de las pistas, era relegado al olimpo de los campeones retirados, condenado a una vida de sombras. Y así, generación tras generación, la rueda de la fatalidad seguía girando, aplastando cualquier atisbo de rebeldía.
Pero esta no era la única razón por la que la gente no debía quejarse, ya que la queja era propiedad exclusiva de los protestantes genéricos, quiénes ostentaban como única función encontrar motivos de los cuales quejarse. Este grupo, bien definido, absorbía toda la insatisfacción potencial del resto de la población, que, en su complacencia, no veía necesidad de protestar. Era un equilibrio peculiar pero efectivo. Estos personajes no veían con buenos ojos que les quitaran su trabajo, por lo tanto iban y se quejaban ante el hijo de dios, quién inmediatamente mandaba a juicio a los impostores.
Otro caso que seguramente resultará cómico para ustedes era el de los dueños genéricos. Estos individuos nacían con el privilegio de ser propietarios de alguna propiedad que había perdido su antiguo dueño, convirtiéndose así en figuras casi míticas en la narrativa de este pueblo. Este rol era anhelado por muchos, ya que el resto de la población vivía con la constante inquietud de no ser verdaderamente dueños de sus posesiones. La sombra de un posible propietario, que podría aparecer en cualquier momento reclamando la posesión de sus bienes, generaba un aire de incertidumbre y temor. La figura del propietario genérico, con su aura de autoridad y dominio, hacía de la propiedad personal un concepto más bien efímero. En este contexto, el rol del dueño no solo era una cuestión de posesión, sino un reflejo de las complejas relaciones sociales que tejían la trama de esta sociedad singular.
La gestación de una familia era un artefacto de la ingeniería social. Las madres, meros receptáculos, no guardaban ningún vínculo sanguíneo con los hijos que daban a luz. En este gran engranaje, la procreación era una tarea encomendada a parejas cuidadosamente seleccionadas, cuyas uniones eran más contractuales que afectivas. Una vez concebido el niño, se le asignaba un papel dentro de la maquinaria social, y su entorno familiar se construía pieza a pieza, como un rompecabezas humano. A medida que el individuo crecía, se le añadían hermanos genéricos, tíos, abuelos, amigos… Una constelación de seres diseñados para cumplir una función específica.
La amistad era un concepto abstracto y funcional. Los amigos no eran elegidos por afinidad, sino asignados según una fórmula matemática. Un estudiante, por ejemplo, podía rodearse de una constelación de amigos genéricos, cada uno diseñado para cumplir una función específica: el confidente, el compañero de estudios, el animador. Estos papeles vacíos existían únicamente para satisfacer las necesidades sociales de otros. Una vez al año, en el Día de la Amistad, todos los amigos genéricos se reunían en un gran aquelarre, un ritual trivial y repetitivo. Aquellos que deseaban forjar lazos más profundos, como un músico y un político, debían recurrir a intermediarios: amigos genéricos que sirvieran de puente entre dos mundos distantes. Pero esta práctica era vista con desconfianza, pues amenazaba el orden establecido.
Era interesante ver a los corredores de autos, más allá de la habilidad técnica, era la mente del piloto la que marcaba la diferencia. La presión de la competencia, la necesidad de superar los límites, sometían a los deportistas a una prueba constante. Muchos se hundían bajo el peso de la expectativa y la realidad de un único vehículo genérico, mientras que otros encontraban en la adversidad la fuerza para alcanzar la grandeza. La victoria, en este contexto, era tanto un triunfo físico como psicológico.
La estandarización había alcanzado niveles inimaginables. Desde la alimentación hasta la vestimenta, todo estaba meticulosamente diseñado para satisfacer las necesidades ordinarias, sin dejar espacio a la individualidad. La elección se había convertido en una ilusión, una mera formalidad. Los consumidores, como autómatas, se dirigían a los dispensadores mecánicos para adquirir los productos genéricos que necesitaban, sin cuestionar su origen ni su calidad. La diversidad había sido sacrificada en aras de la eficiencia y la igualdad.
La brisa de la muerte suspiraba constantemente sobre los individuos. La vida era una carrera contra el tiempo, una lucha por mantener la utilidad. Aquellos que no podían mantener el ritmo eran condenados a una pronta muerte, arrojados a la oscuridad. La muerte, lejos de ser un misterio, era una certeza fría y calculada. Aquellos que dejaban de cumplir su función eran descartados sin miramientos, como piezas defectuosas de una máquina. La vejez, la enfermedad, la discapacidad: todos eran considerados errores a corregir.
En el gran cementerio de la humanidad, todos los cuerpos eran idénticos, despojados de su individualidad y reducidos a simples números. La muerte era el gran igualador, un nivelador universal que reducía a todos a la condición de difuntos.
La abolición de la edad había creado una paradoja: por un lado, se buscaba una sociedad igualitaria, donde todos tuvieran las mismas oportunidades. Por otro lado, se perpetuaba una jerarquía implícita basada en la función y la capacidad. Los más jóvenes, a pesar de su inexperiencia, estaban obligados a asumir responsabilidades adultas, mientras que los mayores, a menudo debilitados por la edad, seguían siendo explotados. Los hijos cuidaban de los padres, no por afecto, sino por obligación. La vejez, en lugar de ser un momento de sabiduría y reposo, era una etapa de servicio continuo.
La paradoja era evidente: en nombre de la igualdad, se había creado una sociedad profundamente desigual.
La igualdad era un concepto impuesto, una máscara que ocultaba la profunda desigualdad de oportunidades. Los individuos, conscientes de su incapacidad para cambiar su destino, se resignaban a su suerte. La rebelión era impensable, pues significaba desafiar un orden impuesto. Los delincuentes, por ejemplo, eran vistos como víctimas de un sistema injusto, pero también como una amenaza para la estabilidad social. Su encierro era justificado como una medida necesaria para proteger a los demás.
Los irresponsables eran vistos como una mancha en la perfección del sistema. Su incapacidad para cumplir con su rol era interpretada como una afrenta a la sociedad. Los juicios eran espectáculos públicos, donde los culpables eran humillados y condenados a muerte sin posibilidad de apelación. La ejecución era rápida y eficiente, un recordatorio para todos de las consecuencias de la desobediencia. La sociedad, en su búsqueda de la perfección, había sacrificado la compasión y la misericordia.
La falta de desafíos y la ausencia de un propósito más allá de cumplir con el rol asignado generaban un profundo malestar en muchos individuos. La apatía, la depresión y la ansiedad eran comunes. La innovación era vista como una amenaza, un aumento de la entropía inaceptable. La vida se había convertido en una rutina monótona, donde cada día era igual al anterior.
En este mundo genérico, la vida parecía fluir con una placidez casi utópica. La sociedad, en su uniformidad, aparentaba haber alcanzado una armonía golfa; no existían, claro está, los conflictos que desgarran a otras civilizaciones. La religión, unificada bajo una sola fe, no solo evitaba las disputas teológicas, sino que también permitía a todos los ciudadanos contemplar al hijo de dios, unificando así sus creencias y esperanzas, digamos que las personas, al igual que en su mundo, optaban por tener fé.
La cuestión racial había sido elegantemente disuelta en el crisol de la identidad común. Si bien había diversidad de colores de piel, esta característica se había vuelto invisible en el ojo público. La gente era valorada exclusivamente por su contribución a la sociedad, por el rol que desempeñaban, lo que fomentaba una meritocracia pura y sin prejuicios.
En cuanto a la delincuencia, está también seguía un patrón establecido. Los delitos eran, por así decirlo, «genéricos». El acto criminal por excelencia consistía en el robo a un banco, especialmente diseñado para tal fin, digamos el banco robado. Este banco contenía solo lo necesario para que los ladrones subsistieran, creando una especie de simbiosis entre ellos y los policías, quienes, en su aburrimiento, encontraban en estos encuentros un simulacro de aventura. Los policías, con vidas monótonas, se enfrentaban a un número controlado de infractores, manteniendo así un orden peculiar pero funcional.
La política, por su parte, era un reflejo de la sociedad: unipartidista y sin fricciones. Las elecciones, aunque presentes, eran más una formalidad, un ritual que no alteraba el curso del gobierno ni de la sociedad. Este sistema, un híbrido genérico de varias formas de gobierno, aseguraba la continuidad y estabilidad, sin la necesidad de una verdadera democracia.
Este mundo que relato podría parecerles un espejo distorsionado del suyo, un reflejo en un lago de aguas turbias que, a primera vista, se antoja ajeno y hasta injusto. La sensación de lejanía es palpable, como si este lugar existiera en una realidad paralela, inalcanzable y distinta. Sin embargo, al examinarlo con detenimiento, descubrirán que su aparente injusticia es más bien arbitraria y opresora.
La distancia que los separa de este mundo genérico es, en esencia, una ilusión; tal vez, en su circularidad, este mundo esté más cerca de lo que imaginan, rodeándolos por el otro lado, completando el círculo de la existencia. Un filósofo de este universo postuló una vez que el azar distribuye la fortuna con una mano más justa que la inteligencia humana.
Les invito a comparar este Mundo Genérico con el suyo. Aunque parezcan antípodas, ambos forman parte del mismo tapiz humano. Uno es el arquetipo, la esencia destilada de lo que significa ser sociedad; el otro, un experimento en los límites de esa definición, en su periferia. En la Sociedad Genérica, todo es común, todo es típico, y por ello, en sus aspectos más fundamentales, les resultará familiar. Quizás la proyección de una sea la imagen enajenada de la otra.
Reflexionen sobre cómo lo genérico y lo particular coexisten, en ese análisis encontrarán que la justicia, la igualdad y la estructura social no son tan distintas entre un mundo y otro. Ambos son, después de todo, expresiones diferentes de la misma búsqueda humana por el orden y significado.
Y aquí concluye mi relato, o debería decir, el relato, pues este texto que ahora concluye es, en sí mismo, un producto de este mundo. Soy escritor, y esta narrativa es la que siempre redactamos, la que se espera de nosotros.
Cuántas veces se habrá abordado este tema, me pregunto, mientras converso con mis colegas, quienes comparten mi preocupación. La venta de nuestros libros disminuye, no porque carezcan de valor, sino porque una vez adquirido uno, ¿para qué más? Quien ha leído una historia, las ha leído todas. Algo similar ocurre con la historia universal.
La esencia de nuestro trabajo radica en la repetición, en la reescritura de lo ya escrito. Este cuento, que he compartido contigo, lector, ha sido mi carga y mi arte, repetida en innumerables variaciones que, al final, convergen en una única historia: la historia.
Así que, al cerrar este libro, piensa que has leído lo eternamente relatado, un eco de lo que siempre ha sido y siempre será en este mundo, tan peculiarmente común.
Siempre será la misma historia, como las estaciones que vuelven cada año, pero cada vez florecerá una nueva flor y de ella, el aroma de una nueva era.
Un escritor (un día)
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