He intentado escribir sobre esto tantas veces que ya no sé si estoy conversando o simplemente escuchando el eco de mis propios pensamientos. Las palabras se desvanecen antes de nacer, y cada pensamiento resiste toda forma, como si mis ideas se liberaran apenas intento capturarlas, como si tuviesen una vida que rechaza la forma y la permanencia, huyendo hacia algún rincón donde yo no las alcance. Cada día, buscar un rumbo se convierte en una labor fútil, un mapa vacío. Algunos en mi vida, con la nobleza que da el cariño, insisten en acercarse; me ofrecen planes, compañía, pero su bondad es una mano que no alcanzo. Agradezco, pero no puedo responderles.
¿Soy acaso luz o sombra?
¿La quietud de un silencio o el temblor de un grito ahogado?
No sé. A veces, siento que soy a la vez todo y nada, apenas un trazo en el margen de una historia que nunca terminaré de escribir.
La vergüenza fluye por mis venas al intentar explicar el peso de mi propio dolor. ¿Cómo desentrañar el dolor cuando cada palabra se disuelve en un abismo sin fondo? Dentro de mí habitan sentimientos que se atropellan, emociones tan contradictorias que ni siquiera atisbo a ordenar. No es tristeza sola, ni simple pérdida: es un oleaje de lástima, de culpa y de ira, como ramas enredadas de dudas y autodesprecio, una maraña de impotencia que me arrastra a un miedo tan primitivo que siento, a veces, que regresa a esa infancia donde las sombras robaban el sueño. Hoy, más que nunca, no quiero ver a nadie, no quiero hablar. Estoy en la batalla que jamás pensé librar: la batalla de mi propia existencia.
Me siento solo. Solo en cada pensamiento. Solo en cada palabra que no puedo pronunciar.
He librado otras batallas, he caído antes, pero nunca el dolor se había vuelto tan íntimo, tan desgarrador. Entonces solo sentía tristeza; ahora, siento el abandono de todas mis defensas, las ruinas de un refugio que construí para protegerme. Siempre traté de levantar un mundo que fuera mío, un espacio donde aún pudiera ser el niño que nunca fui, una fortaleza de muros invisibles para no enfrentar la verdad. Pero esos muros han caído, y lo que queda de ese niño ya no se reconoce en mí. Me siento vulnerable, invadido por sombras que no sabía que existían, fragmentos de recuerdos que pensé extintos.
Todo lo que soy se desmorona. Todo lo que soy es una lucha interna. Y mientras yo lucho, sé que todos luchamos de alguna manera, atrapados en nuestras propias batallas invisibles.
Los días pasan como un río sin orilla. Me muevo entre ellos sin encontrar descanso, atrapado en una franja de tiempo que parece agotarse, mientras la vida sigue su curso inalcanzable. Los momentos de calma son cada vez más breves; las tormentas, más largas y frecuentes. Soy, quizás, un espectro en busca de paz, aunque esta huye de mí. Y mientras avanzo en este laberinto, me doy cuenta de que estoy roto en mil pedazos. Algunas partes de mí buscan refugio en sus memorias; otras, se disuelven, como si esta lucha no tuviera fin.
¿Hay alguien que pueda escucharme y decirme que está bien?
¿Que el silencio también es una respuesta?
Cuando era niño, aprendí a convertir el dolor en silencio, a construir mi propio exilio en un mundo donde las lágrimas eran un lujo que otros se podían permitir. En ese espacio privado, fui el niño de mármol, un rostro alegre que ocultaba océanos invisibles. Mis amigos y conocidos se sorprendían de que nunca llorara, de que siempre encontrara en el humor una barrera contra el dolor. Todo el mundo ve lo que aparentas ser, pocos experimentan lo que realmente eres.
Esta vez, no voy a enterrar mis fragmentos en cajas selladas. Guardaré cada uno de ellos con la reverencia que merece lo frágil, y la llave no la arrojaré al vacío, sino que la mantendré conmigo, un recordatorio de que un día, quizás, volveré a este lugar para recogerme y terminar la historia que he comenzado.
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