Escribo esto pensando en una canción que define muy bien ese lapso de tiempo entre el principio de los veinte y la finalización de la adolescencia.
Que me cante el mar
Un bolero de soledad
Que me cante el mar
Que ando sola, con soledad […]
— Natalia Lafourcade.
Pienso realmente que es una penitencia este inexorable paso y transición de la juventud al mundo adulto, te encuentras a ti misma frente al espejo pero no asimilas los rasgos que encuentras ante él.
»¿Quién soy?» »¿Cómo he llegado aquí?»
Eso me pregunto en un momento íntimo esperando encontrar una respuesta exacta a toda esta incertidumbre.
Nadie habla de esta soledad, nadie conoce realmente lo que es el mundo adulto; Un cúmulo de responsabilidades sin fin pero en pos de bienes materiales.
Ante esta constancia muchas veces pienso: Dónde estará guardada la ternura que tanto nos vendían de pequeños y cómo es que la vamos perdiendo conforme transicionamos de etapa en etapa.
Sólo encuentro pequeños trazos de lo que una vez fui y el presente se resume en mantenerse con pies de plomo ante la nostalgia, no existe nada más tenaz que perdurar frente a lo volátil de las expectativas, ya sean propias o ajenas.
¿Y quién me escuchará cuando grite a los cuatro vientos? ¿Cuando me equilibre entre este afán de permanecer en mi soledad o luchar en unión y confraternidad?
¿Por qué debemos afrontar todo este camino sin sentido único solos? ¿Quién lo dictó de tal forma?
Qué cruel e infame.
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