El tiempo en la cárcel pasa despacio. Conozco esta celda de arriba a abajo, cada esquina, cada imperfección en la pared, cada mancha. He estado en muchas celdas diferentes, pero esta es la última en la que voy a estar y eso la hace más especial.
Cuando estás tanto tiempo entre rejas piensas mucho en tu vida y las decisiones que has tomado, pero sobretodo en aquellos momentos clave que te han llevado a estar aquí encerrado. Yo he pensado mucho en aquel día, cuando encontraron el cuerpo de Inés. Cuando la policía vino a mi casa, cuando me interrogaron. Yo, como un idiota, decidí que podía responder a sus preguntas sin llamar a un abogado porque no tenía nada que esconder.
Oigo un ruido y sé que ha llegado el momento. Los guardias dicen mi número de recluso, que se ha convertido en mi nombre. Me levanto pero no me acerco. Uno de ellos se queda de pie, con una mano apoyada sobre su arma, el otro abre la puerta de la celda, sin perderme de vista. Hay algo en este procedimiento que parece ceremonioso, una danza coordinada en la que no se media palabra.
Comenzamos a caminar por el pasillo, siento la presión de los grilletes en mis muñecas. ¿Cómo he acabado aquí? Una vez más, pienso en aquel día. Recordar las imágenes de Inés tendida en un descampado, desnuda, su cuerpo sin vida, con un charco de sangre a su alrededor; a veces me ha hecho sentir desolación, otras veces furia. La primera vez que me las enseñaron fue en ese despacho de la comisaría donde me interrogaron. Vomité.
Con el paso del tiempo y una vez en la cárcel llegué a odiar a Inés, porque yo ya había pasado el duelo, y sin embargo no podía seguir con mi vida, tenía que seguir pensando en ella, en el breve tiempo que tuvimos juntos, en los buenos y malos momentos. Tenía que seguir viendo las fotos en cada vista con el juez, en cada intento de conseguir un nuevo juicio. Inés, después de muerta, me tenía atrapado en el peor día de mi vida.
Bajamos al patio, es agradable ver el cielo y sentir el viento frío en la cara. Por fin se acaba todo. Un escalofrío me sacude el cuerpo y siento un leve mareo.
Inés y yo tuvimos muchos problemas. Éramos unos críos, con mucho mal genio y en mi caso, muchos celos. No me siento orgulloso de cómo me porté con ella, y eso no ayudó a mi causa, a que nadie me creyera. Teníamos peleas muy desagradables, con gritos y golpes, por ambas partes. Pero ella era una mujer menuda, y yo un hombre grande, latino, con actitud amenazante. Pero la quería, yo sé que la quería. Quiero pensar que las cosas habrían cambiado con el tiempo, que nos habríamos tranquilizado, pero tal vez me equivoque.
Hace ya tiempo que dejé de sentir esa furia hacia el sistema, o incluso el rencor hacia Inés por dejarse matar. Supongo que tener tanto tiempo te obliga a hacerte paciente, a enfrentarte a tus errores, primero desde el asco, luego desde la compasión.
Vamos a la zona restringida, donde está la cámara de ejecución, y de pronto ese tiempo que tan despacio pasaba, se me escapa como agua entre las manos. Ahora veo con claridad el final, me despierto a la realidad de lo que eso significa. Me doy cuenta de que no quiero que acabe el dolor. Esa lucha infinita que no me llevó a nada, solo a prolongar la agonía, ya no parece inútil. Quiero prolongarla, sufrir significa que estoy vivo, aunque no sea libre. Tengo ganas de vomitar, pero esta vez no es por el cuerpo de Inés, sino por lo que va a ser del mío.
Me arrastran a la sala, y me resisto todo lo que puedo. No quiero morir. Me atan a la camilla. Intento convencerme de que es lo mejor, pero no lo consigo. Todo mi ser rechaza la muerte. El final se extiende como un abismo delante de mí. Empiezo a gritar lo que mi mente está aullando, ¡no quiero morir!
Escucho de fondo a gente dando instrucciones, me han sedado. Mis músculos se empiezan a relajar, mi mente divaga. Me acuerdo de nuestra noche de bodas. Éramos unos críos, y yo estaba tan enamorado. “Si vivo otra vida, lo haré mejor”.
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