De torsos, piernas y glúteos están hechas las torres

De torsos, piernas y glúteos están hechas las torres

D. Blanc

02/10/2024

Durante una breve estancia recreativa en Barcelona, con motivo de las fiestas populares de Gracia, presencié una tradición catalana por demás particular. En la plaza principal de un barrio ciertamente agraciado, frente al balcón del Ayuntamiento, vi los famosos castells: torres humanas.

No sabía nada de esta tradición. Por fortuna, me acompañó Helena, una gran amiga catalana, quien hizo lo posible por resolver mis dudas. Si mal no recuerdo, me dijo algo así al principio: “A ver, tío, escúchame una cosa: ¡No tengo la menor idea de qué va esto! También es la primera vez que las veo”.

Como usted comprenderá, no tuvimos otro remedio que entregarnos a nuestro instinto para darle alguna explicación a lo que sucedía. Concluimos rápidamente que las torres humanas las conformaban tres equipos. Los distinguimos por el color de sus playeras: café, azul claro y azul fuerte. Cada uno tenía poco más de cincuenta integrantes, entre adultos, niños, hombres y mujeres, vestidos con pantalones ligeros y cómodos, faja negra amarrada a la cintura, y algunos con paliacate rojo en la cabeza.

Aunque todavía no éramos muchos los allí reunidos, veinte minutos después de nuestra llegada, el cielo se despejó y el evento comenzó. Los tres equipos se movieron a la calle perpendicular de la explanada, en donde formaron las primeras torres de tres pisos, una persona por piso. Movieron las torres hacia el centro como pieza de ajedrez, al son de una melodía triunfal que entonaron con tambores y flautas.

Helena y yo convinimos que aquello había sido la presentación de los equipos. Similar a la de los luchadores que corren al cuadrilátero con su canción favorita, o los toros de lidia al ruedo acompañados del pasodoble, o cuando los equipos de fútbol saltan a la cancha con el himno de la liga. En todo caso, los tamboristas y flautistas eran la barra brava de los castells.

Lo que sucedió después fue inexplicable. En cuanto desmantelaron las torres, paró la música, y los integrantes de los equipos empezaron un convivio sobre la misma explanada. Algunos aprovecharon para fumar un par de cigarrillos y comer algún aperitivo. Todos se saludaron de beso y abrazo, y platicaban como si no se hubieran visto en años. Aquello se veía tan ameno, que me dieron ganas de unirme con una cerveza y un pucho.

Uno de los participantes incluso saltó la cinta de protección que dividía al público del escenario para saludar a una mujer que estaba a mi lado. Estuvo con ella aproximadamente diez minutos, pero no entendí nada porque hablaban en catalán. “¿Y si este güey es el LeBron James de los castells?, fue lo que pensé cuando lo tuve más cerca. “Le debería de pedir un autógrafo, ¿no?”.

Cuando la plaza se llenó espectadores, casi al borde del colapso, los equipos dieron fin al breve convivio. La primera torre humana, del equipo café, fue la más pequeña que vimos, de tres pisos apenas, como las de la presentación. Sin pena ni gloria fue su participación. Después, la del equipo azul claro fue clausurada, pues a media construcción, cuando iban en el segundo piso, la base se tambaleó de más.

De nuevo, los equipos hicieron otro convivio. Quince minutos después, el equipo azul fuerte se reagrupó en el centro. Sobre la aglomeración, brotaron tres hombres y se deslizaron ágilmente entre sus compañeros:

— ¡HELENAAA! —le dije entre la bulla—.

—¡¿Qué?!

—¡Voltea que ya empezó la torre del último equipo!

— ¡No alcanzo a ver nada! ¿Qué está pasando?

Se paró de puntitas.

— Pues tres tipos treparon un montón cabezas hasta llegar al centro. Están en un círculo, sobre los hombros de otras personas. Van a agarrarse de los braz…

— ¡YA VI SUS CABEZAS! —me interrumpió—.

— ¡Ándale! Seguro son el primer piso.

— Mirad, ahí va el segundo piso. ¿Los ves? Son otros tres encima de las cabezas…

Los sujetos se colocaron encima de los hombros de los primeros y, ciertamente, formaron el segundo piso. Le siguieron dos grupos más, conformados por tres mujeres cada uno, y formaron el tercer y cuarto piso.

Para ese momento, estábamos pasmados, sudados y nerviosos, pues el primer piso empezó a tambalearse, como si una la ligera brisa lo empujara. Los tres hombres apretaron los brazos, estrujaron las piernas, y se mantuvieron firmes. Cuando la torre se enderezó, reanudaron su construcción.

Sonaron de nuevo los tambores y las trompetas. Subieron entonces cuatro niños: los primeros tres formaron el quinto y último piso, y el cuarto trepó hasta la cima. La torre era más alta que el balcón del edificio del Ayuntamiento. El último niño levantó el brazo, como si fuera una bandera en la cúpula. Como los presentes aplaudieron y chiflaron, Helena y yo entendimos que la construcción de la torre había terminado:

— ¡Qué cabrón estuvo, Helena! Nunca había visto algo así.

— ¡Estoy flipando, tío!

Cuando empezaron la cuarta torre, nosotros ya estábamos sentados en una panadería, a un par de cuadras, comiendo una tortilla con jugo de naranja, lejos del sol y del tumulto de espectadores que nos aplastaba cada vez más y más. Entre bocado y bocado, le agradecí a Helena por haberme acompañado. Me preguntó si me había gustado. “Me gustó tanto”, le contesté, “que hubiera preferido heredar esta tradición, a otras que nos dieron en la torre”.

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