Había algo profundamente inquietante en mudarse ocho veces al año. Las primeras tres o cuatro no eran nada: embalar cajas, despedirse de amigos que sabías que no volverías a ver, aprender a ubicarte en una nueva ciudad. Todo eso era normal para Lucas; a sus catorce años, no recordaba haber estado en el mismo lugar más de seis meses seguidos. La palabra «hogar» no significaba mucho para él.
Sus padres trabajaban para una multinacional de tecnología, un titán que nadie conocía pero que estaba detrás de todo. Sus productos estaban en cada casa, cada bolsillo, pero sus oficinas eran fantasmas, diseminadas por el mundo como una enfermedad silenciosa. Cada tres meses, como mínimo, su madre o su padre —o ambos— recibían la llamada. «Nos vamos», decían, y Lucas empezaba a empacar sin preguntar adónde.
Al principio, era solo un fastidio. Pero después del tercer cambio de escuela, las cosas comenzaron a… torcerse.
La primera vez fue en Harrisburg, Pensilvania. El último día de clases, Lucas salió de la escuela con una mochila llena de cosas inútiles —papeles, libros viejos, una sudadera olvidada en el casillero— y esa sensación familiar de que no importaba nada. Caminaba hacia el coche de su madre cuando oyó gritos. Se dio vuelta para ver a una multitud de estudiantes corriendo en dirección contraria a la escuela. El humo negro ascendía por el aire, pesado como una nube de tormenta.
La biblioteca estaba en llamas. Nadie supo cómo empezó, ni por qué el fuego se propagó tan rápido, pero esa tarde, cuando su madre llegó a recogerlo, la mitad de la escuela estaba convertida en cenizas. Los bomberos decían que fue un accidente. Un cable suelto, tal vez. Nadie murió. Pero Lucas sentía que había algo más. Algo en la forma en que el fuego lamía las paredes, en la manera en que las llamas parecían devorar con propósito, como si estuvieran hambrientas de algo más que madera y papel.
Después vino la segunda vez.
En Denver, Colorado, tres meses después, el rumor corrió como un incendio en el pasillo: «Jason se colgó en el baño». Era un chico de décimo grado, alguien que Lucas apenas conocía, pero el eco de sus pasos en los pasillos vacíos después de la noticia era como una campana que no dejaba de sonar. La escuela cerró por una semana, y cuando regresaron, el baño estaba clausurado. Lucas intentó no pensar mucho en eso, pero no pudo evitar notar que la fecha coincidía con su último día en esa escuela.
Y luego sucedió otra vez. Y otra.
Ocho escuelas en dos años. Ocho catástrofes. Incendios, suicidios, accidentes mortales. El patrón se fue tejiendo en su mente como una telaraña, cada hilo un recuerdo oscuro de gritos, llantos y edificios derrumbándose. Cada vez que Lucas empacaba sus cosas para irse, algo horrible sucedía.
Al principio, pensó que era coincidencia. ¿Qué podía tener que ver él? Solo era un chico atrapado en la vida nómada de sus padres, arrancado de una ciudad tras otra como un diente flojo que nunca terminaba de sanar. Pero luego, en la séptima escuela, algo cambió.
Era una tarde lluviosa en Seattle. Lucas estaba en clase de biología, observando con el rabillo del ojo cómo las gotas de agua golpeaban la ventana. No prestaba atención. La profesora, la Sra. Kline, explicaba algo sobre la fotosíntesis, pero su voz era un zumbido lejano. Lucas estaba más interesado en las sombras que las gotas de agua dibujaban en el vidrio. Era su último día. Sabía lo que venía.
Y entonces lo vio.
Fuera de la ventana, a través de la cortina de lluvia, algo se movía entre los árboles. No era una persona. No era un animal. Era algo. Una figura borrosa, deforme, que parecía cambiar de forma a medida que se deslizaba entre los árboles, acercándose a la escuela. Tenía una presencia tangible, como el aire denso antes de una tormenta. Lucas sintió cómo un frío glacial le recorría la espalda.
El ser se detuvo justo al borde del bosque, a unos metros de la escuela, y se quedó inmóvil. Lo miraba. Lo sentía. No tenía rostro, pero Lucas sabía que lo estaba mirando a él. Y entonces lo entendió. No era una coincidencia. Nunca lo fue.
Eso era lo que lo seguía. Cada vez que dejaba una escuela, cada vez que empacaba sus cosas y partía, eso quedaba detrás, esperando, hambriento.
Cuando la última campana sonó, Lucas se levantó de su asiento, pero no se dirigió hacia la puerta. No. No esta vez. Sabía lo que pasaría si se iba. Sabía lo que vendría por la escuela.
Y por él.
El pasillo estaba lleno de estudiantes apresurándose por salir, y Lucas luchaba por avanzar en dirección contraria. No podía dejar que volviera a ocurrir. Su corazón latía desbocado en su pecho, su respiración era un eco frenético. Corrió hacia la puerta de salida. La lluvia era implacable, pero allí estaba: la figura, más cerca ahora, acechando. No podía evitarlo, pero tenía que intentarlo.
«¡No te vayas! ¡No puedes irte!» gritaba algo dentro de él, no una voz humana, sino un grito del alma.
Pero ya era demasiado tarde.
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