EL ROMPECORAZONES
Y pensar que toda aquella desgracia comenzó con una lágrima. A lo lejos, los veía como sonreían, cómo, cada segundo se acercaban más y más; veía como él la tomaba de la cintura y, como si el tiempo se detuviese, miraba sus labios y la besaba, tan lentamente, de la misma manera en que crecía ese vacío en su interior, notaba como le costaba respirar cada vez más; un momento tan pausado que parecía durar siglos y es que así se siente, cuando ese pequeño corazón al que hicieron latir con tanta fuerza, se iba resquebrajando, las grietas aparecían en su contorno, hasta que cada una de ellas encontró a las demás en el centro de aquel corazón que alguna vez fue bello, que alguna vez pudo amar inconscientemente y que, alguna vez, ardió tanto. Destrozado, vacío y en cenizas, así quedó, la promesa de amor que alguna vez se le hizo, se incineró en lágrimas que tardaban en caer, pues ni siquiera sus ojos creían lo que veían.
Como un pequeño pájaro herido, corrió sin mirar atrás, sin destino al cual llegar, sin un camino, solo daba pasos sin pensar; sus lágrimas no la dejaban ver con claridad, ni siquiera sus manos podían limpiar su rostro, pues cada parte de su ser, de sus recuerdos y de ese amor que quedaba intacto, lloraban inconteniblemente. En ese rumbo, encontró a una señora alta de cabello blanco cenizo, vestía un abrigo gris inmenso, arreglada y maquillada de una forma tan elegante como si fuera a dar un discurso ante el pueblo. Cuando chocaron, aquella señora la tomó de los brazos, luego, con una de sus manos, cogió su quijada y la levantó para poder ver sus ojos, los que estaban cubiertos de lágrimas; con una voz cálida, le preguntó: “Pequeña, dime, ¿Qué es lo que hace llorar esos hermosos ojos?, ¿Qué podría hacer que se inunde tu rostro de tal manera, que incluso te cueste verme?”. De forma entrecortada, quebrando su voz y como si la tristeza misma se expresará en palabras, le contestó: “Mi corazón. No podía protegerlo. Lo destrozaron en un segundo que parecía eterno…”. Fueron las únicas palabras que pudo pronunciar. Al oírla, la miró con tristeza y a la vez con cariño, con sus manos limpiaba sus ojos y luego de un cálido beso en su frente, en voz baja le dijo: “Entiendo tu dolor, esa parte de nuestro ser se vuelve vulnerable ante una promesa de amor, aquel poder que otorgamos, puede usarse para abrazar nuestro corazón o destrozarlo en mil pedazos, cielo. Un corazón que arde con tal fuerza, llega al extremo de incinerarse, late tan fuerte hasta que se detiene. Entiende, cariño, que estos sentimientos son incontenibles, inevitables y el dolor que pueden causar, se siente irreparable.”
La dama levantó su mirada, vio al cielo y tomó un respiro, como si necesitara fuerza para continuar hablando o como si fuese a revelar algo más. Mirándola a los ojos, le dijo: «Aquellos corazones rotos, tardan en sanar dependiendo de su pureza. Este pueblo, rodea un bosque inmenso, al cual pareciera que el sol nunca ilumina, solo la luna. Existen relatos que hablan sobre una leyenda, aquella de un árbol en el mismo centro del bosque que se diferencia del resto por ser el más hermoso, de un color blanco intenso que pareciera reflejar la misma luz, como si estuviese lleno de pureza, de paz. El corazón roto de la hija de quien alguna vez fue rey de este pueblo, hace más de dos siglos, la llevó a perderse en el bosque, galopando en su caballo y hundida en una profunda tristeza, encontró dicho árbol. Al verlo, se maravilló del mismo, pero ni siquiera tal belleza podía calmar sus lágrimas, su dolor no paraba de crecer, sacó su daga e intentó cortar sus muñecas, pero no pudo y la guardó gritando de furia, aquel grito espantó a su corcel, el cual, al escapar, dejó caer la soga de su montura. De inmediato, la princesa la tomó, trepó el árbol y la amarró a la rama más fuerte del mismo; estando sentada casi en la cima, puso el otro extremo de la soga alrededor de su cuello y lo ató, con tal fuerza que ya lastimaba su blanca piel. Haciendo equilibrio, se paró y sosteniéndose de la rama más alta, susurraba: “Solo un paso más y las lágrimas se irán”, su miedo la hizo aferrarse por unos segundos a la rama de la cual se sostenía y con su otra mano, tomó de nuevo su daga, y talló de una forma delicada en el tronco blanco del árbol, su inicial. La princesa Aurora sintió como después del último trazo, las lágrimas desaparecieron, como su dolor se desvanecía y como, aquel vacío en su vientre no existía más, cortando la soga de su cuello de forma inmediata, bajó del árbol y sin palabra alguna lo abrazó tan fuertemente, que sentía como la inundaba una paz inmensa y dibujaba una leve sonrisa en su rostro. Una pequeña parte de su blanca corteza se tornó de un color negro intenso, cayendo y marchitándose una de sus hojas al tocar el suelo; tres segundos después, la princesa oyó una leve voz, como si del viento proviniera, que susurró: “Con la primera letra empieza y después de cien almas, con la misma letra terminará.”»
Con duda en sus ojos, contemplaba cada palabra que oía y luego de un silencio, la señora dijo: «Pasada la medianoche, ve y busca ese árbol, la luna alumbrará el bosque y no habrá peligro mayor que tú misma en él; no será un árbol blanco como lo imaginas, será el árbol más negro del bosque, lleva un cuchillo o una daga y talla en él la inicial de tu nombre, aquel con el cual fuiste bautizada. Si te pierdes, él te encontrará; es llamado “La Sombra Eterna”. Ve, mi niña, sana ese dolor.» Con sus manos secó sus ojos una vez más, le sonrió y siguió su camino.
Aquel pajarillo, aún herido, regresó a su hogar, se puso un abrigo y cogió una pequeña cuchilla que guardaba en un baúl, eran ya las once de la noche. Salió de casa decidida, rumbo al bosque, en esa noche oscura, pero con una luna llena, tan imponente que parecía reinar el cielo, que invisibilizaba cualquier destello de estrellas. Al llegar al bosque, veía que era cierto lo que la dama le había dicho, la luna iluminaba el camino, solo debía seguir recto hacia el centro. Paso a paso, recorrió el inmenso bosque en un silencio total, por una hora y media caminó entre los árboles y su desesperanza de encontrar tal árbol, crecía, el dolor en su pecho se mantenía. Cansada, se sentó en una roca, agachó la cabeza y las lágrimas comenzaron nuevamente a brotar del par de luceros que su rostro tenía. Al levantar su mirada y sin emitir ruido de lamento alguno, vio una silueta tan negra como el cielo de aquella noche, su forma lo revelaba. Al fin encontró “La Sombra Eterna”, el árbol tan nombrado como buscado por aquellos que necesitaban sanar su dolor. Lentamente, se levantó y tomó su cuchilla, no recordaba nada, su mente en blanco no sabía qué letra tallar. Acalia, ese era su nombre. En latín significa “Estrella” proveniente de la diosa babilónica Ishtar, destacaba su singularidad. Pasado el asombro, comenzó a tallar lentamente su primera letra y se detuvo en el último trazo, miró al cielo y sintió como si existiera una contemplación mutua entre ella y la luna. El último trazo fue tallado con fuerza, cuando desapegó la cuchilla de la corteza, sus lágrimas no salieron más, el vacío en su vientre se desvaneció, su respiración volvió a la normalidad. Ese pequeño corazón sanó, cada pequeña parte de él encontró a las demás y las abrazó, volvió a latir de verdad. Tal cual lo hizo la princesa Aurora, abrazó el árbol y una paz abrumadora la invadió, luego de soltarlo, vio como frente a ella caía pausadamente y al ritmo de la brisa del viento, una hoja, que desapareció al tocar el suelo ante tal oscuridad. Acalia, con una sonrisa en el rostro, comenzó a retroceder contemplando el árbol, se dio media vuelta y se fue.
Como si los tiempos calzaran perfectos, Acalia salió exactamente del bosque a las tres de la madrugada. Tal cual se mencionó, ¿cómo podrían haber imaginado que una lágrima desataría tal desgracia?
Acalia fue el alma número cien que talló su inicial en la corteza del árbol, y tal cual lo relataba la leyenda, aquella voz que escuchó la princesa Aurora dijo, que la última alma tallaría nuevamente la primera letra de todas, una “A”, de la misma manera en que todo había empezado. Aquel día, el pueblo se hundiría en la más absoluta oscuridad. “La Sombra Eterna”, no era tan eterna como creían, pues a cada segundo el árbol perdía una a una sus ramas, aquella hoja que cayó frente a Acalia fue la última que quedaba. Todo el árbol, como si su madera hubiese perdido vitalidad, se caía a pedazos; el centro del tronco, se abría en la parte que lo unía con el suelo, con las raíces del mismo y como si se derritiera, cada una de sus ramas y partes de su negra corteza, se condensaba en aquella abertura. Un silencio que parecía eterno inundó al paraje y una voz tétrica se oyó, pronunciando las siguientes palabras: “No fue el dolor de cien almas, no fueron sus lágrimas. No fue la sangre derramada por amor, cuando aquellos corazones rotos venían a mí por paz. Fue su odio mi nacimiento, mi invocación y mi eterno castigo.” Entre toda esa sombra que llenaba la abertura de los escombros del árbol, surgió una mano con garras enormes, que tomaba con fuerza el suelo, otra que jalaba las raíces que habían brotado para poder salir de aquella oscuridad. La luz de la luna llena comenzaba a alumbrar a tal ser, que, al salir por completo del árbol, pudo ser observado en todo su esplendor. La piel de sus brazos cubría parte de sus huesos expuestos, una piel que variaba entre un color negro y escarlata, con púas de hueso que eran la extensión de sus codos, al igual que de sus hombros. Había carne en sus brazos, espalda y piernas, aunque su torso solo estaba cubierto en la mitad inferior de esa carne oscura, toda la parte de su pecho eran solo costillas expuestas. Su rostro, casi inexistente; no había ojos que ver, pero sí dos bocas sin expresión, una debajo de la otra, cada una con hileras de dientes puntiagudos, como si estuviesen recién afilados para desgarrar y, en medio de la frente, como si fuese una corona, un corazón invertido con espinas. Casi tres metros de altura y del grosor parecido a los roperos reales de antaño, una cola con púas extendida desde la parte baja de su espalda y un último detalle: en medio de sus costillas, un corazón negro latía lentamente como el segundero de un reloj. Aquel ser miró a la luna, sonrió y se desvaneció, pero los destellos de su oscuridad, los reveló el alba.
En la orilla del río “Gris”, un cuerpo apareció, descubierto por un pescador que fue a la policía, llorando inconteniblemente por la crueldad de la escena. Destrozadas sus extremidades, sin ojos, sin lengua, partido por la cintura y con todas las vísceras expuestas sobre el suelo. Un hueco en el pecho y sin corazón, así yacía la víctima, con heridas de garras e inundado de sangre, la que se mezclaba con el caudal del río.
Y sí, la víctima fue quien destrozó el corazón de Acalia, con una “A”, tallada en su frente.
Creyeron que era el dolor lo que el árbol drenó de su ser, pero no, fue un odio infinito, un odio que hoy busca arrepentimiento maquillado de venganza. Un ser llamado “El Rompecorazones”, había surgido.
~ Yamel Chávez Osorio
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