Entraba en clase con paso firme, casi militar. Así era Don Nicolás.

De él recuerdo sus cejas pobladas, su ceño fruncido y esos exámenes sorpresa… que siempre ponía los viernes.

Don Nicolás causaba algo más que respeto, se plantaba delante de la pizarra y daba la sensación de trazar un mapa donde cada uno de nosotros éramos el objetivo, así permanecía hasta que algo llamaba su atención. Podía ser un susurro, un libro al caer, unas risas, un cuchicheo…

Enseguida advertíamos que estaba intentando averiguar quién era el osado que había tenido la desfachatez de interrumpir su clase; sus movimientos se iban ralentizando, movía ligeramente la cabeza hacia un lado y hacia el otro, entonces muy lentamente bajaba su brazo derecho, agarraba el borrador de madera y fieltro, se giraba a la velocidad del rayo y lo lanzaba al más puro estilo de un lanzador de peso.

En este punto, todos estábamos escondidos debajo de los pupitres, también nosotros éramos perros viejos.

Por aquel entonces, llegamos a pensar que Don Nicolás era un ninja disfrazado de profesor de primaria, pero en definitiva no era un mal tipo.
















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