Hace varios años, cuando aún no era padre, me sentaba en las costas de Santa Clara del Mar, a contemplar la no lejana Mar del Plata, cuando venía de vacaciones a casa de mis tíos. La silueta de los edificios, a mi vista, me dibujaba la ciudad como un recuerdo, como un concepto, como una añoranza –quizás- atrapada por las espesas y saladas aguas atlánticas. A lo lejos, en el fin del horizonte, se dejaban ver cada tanto, las formas de barcos, que luego se perdían en el infinito. Mientras miraba, escuchaba el sonido de las olas, o las acompañaba con canciones de Andrés Calamaro o Fito Páez de un mp3 prestado y auriculares, despidiendo o recibiendo algún amor imposible. Por aquellas épocas, para mí el amor (romántico) era imposible. Para colmo, el paisaje me hundía en un sentimiento exageradamente nostálgico, abrazando la creencia de pertenecer a otro tiempo, a otro lugar. Algo de ese espíritu aún me sobrevive.
Hace pocos días, nos mudamos con mi hijo y mi pareja, a Santa Clara del Mar, y volví a sentarme en sus costas, a pisotear sus arenas, a respirar sus vientos y a mirar sus horizontes. Dejamos atrás la calurosa y ruidosa ciudad de La Plata, lugar donde nací, donde crecí y estudié; lugar donde nació mi hijo, donde concí a mi pareja. Un sitio que alguna vez tuvo un poco del silencio santaclarence; la vida tranquila de barrio, con muchas mariposas, insectos, y cielos estrellados de mi infancia. Poco a poco, el cemento, el déficit habitacional, el negocio inmobiliario y una secuencia de eventos desafortunados convirtieron a esa ciudad con espíritu de pueblo, en un lugar expulsivo, en el que hay que luchar (literalmente) para sentirse parte. Todo ese cansancio, ese malestar, esa vista sin horizonte, la inhabitable paradoja de sentir la soledad y el abandono frente a semejante multitud, e incluso frente a los más cercanos, nos empujaron a estas orillas.
Un soñado, pero por ahora provisional, exilio. Sería injusto con el mar, que me recuerda resplandeciente y juvenil, y ahora algo más maduro, más apagado, pero más sensato, si lo definiera como un lugar sustituto. Este lugar se erige singular, por sus barrios uniformemente bellos, y a la vez universal, por sus aguas colosales, que me hacen sentir una pluma en el viento.
Estamos viviendo cerca, a pocas cuadras, de una verdad. ¿Esconderá el mar una verdad que la existencia citadina me velaba? ¿Podré olvidar pronto esa inquietud? Lo cierto es que el mar estaba allí, cuando yo apenas estaba conociendo las mieles y los sinsabores del amor; y el mar sigue estando allí cuando más cerca estoy del amor verdadero, el que siento por mi hijo, que crece sin límites. Tengo conciencia, y lo celebro con júbilo, de que yo no estaré en este mundo, en algunos años -con suerte- y probablemente (seguramente) el mar seguirá estando allí, en el mismo lugar. Pero, ¿el mar es el mismo que vi en mis años de fulgor? ¿Es el mismo que veo ahora? Tiene todo el aspecto, el aroma y el tacto de ser el mismo. Mientras tanto, yo, ¿soy el mismo que el mar vio en mis años de fulgor? ¿Soy el mismo que el mar ha visto hoy por la tarde? Estoy casi seguro que no.
El mar se las ha ingeniado muy bien para parecer el mismo y, sin embargo, haber cambiado incesantemente; mientras que yo me las he ingeniado muy mal para conservarme compacto; es visible en mí que ya he vivido varias vidas, y que he sido olvidado; no soy el mismo, salvo por el recuerdo de mí mismo que arrebato torpemente a mi conciencia y que tecleo acelerado en una narrativa llena de suturas, de baches. Mi existencia es completamente ajena a la del mar; sólo por el parecido de acercarse a las arenas para luego marcharse.
No sólo no soy el mismo, sino que probablemente ya no sepa quién soy. Tengo suerte de esa ignorancia, pues el mar me ha revelado que poco importa averiguar, definir. Puedo perderme muy fácilmente en sus arenas; puedo hacerlo, como una de las tantas imágenes que veo resplandecer bajo el sol, o que parecen sombras sobre la escollera, con sus cañas de pescar. Yo puedo bien pasar por un turista o un local; uno cualquiera que alguna vez buscó el sentido, la verdad, la condición humana, y poco pudo hacer por sí mismo. Uno cualquiera que, al mirar la silueta de la no tan lejana Mar del Plata, se imagina estando allí por un momento, como un habitante más de la ciudad; un alma con altas chances de perderse en mares de cemento, trámites, relojes apretados y personas infernales.
Hernán Caneva (14 de marzo de 2024)
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