Samuel

Meto la llave en el cerrojo y la giro sin más, ajeno al horror que se encuentra al otro lado de la puerta. Si lo hubiera sabido, o siquiera sospechado, estaría corriendo en dirección contraria sin mirar atrás. Lo peor es que no estoy solo, esta noche he quedado con Rafa, y tampoco podré salvarlo a él.

Rafa es mi amigo especial, como dice mi madre, que lleva como puede mi “nueva condición” de marica. Yo siempre lo he sido, pero a ojos de mi madre es algo reciente (creedme que pistas había) así que hay términos, como “novio” que todavía no es capaz de usar para referirse a Rafa. Aún así ella no lo lleva tan mal, mi padre aún no es capaz de mirarme a los ojos, pero me da una palmadita en la espalda cuando me ve mientras dice “¿Qué tal hijo?” sin realmente esperar detalles sobre mi vida como respuesta. Por suerte para ellos, y desgracia para mí, tienen a mi hermano Isaías, que es tan convencional como los pantalones caqui con camisa azul, me agota.

Tras girar la llave empujo la puerta de mi casa y la sostengo para que Rafa entre. Tengo ganas de quitarle toda la ropa a mordiscos, ha estado calentándome sin piedad en el restaurante donde hemos cenado, y yo ya no aguanto más. Pongo su mano sobre mi paquete mientras caminábamos distraídos, besándonos, al interior de la casa. En el preciso momento en el que entramos desnudándonos al salón, con una erección que podría haberle sacado el ojo a alguien, todas las luces se encienden dejándome ciego durante unos segundos en los que el enemigo aprovecha para añadir más confusión con un grito sincronizado de decenas de personas compinchadas en la emboscada:

¡Feliz cumple…a…!

Más o menos a mitad de grito, la gente ve el percal que tienen delante y la sorpresa ahora es mutua. Las voces se van apagando hasta que el “ños”, lo dicen dos, con poca convicción y cero sincronización.

Mientras me abrocho la camisa de nuevo y aprieto los labios en una sonrisa incómoda, voy mirando las caras de los no invitados (por mí). Reconozco a mis tíos, a amigos de mis padres, algún primo sin mucha vida propia, el dentista de la familia… Si ya de por sí las fiestas sorpresas son mi mayor pesadilla, aquella en concreto es además la más triste de la historia.

Cojo a Rafa de la mano evitando así que salte por la ventana, y veo el pánico en sus ojos cuando le digo “Venga Rafa, que te voy a presentar a mi familia”. El primero que se me acerca es, por su puesto, el bueno de Isaías, que confiesa ser el artífice de tan deleznable engaño nada más verme.

“¡Hermanito! ¿Qué te parece? Fíjate toda la gente que ha venido para desearte unos felices treinta”.

Para colmo me recuerda mi edad cuando sabe mi obsesión con el envejecimiento, esto ya es demasiado. Así que le respondo con su propia moneda.

“Si, menuda sorpresa, y además en mi casa. Supongo que como es más grande que la tuya, tenía sentido hacer la fiesta aquí… Cuando llegue tu cumple; ¿cuántos te caían este año? Ah sí, treinta y cinco; tendré que pensar en alguna sorpresa especial para tí”

El pobre Rafa no da crédito, los dardos vuelan, pero eso sí, sin perder las formas. No nos gusta montar numeritos en mi familia. Isaías con su cara de póker, me dice “feliz cumpleaños, Sam”, me da un abrazo y nos ofrece algo de beber (que probablemente también habrá sacado de mi mueble bar).

Rafa consigue perder la cara de pánico tras tomarse un negroni como si fuera zumo de naranja. Como parece que está mejor y además se ha puesto a hablar con mi cuñada, Asunción, a la que llamo cariñosamente la maestra titiritera, me voy en busca de mi gata. 

“¡Señorita Escarlata!, ¡Señorita Escarlata!” 

El idiota de Isaías ha traido a su perro Tonto (se llama Toto, pero es que tienes que verlo). Como la señorita Escarlata sabe cerrar puertas, y este evento (más el tonto del perro) es motivo de sobra para querer esconderse, voy mirando por las habitaciones cerradas.

La encuentro en mi cuarto, en el alféizar de la ventana, está entretenida con algo que pasa en el jardín. Mi hermano y mi madre están hablando, creo que se está metiendo con él otra vez, tendré que intervenir.

Isaías

Asunción me ha convencido para hacer la fiesta sorpresa de Sam, pero algo me dice que no le va a gustar. Ella ha insistido, “a todo el mundo le gustan las fiestas sorpresas”. Como no tengo ni idea le hice caso, pero ahora que escucho como abre la puerta con prisas y en compañía de Rafa, me estoy arrepintiendo. Dios mío, la entrada es triunfal, qué mal trago. Yo me pongo de pie lo más rápido que puedo para cubrir a mi hermano, que claramente tenía la cabeza en otros planes.

He invitado a los familiares que más tolera, así que espero que se lo pase bien. Quería hacer algo por Sam, lo he notado un poco tenso desde que les dijo a mis padres lo de que era gay. Aún no me puedo creer que se sorprendieran. Yo puede que no sea el más intuitivo pero es que a Samuel le quedaba como mucho un pie en el armario.

Me acerco para felicitarle y tenemos una conversación muy agradable, creo que me va a organizar una fiesta sorpresa para mi cumple. Rafa está hablando con Asun y parecen llevarse bien, además los dos beben como si se fuera a acabar el alcohol. Será que no han visto el mueble bar de Sam, es mágico, siempre está hasta los topes.

Veo a Toto peleando con la manguera en el jardín y me da ternurita. “Isaías, controla al tonto de tu perro” – oigo a mi madre decir. Siempre le pone cara de asco, como si fuera a contagiarle algo. “Toto no sabe cerrar puertas pero es más listo de lo que piensas”. Mi padre se ríe un poco y contraataca “¿cómo va tu negocio de legumbres, Isaías? ¿vendes mucho?”. Noto el calor subiendo a mis orejas. Con Sam no son tan hostiles como conmigo. Él siempre ha sido el artista, el listo, el que va a llegar lejos.

Pero entonces, escucho el comentario que nunca pensé escuchar en boca de mi madre “Al menos tú no nos haces pasar por este bochorno”. Uno pensaría que tras una vida de compararte con tu hermano y siempre salir perdiendo, este comentario no tendría un efecto negativo. Pues resulta que el instinto protector que tenía con Sam de pequeños, sigue estando ahí. Saqué las uñas, ataqué con todo lo que tenía y, aunque en mi familia no somos muy de numeritos, lo que monté fue un numerito en toda regla.

Señorita Escarlata

Odio a la gente. Odio las fiestas. Odio el ruido. Me voy a encerrar aquí y que me dejen tranquila. ¿Dónde está mi esclavo? ¿Por qué se ha ido? Quiero que me acaricien. Ah, ahí está, dando un abrazo al idiota del perro tonto. Voy a acercarme a la matriarca que es la única que me entiende.

Etiquetas: relato relato corto

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