La niña no tendría más de diez años. Se paseaba por las calles tratando de conseguir algún emolumento que le permitiera alimentarse… es decir, mendigaba. La mayor parte de la gente pasaba a su lado como si no existiera. Con su manita siempre extendida, la niña recibía de tanto en tanto alguna moneda y con suerte algún billete de alguna persona que se apiadaba de semejante situación.

Verla provocaba más que pena. Flaca y escuálida como un perro pobre, con harapos que apenas le tapaban parte de su esquelético cuerpo. Casi siempre mugrosa y mocosa. Era el vivo y cruel reflejo de la enorme pobreza que por esos tiempos aquejaba esa región, que nunca en su historia había tenido tan poco respeto por los niños, los cuales padecían no solo la miseria, sino también el maltrato de los más afortunados.

La niña sufría todo tipo de vejaciones, ya que muchos adultos la ignoraban, en el mejor de los casos, y la insultaban, escupían o golpeaban, en el peor.

Cuando volvía a la casa en donde vivía, que cualquiera hubiese confundido con un sumidero, con las pocas cosas que pudo comprar con el escaso botín, preparaba algo de comer con lo que alimentarse, si puede llamarse así, y también dar de comer a su enfermo y discapacitado padre, que no tenía posibilidad alguna de trabajar.

Y en el caso de que hubiese podido, nadie le hubiera dado ni la más mínima oportunidad de integrarse al mercado laboral. Como inmigrante ilegal e indocumentado, era un invisible ser despreciado por múltiples causas, comenzando por su color de piel y terminando con esa deformidad discapacitante que aterrorizaba a más de uno.

La niña, amable y amorosa como siempre, preparaba algún potaje que ofrecía a su papá, alimentándolo en la boca, cual si fuera un bebé. El amor y la entrega de la pequeña conmovería a más de una persona, si no fuera por el odio instintivo y encarnizado que la sociedad había heredado, y acrecentaba con el paso del tiempo, a esa clase de extranjeros.

A pesar de todo, la pequeña sorteaba todas las dificultades que se le presentaban día tras día. Caminaba cientos de calles, recorría decenas de plazas o parques, extendiendo su manita, rogando que un alma buena le depositara un poco de dinero que permitiera a ella y a su padre poder vivir, o mejor dicho malvivir, un día más.

Por supuesto que la infortunada niña pensó más de una vez ¿para qué seguir, para qué vivir? ¿qué ofrece la vida, más que sufrimiento? Pero el amor por su padre, y el deseo de que mejorara la obligaba a continuar. Soñaba con que algún día conseguiría los recursos necesarios para sanar a su padre y poder ir a la escuela. Tal vez también conseguir algún trabajo digno. Vamos, lo que cualquier niño de clase media da por descontado, para ella era su mayor anhelo. Un sueño inalcanzable, dadas las circunstancias.

Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, todo iba a peor. Los transeúntes cada vez la maltrataban con mayor intensidad. Y un detalle comenzó a ser su peor pesadilla. A pesar de su pobreza, mala vestimenta y peor aseo, su belleza era innegable. La niña era preciosa, con un atractivo exótico, emparentado con su curioso origen. Y para muchos pervertidos, eso no pasaba desapercibido.

Más de un degenerado le había ofrecido dinero a cambio de favores carnales. Y la niña, curtida y desgastada, pero a la vez inocente, no sabía cómo actuar. Evadía a cada hideputa que se acercaba con esas intenciones.

Hasta que un día, una gélida mañana de invierno, aterida y semi congelada con esos trapos que servían de vestimenta, y que nada abrigaban, uno de esos pervertidos hizo algo más que ofrecer dinero. La tomó violentamente de los brazos y la introdujo por la fuerza en su vehículo. La impotencia de la niña, en parte por el frío y en parte por el hambre surgido de su pobreza, le impidieron siquiera poder resistirse. Se vio de pronto en el interior del vehículo, sin poder escapar.

Su captor la llevó hasta los límites de la ciudad, y aprovechando la soledad del basurero que eligió como destino, abusó de la niña de manera salvaje y brutal, robándole en un instante su inocencia y su niñez. El sufrimiento experimentado por la pequeña fue, en esos minutos, infinitamente mayor que el padecido en toda su corta vida.

Cuando finalmente terminó, el violador la dejó tirada entre bolsas de basura, congelándose, y se marchó. La pequeña no podía moverse. Había sido ultrajada y golpeada salvajemente por un monstruo que pensó que podía tener cualquier cosa que quisiera.

El frío intenso entumió sus músculos y comenzó a congelar la sangre que manaba de varias partes de su cuerpo, que omitiré mencionar. Sin siquiera poder moverse ni gritar, un profundo sopor comenzó a apoderarse de su alma, y finalmente se quedó dormida.

Al despertar, se sentía mucho mejor. Ya no le dolía ni el cuerpo ni el alma. Se levantó y miró alrededor. Unos niños gritaban y jugaban, otros corrían y se divertían a su lado. La invitaron a sumarse y la pequeña se puso muy contenta. Otro niño se acercó a ella y le tendió su manita, y ella la tomó. Corrieron juntos, se reían y disfrutaban tanto que la pequeña comenzó a llorar de tanta alegría.

A lo lejos vio a un grupo de gente rodeando a un niño pequeño, pero de mirada sabia e inocente. Se acercó para observarlos más en detalle y fue ahí que vio cómo su padre, sano y fuerte, corría a su encuentro. Se abrazaron, se besaron y lloraron. Ambos se secaron las lágrimas mutuamente. Entonces se dio cuenta que todos los niños con los que había jugado estaban con sus papás y sus mamás. ¡»Qué bien se está aquí», decían! Ninguno estaba afligido. El niño Jesús se acercó a ellos y les prometió que junto a él jamás iban a volver a sufrir. También les aseguró que su justicia era infinita…y eterna.

Mientras tanto, en la tierra, unos uniformados encontraban el cuerpecito de una niñita, que había sido brutalmente ultrajada y asesina, tirada entre bolsas de basura dentro de un sumidero. Otros fueron advertidos de que un hombre mayor, extranjero y discapacitado, fue encontrado hacía unas horas en un ranchito de una villa miseria. Había muerto antes que su hija.

Y como si fuera parte de un plan divino, y en cumplimiento de una promesa, la policía encontró que la niña aferraba fieramente en su manita una credencial, arrebatada a hurtadillas, que develaba la identidad de un monstruo, al que se le acababa el tiempo.

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