Para cuando me di cuenta, el tiempo ignoró mis rezos y me apartó con brusquedad, tomando mis energías y mis ilusiones, a mi mujer y a mi hija. A la primera la puso en una camilla, implantó en su hígado el dolor y la pena, y similar a un embudo, condujo el resto de la putrefacción a su anatomía intacta.

Con mi hija fue menos cruel, mas su ternura hacia ella implicaba latigazos de realidad a mi absurda esperanza. Siempre fui un hombre de fe, de convicciones, sin embargo, estas temblaron ante la imponente irrelevancia que yo significaba. La adultez se hizo con ella y la vejez conmigo; mientras sus responsabilidades aumentaron, las mías fueron yéndose con mi característico brío, aunque sentí el peso de las primeras por muchos años más.

Finalmente, el momento que más temía, llegó. Su juventud la empujaba a la libertad, a la exploración, a saciar esa hambre típica del humano por ver maravillas de las que sólo ha escuchado, por recorrer senderos en donde otros ya han dejado huella, todo con el afán de dejar la propia y ser parte de eso tan banal que llamamos “historia”.

Por más egoísta que pueda sonar, intenté detenerla. Yo, que para nada puedo exigir algo que jamás di, le ordené con la confianza de un tirano que desistiera de su partida. Nos provoqué dolor; mis reclamos, fundados en el terror de permanecer solo, produjeron en su corazón un odio a mi autoridad. La rebeldía (o más bien, el sentido común) fue el combustible que hizo falta para que la determinación de irse cuajara como una conspiración primordial.

En su momento, creí que había sido el ego quien me orilló a comportarme como un incivilizado con mi propia sangre, pero después comprendí el verdadero motivo de mi proceder. Cuando se es afín con una constante, el impacto frio e irremediable del cambio desestabiliza los cimientos de la comodidad. Nunca preparé un plan de emergencia, ni siquiera planteé posibilidades, simplemente, me acostumbré a tenerlo todo sin ofrecer nada a cambio.

Etiquetas: cuento drama escrito

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